viernes, 20 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 12





Paula pulsó la banda verde que aceptaba la llamada.


—¿Hola?


—Paula, hola, soy Pedro —la voz grave que sonó al otro lado del teléfono pareció envolverla y llenar el aire que la rodeaba—. Me temo que ha habido un cambio de planes. No voy a poder ir a tu casa.


—Eso ya lo había imaginado —le dijo con tono despreocupado, para ocultar la decepción que sentía. 


Aunque había aceptado que no lo vería esa tarde, no podía negar que había sentido cierta esperanza al ver que era él quien llamaba.


Normalmente, Pedro lo habría dejado así y se habría despedido sin más explicaciones. Pero esa vez no quería hacerlo.


Siempre había sido honesto consigo mismo y tenía que admitir que no se trataba de una situación normal. No para él. No sabía por qué, pero quería salvaguardar todas su opciones, por si acaso.


—Un coche a atropellado a Rhonda —dijo.


—Oh, cielos, eso es terrible —la compasión de Paula saltó a primer plano, borrando cualquier otra emoción, a pesar de que el nombre no significaba nada para ella. Pedro no había mencionado a la mujer antes, pero era obvio que significaba mucho para él—. ¿Puedo hacer algo para ayudar?


—No, lo tengo controlado —dijo—. Pero me gustaría dejar la sesión de adiestramiento para otro día, si te parece bien.


—Claro, desde luego —se apresuró a decir ella. Siempre que alguien mencionaba un accidente de coche, un escalofrío recorría su espalda. Sentía empatía ante cualquier tipo de desgracia—. No te preocupes. Ve con Rhonda.


«Quienquiera que sea», añadió para sí.


No sabía si Pedro estaba hablando de una amistad, un miembro de su familia o, tal vez, una novia o alguien incluso más importante. Lo que sabía con certeza era que el hecho en sí sonaba terrible y que lo sentía mucho por él.


No pudo sino asombrarse de que él se hubiera acordado del adiestramiento de Jonathan en un momento como ese. O el hombre tenía un corazón enorme, o había algo raro en el asunto.


—De verdad espero que salga adelante, Pedro —le dijo con toda sinceridad.


Siguió un silencio al otro lado de la línea. Estaba a punto de pensar que ya no tenía conexión, cuando oyó la respuesta de Pedro.


—Sí, yo también.


—Hazme saber cómo está —dijo Paula—, solo si tienes oportunidad —añadió. No quería parecer pesada o insistente en esas circunstancias.


—Sí, claro.


Podían ser imaginaciones suyas, pero Paula pensó que su voz sonaba extraña, confusa tal vez.


—Tengo que irme —añadió él con tono grave y urgente. 


Después, cortó la comunicación.


Paula se quedó mirando el teléfono móvil un momento, aunque ya no había nadie al otro lado de la línea.


—Parece que estaremos solos tú y yo, Jonathan —dijo. El labrador soltó un ladrido agudo, como si estuviera de acuerdo.


Paula dejó el móvil en la mesita de café y fue a la cocina a comprobar si tenía algún mensaje en el contestador. Tal vez el propietario del perro había visto sus carteles y había llamado para recuperarlo.


Tenía tres llamadas. Se quedó mirando la luz parpadeante, planteándose la posibilidad de borrar los mensajes sin escucharlos. Así no tendría que contestar a la llamada.


«Venga, Paula, no puedes utilizar la ignorancia como excusa. Estabas deseando librarte de don Bola de Pelo cuando lo encontraste, ¿recuerdas? No habrías colgado esos carteles si no fuera así».


Lo cierto era que había cambiado de opinión en las últimas horas. En realidad, había ido cambiando día a día, de forma gradual. A pesar de los problemas que ocasionaba el perrito en su vida, no tenía ganas de entregárselo a un desconocido, ni de perderlo de vista para siempre.


Paula movió la cabeza. Era asombroso lo rápido que se había acostumbrado a tener a otra criatura ocupando su espacio.


—Estás encariñándote otra vez, Paula —se recriminó—. Sabes que eso es algo que pretendías evitar.


Pero, lo quisiera o no, ya era oficial. Miró al perrito. Le gustaba ese montón de pelo que no dejaba de moverse. Le gustaba mucho.


—Bueno, ¿qué quieres hacer antes? —le preguntó a Jonathan.


