jueves, 19 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 10




La historia tuvo un final feliz unos noventa minutos después.


Con la ayuda de Pedro, había conseguido que el perrito se quedara quieto durante diez segundos mientras ella retrocedía. Ocurrió varias veces, y eso incrementó su confianza en sí misma y en su relación con el animal. Seguía teniendo que mantener contacto ocular con Jonathan, pero Pedro le prometió que, la siguiente vez que quedaran, llegaría al punto de poder dar la espalda a Jonathan sin que este se moviera del sitio.


—¿La siguiente vez? —repitió Paula. Más que una pregunta, era una forma de asegurarse de haber oído bien.


—Sí, el fin de semana que viene —dijo él.


La miró de reojo, preguntándose si estaba ejerciendo demasiada presión, demasiado rápido. Normalmente, ni se lo habría planteado, pero tenía la sensación de que esa mujer requería un trato más delicado. Además, estaba seguro de que se lo merecía y de que merecía la pena. Algo en ella despertaba su naturaleza protectora, así como una inherente respuesta masculina. A pesar de su desencanto con las relaciones, Paula le gustaba de verdad.


—He pensado que, dados tus éxitos, te iría bien aprender unas cuantas órdenes más, por decirlo de alguna manera. A no ser que no quieras, claro —concluyó Pedro, ofreciéndole una vía de escape por si la necesitaba.


—Oh, sí que quiero —dijo ella. Como su voz sonó demasiado entusiasta, moduló el tono—. Pero lo que me interesa de verdad es que aprenda a controlar sus necesidades —confesó, preguntándose si pedía demasiado, si estaba aprovechándose de la generosidad del veterinario


—Para hacer eso, no podemos estar aquí —repuso él—. Tendríamos que trabajar con él en tu casa. No podemos enseñar a Jonny a respetar sus límites si no están presentes —apuntó él.


—Eso no puedo discutirlo —aceptó ella. Después, miró su reloj de pulsera.


—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro, captando una expresión de disculpa en su rostro. Por lo visto, se había perdido algo.


—Me siento culpable porque hayas dedicado tanto tiempo ayudándome a adiestrar a Jonathan, cuando podrías haber estado haciendo otra cosa. No me sentiría tan mal si me dejaras pagarte por tu tiempo, pero te niegas.


—No voy a cobrar por algo que me he ofrecido a hacer como voluntario —percibió de inmediato que eso no iba a paliar el sentido de culpabilidad de Paula. Así que pensó en otra opción—. Sin embargo, si algún día de estos sientes la necesidad de hacer más pastas, no podría rechazarlas, ¿no crees?


—¿Y una cena? —ella se sorprendió tanto como él al oír la sugerencia. Se quedó muda un segundo.


La frase quedó flotando en el aire, así que Pedro hizo un intento de adivinar a qué se había referido.


—¿Te refieres a salir a cenar primero?


«Tú lo has dicho, ahora acláralo antes de que el hombre piense que está tratando con una loca».


—No, me refería a prepararte la cena para antes del postre. Una especie de dos por uno —explicó ella con una sonrisa nerviosa, pero sincera.


Durante un instante, él se quedó hipnotizado. Algunas personas tenían una sonrisa que parecía irradiar luz del sol, que hacía que los demás se sintieran mejor en su presencia. 


La sonrisa de Paula era de esas.


—No me gustaría ocasionarte tantas molestias —dijo él cuando recuperó la capacidad de formular frases coherentes. Pero lo dijo con poca convicción.


—No es ninguna molestia —replicó ella—. Además, tú te estás molestando mucho en ayudarme a adiestrar a Jonathan.


—No considero trabajar con perros una molestia. La verdad, desde que yo recuerdo, siempre quise ser veterinario —dijo él—. Mi padre murió cuando yo era muy pequeño, y mi madre pensó que tener un perro, o dos, ayudaría a llenar el vacío que había dejado su muerte en mi vida. Sin pretenderlo, puso ante mí mi vocación profesional. Agradecí lo que intentaba hacer, pero, la verdad, no se puede echar de menos lo que no se conoce, ¿no crees?


—Sí que se puede echar de menos si uno empieza a imaginar cómo habría sido tener un padre y comprende que, hiciera lo que hiciera, nunca habría sido así.


—Lo dices como alguien que tuviera experiencia en eso —dijo él, captando la tristeza de su voz.


Normalmente, ella habría dicho que no y hubiese cambiado de tema. Pero en esa situación no le parecía correcto mentir. Incluso una mentira piadosa le habría resultado molesta.


