miércoles, 11 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO 1




Paula Chaves había vuelto.


Pedro se despidió de su abogado y colgó el teléfono, alterado por la información que acababa de recibir.


Aquello era ridículo. Habían pasado varios años y ya no pensaba en ella. Lo había superado por completo. Entonces, ¿por qué reaccionaba de esa forma? Por ira; ira ante la perspectiva de que volviera e interfiriera en sus asuntos. 


Pedro había puesto todo su corazón y toda su alma en los viñedos, y no iba a permitir que Paula apareciera de repente y destrozara una década de trabajo.


No confiaba en ella. Incluso descontando el hecho de que le había partido el corazón, de que lo había abandonado cuando más la necesitaba, era la misma mujer que había dejado en la estacada a su propio tío abuelo, al hombre que le había ofrecido su casa todos los veranos, cuando era una niña.


Paula ni siquiera se había tomado la molestia de volver a Francia para asistir al entierro de Arnaldo. Se había quedado en Londres, como si no le importara nada. Y ahora se apresuraba a volver para reclamar su herencia: una mansión y quince hectáreas de viñedos de primera calidad.


Su actitud era repugnante.


Pero, en cierto sentido, le facilitaba las cosas. Si a Paula solo le importaba el dinero, le vendería su parte de la propiedad y se marcharía a pesar de lo que le había dicho a su abogado esa misma tarde. Paula tenía una idea tan romántica como falsa de lo que significaba dirigir un viñedo, y Pedro estaba seguro de que se aburriría enseguida y volvería a Londres.


Lo mismo que había hecho diez años antes. Con la salvedad de que, esta vez, no se llevaría su corazón con ella. Solo se llevaría su dinero.


Pedro abrió el cajón de la mesa, sacó las llaves del coche y salió del despacho, decidido a hablar con Paula. Quería solventar el asunto cuanto antes.



*****


Paula se llevó la taza de café a los labios, pero el amargo y oscuro líquido no la ayudó a despejarse.


Empezaba a pensar que había cometido un error al volver después de tanto tiempo. Debería haber aceptado la sugerencia de su abogado y haber vendido su parte de la propiedad al socio de Arnaldo. Se debería haber contentado con ir de visita al cementerio, dejar unas flores en la tumba de su tío abuelo y volver a Londres. Pero había regresado a la vieja mansión de piedra en la que había pasado tantos veranos, durante su infancia.


Ni siquiera sabía por qué estaba allí. Solo sabía que se había arrepentido de haber tomado esa decisión en cuanto llegó a Ardeche. Al ver la casa, al distinguir el aroma de las hierbas que crecían en los tiestos de la cocina, se sintió profundamente culpable.


Culpable por no haber vuelto antes. Culpable por no haber estado cuando la llamaron por teléfono para decirle que Arnaldo había sufrido un infarto. Culpable por no haberse enterado a tiempo del fallecimiento de su tío abuelo. 


Culpable por no haber podido estar, ni siquiera, en su entierro.


Además, todos los habitantes del pueblo la miraban mal. 


Había oído sus murmuraciones al cruzar la plaza; y había notado la frialdad de Hortensia Bouvier, el ama de llaves de su difunto tío abuelo. En lugar de recibirla con un abrazo cálido y una buena comida, como había hecho tantas veces en otros tiempos, Hortensia la había saludado de un modo brusco, sin molestarse en disimular su desaprobación.


Pero, al menos, no había visto a Pedro. Solo le habría faltado que apareciera de repente en la cocina y se sentara a la mesa, junto a ella, con su sonrisa devastadora y sus intensos ojos, de color verde grisáceo.


Paula echó un vistazo a la cocina, llena de objetos que le recordaban al pasado, y se dijo que había pocas posibilidades de que Pedro se presentara en la casa. Diez años antes, le había dicho que su relación estaba acabada y que se marchaba a París a empezar una vida nueva, una vida sin ella.


Ni siquiera sabía si seguía soltero. Quizás se había casado; hasta era posible que tuviera hijos. En cierta ocasión, Paula intentó cerrar la brecha que se había abierto entre Arnaldo y ella y los dos llegaron al acuerdo tácito de no hablar de Pedro. Ella no preguntaba porque el orgullo se lo impedía; él, por no crear una situación incómoda.


Agarró la taza de café y pensó que, después tantos años, ya debería haberlo superado. Pero, ¿cómo podía superar un amor que había sobrevivido desde la infancia? Se había enamorado de Pedro Alfonso cuando ella tenía ocho años y él, once. Fue amor a primera vista. Le pareció el chico más guapo del mundo.