Ensanchó los ojos al ver que alzaba el rabo de esa forma peculiar que hacía que pareciese un paréntesis. Recordó que solo ocurría cuando quería eliminar residuos de su cuerpo.


—Oh, no, no, no —clamó.


Lo agarró del collar, no tenía tiempo de buscar la correa, y lo llevó rápidamente a la parte trasera de la casa, que daba al jardín.


—¡Aguanta, aguanta, aguanta! —repitió hasta que estuvieron afuera. En cuanto calló, el perrito hizo lo que tenía que hacer. Paula habría preferido que hubiera esperado hasta llegar a la hierba, pero, sin duda, el suelo de cemento de la terraza era mucho más apropiado que la moqueta o el suelo de mármol de la cocina.


—¿Has terminado? —le preguntó al perro. En respuesta, el perro trotó hacia la puerta corredera de cristal, reclamando volver a entrar en la casa—. Vale, me tomaré eso como un sí. Pero quiero que avises en cuanto sientas urgencia de librarte del desayuno o de todos esos premios que has conseguido que te diera en el parque.


Actuando como si su ama hubiera dejado de hablar, en vez de estar dándole instrucciones, Jonathan empezó a olisquear los rincones de la casa, dejando claro que buscaba comida.


Podía meter la nariz en casi cualquier sitio, incluso bajo los armarios de la cocina. Allí solía haber migas y Jonathan andaba en su busca.


—No vas a encontrar nada —le advirtió Paula—. Tengo la casa muy limpia, y eso significa que no quiero que sueltes pelusas por todas partes. Tengo mejores cosas que hacer que pasar la aspiradora dos veces al día —se volvió hacia la despensa—. Venga, te daré la cena; después agradecería que te tumbaras junto al sofá y te durmieras.


Primero sirvió la comida de Jonathan, después fue a prepararse algo para ella.


Por el rabillo del ojo, vio al perrito dar cuenta de su comida en un santiamén. Luego, se sentó junto a sus pies, esperando que dejara caer algo al suelo o se compadeciera lo suficiente para compartir su cena con él.


—Puedes mirarme cuanto quieras con esos enormes y tristes ojos de perrito —dijo con firmeza—. No va a ocurrir. Mientras sea yo quien cuide de ti, no te convertirás en un perro gordo y pedigüeño.


Jonathan no dio la menor indicación de entenderla o agradecer que se preocupara de su salud. Parecía haberse convertido en un estómago andante, dispuesto a vender su alma perruna por una migaja de comida.


Paula tenía toda la intención de mantenerse firme. Aguantó cuanto pudo, mirando hacia cualquier lado menos a él mientras comía. Pero sentía la patética mirada de Jonathan clavada en ella. Descubrió, a su pesar, que no podía resistirse indefinidamente.


Con un suspiro, rompió un trocito del sándwich que estaba comiendo y lo puso en el suelo, ante Jonathan. Desapareció en su boca antes de que ella volviera a incorporarse. Paula movió la cabeza con incredulidad.


—No me gustaría estar en una isla desierta con especímenes como tú. A los dos días empezarías a verme como un montón de chuletas crudas.


Jonathan ladró y ella estuvo segura de que expresaba su aprobación.


Tras recoger los dos platos y el cuenco que había usado, Paula descubrió que estaba demasiado inquieta para irse a la cama, e incluso para ver algún inane programa televisivo con la esperanza de que le entrara el sueño.


Era domingo por la noche y, por norma, no emitían nada que mereciera la pena en ninguno de los innumerables canales que recibía por cable.


Aun así, encendió la televisión para paliar el silencio mientras fregaba los cacharros.


Sin nada interesante que ver y con su nuevo compañero de cuatro patas dormido en un rincón,Paula decidió hacer lo habitual en ella cuando necesitaba relajarse.


Hornear algo.


Empezó sacando todo lo que podía servir para hacer pastas y alineó los contenedores, cajas y tarros en un extremo de la encimera. Tras ver con lo que contaba,Paula decidió qué hacer.


Iba por la tercera tanda de pastas de estilo bávaro, que eran bajas en calorías, para demostrar que las pastas no necesariamente engordaban, cuando sonó el timbre de la puerta.


El perro alzó la cabeza de inmediato. En medio segundo pasó del sueño al estado de alerta.


—Mantén la pose, puede que te necesite —le dijo a Jonathan, limpiándose las manos.