—Así es —admitió. Desviando la mirada, pensó en su infancia un momento—. Nunca conocí a mi padre. Se marchó antes de que yo naciera. Por lo visto, le dijo a mi madre que no estaba hecho para la paternidad y lo demostró marchándose —encogió los hombros como si no tuviera importancia.


Él deseó rodearla con los brazos, no solo para consolarla, sino también para ofrecerle protección contra el mundo. Eso era nuevo; hasta ese momento, solo había sentido ese tipo de reacciones respecto a seres del mundo animal. Sin embargo, intuyendo que podría asustarla si hacía algo tan personal cuando apenas se conocían, controló el impulso y se limitó a contestar.


—Lo siento.


—Sí, yo también lo sentí, por mi madre —su padre había abandonado a la persona a la que más había querido en el mundo, su madre. Por esa razón, nunca podría perdonarlo—. Le habría venido bien un poco de ayuda para criarme y pagar las facturas. Su vida fue una lucha constante.


—Eso mismo sentía yo —admitió él—. Pero mi madre nunca se quejaba. No creo haberla oído decir jamás una mala palabra. Simplemente lidiaba con la vida, haciendo lo que tenía que hacer.


—La mía tenía dos empleos, para intentar hacer eso mismo —era casi inquietante lo mucho que se parecían sus vidas familiares. Aunque no solía ser curiosa, quiso oír más detalles—. ¿Tienes hermanos o hermanas?


—Ninguno —Pedro movió la cabeza. Eso sí que habría deseado que fuera distinto—. ¿Y tú?


—Tampoco —contestó ella.


En vez de inquietarse aún más por la coincidencia,Paula comprendió que hacía que se sintiera más cercana a ese hombre. Era consciente del peligro que eso suponía, pero, en ese momento, decidió consolarse con la cálida sensación que crecía en su interior.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 9




Ahora, prueba tú —dijo Pedro, tras conseguir que Jonathan volviera cuando lo llamaba. Le ofreció el extremo del cordel.


—¿Yo? —Paula miró el cordel con inquietud.


Si había algo que odiaba de verdad, era parecer inepta delante de la gente, aunque fuera alguien tan agradable como ese hombre. Tenía el efecto de incrementar su sentimiento de inseguridad y acentuar la timidez contra la que luchaba día a día.


Pedro sabía, por instinto, cuándo una situación requería una dosis extra de paciencia. Solía ocurrirle con los animales a los que trataba, pero de vez en cuando lo percibía también con alguna persona. Podía ver que la reticencia de Paula no tenía nada que ver con la testarudez o el desinterés. A juzgar por la tensión de su cuerpo, le faltaba confianza en sí misma.


Eso tenía que cambiar. Si él podía percibirla, sin duda el perro también. Aunque su corazón se ablandaba ante cualquier can, sabía que era esencial dejar claro quién estaba al mando. De no hacerlo, ese adorable manojo de patas y pelo negro haría lo que quisiera con la mujer que tenía al lado, destrozaría su casa y, posiblemente, convertiría su vida en un infierno.


—Pues, sí —dijo Pedro—. A no ser que pretendas llevarme a casa contigo para que me encargue de educar a Jonny, tendrás que aprender a hacer que te obedezca. Obediencia es la palabra clave —siguió ofreciéndole el cordel.


Paula apretó los labios. Lo único que odiaba más que quedar como una tonta, era quedar como una cobarde. Inspiró profundamente, se enredó el cordel en los dedos y miró al perrito con fijeza.


—¡Ven! —dijo, con tanta autoridad como pudo. Al ver que Jonathan seguía donde estaba, repitió la orden con más énfasis—. ¡Ven! —Jonathan ladeó la cabeza y la miró, pero no movió ni una pata.


—Acuérdate de iniciar cada orden con su nombre y dar un tironcito al cordel, como he hecho yo —le dijo Pedro al oído, apenándose de ella—. Aprenderá, antes o después.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no estremecerse al sentir el aliento de Pedro en el cuello y la mejilla. Se ruborizó. Tenía que usar el nombre del perro. No sabía cómo podía haber olvidado algo tan simple tan rápidamente.


—Bien. ¡Jonathan, ven! —ordenó, tirando suavemente del cordel.


El impacto del tirón en el cordel, a pesar de lo largo que era, llegó hasta el perro. Entonces, para su alivio y sorpresa, Jonathan trotó hacia ella y se detuvo a sus pies.


