jueves, 19 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 11




Pedro acompañó a Paula al coche, que estaba aparcado a poca distancia del suyo.


Mientras esperaba a que consiguiera hacer subir al perrito al asiento trasero, se dio cuenta de que no le apetecía que su encuentro acabara así.


Eso lo sorprendió. No había sentido ningún interés por la compañía femenina desde su poco amigable ruptura con Irene, meses antes. Se dijo que tal vez, por fin, estaba listo para seguir adelante con su vida, en todos los sentidos.


Observando a Paula, decidió que no tenía nada que perder si sugería continuar con el adiestramiento de Jonathan en otro entorno. Cuando ella cerró la puerta trasera y se dio la vuelta, Pedro simuló consultar su reloj.


—Oye, no tengo nada programado para el resto del día —dijo, alzando la vista—. ¿Por qué no te sigo y damos los primeros pasos para enseñar a tu huésped a no hacer sus necesidades en casa?


—¿En serio?


—En serio —respondió Pedro. Como no quería que se hiciera expectativas poco realistas, puntualizó—. Pero recuerda que he dicho «primeros pasos». Esto no es un proceso rápido, como el que Jonathan venga o se quede parado. Esto requerirá tiempo. Con algo de suerte y mucha vigilancia, en el mejor de los casos, podrías conseguir que controle sus necesidades en unas dos semanas.


—Pero yo trabajo, y mi horario no es siempre regular —miró a Jonathan en el asiento trasero—. ¿Cómo voy a poder mantener un horario regular con él? —se lamentó.


—Eso es un problema —concedió Pedro—. Pero no es imposible.


Ella se aferró a esas palabras como una náufraga a un salvavidas. Si terminaba por quedarse a Jonathan, le estaría eternamente agradecida a Teresa por haberle recomendado a ese veterinario. Era un regalo del cielo.


—Vale, escucho.


—Lo sacarás una vez por hora cuando estés en casa. Cuando te vayas, puedes dejarlo en una jaula para cachorros.


—¿Una jaula? —repitió ella, horrorizada por la sugerencia. Tenía que haberlo entendido mal—. ¿Me estás diciendo que meta a Jonathan en una jaula? —preguntó, incrédula—. Eso es cruel.


—No, no es cruel. Hay jaulas de varios tamaños, para acomodar a las distintas razas. Son aireadas y están diseñadas para que el perro se sienta seguro. Se mete a los
cachorros en jaulas por la misma razón por la que se envuelve a los bebes recién nacidos en el hospital. Les gustan los espacios pequeños. Además, si solo pasan allí parte del día, como cuando estés trabajando, no ensucian la jaula porque no les gusta ir al baño en el sitio donde duermen.


—¿Y por qué en las pajarerías sí lo hacen? —había visto a más de un empleado de pajarería limpiando las jaulas en las que estaban los animales.


—Eso es porque los animales están enjaulados todo el tiempo. No tienen más posibilidad que hacerlo donde duermen. Eso dificulta mucho el adiestramiento del animal, pero no es tu caso.


Ella notó por su tono de voz que no aprobaba el trato que recibían los animales en las pajarerías. Aun así, la idea de obligar a Jonathan a pasar parte del tiempo en una jaula no le gustaba demasiado.


—No es que dude de lo que has dicho, ¿pero no hay otra forma de adiestrarlo? No me gusta la idea de meter a Jonathan en una jaula, a no ser que no haya otra opción —miró al perro con compasión—. Se parece demasiado a hacerle pasar tiempo en prisión —confesó.


—Bueno, hay otra alternativa —dijo él. Le gustaba que, a pesar de su empeño en aparentar indiferencia, Paula fuera tan blanda en realidad.


—Llevarlo al trabajo conmigo, como hice el primer día —adivinó Paula.


—O podrías dejarlo en mi clínica cuando vayas a trabajar y yo te lo llevaría por la noche. A no ser que salgas antes que yo, entonces podrías ir a recogerlo. Entretanto, uno de mis ayudantes se asegurará de que Jonny no tenga «accidentes».


Sin duda, esa parecía la mejor opción, pero, una vez más, a Paula le parecía demasiada molestia.


—¿No les importaría? ¿No te molestaría a ti?


—No y no —contestó Pedro. Se apoyó en el coche y le propuso un plan—. El otro día hice circular las pastas que llevaste y, si estás dispuesta a llevar una caja a mis empleados, digamos una vez a la semana, te garantizo que estarán más que dispuestos a enseñar a Jonathan a ir al baño —aseguró él.


Como seguían hablando, abrió la puerta delantera para permitir que el aire circulara dentro del coche. Al mismo tiempo, se colocó de modo que el perrito no pudiera salir y escapar.


—¿Lo dices en serio? —preguntó Paula.


Volvía a sentirse esperanzada. La idea era de lo más atractiva; no tendría que sentirse culpable por encerrar al perrito para que no convirtiera su casa en un enorme cuarto de baño.


—Desde luego —afirmó Pedro.