Fue hacia la puerta, seguida por su peluda sombra. No perdió el tiempo diciéndole que se quedara quieto. Tenerlo a su lado le proporcionaba un aura de seguridad que hacía tiempo que echaba en falta. Mentalmente, cruzó los dedos y deseó que no fuera alguien que llegaba a reclamar al perrito.


—¿Quién es y qué quiere? —preguntó, en vez de mirar por la mirilla que, a su juicio, distorsionaba la imagen de quien estaba al otro lado de la puerta.


—Pedro Alfonso, y quiero disculparme.


El corazón de Paula se desbocó. Abrió el cerrojo.


—Ya te has disculpado. ¿No te acuerdas? —preguntó, abriendo la puerta—. Cuando llamaste para decir que no vendrías, te disculpaste.


Él sí se acordaba, pero no le había parecido suficiente. 


Además, después de por lo que había pasado, no quería volver de inmediato a su casa vacía. Quería ver un rostro amigable, hablar con alguien y relajarse en compañía. Lo sorprendía que le apeteciera precisamente eso, porque, hacia el final, librarse de su relación con Irene había supuesto un gran alivio.


Pero Paula no era Irene.


—Quiero pedir disculpas otra vez. Y sigo siendo Pedro Alfonso —añadió con voz risueña.


—Ni siquiera hacía falta que te disculparas la primera vez —apuntó ella—. Fue agradable que pensaras en hacerlo, pero lo habría entendido. Tenías una crisis de la que ocuparte. Por cierto, ¿cómo está?


—Mejor de lo que esperaba. Parece que va a salir adelante —dijo él, asintiendo con la cabeza.


Había habido un momento muy crítico. No era la primera operación que realizaba, pero sí la más difícil, a pesar de tener mucha experiencia como voluntario en refugios para animales. La setter irlandés, de cinco años, había requerido una cirugía muy delicada.


—Es una gran noticia —dijo Paula, genuinamente complacida. Tuvo que alzar la voz, porque Jonathan había decidido participar en la conversación. Obviamente, tenía la sensación de que lo estaban ignorando, sobre todo el hombre que tanto le gustaba—. Pero ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar en el hospital con ella?


Pedro se agachó para rascar al perrito detrás de las orejas. Jonathan, en estado de puro éxtasis, se revolcó por el suelo.


—En circunstancias normales, habría pasado la noche allí, pero está Lara —explicó Pedro—. Se ofreció voluntaria para este turno. Y puede llamarme si ocurre algo.


A Paula le pareció una forma muy extraña de exponer la situación.


—¿Lara? —repitió en voz alta. Se preguntó cuántas mujeres había en la vida de ese hombre.


—Sí —Pedro comprendió que seguramente no había presentado a Paula a todo el personal cuando estuvo en la clínica—. Es una de las auxiliares. La conociste el otro día cuando llevaste a Jonny a la clínica.


El cerebro de Paula se paró en seco. Alzó la mano para que él callara un momento. Necesitaba aclarar tanto su mente como los hechos.


—¿Una de tus auxiliares veterinarias está vigilando a Rhonda? —preguntó con incredulidad, intentando descifrar lo que Pedro decía.


—Sí. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? —preguntó, 
desconcertado por la expresión de Paula—. Tampoco es como si fuera la primera vez.


Paula decidió que la única forma de aclarar las cosas era hacer algunas preguntas básicas.


—¿Cuál es tu relación con Rhonda? Sé que no es asunto mío, pero tengo la impresión de que estamos hablando de cosas que…


—Espera —ordenó él—. Retrocede —no estaba seguro de haberla oído bien. O tal vez sí—. ¿Qué acabas de preguntarme?


Paula pensó que estaba enfadado por su curiosidad. No quería poner en peligro su relación con Pedro. Necesitaba que la ayudara con el cachorro.


—Perdona. Supongo que te parezco entrometida —dijo—. Solo intentaba aclarar las cosas, pero, si no quieres hablarme sobre Lara, o Rhonda, estás en tu derecho y yo…


Pedro se dio cuenta de que el malentendido se les estaba yendo de las manos. La única forma de impedir que la bola de nieve se convirtiera en un alud incontrolable era soltar la verdad de un tirón, lo antes posible.


—Rhonda es la setter irlandés de mi vecino —aclaró—. Josh me llamó con un ataque de pánico cuando conducía hacia tu casa, para decirme que un conductor errático había golpeado a Rhonda y no había parado. Estaba viva pero había perdido mucha sangre. No pude decirle que no.