—Lo ha hecho —gritó, asombrada y encantada al mismo tiempo—. ¡Ha venido!


Pedro no habría sabido decir qué lo animaba más, ver al animal responder a la orden de Paula, o ver el júbilo de Paula porque el animal había respondido a la orden.


—Sí, así es —corroboró Pedro con una sonrisa complaciente—. Ahora dale ese trocito de salchicha como premio y estira el cordel para hacerlo de nuevo.


Jonathan, pura imagen del éxtasis, se tragó su «premio» sin masticarlo siquiera.


Pedro pensó que habría sido difícil decir quién tenía más ganas de repetir el ejercicio, si Jonathan o su ama.


El segundo intento funcionó mucho mejor.


—Otra vez —le dijo Pedro a Paula, después de que le diera su premio al perrito.


Paula y Jonathan repitieron el ejercicio cinco veces antes de que Pedro diera vía libre para pasar a la siguiente orden.


—Esto es justo lo contrario de lo que acabas de enseñarle —le dijo Pedro. Notó que Paula, en vez de reticente como al principio, parecía ansiosa por iniciar la segunda lección—. Vas a enseñarlo a quedarse donde está, quieto. Aunque pueda parecer fácil, para un cachorro de seis o siete semanas de edad no es natural quedarse quieto, a no ser que esté dormido —advirtió—. Ahora, en vez de tirar del cordel, necesitas hacer un gesto con la mano, como si fueras un policía parando el tráfico, usar un tono de voz sereno y tener paciencia. Mucha paciencia.


—De acuerdo —ella asintió con la cabeza.


Él no pudo evitar pensar que, en cierto modo, le recordaba al perrito, puro interés y entusiasmo. Su opinión sobre ella subió un par de puntos.


—Dile que se quede quieto y retrocede lentamente —instruyó Pedro, situándose tras ella dispuesto a imitar cada uno de sus pasos—. Hasta que obedezca la primera vez y se quede en el sitio el tiempo asignado, no dejes de mirarlo. Haz que te obedezca. Tu objetivo es conseguir que Jonny responda al sonido de tu voz sin que tengas que premiarlo o mirarlo fijamente. Y eso —afirmó—, requerirá repetir el ejercicio una y otra vez, hasta que asocie lo que hace con las palabras clave que emitas.


—Nunca se me ha dado bien ser autoritaria —admitió Paula. 


Pero, aun así, seguía entusiasmada.


—Entonces, tendrás que ocultar ese pequeño secreto. Por lo que respecta a Jonny, tú eres jefe y soberano de su mundo, o soberana, si lo prefieres.


No parecía una mujer capaz de ofenderse por un término masculino usado sin mala intención, pero, en esa primera fase de empezar a conocerse, Pedro no quería dar nada por hecho.


Paula le sonrió. Había algo en su forma de mirarlo que hacía que sintiera un vínculo con ella. Era como si, sin saber por qué, estuvieran sincronizados.


—Lo mismo me da una palabra que la otra —dijo. Lo cierto era que nunca había pensado en sí misma como soberana o soberano de nada. Al menos hasta ese momento.


—Bueno —Pedro señaló al objeto de la conversación—. A ver si haces que se quede quieto.


—¿No vas a hacerlo tú antes?


—¿Te refieres a un precalentamiento? —preguntó él, divertido—. Es tu perro —dijo, con el fin de reforzar su confianza en sí misma—. Tú debes ser la principal figura de autoridad a la que escuche.


—Pero no es mi perro —protestó ella—. He colgado carteles por toda la urbanización. Aún es posible que su dueño venga a buscarlo —no lo dijo, pero ya no estaba tan ansiosa porque eso ocurriera.


Él escrutó a Paula un momento, adivinando lo que empezaba a sentir.


—Entonces, explícame otra vez por qué estás haciendo tanto esfuerzo por un animal que quizás no vayas a quedarte.


En el interior de Paula se libraba una batalla entre la lógica y el sentimiento. No estaba segura de hacia qué lado se inclinaba la balanza. Por el momento, decidió mantenerse en su papel.


—Solo intento adiestrar a Jonathan para poder sobrevivir con él hasta que aparezca su dueño —intentó sonar fría y desinteresada—. No quiero encariñarme de él y luego tener que entregarlo.