Cuando llegó a la adolescencia, lo seguía a todas partes como si fuera una perrita. Siempre estaba perdida en sus ensoñaciones de amor; siempre, preguntándose qué sentiría si alguna vez se llegaran a besar. Incluso había llegado a practicar los besos, jugando con el dorso de la mano, para estar preparada cuando Pedro se diera cuenta de que era algo más que la vecina de al lado.


Todos los veranos perseguía al objeto de sus sueños con la esperanza de que se fijara en ella. Y todos los veranos, él se limitaba a responder con la misma amabilidad y el mismo distanciamiento que dedicaba a todos los demás.


Pero, al final, llegó el momento que tanto esperaba. Pedro dejó de tomarla por una niña irritante que lo seguía constantemente y empezó a verla como una mujer.


Desde entonces, se volvieron inseparables. Fue el mejor verano de la vida de Paula. Estaba convencida de que su amor era recíproco; de que no importaba que ella tuviera que volver a Londres para continuar con sus estudios y él, marcharse a París para empezar a trabajar. Estarían juntos durante las vacaciones, se verían en Londres los fines de semana y, cuando ella saliera de la universidad, vivirían juntos.


Pedro nunca le había dicho que tuviera intención de pedirle matrimonio, pero Paula sabía que estaba enamorado de ella y que lo quería tanto como ella a él.


Y entonces, todo se hundió.


Al recordarlo, Paula tragó saliva y se dijo que no debía pensar en esas cosas. Había dejado de ser una adolescente llena de ilusiones absurdas y se había convertido en una mujer adulta. Además, el socio de Arnaldo no era Pedro sino Juan Pablo Alfonso, su padre. Pedro no estaba allí. Por lo que ella sabía, seguía en París. Y tenía el convencimiento de que no se volverían a ver.


Justo entonces, Hortensia entró en la cocina y declaró con frialdad:
–El señor Alfonso ha llamado. Estaba en los viñedos y me ha dicho que le gustaría verte. Llegará en un par de minutos.


Paulaa frunció el ceño. Habían quedado para el día siguiente, pero supuso que era una visita de cortesía. Juan Pablo tenía fama de ser un hombre de modales impecables; seguramente, solo quería darle la bienvenida a Les Trois Closes.


Minutos después, la puerta se abrió. Pero el hombre que entró en la cocina no fue Juan Pablo, sino Pedro.


Paula se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de derramar el café. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué había entrado sin llamar? ¿Creía que podía entrar en el domicilio de Arnaldo, en la casa que ahora era suya, cuando le apeteciera?


–¡Pedro! Siéntate, por favor –dijo Hortensia, dedicándole todo el cariño que le negaba a ella.


Hortensia le dio un beso en la mejilla y, cuando Pedro se sentó, le sirvió una taza de café y se la puso en la mesa.


–Bueno, chéri, te dejaré a solas con la señorita Chaves.


Hortensia se marchó y Paula se quedó en silencio, demasiado sorprendida para pronunciar una sola palabra.


A sus treinta y un años,Pedro Alfonso era en un hombre hecho y derecho. Algo más alto de lo que ella recordaba, y de hombros más anchos. Su piel morena hacía que sus ojos, entre verdes y grises, parecieran aún más penetrantes.


Paula se fijó en que llevaba el pelo revuelto y ligeramente largo, con un estilo que le pareció más propio de un músico de rock que de un genio de las finanzas. Además, no se había afeitado. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que se acababa de levantar de la cama.


Pero, fuera como fuera, su presencia bastó para que se sintiera como si la temperatura de la cocina hubiera aumentado diez grados de repente. Y también bastó para que recordara lo que se sentía al quedarse dormida entre sus brazos, después de hacer el amor.


Por lo visto, tenía un problema. ¿Cómo mantener el aplomo y pensar con claridad si lo primero que le venía a la cabeza era el sexo y lo segundo, lo mucho que lo deseaba?


Tenía que sacar fuerzas de flaqueza y refrenar su libido.


–Bonjour, mademoiselle Chaves –dijo Pedro con una sonrisa enigmática–. He pensado que debía acercarme a la casa y saludar a mi nueva socia.


Paula lo miró con desconcierto.


–¿Tú eres el socio de Arnaldo?


Pedro asintió.


–En efecto.


–Pero, ¿cómo es posible? Pensaba que seguías en París.


–Pues no.


–No entiendo nada. El señor Roberto me dijo que el socio de Arnaldo era monsieur Alfonso –alegó ella.