«¿Rhonda es una perra?». Paula vio la pregunta en su mente, escrita con letras mayúsculas. La oleada de alivio que sintió fue abrumadora, pero decidió no analizarla de momento. No estaba preparada para eso aún.


—Claro que no podías —ratificó.


Lo dijo con tanta fiereza que Pedro pensó que se burlaba de él. Pero le bastó una mirada a sus ojos para saber que hablaba en serio. Y, además, estaba adorable al hacerlo.


Mucho después, Pedro comprendió que su camino sin retorno había empezado en ese mismo minuto.


Igual que empezó el de ella.


Para Paula, fue al darse cuenta de que el hombre que la estaba ayudando a adiestrar a Jonathan no era solo amable cuando le convenía serlo, o cuando intentaba ganar puntos con una mujer a la que acababa de conocer y por quien parecía sentirse moderadamente atraído. El punto sin retorno para ella, cuando supo que ya no podía cerrarle su corazón, llegó al descubrir que Pedro carecía de egoísmo, sobre todo en cuanto a los animales que lo necesitaban.


Su corazón se puso a la venta y el hombre que tenía delante lo compró en ese mismo instante.


De repente, Pedro inspiró profundamente.


—¿Qué es ese fantástico olor? —fue una pregunta retórica, porque estaba casi seguro de conocer la respuesta.


Paula esbozó una sonrisa tan amplia que tuvo la sensación de que su rostro iba a partirse en dos.


—¿Por qué no vienes y lo compruebas tú mismo? —giró sobre los talones y fue hacia la pequeña cocina. No se dio cuenta de que andaba casi a saltitos.


Pero Pedro sí lo notó.


La compacta cocina contaba con una isla central, pequeña pero lo bastante grande para acomodar dos de las tres bandejas de pastas que Paula había preparado. La tercera seguía en el horno.


Cuanto más se acercaba, más se acentuaba el aroma. 


Pedro se transformó en un niño que entrara en su tienda de caramelos favorita.


—¿Son las mismas pastas que hiciste el otro día? —preguntó, con apetito.


—Algunas sí, otras no. Me gusta mezclar.


Las pastas aún estaban calientes y emitían un canto de sirena que hipnotizaba a Pedro.


—¿Son todas para el trabajo? —preguntó, rodeando la isla lentamente, sin dejar de mirar las bandejas.


—No, son para mí —corrigió ella—. No para comérmelas —aclaró—. Cocinar me relaja. Suelo regalarlas cuando acabo —señaló las bandejas—. ¿Te gustaría probar una?


Antes de que hiciera la pregunta, Pedro ya había aceptado la oferta que suponía iba a hacerle.





jueves, 19 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 11




Pedro acompañó a Paula al coche, que estaba aparcado a poca distancia del suyo.


Mientras esperaba a que consiguiera hacer subir al perrito al asiento trasero, se dio cuenta de que no le apetecía que su encuentro acabara así.


Eso lo sorprendió. No había sentido ningún interés por la compañía femenina desde su poco amigable ruptura con Irene, meses antes. Se dijo que tal vez, por fin, estaba listo para seguir adelante con su vida, en todos los sentidos.


Observando a Paula, decidió que no tenía nada que perder si sugería continuar con el adiestramiento de Jonathan en otro entorno. Cuando ella cerró la puerta trasera y se dio la vuelta, Pedro simuló consultar su reloj.


—Oye, no tengo nada programado para el resto del día —dijo, alzando la vista—. ¿Por qué no te sigo y damos los primeros pasos para enseñar a tu huésped a no hacer sus necesidades en casa?


—¿En serio?


—En serio —respondió Pedro. Como no quería que se hiciera expectativas poco realistas, puntualizó—. Pero recuerda que he dicho «primeros pasos». Esto no es un proceso rápido, como el que Jonathan venga o se quede parado. Esto requerirá tiempo. Con algo de suerte y mucha vigilancia, en el mejor de los casos, podrías conseguir que controle sus necesidades en unas dos semanas.


—Pero yo trabajo, y mi horario no es siempre regular —miró a Jonathan en el asiento trasero—. ¿Cómo voy a poder mantener un horario regular con él? —se lamentó.


—Eso es un problema —concedió Pedro—. Pero no es imposible.


Ella se aferró a esas palabras como una náufraga a un salvavidas. Si terminaba por quedarse a Jonathan, le estaría eternamente agradecida a Teresa por haberle recomendado a ese veterinario. Era un regalo del cielo.