—Siento decírtelo, Paula, pero, en mi opinión, ya estás encariñada con él, y me da la impresión de que él lo está contigo —soltó una risita antes de puntualizar—, al menos en la medida en que un perrito hiperactivo puede encariñarse de una persona. No me malentiendas —añadió—. Los perros son seres muy leales, pero los cachorros tienden a vender su alma por unas caricias y se marchan con cualquiera, a no ser que les den una buena razón para quedarse donde están.


Pedro la miró a los ojos. Captó de inmediato que Paula se debatía entre querer mantener la distancia emocional con el perro y lanzar la cautela al viento y disfrutar del amor incondicional que el animalito ofrecía.


—¿Te importa que diga algo más? —Pedro hizo una pausa, esperando su consentimiento.


—No, claro que no.


—Personalmente, no creo que nadie vaya a venir a buscar a Jonny. A mi modo de ver, su madre tuvo una camada hace poco y este se escapó a explorar mundo cuando nadie lo miraba. Seguramente el dueño de su madre estaba ocupado buscando buenos hogares para él y sus hermanos. Que Jonny se escapara debió de parecerle una bendición; un perrito menos que colocar.


Sus labios se curvaron con una sonrisa y miró al labrador, que estaba estirado en la hierba, tomando el sol.


—O puede que ni siquiera notara la falta de Jonny, sobre todo si la perra tuvo una camada muy grande. Estos perritos se mueven tan rápido que cuesta hacer un recuento de cabezas fiable.


Ella no habría podido explicar la sensación de felicidad que creció en su interior, sobre todo teniendo en cuenta que estaba intentando poner barreras para no encariñarse y correr el riesgo de volver a sentir dolor.


—Así que me estás diciendo que me vaya haciendo a la idea de aspirar bolas de pelusa varias veces a la semana —dijo, intentando sonar indiferente sin llegar a conseguirlo.


—Esa es otra forma de decirlo —aceptó  Pedro, por seguirle el juego, aunque tenía claro que todo era una actuación.


—¿Y si no me gusta la idea de pasar la aspiradora tan a menudo? —tenía la sensación de que no lo estaba engañando, ni siquiera se estaba engañando a sí misma.


En vez de decirle que él se quedaría con el perro, cosa que haría si ella hablaba en serio, Pedro decidió apelar a sus sentimientos y plantearle un escenario desolador.


—En ese caso, siempre podrías llevar a Jonny a la perrera. No lo sacrificarían. Bedford, a diferencia de otras ciudades, ha ilegalizado esa práctica. Claro está que no recibiría el amor y la atención que necesita, porque hay muchos animales allí. El ayuntamiento ha tenido que reducir la plantilla y, últimamente, ha disminuido el número de voluntarios que van a pasear a los animales y a jugar con ellos. Pero estaría vivo, aunque no tan feliz como si se quedara contigo.


Bajo la coraza de acero que Paula estaba intentando mantener, había un corazón blando y tierno. Aun así, Paula captó lo que pretendía hacer el veterinario.


—Has olvidado los violines —dijo, moviendo la cabeza.


—¿Qué? —el inesperado comentario lo desconcertó por completo.


—Violines —repitió ella—. De música de fondo. Los has olvidado. Tendrían que haber sonado mientras describías la escena para mí. Llegando a un crescendo hacia el final. Aparte de eso, acabas de crear un escenario digno de un melodrama.


—Solo quería que supieras a lo que se enfrentan estas criaturas —dijo él con expresión seria—. Ahora veamos si puedes conseguir que Jonathan se quede donde debe. Quieto —añadió, por si ella había creído que era una indirecta. Después, le guiñó un ojo.


Otra vez.


Ella reaccionó de la misma manera que antes. Se quedó sin aire y sintió mariposas en el estómago. La única diferencia fue que le parecía que el número de mariposas había aumentado.


No sabía cómo un gesto tan simple podía causar tal caos en su interior. ¿Estaría tan necesitada que se derretía por dentro y se olvidaba de respirar en el momento en que alguien le prestaba un poco de atención?


Paula no sabía cómo interpretarlo, así que optó por bloquear el asunto y prestar atención a lo que acababa de decir Pedro, en vez de a cómo reaccionaba a su aspecto.


—Vale, veamos si consigo que me escuche.


—Te escuchará —le aseguró Pedro—. No se trata de eso. Que te obedezca o no es otra historia






miércoles, 18 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 8





Pedro consultó su reloj y frunció el ceño. Habían pasado cinco minutos, en realidad cuatro y medio, desde la última vez.