–Y lo es… –Pedro le dedicó una reverencia burlona–. Permíteme que me presente. Soy Pedro Alfonso, siempre a tu servicio.


–Ya sé quién eres –replicó ella, irritada con su comportamiento–. Pero eso no responde a mi pregunta. Pensaba que mi socio era tu padre.


–Me temo que llegas cinco años tarde.


Ella soltó un grito ahogado.


–¿Es que tu padre ha… ?


–Sí.


–Lo siento. No tenía ni idea. Arnaldo no me dijo nada –se apresuró a decir–. Si hubiera sabido que había fallecido…


–Oh, vamos, no me digas que habrías asistido a su entierro –la interrumpió–. Ni siquiera estuviste en el de Arnaldo.


Paula alzó la barbilla, orgullosa.


–Tuve mis motivos –se defendió.


El no dijo nada. Paulaa pensó que, quizás, estaba esperando una explicación. Pero se dijo que no le debía explicaciones.


–Supongo que mi presencia te resultará molesta. Seguramente piensas que, habiendo sido el socio de Arnaldo, tendría que haberte dejado toda la propiedad a ti.


–Ni mucho menos –declaró él–. Me parece normal que te dejara una parte. A fin de cuentas, eras su familiar más directo… Aunque nadie lo creería, teniendo en cuenta tu comportamiento de estos últimos años.


Paula frunció el ceño.


–Eso es un golpe bajo.


Pedro se encogió de hombros.


–No es más que la verdad, chérie. ¿Cuándo lo viste por última vez?


–Hablaba con él todas las semanas, por teléfono.


–Hablar por teléfono no es lo mismo.


Ella suspiró.


–Seguramente sabes que Arnaldo y yo discutimos cuando me fui a Londres –dijo ella, sin querer añadir que habían discutido por él–. Al final, nos reconciliamos… pero admito que no venir a verlo fue un error por mi parte.


Paulaa tampoco quiso decir que la razón principal por la que no había vuelto era su miedo a encontrarse con él. Si se lo hubiera dicho, Pedro habría sabido que sus antiguos sentimientos no habían muerto; que su deseo había permanecido latente.


Un deseo que, en ese momento, se había despertado.


–Si hubiera sabido que se encontraba tan mal de salud, habría vuelto –continuó–. Pero no sabía nada. No me lo dijo.


–Por supuesto que no. Arnaldo era un hombre orgulloso. Pero, si te hubieras tomado la molestia de pasar a visitarlo de vez en cuando, lo habrías sabido.


Ella guardó silencio.


–Ni siquiera viniste cuando supiste que estaba enfermo –siguió él.


–No vine porque el mensaje me llegó después, cuando ya era demasiado tarde.


–Pero tampoco estuviste en su entierro.


–Tenía intención de asistir, pero estaba en Nueva York, de viaje de negocios.


–Qué inconveniente –ironizó él.


Paula respiró hondo.


–Bueno, ya ha quedado demostrado que soy una mala persona –dijo con frialdad–. Y como nadie puede cambiar el pasado, será mejor que lo olvidemos.


Él se encogió de hombros.


Ella pensó que era el hombre más irritante del mundo.


–¿Qué haces aquí, Pedro? ¿Qué quieres?


La quería a ella.


Pedro se dio cuenta en ese momento, y se quedó atónito. 


¿Cómo era posible? Paula lo había abandonado y, además, ya no era la dulce, tímida e insegura petite rose anglaise que había sido a los dieciocho años. Ahora era una mujer impecablemente arreglada y dura como el diamante bajo el traje que se había puesto. Y en sus labios no había nada dulce. Estaban tensos. Ya no le recordaban a las primeras rosas del verano.


Aquello era una locura. Se suponía que había ido a la casa para hablar con ella y convencerle de que le vendiera su parte de la propiedad, no para admirar su boca y recordar sus besos, sus caricias, el contacto de su piel cuando hacían el amor y el destello de sus ojos azules cuando estaba leyendo un libro y se daba cuenta de que él la miraba.


Tenía que hacer algo. No debía dejarse llevar por el deseo.


–¿Y bien? Estoy esperando una respuesta –dijo ella.


–No quería nada especial. Estaba dando un paseo por los viñedos y he llamado a Hortensia para saber si estabas aquí, sin más intención que saludarte y darte la bienvenida a Francia. Pero, ya que te pones así, hay un asunto que me preocupa.


–¿De qué se trata?


Pedro no había sido completamente sincero con Paula. Era cierto que solo pretendía saludarla, pero también que quería aprovechar la ocasión para observar sus reacciones y valorar su actitud sobre las tierras que había heredado.