—Vale, escucho.


—Lo sacarás una vez por hora cuando estés en casa. Cuando te vayas, puedes dejarlo en una jaula para cachorros.


—¿Una jaula? —repitió ella, horrorizada por la sugerencia. Tenía que haberlo entendido mal—. ¿Me estás diciendo que meta a Jonathan en una jaula? —preguntó, incrédula—. Eso es cruel.


—No, no es cruel. Hay jaulas de varios tamaños, para acomodar a las distintas razas. Son aireadas y están diseñadas para que el perro se sienta seguro. Se mete a los
cachorros en jaulas por la misma razón por la que se envuelve a los bebes recién nacidos en el hospital. Les gustan los espacios pequeños. Además, si solo pasan allí parte del día, como cuando estés trabajando, no ensucian la jaula porque no les gusta ir al baño en el sitio donde duermen.


—¿Y por qué en las pajarerías sí lo hacen? —había visto a más de un empleado de pajarería limpiando las jaulas en las que estaban los animales.


—Eso es porque los animales están enjaulados todo el tiempo. No tienen más posibilidad que hacerlo donde duermen. Eso dificulta mucho el adiestramiento del animal, pero no es tu caso.


Ella notó por su tono de voz que no aprobaba el trato que recibían los animales en las pajarerías. Aun así, la idea de obligar a Jonathan a pasar parte del tiempo en una jaula no le gustaba demasiado.


—No es que dude de lo que has dicho, ¿pero no hay otra forma de adiestrarlo? No me gusta la idea de meter a Jonathan en una jaula, a no ser que no haya otra opción —miró al perro con compasión—. Se parece demasiado a hacerle pasar tiempo en prisión —confesó.


—Bueno, hay otra alternativa —dijo él. Le gustaba que, a pesar de su empeño en aparentar indiferencia, Paula fuera tan blanda en realidad.


—Llevarlo al trabajo conmigo, como hice el primer día —adivinó Paula.


—O podrías dejarlo en mi clínica cuando vayas a trabajar y yo te lo llevaría por la noche. A no ser que salgas antes que yo, entonces podrías ir a recogerlo. Entretanto, uno de mis ayudantes se asegurará de que Jonny no tenga «accidentes».


Sin duda, esa parecía la mejor opción, pero, una vez más, a Paula le parecía demasiada molestia.


—¿No les importaría? ¿No te molestaría a ti?


—No y no —contestó Pedro. Se apoyó en el coche y le propuso un plan—. El otro día hice circular las pastas que llevaste y, si estás dispuesta a llevar una caja a mis empleados, digamos una vez a la semana, te garantizo que estarán más que dispuestos a enseñar a Jonathan a ir al baño —aseguró él.


Como seguían hablando, abrió la puerta delantera para permitir que el aire circulara dentro del coche. Al mismo tiempo, se colocó de modo que el perrito no pudiera salir y escapar.


—¿Lo dices en serio? —preguntó Paula.


Volvía a sentirse esperanzada. La idea era de lo más atractiva; no tendría que sentirse culpable por encerrar al perrito para que no convirtiera su casa en un enorme cuarto de baño.


—Desde luego —afirmó Pedro.


—Entonces, trato hecho —dijo ella.


—Fantástico. Les diré a todos que empiecen a buscar ropa nueva, una talla mayor de la que usan ahora —dijo él con expresión seria. El brillo chispeante de sus ojos lo delató.


—No hace falta que hagas eso —desechó Paula, moviendo una mano.


—¿Has cambiado de opinión sobre las pastas?


—Oh, no, nada de eso —Paula disfrutaba con la repostería, más aún cuando estaba destinada a una audiencia que la apreciaba—. Pero puedo hacer una versión baja en calorías, nadie notará la diferencia, y no necesitarán ropa más grande.


Él agradeció su buena voluntad, pero, en su opinión, lo «ligero» nunca era «mejor». No sabía ni parecido a lo que pretendía sustituir.


—Eso dices, pero yo siempre detecto una versión «ligera» —aseguró—. Nunca sabe igual.


Paula lo estudió un momento, con expresión inescrutable. 


Después, las esquinas de su boca se curvaron con humor.


—¿Me estás retando? —inquirió.


—No con esas palabras, pero bueno, sí, es posible —concedió.