Estaba en el parque canino, y llevaba allí de pie cincuenta minutos. Ocupaba un lugar que le permitía ver con toda claridad la entrada al parque. Nadie podía llegar, ni irse, sin que él lo viera. Hacía uno de esos días «dignos del paraíso», la típica descripción que solía hacerse del clima de Bedford, la ciudad californiana en la que había crecido. Pero él no estaba pensando en el tiempo.


El ceño había ido surgiendo, lentamente, porque hacía ya casi una hora que esperaba a Paula y a su perrito.


No le había dado la impresión de ser una persona que faltaría a una cita sin llamar antes, pero se recordó que no era muy bueno a la hora de juzgar a la gente. Se había equivocado de medio a medio respecto a Irene.


Rio brevemente al recordarlo. Aunque no le gustaba el juego, habría apostado dinero a que Irene y él iban a estar juntos para siempre.


«Idiota», se recriminó.


Se habían conocido la primera semana de universidad. 


Mientras se ayudaban el uno al otro a aclimatarse a vivir lejos de casa, descubrieron que tenían los mismos intereses y objetivos, o eso había pensado él. Cuando él decidió especializarse en Veterinaria en la Universidad Cornell, ella siguió en Nueva York para licenciarse en Inversión Bancaria, la carrera que predominaba en su familia. Irene tenía los ojos puestos en Wall Street.


Eso dio lugar al primer conflicto grave entre ellos. Irene quería establecerse en Nueva York, mientras que él siempre había tenido la intención de volver a «casa» y montar allí su clínica.


Cuando descubrió que su madre tenía una enfermedad mortal, lo consideró una señal de que era imprescindible que volviera a Bedford. Fue entonces cuando descubrió que no conocía a Irene tan bien como había creído. Ella, como muestra de comprensión, le había dicho que estaba dispuesta a tomarse unos días libres en la empresa de su padre, donde ya trabajaba, y acompañarlo a Bedford para que visitara a su madre por última vez.


La tensión entre ellos se acrecentó y él acabó yendo a ver a su madre solo. Irene necesitaba mucha atención, y aunque eso no solía molestarlo a menudo, sabía que interferiría con el tiempo que quería dedicarle a su madre.


Ese tiempo resultó ser mucho menos del que había esperado. Un mes y un día después de su llegada a Bedford, su madre falleció. Le destrozó el corazón que no le
hubiera confesado su enfermedad antes, pero agradeció haber podido pasar esas últimas semanas con ella.


Cuando regresó a Nueva York, la relación con Irene empezó a ir de mal a peor. Lo vio con toda claridad la noche que Irene le dijo que quería que se planteara dedicarse a algo más «prestigioso» que cuidar de animales enfermos.


En su opinión, al igual que en la de su padre y sus tíos, un veterinario no encajaba bien con la imagen de éxito profesional que pretendía alcanzar para sí misma. Irene lo había dejado atónito al entregarle una lista de «carreras alternativas» para que la estudiara.


—Tenía la esperanza de que llegarías a esta conclusión por ti mismo, pero, si tengo que empujarte un poco, lo haré. Al fin y al cabo, ¿para qué sirve una futura esposa si no es para dirigir a su hombre hacia el camino correcto para él?


Lo había dicho completamente en serio.


Entonces supo que el «para siempre» que había imaginado, no tenía cabida entre ellos dos. Rompió el compromiso con cortesía y sinceridad. Le dijo a Irene que, por mucho que deseara estar con ella, nunca había imaginado que vivirían su vida relacionándose con gente más interesada en el beneficio personal que en hacer el bien.


Encolerizada, Irene le había tirado el anillo de compromiso a la cara. Él, sin recogerlo del suelo, había contestado que no lo quería y que podía quedárselo. Dos días después, cuando el anillo de diamantes apareció en su buzón, Pedro decidió que siempre podría empeñarlo si necesitaba dinero para comprar equipo para su clínica.


Al día siguiente, abandonó Nueva York.


En un periodo muy breve, había perdido a su madre y a la mujer a la que había creído amar.


Le había costado un tiempo retomar el ritmo de su vida. 


Tiempo para dejar de verse como parte de una pareja y volver a enfrentarse al mundo como soltero. Cuando pasaba por un momento emocional especialmente duro, se recordaba que su madre había estado sola casi toda la vida.


Su padre, un policía que estaba disfrutando de su día libre, compraba leche en el supermercado local cuando entró un hombre agitando una pistola en el aire y exigiendo que le entregaran el dinero de la caja. Según el relato del dependiente, su padre había intentado razonar con el ladrón. 