—Entonces, trato hecho —dijo ella.


—Fantástico. Les diré a todos que empiecen a buscar ropa nueva, una talla mayor de la que usan ahora —dijo él con expresión seria. El brillo chispeante de sus ojos lo delató.


—No hace falta que hagas eso —desechó Paula, moviendo una mano.


—¿Has cambiado de opinión sobre las pastas?


—Oh, no, nada de eso —Paula disfrutaba con la repostería, más aún cuando estaba destinada a una audiencia que la apreciaba—. Pero puedo hacer una versión baja en calorías, nadie notará la diferencia, y no necesitarán ropa más grande.


Él agradeció su buena voluntad, pero, en su opinión, lo «ligero» nunca era «mejor». No sabía ni parecido a lo que pretendía sustituir.


—Eso dices, pero yo siempre detecto una versión «ligera» —aseguró—. Nunca sabe igual.


Paula lo estudió un momento, con expresión inescrutable. 


Después, las esquinas de su boca se curvaron con humor.


—¿Me estás retando? —inquirió.


—No con esas palabras, pero bueno, sí, es posible —concedió.


Paula cuadró los hombros. Por primera vez desde que la vio entrar en la clínica veterinaria, su aspecto se transformó en formidable, pasó de ser un peso pluma a peso medio. Eso lo sorprendió.


—De acuerdo —Paula asintió con la cabeza—, reto aceptado. Haré las pastas normales y de vez en cuando una tanda de la versión ligera, apuesto a que no sabrás decir cuál es cuál.


—Trato hecho —aceptó él, convencido de que ganaría. 


Agarró su mano y la estrechó con toda naturalidad, sin ninguna intención.


Pero, en el momento en que Paula sintió los fuertes dedos rodeando los suyos, una especie de corriente eléctrica surcó sus venas. Se quedó sin aire por segunda vez ese día.


Sin saber por qué, se descubrió preguntándose si iba a besarla. Desechó la idea un segundo después, diciéndose que estaba loca. La gente no se besaba después de llegar a un acuerdo para organizar el día de una mascota. Las cosas no se desarrollaban así.


Carraspeando, como si eso pudiera ayudarla a librarse de los pensamientos que asaltaban su mente y estaban elevando su temperatura corporal, dejó caer la mano del veterinario y dio un paso atrás. Habría retrocedido más, pero el coche, que tenía a su espalda, bloqueó su huida.


—¿Sigues queriendo venir? —preguntó con voz tensa—. ¿A empezar con el adiestramiento? —para cuando acabó la frase, tenía la boca seca.


—A no ser que hayas cambiado de opinión —dijo Pedro


Él también había sentido la corriente eléctrica, seguida de un extraño anhelo y cierta inestabilidad. Se sentía atraído por la mujer, pero había más que eso. No sabía qué exactamente.


Aún.


—No, claro que no —se oyó decir Paula.


La voz resonó en su cabeza como si perteneciera a otra persona. Una parte de ella, la que temía lo que podía deparar el futuro, deseaba correr a esconderse, darle las gracias por su ayuda, subir al coche y alejarse a toda velocidad.


Pero eso sería actuar con cobardía.


Paula se preguntó de qué tenía miedo. Era una mujer adulta que llevaba ya un tiempo sola y que sabía cuidar de sí misma. No tenía a nadie a quien recurrir, a nadie que librara sus batallas por ella, así que todo estaba en sus manos. 


Dependía de ella misma y, por el momento, con algo de ayuda de Teresa, se había apañado bastante bien.


Decidió que sí, quería que él la acompañara a casa. 


Necesitaba su ayuda; si surgía algo más, ya se enfrentaría a ello cuando ocurriera.


—Te daré mi dirección por si nos separamos —le dijo, sacando una libreta diminuta del bolso. Tardó un par de minutos en encontrar un bolígrafo, pero, tras conseguirlo, empezó a escribir su dirección.


—¿Separarnos? —inquirió él—. ¿A qué velocidad piensas conducir?


—No demasiado rápido —aseguró Paula—. Pero siempre hay semáforos que se ponen rojos en los momentos más inoportunos. Puede que yo consiga pasar a tiempo, pero tú…, en fin, ese tipo de cosas —le entregó el pequeño papel—. ¿Lo entiendes? Mi letra es bastante desastrosa.


Él miró el papel y se rio.


—¿Esto te parece desastroso? Tendrías que ver cómo escriben algunos de mis amigos, su letra conseguiría que un farmacéutico se echara a llorar.


Riéndose, echó otro vistazo al papel, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.


—Espera a que llegue a mi coche antes de arrancar el tuyo. Te seguiré.


—Vale —aceptó Paula.


Rodeó el vehículo, sin que Jonathan le quitara la vista de encima, y se sentó al volante. Se puso el cinturón y esperó a que Pedro llegara a su coche y lo arrancara.


Entonces puso el suyo en marcha y fue hacia la salida.


Menos de un minuto después, se incorporaba a la carretera. 