–Hace años que no vienes a Francia –contestó–. Supongo que los viñedos no te interesan demasiado, así que estoy dispuesto a comprar tu parte de la propiedad. Habla con algún especialista y pídele una valoración. Aceptaré el precio que considere oportuno. Incluso estoy dispuesto a pagar sus honorarios.


–No.


Pedro arqueó una ceja. No esperaba una negativa tan tajante. Pero existía la posibilidad de que solo fuera una estrategia para aumentar el precio, así que preguntó:
–¿Cuánto dinero quieres?


–No te voy a vender mi parte.


Él frunció el ceño.


–¿Es que se la vas a vender a otra persona?


Pedro se empezó a preocupar de verdad.Paula no sabía nada de viñedos; era capaz de vendérselos a una persona que los descuidara demasiado o que utilizara pesticidas industriales y les hiciera perder el certificado de productos ecológicos.


–No se lo voy a vender a nadie. Arnaldo me dejó la casa y la mitad de los viñedos por una buena razón… Quería que me quedara aquí.


Él hizo un gesto de desdén.


–Creo que te estás dejando llevar por tu sentimiento de culpabilidad, Paula. Sabes que me deberías vender tu parte. Es lo más lógico.


Ella sacudió la cabeza.


–Me voy a quedar.


Pedro la miró con incredulidad.


–Pero si no sabes nada de viñas…


–Aprenderé. Y, entre tanto, dedicaré mis esfuerzos al marketing. A fin de cuentas, es lo que sé hacer.


Pedro se cruzó de brazos.


–No me importa lo que sepas hacer. No voy a permitir que juegues con mis viñedos. Te aburrirías enseguida y te marcharías al cabo de una semana.


–No me iré. Además, te recuerdo que también son míos –dijo ella con firmeza–. Arnaldo me dejó la mitad y me siento obligada a hacer lo que pueda con ellos.


Pedro clavó la mirada en los ojos de Paula y supo que estaba diciendo la verdad. Se iba a quedar porque se sentía en deuda con Arnaldo.


Sería mejor que le diera un poco de cuerda y que retomara el asunto al día siguiente


Con un poco de suerte, Paula lo consultaría con la almohada y entraría en razón.


–Muy bien, como quieras. –Pedro se levantó de la silla–. Supongo que Marcos te habrá dicho que mañana tenemos una reunión…


Ella parpadeó.


–¿Marcos? ¿Es que estás en contacto con el abogado de Arnaldo?


–También es mi abogado –dijo él, sin querer añadir que Marcos era amigo suyo–. Pero no te preocupes por eso. Te aseguro que no me ha dicho nada de ti. Es el hombre más profesional que conozco.


–Pues sí, ya sabía lo de la reunión. Es a la ocho en punto, ¿no?


Pedro asintió.


–Sí, aunque podríamos retrasarla un poco. Has hecho un viaje muy largo y sospecho que estarás cansada.


Ella entrecerró los ojos.


–¿Es que no me crees capaz de levantarme temprano?


–Yo no he dicho eso… Prefiero que retrasemos la reunión hasta las doce. En verano, no se puede estar en los viñedos a mediodía; por el calor –le explicó–. Trabajo en los campos a primera hora y, después, me encargo de los asuntos administrativos. ¿Qué te parece si quedamos al mediodía en mi despacho del château? Te invito a comer.


–De acuerdo. Como tú quieras.


Pedro dudó un momento. Había estado a punto de inclinarse sobre ella y darle un beso en la mejilla por ver si la desequilibraba un poco, pero se lo pensó mejor. Paula le gustaba demasiado. Si le daba un beso de despedida, era posible que le saliera el tiro por la culata. Así que se limitó a decir:
–A demain, mademoiselle Chaves.


Ella inclinó levemente la cabeza.


–A demain, monsieur Alfonso. Nos veremos al mediodía




SOCIOS: PROLOGO




Su razón se negaba, pero su cuerpo lo estaba deseando.Pedro Alfonso seguía siendo el hombre más atractivo que Paula había visto en su vida. De hecho, se había vuelto más sexy con los años. Pero habían cambiado muchas cosas desde aquel largo y tórrido verano de su adolescencia. 


Ahora, su relación era estrictamente profesional: les gustara o no, compartían la propiedad de unos viñedos y, desde luego, ella no estaba dispuesta a venderle su parte.Paula tenía dos meses para demostrarle que podía ser una socia excelente, y para convencerse a sí misma de que no necesitaba a Pedro en su cama. Pero ¿a quién intentaba engañar?






martes, 10 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: EPÍLOGO





Está nevando! ¡Está nevando!