Este, nervioso y, como se comprobó después, drogado, le disparó en el pecho tres veces y luego se escapó. La policía lo capturó a menos de una manzana de la tienda. Pero llegaron demasiado tarde para salvar a su padre.


Su madre había quedado devastada, pero como él tenía solo dos años y no contaban con familia que los apoyara, se esforzó por levantar cabeza y darle la mejor vida posible.


Cuando estaba a punto de marcharse a estudiar a Cornell, Pedro se había sentido culpable por dejarla sola. 


Recordó haberle preguntado por qué no había salido con ningún hombre mientras él crecía. Le había contestado que ya había tenido un gran amor en su vida y que le habría parecido avaricioso intentar que volviera a ocurrir.


—Tu padre era un hombre único y fui muy afortunada por tenerlo en mi vida, aunque fuera por poco tiempo —había dicho—. No quiero estropear eso buscando a alguien que ocupe sus zapatos cuando sé que es imposible.


Pedro sonrió con el recuerdo. Sabía que su madre también le habría dicho que el que Irene no hubiera resultado ser la mujer de sus sueños no implicaba que no hubiera otra destinada a serlo, esperando a que él la encontrara.


Emitió un suspiro; tal vez no la hubiera.


No estaba buscando una relación. Aún era demasiado pronto para plantearse algo así. Sin embargo, le apetecía mucho pasar tiempo con Paula.


Pedro miró su reloj de nuevo. Habían pasado cinco minutos más. Encogió los hombros, resignado; no tenía sentido esperar más. Paula y su hiperactivo cachorro no iban a aparecer, y ella no había tenido la consideración de telefonear para avisarlo.


Cabía la posibilidad de que el dueño del perro hubiera aparecido a reclamarlo, pero, incluso así, Paula tendría que haber llamado para cancelar la cita.


A no ser que hubiera perdido su tarjeta.


«Puedes pasarte todo el día aquí imaginando una docena de excusas, pero el hecho es que ella no ha venido y tú sí. Es hora de volver a casa, amigo», se dijo.


Se apartó de la farola en la que había estado apoyado y puso rumbo hacia su coche, un Toyota gris claro de cuatro puertas.


Fue entonces cuando lo oyó.


Un silbido agudo que pareció rasgar el aire, literalmente. Un sonido irritante que obvió, hasta que sonó de nuevo. 


Intrigado, miró a su alrededor para ver de dónde provenía.


Un segundo después, un perrito corría a su alrededor como un maniaco.


Ese perrito.


Una correa volaba en el aire tras él, como una serpentina. 


Por el momento, era un perro libre.


Riéndose, Pedro se agachó a su altura y le rascó la cabeza. 


El animal respondió como si, por un azar del destino, se hubiera reencontrado con un gran amigo al que hubiera perdido la pista años antes.


—Hola, chico. ¿Dónde está tu dueña? ¿Te has escapado?


Pedro miró por encima del hombro y la vio. Con la melena castaña ondeando en el aire, corría hacia él. Llevaba una camiseta verde que se ajustaba a su torso y pantalones cortos, de tela vaquera deshilachada por el bajo, que acentuaban el largo de sus piernas.


Paula corría a toda velocidad para alcanzar al perro que, obviamente, se le había escapado.


Al ver que Jonathan había encontrado al hombre con el que iban a reunirse, bajó el ritmo un poco para recuperar el aliento y poder hablar sin jadeos.


—Hola —saludó Pedro con voz cálida; la hora que llevaba esperando se convirtió en un recuerdo lejano—. Empezaba a pensar que no ibas a venir.


—Lo siento —se disculpó ella—. Suelo ser muy puntual.


Como Pedro seguía agachado junto al perro, se dejó caer al suelo. Era más fácil hablar estando a su altura.


—Jonathan decidió que prefería hacer gala de su carácter a cooperar conmigo —no pretendía que el veterinario la compadeciera, solo quería hacerle saber qué le había impedido llegar a tiempo—. Me costó muchísimo meterlo en el coche. Se convirtió en un manojo de patas moviéndose en todas direcciones. Después, cuando por fin llegué al parque y abrí la puerta trasera, salió corriendo sin darme tiempo a agarrar la correa. Lo intenté, pero fue demasiado rápido para mí —movió la cabeza—. Está claro que tiene mente propia.


