jueves, 19 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 10




La historia tuvo un final feliz unos noventa minutos después.


Con la ayuda de Pedro, había conseguido que el perrito se quedara quieto durante diez segundos mientras ella retrocedía. Ocurrió varias veces, y eso incrementó su confianza en sí misma y en su relación con el animal. Seguía teniendo que mantener contacto ocular con Jonathan, pero Pedro le prometió que, la siguiente vez que quedaran, llegaría al punto de poder dar la espalda a Jonathan sin que este se moviera del sitio.


—¿La siguiente vez? —repitió Paula. Más que una pregunta, era una forma de asegurarse de haber oído bien.


—Sí, el fin de semana que viene —dijo él.


La miró de reojo, preguntándose si estaba ejerciendo demasiada presión, demasiado rápido. Normalmente, ni se lo habría planteado, pero tenía la sensación de que esa mujer requería un trato más delicado. Además, estaba seguro de que se lo merecía y de que merecía la pena. Algo en ella despertaba su naturaleza protectora, así como una inherente respuesta masculina. A pesar de su desencanto con las relaciones, Paula le gustaba de verdad.


—He pensado que, dados tus éxitos, te iría bien aprender unas cuantas órdenes más, por decirlo de alguna manera. A no ser que no quieras, claro —concluyó Pedro, ofreciéndole una vía de escape por si la necesitaba.


—Oh, sí que quiero —dijo ella. Como su voz sonó demasiado entusiasta, moduló el tono—. Pero lo que me interesa de verdad es que aprenda a controlar sus necesidades —confesó, preguntándose si pedía demasiado, si estaba aprovechándose de la generosidad del veterinario


—Para hacer eso, no podemos estar aquí —repuso él—. Tendríamos que trabajar con él en tu casa. No podemos enseñar a Jonny a respetar sus límites si no están presentes —apuntó él.


—Eso no puedo discutirlo —aceptó ella. Después, miró su reloj de pulsera.


—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro, captando una expresión de disculpa en su rostro. Por lo visto, se había perdido algo.


—Me siento culpable porque hayas dedicado tanto tiempo ayudándome a adiestrar a Jonathan, cuando podrías haber estado haciendo otra cosa. No me sentiría tan mal si me dejaras pagarte por tu tiempo, pero te niegas.


—No voy a cobrar por algo que me he ofrecido a hacer como voluntario —percibió de inmediato que eso no iba a paliar el sentido de culpabilidad de Paula. Así que pensó en otra opción—. Sin embargo, si algún día de estos sientes la necesidad de hacer más pastas, no podría rechazarlas, ¿no crees?


—¿Y una cena? —ella se sorprendió tanto como él al oír la sugerencia. Se quedó muda un segundo.


La frase quedó flotando en el aire, así que Pedro hizo un intento de adivinar a qué se había referido.


—¿Te refieres a salir a cenar primero?


«Tú lo has dicho, ahora acláralo antes de que el hombre piense que está tratando con una loca».


—No, me refería a prepararte la cena para antes del postre. Una especie de dos por uno —explicó ella con una sonrisa nerviosa, pero sincera.


Durante un instante, él se quedó hipnotizado. Algunas personas tenían una sonrisa que parecía irradiar luz del sol, que hacía que los demás se sintieran mejor en su presencia. 


La sonrisa de Paula era de esas.


—No me gustaría ocasionarte tantas molestias —dijo él cuando recuperó la capacidad de formular frases coherentes. Pero lo dijo con poca convicción.


—No es ninguna molestia —replicó ella—. Además, tú te estás molestando mucho en ayudarme a adiestrar a Jonathan.


—No considero trabajar con perros una molestia. La verdad, desde que yo recuerdo, siempre quise ser veterinario —dijo él—. Mi padre murió cuando yo era muy pequeño, y mi madre pensó que tener un perro, o dos, ayudaría a llenar el vacío que había dejado su muerte en mi vida. Sin pretenderlo, puso ante mí mi vocación profesional. Agradecí lo que intentaba hacer, pero, la verdad, no se puede echar de menos lo que no se conoce, ¿no crees?


—Sí que se puede echar de menos si uno empieza a imaginar cómo habría sido tener un padre y comprende que, hiciera lo que hiciera, nunca habría sido así.


—Lo dices como alguien que tuviera experiencia en eso —dijo él, captando la tristeza de su voz.


Normalmente, ella habría dicho que no y hubiese cambiado de tema. Pero en esa situación no le parecía correcto mentir. Incluso una mentira piadosa le habría resultado molesta.


—Así es —admitió. Desviando la mirada, pensó en su infancia un momento—. Nunca conocí a mi padre. Se marchó antes de que yo naciera. Por lo visto, le dijo a mi madre que no estaba hecho para la paternidad y lo demostró marchándose —encogió los hombros como si no tuviera importancia.


Él deseó rodearla con los brazos, no solo para consolarla, sino también para ofrecerle protección contra el mundo. Eso era nuevo; hasta ese momento, solo había sentido ese tipo de reacciones respecto a seres del mundo animal. Sin embargo, intuyendo que podría asustarla si hacía algo tan personal cuando apenas se conocían, controló el impulso y se limitó a contestar.


—Lo siento.


—Sí, yo también lo sentí, por mi madre —su padre había abandonado a la persona a la que más había querido en el mundo, su madre. Por esa razón, nunca podría perdonarlo—. Le habría venido bien un poco de ayuda para criarme y pagar las facturas. Su vida fue una lucha constante.


—Eso mismo sentía yo —admitió él—. Pero mi madre nunca se quejaba. No creo haberla oído decir jamás una mala palabra. Simplemente lidiaba con la vida, haciendo lo que tenía que hacer.


—La mía tenía dos empleos, para intentar hacer eso mismo —era casi inquietante lo mucho que se parecían sus vidas familiares. Aunque no solía ser curiosa, quiso oír más detalles—. ¿Tienes hermanos o hermanas?


—Ninguno —Pedro movió la cabeza. Eso sí que habría deseado que fuera distinto—. ¿Y tú?


—Tampoco —contestó ella.


En vez de inquietarse aún más por la coincidencia,Paula comprendió que hacía que se sintiera más cercana a ese hombre. Era consciente del peligro que eso suponía, pero, en ese momento, decidió consolarse con la cálida sensación que crecía en su interior.




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