Josrfina corrió al estudio, donde su padre estaba colocando en la copa del árbol el ángel que ella había hecho a los seis años.


Paula, que parecía tan emocionada como su hijastra, se balanceó sobre los pies.


—Nieve en Navidad, ¿qué más se puede pedir? —suspiró feliz.


—¿Qué te parece una hora de sueño? —sugirió su compañero, más pragmático.


—Anoche dormimos tres horas —la falta de sueño se había convertido en un modo de vida, pero privado de sueño o no, su marido seguía siendo el hombre más guapo del planeta, y desde que dio a luz dos semanas atrás, estaba siempre en casa para ayudarla.


Paula lo necesitaba. La ecografía que se hizo con Pedro al lado mostró con claridad la razón de su aumento de peso. La visión de los dos pequeños corazones latiendo había hecho llorar a Paula.


Pedro no reaccionó en el momento, y tardó semanas en hacerlo. Pero cuando lo hizo, compró una casa en el campo.


—Ha sido un impulso —admitió—. Cuando fui a ver a Gaby pasé por aquí delante y pensé que sería un buen lugar para nuestra familia. Pero si no te gusta…


A Paula le encantaba, así que ahora su hogar era una casa victoriana situada a unos cinco kilómetros de donde vivía la hermana de Pedro. Josefina estaba encantada de tener tan cerca a su prima.


Durante el embarazo, Paula y Gaby se hicieron amigas, y desde el nacimiento de los gemelos, había sido un gran apoyo, igual que Josefina, que estaba encantada con sus hermanos. La amenaza de custodia había desaparecido. 


Clara había abandonado toda idea de que Josefina viviera con ella tras canalizar su instinto maternal hacia su último proyecto: un santuario de burros.


—La nieve está cuajando —comentó Paula—. ¿Crees que mi madre y Carlos podrán llegar?


Al día siguiente tendrían a mucha gente a la mesa, aunque Mariza había decidido pasar la Nochebuena con Gaby. Sin embargo, todos irían al día siguiente a comer. Y por supuesto, también estaría allí Jose, el hermanastro de Paula, que ahora era un muchachito rollizo y sano al que no le había quedado ninguna secuela. Sara había pasado cuatro días en Cuidados Intensivos, y finalmente se había recuperado y había vuelto a casa una semana antes que Jose.


—Estarán bien.


Pedro se acercó a ella por detrás y le puso las manos en los hombros. Paula se reclinó contra él, se sentía segura y querida.


—Nuestra primera Navidad juntos. Ojalá Luciana estuviera aquí —murmuró melancólica.


—Vendrá en Nochevieja.


—Estoy deseando ver al bebé —Luciana había dado a luz a una preciosa niña llamada Cordelia, y le había pedido a Paula que fuera la madrina—. Cuánta paz —suspiró y miró hacia la nevada escena.


Y justo en aquel momento se escuchó el llanto de un bebé.


Paula se giró y ocultó el rostro en el suéter de Pedro.


—No debería haber tentado al destino —murmuró.


—¿Es Damian o Dario? —preguntó Pedro.


Sus hijos tenían ya personalidades muy definidas, pero para Pedro sus llantos eran tan idénticos como sus rostros, y le maravillaba que Paula pudiera diferenciarlos.


Ella giró la cabeza y escuchó un instante.


—Damian —se dirigió hacia las escaleras, pero él la retuvo.


—No, tú siéntate aquí y te los traemos, ¿verdad, Josefina?


Josefina, que siempre estaba dispuesta a ayudar, se puso de pie de un salto.


Pedro se giró al llegar a la puerta y volvió a acercarse a Paula.


—¿Te he dicho ya hoy cuánto te amo?


Paula sonrió cuando sus labios rozaron los suyos.


—Una o dos veces —murmuró contra su boca.


Josefina, que había vuelto a entrar al ver que su padre no venía, puso los ojos en blanco.


—¡Otra vez no! Se supone que sois los adultos responsables aquí. ¡Subid a una habitación!



PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 17




Estaba lista y completamente preparada.


Se había acostado cada noche pensando en que debía contactar con Pedro al día siguiente, y al despertarse encontraba siempre una razón perfectamente válida para dejarlo para otro día. Y el día que finalmente descolgó el teléfono, la llamada fue enviada directamente al buzón de voz. Decidida a no echarse atrás ahora que había llegado hasta ahí, Paula llamó a su oficina. Una secretaria con tono prepotente la tuvo esperando durante un buen rato y finalmente le dijo que el señor Alfonso no estaba en la oficina aquel día, que estaba fuera del país.