Resultaba difícil creer que la testarudez que estaba describiendo se refiriera al mismo perro que parecía haberse convertido en pura dulzura. De hecho, el labrador acababa de tumbarse boca arriba como si su mayor deseo fuera que le acariciaran la tripita. Pedro no dudó en hacerlo, y eso pareció transportar a Jonathan al paraíso.


—¿Era tu silbido el que he oído hace un momento? —preguntó Pedro, con tono incrédulo pero cortés. Paula asintió.


—Sé que es un silbido atronador —lo cierto era que no sabía silbar de otra manera—. Pero estaba desesperada para que dejara de correr, aunque no estuviera dispuesto a volver a mi lado.


Pedro le pareció muy gracioso que alguien tan diminuto y grácil como Paula fuera capaz de silbar como un rudo marinero recién desembarcado tras pasar meses en altamar. 


Decidió no hacer comentarios al respecto, porque temía avergonzar a Paula y acrecentar su timidez. Eso era lo último que deseaba. Además, le impediría ayudarla a entrenar al perrito que el destino, sin duda, había decido poner en su camino.


Así que centró su atención y sus palabras en la peluda criatura que había apoyado la cabeza en su regazo, suplicando su atención y sus caricias.


Parecía ser uno de esos perros que se desvivían por recibir un refuerzo positivo. Eso, sin duda, facilitaría mucho las cosas a Paula.


—¿Has estado haciéndole la vida imposible a tu ama, amiguito? —rio Pedro, sin dejar de acariciar al cachorro—. Pues eso se va a acabar ahora mismo, ¿está claro? —añadió con voz teñida de severidad.


Jonathan lo miró con sus ojos marrones cargados de adoración y procedió a lamer la mano que acababa de acariciarlo.


Pedro la apartó con firmeza.


—Eso se acabó por ahora. No vas a engañarme. Estamos aquí para trabajar —dijo, poniéndose en pie. Con la correa en una mano, ofreció la otra a Paula—. Vamos, es hora de empezar vuestra sesión de adiestramiento.


Paula aceptó la mano. Durante un instante, tuvo la sensación de sentirse envuelta y protegida. Se levantó y notó que la fuerte mano de Pedro tardaba unos segundos más de lo necesario en soltar la suya. Un leve rubor tiñó sus mejillas.


—Lo has dicho como si también fueras a adiestrarme a mí —soltó una risita nerviosa, que se apagó en su garganta al ver la sonrisa de Pedro.


—Es precisamente lo que voy a hacer.


Paula, atónita por la respuesta, se quedó muda.


—Me alegra decirte que ya sé ir al baño sola —dijo, cuando su cerebro volvió a funcionar.


Contempló, hipnotizada, cómo los labios de él se curvaban lentamente. Se perdió en su sonrisa, aceptando la futilidad de intentar resistirse.


—Me alegra saberlo —dijo Pedro—, pero no era eso lo que tenía en mente para ti.


—¿No? —lo miró con inquietud, alegrándose de estar en un lugar público y lleno de gente.


Sin saber por qué, la idea de estar a solas con él hacía que sintiera un extraño cosquilleo en todo el cuerpo. Decidió que lo mejor sería ocultar el efecto que ejercía sobre ella.


—¿Y qué tenías en mente para mí? —se atrevió a preguntar.


Era una pregunta peligrosa, y si hubieran sido amigos un tiempo, o se conocieran mejor, la respuesta habría sido obvia.


—Pretendo enseñarte cómo enseñar a Jonny —dijo él—. Hay buenas y malas maneras de hacer casi cualquier cosa. Con un perro, si lo haces mal, no conseguirás el resultado que pretendes y podrías tener problemas. Recuerda, el refuerzo positivo es muy importante. Da igual que sea una golosina, pequeña —advirtió—, o acabarías teniendo un perro obeso, o un halago, siempre que sea positivo. Recuerda, el cariño da mejores resultados que el miedo —dijo, empezando a caminar.


—¿Miedo? —repitió ella. La palabra le hizo conjurar su propia reacción a Jonathan y sus afilados dientecillos.


—He visto a mucha gente gritar a su mascota y golpearla con un periódico enrollado o cualquier otra cosa que estuviera a mano. La mascota nunca mejoró su actitud. La obediencia no debe basarse en el miedo sino en el amor. Eso es fundamental —dijo—. Pero admito que no pareces una de esas personas capaz de dar una paliza a un perro.


Paula se estremeció al pensar que podía haber gente capaz de pegar a su mascota. No tenía sentido tener una si se carecía de paciencia para lidiar con ella. Cualquier relación, ya fuera con seres humanos o con animales, requería una gran dosis de paciencia, a no ser que se desarrollara en la gran pantalla, a guisa de telecomedia.