Echó un vistazo al retrovisor para ver si Pedro la seguía.


Así era.


Entretanto, Jonathan había empezado a andar por el asiento trasero. Cada vez que se detenía en un semáforo, Jonathan caía hacia delante.


Tras emitir un ladrido que sonó como un grito de ayuda, el perrito decidió que era más seguro tumbarse, así que lo hizo.


 Se estiró tanto como pudo, casi fundiéndose con el asiento.


—Ya casi estamos —prometió Paula, con la esperanza de que, aunque no entendiera sus palabras, al menos el tono de su voz lo calmaría.


Por lo visto, así fue, porque dejó de emitir gemidos hasta que aparcó ante su casa, unos quince minutos después.


En cuanto bajó del coche, Jonathan se puso en pie y empezó a andar por el asiento. En vez de dejarlo salir, Paula decidió esperar a Pedro, porque sabía que manejaba al perro mucho mejor que ella. Para empezar, era más fuerte.


Los minutos pasaron, alargándose.


Empezó a preguntarse si Pedro la había perdido de vista en algún momento; había dejado de mirar por el retrovisor una vez estuvo tras ella.


De pronto comprendió que eso habría dado igual. Tenía su dirección, así que, aunque se hubiera despistado, ya tendría que estar allí.


Supuso que tal vez había cambiado de opinión respecto a ir a su casa. El paso de los minutos confirmó su teoría. Debía de haber decidido que ya le había dedicado demasiado tiempo.


Sintió una incómoda contracción en el estómago. No sabía por qué la afectaba tanto ese cambio de opinión. Al fin y al cabo, no se trataba de una cita. El hombre la había ayudado mucho y le estaba muy agradecida. No tenía derecho a pedir más cuando ya había hecho tanto.


Jonathan empezó a gemir, devolviéndola a la realidad. 


Estaba permitiendo que su decepción diera al traste con su sentido común. Rápidamente, puso freno a los sentimientos que amenazaban con abrumarla.


—Perdona —le dijo al perrito. Abrió la puerta trasera una rendija, lo justo para agarrar la correa. Estaba aprendiendo—. No pretendía olvidarme de ti —le dijo al perro.


Sujetando la correa con firmeza, Paula abrió la puerta del todo. Jonathan no necesitó más. Saltó afuera, saboreando su libertad como un preso recién liberado tras un largo encierro.


—Despacio —advirtió—. ¡Despacio!


Sus palabras no tuvieron el menor efecto en Jonathan, lo que la frustró bastante. Entonces recordó lo que Pedro había enseñado al perro y, al mismo tiempo, a ella.


—Jonathan, ¡quieto! —exclamó, con la voz más autoritaria que pudo


El perro dejó de intentar correr hacia la casa y se quedó inmóvil como una estatua, esperando a que lo liberara de la orden con la otra palabra que Pedro le había dicho que usara.


Paula se situó de cara a la casa para que el perro no la pillara desprevenida cuando echase a correr.


—Ve —dijo, con tono autoritario.


Tal y como había esperado, Jonathan volvió a trotar hacia la puerta delantera.


—Algún día, perro, tendrás que controlar ese entusiasmo tuyo. Pero adivino que no va a ser hoy —dijo, resignada a convivir con una fierecilla medio domada al menos unas semanas.


Mientras abría la puerta, la idea de dejar al perro en la clínica cada mañana empezó a parecerle más y más atractiva.


Dejó pasar a Jonathan, soltó la correa y echó el cerrojo. 


Había habido algunos robos en la urbanización en los últimos meses y no quería que su casa engrosara esa estadística.


—Parece que estaremos solos esta noche, Jonathan. Pero no importa, no necesitamos a Pedro. Nos irá bien sin él.


El perro respondió con un gemido. Paula suspiró y se sentó en el sofá.


—Lo sé, lo sé, ¿a quién pretendo engañar? No estamos bien solos, pero tendremos que apañarnos, ¿vale? Me alegra que estés de acuerdo —dijo, simulando que el silencio de Jonathan expresaba conformidad.


Pensó en las lecciones de higiene canina que tenía por delante y decidió empezar ya.


—¿Qué te parece si cenamos muy, muy pronto? Llenaremos esa barriguita tuya y pasaremos el resto de la tarde intentando que la vacíes. ¿Te parece buen plan? —preguntó, mirando al perrito—. A mí tampoco. Pero hay que hacer lo que hay que hacer, así que más vale que empecemos. Cuanto antes aprendas, más felices seremos los dos.


Justo entonces, sonó su teléfono móvil. Pensó que sería Teresa, que habría recibido otra reserva y querría comentar posibles postres con ella.


Agarró el bolso y empezó a rebuscar en su caótico interior.


—¿Por qué siempre está al fondo? —le preguntó al perro, que la miró como si estuviera hablando en chino—. No me ayudas nada —murmuró—. Ah, lo encontré —triunfal, sacó el teléfono del bolso.


Automáticamente, miró la pantalla antes de contestar.


Quien llamaba era Pedro Alfonso.






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