En cuanto colgó el teléfono, Paula pensó en las cosas que podría haberle dicho, pero no quería cargar contra el mensajero. Así que fuera del país… sí, claro. Pedro debería encargarse él mismo del trabajo sucio. 


Paula ya se había puesto la chaqueta para salir a enfrentarse con él, pero de pronto perdió el coraje.


Tenía que volver a encontrarlo pronto.


—Siento no haber corregido a esa enfermera y no haberle dicho que no éramos los padres —dijo ahora.


Al escuchar su tono lloroso, Pedro aspiró con fuerza el aire y luego lo soltó. Josefina había estado bastante enferma un par de veces, y eran momentos que no quería revivir.


—Lo siento. Sé que tendría que habérselo explicado, pero…
Pedro dejó escapar un silbido de desesperación, rodeó la silla y se puso delante de ella de cuclillas mirando su rostro pálido y triste.


—¿Puedes dejar de disculparte y de pensar que todo es culpa tuya? No es así.


—¿No? No sabía lo que mi madre sentía. Yo decidí lo que pensé que debía sentir.


Pedro soltó una carcajada amarga.


—Es lo mismo que ser padre. Yo llevo haciendo eso catorce años.


Paula le miró y sintió cómo se le hinchaba el pecho con el amor que sentía.


—Eres un buen padre.


Y lo sería también para su bebé. En sus momentos más calmados y racionales, Paula lo tenía claro, y también sabía que, cuando se le pasara el enfado y se acostumbrara a la idea, podría contar con él.


Pero Paula no quería obligaciones, quería amor.


—Yo estaba convencida de que, si mi madre hubiera tenido una opción, la habría aprovechado —admitió Paula con pesar—. Entonces me parecía todo muy simple, blanco o negro. Me he portado como una cría.


—No, eres una hija que quiere mucho a su madre. ¿Qué sentido tiene castigarte con esto, Paula? Llega un momento en el que la culpabilidad se convierte en autocompasión. No eres responsable de lo que ha pasado —aseguró con firmeza.


Paula bajó la cabeza y se mordió el labio inferior mientras escuchaba.


—No me excuses, soy una persona horrible —alzó la cabeza y le torció el gesto—. ¿Por qué sonríes?


—Porque no eres una persona horrible, y aunque lo fueras… —Pedro se detuvo. Había estado a punto de decir: «Aunque lo fueras te amaría». No era el momento—. ¿Qué te parece si seguimos el consejo de la enfermera y nos damos un respiro? No voy a aceptar un no por respuesta.


—Como siempre —murmuró Paula mirando hacia el bebé—. Ni siquiera es capaz de respirar por sí mismo.


—No puedes hacer nada aquí, y si ocurre algún cambio, nos lo harán saber. Carlos está con tu madre. Y ella está bien.


—¿Te lo han dicho?


Pedro no podía soportar ver la esperanza reflejada en sus ojos esmeraldas.


—Hablé con uno de los médicos cuando llegué —dijera lo que dijera, no repercutiría en el resultado final, y para Paula sería más fácil soportarlo así. Así que, en lo que a él se refería, una mentirijilla no tenía importancia.


—Es tan pequeño, y con todos esos tubos… —a Paula se le entrecortó la voz por la emoción—. Si algo le sucediera a mi madre, se quedaría solo.


—No estaría solo. Os tendría a Carlos y a ti. Ahora mismo está asustado, pero pase lo que pase, quiere a su hijo. ¿Cómo podría ser de otra manera?


—Mi padre no me quería a mí —murmuró ella con voz cansada—. Quería que mi madre abortara, le mandó una carta diciéndoselo. Yo la encontré. Nunca se lo dije a mi madre, volví a guardarla. Mi madre solo era una estudiante que trabajó en su hacienda durante el verano. La trató como si fuera una basura, y a mí igual. Solo quería librarse de mí.


Pedro sintió una punzada de dolor por la niña que fue. Si Charlford estuviera allí ahora… pero no lo estaba. Había muerto, pero le había robado a Pedro la satisfacción de enfrentarse a él. Suspiró y la miró.


—Estás mejor sin un padre así.


—Eso es lo que dice Mariano también.


De pronto los recuerdos de su último encuentro surgieron entre ellos, y el aire pareció más pesado.


—Tu hermano no es ningún idiota. ¿Se encuentra bien después de que yo…?


—Está bien.