—Además —siguió él, mientras caminaban hacia el centro del parque—, en cuanto a las necesidades básicas, habrá accidentes ocasionales. No recomiendo que restriegues la nariz de Jonathan en esos accidentes a la vez que gritas: «¡No, no!» —explicó Pedro—. En el mejor de los casos, eso solo lo enseñará a hacerlo en un sitio menos obvio, para evitar la reprimenda.


—¿Y en el peor de los casos? —preguntó ella, intrigada. 


Desde su punto de vista, acababa de describir lo peor que podía imaginar.


—Puede que descubra que le gusta el sabor —Pedro soltó una risita—. Sé de más de un perro que aboga por el reciclaje de sus propios excrementos —dejó de andar y examinó el rostro de Paula—. Estás un poco pálida. ¿Te encuentras bien?


Ella se llevó la mano al estómago, revuelto por lo que acababa de oír. Dejar entrar al perrito en su vida la había abierto a muchas más cosas de las que había imaginado.


—Es que no sabía todo lo que podía implicar acoger temporalmente a un perro. Hasta ahora solo los había visto en el cine —confesó. Sin duda había sido una forma muy aséptica de obtener información—. No olían, no iban al cuarto de baño y su inteligencia era casi equiparable a la de Einstein —hizo una mueca, avergonzada de su ignorancia—. De esos que cuando su dueño decía «Necesito un destornillador» esperaban a que especificara si lo quería de punta plana o de estrella.


Pedro sonrió. Le gustaba que fuera capaz de reírse de sí misma. El que Paula tuviera sentido del humor le parecía muy buena señal.


—En el mundo real, los perros huelen si no los bañas, y no hacen divisiones de cabeza —a continuación, pasó a enumerar algunas de las razones positivas para tener un perro—. Pero sí responden al sonido de tu voz, son adiestrables y puede llegarse a un entendimiento con ellos, con tiempo, educación y mucha paciencia. No olvides nunca que, si algo merece la pena, merece la pena hacerlo bien. Si aceptas a un perro en tu vida y te acuerdas de demostrarle que, por mucho que lo quieras, eres tú quien está al mando, nunca te arrepentirás de tu decisión.


Pedro hizo una pausa. Se había descubierto mirando sus ojos y pensando que sería muy fácil perderse en ellos si no tenía cuidado.


Tomó aire y se dijo que tenía que poner manos a la obra antes de que ella empezara a hacerse una idea equivocada de él y de por qué estaba allí.


—Bueno, ¿estás lista?


—Sí —afirmó Paula, deseando empezar.


—De acuerdo —se agachó para quitarle al perro la correa y la sustituyó con un cordel al menos tres veces más largo. Volvió a ponerse en pie—. Lo primero que tenemos que enseñarle a Jonny es a venir cuando lo llames.


Ella observó cómo retrocedía paso a paso, alejándose de Jonathan.


—¿Y lo de ir al baño? —preguntó, titubeante.


Había pensado que eso era lo primero que había que enseñar a un perro. Ya había tenido que limpiar varios desastres y no se veía haciéndolo indefinidamente. Lo cierto era que había tenido la esperanza de que el veterinario tuviera alguna solución mágica que ofrecer a ese respecto.


La expresión compasiva del atractivo rostro le dejó claro que no era el caso.


—Me temo que tardará algo más en aprender eso. Puedo enseñarte las cosas básicas y qué decir, pero, sobre todo, requerirá dedicación y paciencia de tu parte. Mucha dedicación y paciencia —recalcó—. Porque tendrás que sacar a Jonny una vez por hora hasta que haga algo, y estar pendiente de cualquier señal de que está a punto de hacerlo.


—¿Y cómo sabré cuáles son esas señales? —se encontraba en territorio desconocido para ella.


—Muy buena pregunta —contestó él con una sonrisa que habría derretido a Paula si ella no hubiera estado en guardia. Se inclinó hacia ella como si fuera a confiarle un secreto—. Eso será parte de tu adiestramiento.


Echó la cabeza hacia atrás y le guiñó un ojo. Paula sintió un cosquilleo en el estómago.


—Bueno, volvamos al asunto de enseñarle a venir cuando lo llames —agarró con firmeza el largo cordel y le explicó los puntos básicos con lentitud y claridad. Después, procedió a demostrar lo que acababa de decir.