Paula cuadró los hombros. Por primera vez desde que la vio entrar en la clínica veterinaria, su aspecto se transformó en formidable, pasó de ser un peso pluma a peso medio. Eso lo sorprendió.


—De acuerdo —Paula asintió con la cabeza—, reto aceptado. Haré las pastas normales y de vez en cuando una tanda de la versión ligera, apuesto a que no sabrás decir cuál es cuál.


—Trato hecho —aceptó él, convencido de que ganaría. 


Agarró su mano y la estrechó con toda naturalidad, sin ninguna intención.


Pero, en el momento en que Paula sintió los fuertes dedos rodeando los suyos, una especie de corriente eléctrica surcó sus venas. Se quedó sin aire por segunda vez ese día.


Sin saber por qué, se descubrió preguntándose si iba a besarla. Desechó la idea un segundo después, diciéndose que estaba loca. La gente no se besaba después de llegar a un acuerdo para organizar el día de una mascota. Las cosas no se desarrollaban así.


Carraspeando, como si eso pudiera ayudarla a librarse de los pensamientos que asaltaban su mente y estaban elevando su temperatura corporal, dejó caer la mano del veterinario y dio un paso atrás. Habría retrocedido más, pero el coche, que tenía a su espalda, bloqueó su huida.


—¿Sigues queriendo venir? —preguntó con voz tensa—. ¿A empezar con el adiestramiento? —para cuando acabó la frase, tenía la boca seca.


—A no ser que hayas cambiado de opinión —dijo Pedro


Él también había sentido la corriente eléctrica, seguida de un extraño anhelo y cierta inestabilidad. Se sentía atraído por la mujer, pero había más que eso. No sabía qué exactamente.


Aún.


—No, claro que no —se oyó decir Paula.


La voz resonó en su cabeza como si perteneciera a otra persona. Una parte de ella, la que temía lo que podía deparar el futuro, deseaba correr a esconderse, darle las gracias por su ayuda, subir al coche y alejarse a toda velocidad.


Pero eso sería actuar con cobardía.


Paula se preguntó de qué tenía miedo. Era una mujer adulta que llevaba ya un tiempo sola y que sabía cuidar de sí misma. No tenía a nadie a quien recurrir, a nadie que librara sus batallas por ella, así que todo estaba en sus manos. 


Dependía de ella misma y, por el momento, con algo de ayuda de Teresa, se había apañado bastante bien.


Decidió que sí, quería que él la acompañara a casa. 


Necesitaba su ayuda; si surgía algo más, ya se enfrentaría a ello cuando ocurriera.


—Te daré mi dirección por si nos separamos —le dijo, sacando una libreta diminuta del bolso. Tardó un par de minutos en encontrar un bolígrafo, pero, tras conseguirlo, empezó a escribir su dirección.


—¿Separarnos? —inquirió él—. ¿A qué velocidad piensas conducir?


—No demasiado rápido —aseguró Paula—. Pero siempre hay semáforos que se ponen rojos en los momentos más inoportunos. Puede que yo consiga pasar a tiempo, pero tú…, en fin, ese tipo de cosas —le entregó el pequeño papel—. ¿Lo entiendes? Mi letra es bastante desastrosa.


Él miró el papel y se rio.


—¿Esto te parece desastroso? Tendrías que ver cómo escriben algunos de mis amigos, su letra conseguiría que un farmacéutico se echara a llorar.


Riéndose, echó otro vistazo al papel, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.


—Espera a que llegue a mi coche antes de arrancar el tuyo. Te seguiré.


—Vale —aceptó Paula.


Rodeó el vehículo, sin que Jonathan le quitara la vista de encima, y se sentó al volante. Se puso el cinturón y esperó a que Pedro llegara a su coche y lo arrancara.


Entonces puso el suyo en marcha y fue hacia la salida.


Menos de un minuto después, se incorporaba a la carretera. 


Echó un vistazo al retrovisor para ver si Pedro la seguía.


Así era.


Entretanto, Jonathan había empezado a andar por el asiento trasero. Cada vez que se detenía en un semáforo, Jonathan caía hacia delante.


Tras emitir un ladrido que sonó como un grito de ayuda, el perrito decidió que era más seguro tumbarse, así que lo hizo.


 Se estiró tanto como pudo, casi fundiéndose con el asiento.


—Ya casi estamos —prometió Paula, con la esperanza de que, aunque no entendiera sus palabras, al menos el tono de su voz lo calmaría.