—Me alegro. Esa noche te dije cosas para herirte —Pedro sacudió la cabeza apesadumbrado—. Estaba celoso —le resultó más fácil admitirlo ante ella que ante sí mismo.


Paula abrió mucho los ojos ante aquella confesión.


—Eso fue lo que Mariano dijo también —murmuró, asombrada ante lo que implicaban sus palabras—. Le dije que era una tontería, que tú no eras celoso.


Los labios de Pedro esbozaron una media sonrisa.


—Tienes razón. No soy celoso excepto a lo que ti se refiere —la miró fijamente—. Me gustaría decirte que no volveré a actuar nunca así, pero creo que, si te veo besando a otro hombre, lo haría. Sabes que me vuelves loco desde el momento en que te vi, ¿verdad? —Pedro se pasó una mano por el pelo—. No puedo hablar de esto aquí.


Paula se puso lentamente de pie. Su cabeza era un auténtico caos. Estaba confundida, asombrada, emocionada. Miró hacia su hermano y se debatió entre el deber y el deseo.


—Siento como si le estuviera abandonando.


—De acuerdo, lo entiendo. Yo necesito un respiro. ¿Te traigo algo?


Paula negó con la cabeza y le miró marcharse. La puerta acababa de cerrarse cuando volvió a abrirse y entró la misma enfermera de antes.


—Voy a acomodar un poco a este pequeño. ¿Por qué no se va a tomar algo con su hombre? Para ellos puede llegar a ser muy duro, ¿sabe? Contienen demasiado sus emociones. 
El pequeño no estará solo, yo estaré aquí mismo, en el escritorio —señaló con la cabeza hacia la zona de enfermería.


Paula se quedó allí quieta un instante y luego asintió, sonriendo antes de lanzarle un beso a su hermano.


Peleándose con la bata blanca, que le quedaba enorme, alcanzó a Pedro en la puerta de la sala de padres. Pero estaba saliendo, no entrando.


—¿No vas a…?


Pedro giró la cabeza y la miró. Paula se olvidó de todo excepto de que era el hombre más guapo que había visto en su vida. La forma de su cara, los ojos, los labios, la cicatriz… todo. Le resultaba inconcebible haber pensado en algún momento que estaban mejor cada uno por su lado.


Aspiró con fuerza el aire. Ahora le tocaba el turno a ella. Se lanzó hacia lo desconocido y las palabras le salieron precipitadamente de la boca antes de que pudiera cambiar de opinión.


—Cuando te marchaste aquel día, sentí como si te hubieras llevado un trocito de mí —Paula alzó la mano con la intención de llevársela al corazón, pero gruñó frustrada porque el cinturón de la bata se le había enredado al cuello debido a los impacientes tirones—. Oh, vaya. ¿Me puedes ayudar? Me estoy estrangulando y no llego…


—No te muevas.


Los dedos de Pedro permanecieron firmes cuando le rozaron la piel de la nuca. Paula no estaba nada firme; estaba temblando y el menor roce de sus manos le provocaba descargas eléctricas.


—Ya está.


Paula mantuvo la cabeza baja mientras se sacaba el brazo por la manga.


—Yo siempre tan inoportuna —murmuró cuando por fin se quitó la bata. Entonces alzó la vista hacia Pedro y vio que estaba muy pálido y tenso, con la vista fija clavada en…
Bajó otra vez la cabeza.


Entonces se dio cuenta de que estaba en pijama, porque solo había tenido tiempo para ponerse unas botas y una chaqueta encima.


—Estaba en la cama cuando me llamaron para… —comenzó a explicarse.


Pero se detuvo al darse cuenta de que no era el pijama lo que estaba mirando, sino a ella. Más concretamente, al pequeño pero inconfundible bulto del vientre. Durante semanas había sido su centro de atención constante, y justo ahora se le olvidaba.


Paula alzó muy despacio la mirada desde la curva de su vientre hasta el rostro de Pedro. Su expresión seguía sin indicar nada.


Ni siquiera sabía si respiraba.


La certeza de lo que había recibido resultó completamente abrumadora. La vida, la vida que habían creado juntos crecía dentro de Paula… y la sensación de felicidad fue seguida al instante por un miedo insidioso que extendió sus raíces como un cáncer. Tenía tanto que perder en aquellos momentos, aquella felicidad era tan frágil que podría serle arrebatada en cualquier momento.


—Entiendo que esto sea un shock para ti, pero ¿qué…?


La chaqueta de Pedro todavía conservaba su calor cuando se la echó por los hombros. Todavía no le había dicho nada, y Paula se preguntó si aquella iba a ser la respuesta de Pedro, ignorarlo para que desapareciera.