Por lo visto, así fue, porque dejó de emitir gemidos hasta que aparcó ante su casa, unos quince minutos después.


En cuanto bajó del coche, Jonathan se puso en pie y empezó a andar por el asiento. En vez de dejarlo salir, Paula decidió esperar a Pedro, porque sabía que manejaba al perro mucho mejor que ella. Para empezar, era más fuerte.


Los minutos pasaron, alargándose.


Empezó a preguntarse si Pedro la había perdido de vista en algún momento; había dejado de mirar por el retrovisor una vez estuvo tras ella.


De pronto comprendió que eso habría dado igual. Tenía su dirección, así que, aunque se hubiera despistado, ya tendría que estar allí.


Supuso que tal vez había cambiado de opinión respecto a ir a su casa. El paso de los minutos confirmó su teoría. Debía de haber decidido que ya le había dedicado demasiado tiempo.


Sintió una incómoda contracción en el estómago. No sabía por qué la afectaba tanto ese cambio de opinión. Al fin y al cabo, no se trataba de una cita. El hombre la había ayudado mucho y le estaba muy agradecida. No tenía derecho a pedir más cuando ya había hecho tanto.


Jonathan empezó a gemir, devolviéndola a la realidad. 


Estaba permitiendo que su decepción diera al traste con su sentido común. Rápidamente, puso freno a los sentimientos que amenazaban con abrumarla.


—Perdona —le dijo al perrito. Abrió la puerta trasera una rendija, lo justo para agarrar la correa. Estaba aprendiendo—. No pretendía olvidarme de ti —le dijo al perro.


Sujetando la correa con firmeza, Paula abrió la puerta del todo. Jonathan no necesitó más. Saltó afuera, saboreando su libertad como un preso recién liberado tras un largo encierro.


—Despacio —advirtió—. ¡Despacio!


Sus palabras no tuvieron el menor efecto en Jonathan, lo que la frustró bastante. Entonces recordó lo que Pedro había enseñado al perro y, al mismo tiempo, a ella.


—Jonathan, ¡quieto! —exclamó, con la voz más autoritaria que pudo


El perro dejó de intentar correr hacia la casa y se quedó inmóvil como una estatua, esperando a que lo liberara de la orden con la otra palabra que Pedro le había dicho que usara.


Paula se situó de cara a la casa para que el perro no la pillara desprevenida cuando echase a correr.


—Ve —dijo, con tono autoritario.


Tal y como había esperado, Jonathan volvió a trotar hacia la puerta delantera.


—Algún día, perro, tendrás que controlar ese entusiasmo tuyo. Pero adivino que no va a ser hoy —dijo, resignada a convivir con una fierecilla medio domada al menos unas semanas.


Mientras abría la puerta, la idea de dejar al perro en la clínica cada mañana empezó a parecerle más y más atractiva.


Dejó pasar a Jonathan, soltó la correa y echó el cerrojo. 


Había habido algunos robos en la urbanización en los últimos meses y no quería que su casa engrosara esa estadística.


—Parece que estaremos solos esta noche, Jonathan. Pero no importa, no necesitamos a Pedro. Nos irá bien sin él.


El perro respondió con un gemido. Paula suspiró y se sentó en el sofá.


—Lo sé, lo sé, ¿a quién pretendo engañar? No estamos bien solos, pero tendremos que apañarnos, ¿vale? Me alegra que estés de acuerdo —dijo, simulando que el silencio de Jonathan expresaba conformidad.


Pensó en las lecciones de higiene canina que tenía por delante y decidió empezar ya.


—¿Qué te parece si cenamos muy, muy pronto? Llenaremos esa barriguita tuya y pasaremos el resto de la tarde intentando que la vacíes. ¿Te parece buen plan? —preguntó, mirando al perrito—. A mí tampoco. Pero hay que hacer lo que hay que hacer, así que más vale que empecemos. Cuanto antes aprendas, más felices seremos los dos.


Justo entonces, sonó su teléfono móvil. Pensó que sería Teresa, que habría recibido otra reserva y querría comentar posibles postres con ella.


Agarró el bolso y empezó a rebuscar en su caótico interior.


—¿Por qué siempre está al fondo? —le preguntó al perro, que la miró como si estuviera hablando en chino—. No me ayudas nada —murmuró—. Ah, lo encontré —triunfal, sacó el teléfono del bolso.


Automáticamente, miró la pantalla antes de contestar.


Quien llamaba era Pedro Alfonso.