El dolor que sintió en el pecho se transformó en rabia.


—¿No vas a decir nada?


Pedro apretó los músculos de su angulosa barbilla y cerró cuidadosamente la puerta de la sala de espera.


—Aquí no. Necesito un poco de aire fresco. Y un poco de intimidad.


Y ella necesitaba respuestas. Necesitaba algo de él tras varias semanas sin saber nada.


—¿Por qué?


Pedro alzó una ceja y dijo en voz baja:
—Piensa en dónde estamos, Paula. Esto es una unidad de bebés prematuros.


Ella se llevó inconscientemente las manos al vientre. Ladeó la cabeza y dirigió la mirada hacia la puerta cerrada.


—De acuerdo, pero no puedo estar demasiado tiempo lejos de mi hermano.


—Lo que tengo que decir no llevará mucho.


Paula trató de sentirse reconfortada con aquellas palabras y también trató de seguirle el rápido paso. Todos los pasillos le parecían iguales, aquel lugar era un laberinto, pero Pedro parecía saber exactamente hacia dónde se dirigía.


Seguramente durante el día, aquel rincón de gravilla con flores y bancos estaría muy concurrido, pero a aquellas horas de la noche estaba vacío.


Cuando salieron, Paula aspiró con fuerza el aire fresco. 


Aquel no estaba siendo un buen día.


—Iba a contarte lo del bebé —aseguró.


—¿Cuándo?


—Hace seis semanas.


—Eso es concretar mucho —Pedro bajó la vista hacia su vientre. Todavía no lo había asumido. Un bebé. Un escalofrío cálido le recorrió el cuerpo al imaginarla con el niño al pecho.


—Llamé a tu oficina. Me dejaron esperando mucho tiempo y luego me dijeron que no estabas en el país —Paula bajó la mirada y recordó el dolor y la rabia que había sentido y que todavía seguía sintiendo—. Capté el mensaje.


Pedro entornó la mirada.


—Pues yo no —la culpable debía de ser la secretaria temporal que lo único que hacía era limarse las uñas y que había ofendido al menos a dos clientes.


No le sorprendía, pero le enfurecía, y ya había dejado claro a la agencia que la había enviado que no estaba en absoluto satisfecho con su trabajo.


—¿Y cuándo está previsto que nazca?


—En Navidad —Paula se llevó otra vez la mano al vientre y dijo a la defensiva—: Ya sé que he engordado mucho.


—Estás preciosa, y serás una madre perfecta —Pedro nunca había asociado el embarazo a la sensualidad, pero al mirar a Paula y saber que su hijo crecía dentro de ella, la deseaba todavía más.


Pedro tomó asiento en uno de los bancos. Parecía no encontrarse bien. Nada estaba saliendo como ella pensaba.


—Supongo que estás en estado de shock.


—No, lo que estoy es enamorado —afirmó él sin vacilar—. Pensé que te había perdido. Y cuando te vi con Mariano, no pude soportarlo. Quería matarle. ¿Qué diablos hacemos llevando vidas separadas y fingiendo que podemos estar cada uno por nuestro lado? Yo no puedo, sé que no puedo. Te necesito, Paula.


Ella se lo quedó mirando. El corazón le latía con fuerza.


—No hace falta que digas eso —susurró.


—Tengo que decirlo —aseguró Pedro tomándola de las muñecas y atrayéndola hacia sí. Entonces la besó con infinita ternura.


Paula lloraba de alegría.


—Dilo —susurró. Necesitaba verlo en sus ojos cuando pronunciara aquellas palabras, solo entonces se atrevería a creerlo.


—Te amo, Paula. ¿Quieres darme una segunda oportunidad?


—Oh, Pedro, he sido tan desgraciada sin ti… te amo tanto…


Él soltó un gruñido y la besó apasionadamente. La sonrisa se le borró del rostro cuando se retiró y vio la tristeza en sus ojos.


—¿Qué ocurre?


Paula sacudió la cabeza.


—Me parece mal sentirme feliz en un momento así.


—¿No querría tu madre verte feliz?


Ella asintió entre lágrimas.


—Entonces, seamos felices. Las celebraciones pueden esperar, pero lo importante es que nos tenemos al uno al otro, y pase lo que pase, aquí y en otros momentos, estaré a tu lado. Lo sabes, ¿verdad, Paula?


A ella le brillaron los ojos de felicidad cuando miró el rostro del hombre tan increíble al que tanto amaba.


—Lo sé.


Pedro volvió a besarla antes de que entraran otra vez en la sala… juntos.