lunes, 9 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 13





Es una oferta tentadora, pero paso.


Incapaz de reconocerse a sí misma lo cierto de aquella información, lo tentada que se sentía a unirse a él en la ducha, Paula agarró un cojín del sofá que había apoyado contra la pared y empezó a darle puñetazos. Cuando lo dejó sin forma empezó con otro, y lo golpeó con tanta fuerza que la respuesta de Pedro apenas resultó audible entre los puñetazos.


—Tú misma.


Esperó un instante y luego se giró para mirarla por encima del hombro. Los pantalones de chándal estaban tirados en el suelo y, soltando un profundo suspiro, se reclinó sobre los cojines. Se concentró en respirar con normalidad, pero la tensión que le provocaba nudos en los músculos persistía de forma obstinada.


Aquello no estaba saliendo como ella pensaba.


Mientras se decía que debía dejar aquel juego, Paula escuchó cómo corría el agua de la ducha en el baño adyacente. Cerró los ojos, pero fue peor. Se le pasaron por la cabeza imágenes del baño lleno de vapor, del agua deslizándose por su piel dorada. El recuerdo de la clara invitación que le había hecho resonaba en el interior de la cabeza de Paula, alimentando el deseo que la atravesaba.


Se preguntó cómo era posible estar tan furiosa con alguien, saber perfectamente que te estaba utilizando, y al mismo tiempo desearle tanto… abrió los ojos.


¿Se estaría convirtiendo en la persona que nunca le había perdonado a su madre ser? Aquel pensamiento funcionó mejor que una ducha fría y coincidió con el repentino silencio que surgió cuando se cerró el grifo del baño.


Palideció al pensar en lo cerca que había estado de dejarse llevar por la tentación y abrir aquella puerta.


En lo que a Pedro se refería, parecía no tener vergüenza ni respeto por sí misma. Era una cuestión de genes. Se puso de pie. Reconocer la propia debilidad significaba poder hacer algo al respecto. Siempre había opción.


Su madre había tenido opción y había escogido la que no debía… dos veces. Paula no tenía intención de repetir los errores de Sara.


Sopesó sus posibilidades, y no tardó mucho en tomar su decisión. Se quedaría sin la satisfacción de decir la última palabra y pondría distancia entre Pedro y ella.


Salir corriendo. Dejó escapar un suspiro. Aquello era un plan. Sin duda.


Pero antes de que Paula pudiera poner su plan en acción o situar un pie delante de otro, Pedro salió del baño descalzo silbando entre dientes y la urgencia que Paula sentía de salir corriendo se volvió menos urgente. Mucho menos.


Se había echado el oscuro cabello hacia atrás con las manos, y todavía le goteaba un poco, dejando manchas en la camisa blanca que llevaba.


Tenía los sentidos agudizados hasta un punto que resultaba doloroso.


—¿Me has echado de menos? —le preguntó él metiéndose los bajos de la camisa en la cinturilla del oscuro pantalón mientras observaba la expresión que cruzaba por el rostro de Paula. Cuando se quitaba la máscara, tenía las facciones más expresivas del mundo.


Ella alzó la barbilla. A veces la verdad era la mejor defensa.


—Con cada fibra de mi ser.


El tono sexy de su voz provocó un escalofrío por todo su cuerpo.


—Ahora mismo soy todo tuyo —Pedro sonrió y abrió los brazos en gesto invitador.


Paula se alegró de pronto de no haber salido huyendo. Se habría arrepentido de no haberle dicho lo que pensaba de él.


Sosteniéndole la mirada, se puso en jarras, atrayendo sin querer la atención sobre sus suaves curvas, y le miró de arriba abajo.


—¿Te gusta lo que ves, cara? —le preguntó Pedro con una lenta y sensual sonrisa.


Ella se sonrojó. ¿A quién no le gustaría? Pedro era la personificación de la perfección masculina.


—Me has utilizado —tragó saliva, reconociendo que resultaba irracional admitirlo. Después de todo, no había nada entre ellos, ningún lazo que pudiera traicionarse. Solo su propia estupidez.


Aquella acusación provocó que a Pedro se le borrara la sonrisa. Apretó las mandíbulas y frunció el ceño. La ducha fría que se acababa de dar le había proporcionado un alivio temporal, pero ahora que había vuelto no podía superar el deseo de hundirse en ella y sentir su piel.


—Creía que nos estábamos utilizando mutuamente —susurró—. Y si no recuerdo mal, no tenías ninguna queja.


Paula entornó los ojos, se cruzó de brazos en gesto de autoprotección y le miró con desprecio.


—Sabes perfectamente a qué me refiero —le espetó furiosa.


Pedro estuvo a punto de echarse a reír. No sabía nada, excepto que nunca le había sucedido nada parecido. No era solo el cuerpo; aquella mujer se había quedado a vivir también en su cabeza.


—¿Por qué no me lo explicas para asegurarnos? —sugirió.


—Explicártelo. A ver —Paula se llevó la mano a la barbilla y fingió que se lo pensaba—. Eres un malnacido. Con todas las letras. Tienes miedo de perder la custodia de Josefina, así que soy tu novia falsa. Una influencia femenina. Una relación estable que pasarle a tu ex por las narices. No me extraña que quisieras que saliera de aquí antes de que pudiera decirles la verdad.


—¿Y cuál es la verdad?


—Que solo soy una de tus aventuras de una noche.


—Lo dices con amargura. Y sin embargo, creo recordar que era así como querías que fuera, cara. ¿O ahora has movido la portería?


—¡No es que esté amargada, estoy furiosa!


—Como tú quieras… y para ser exactos, no ha sido solo una noche. Lo hemos hecho también de día.


Eve apartó la vista y apretó las mandíbulas.


—Y por cierto, ¿cómo querías que te presentara a mi madre y mi exmujer? Esta es Paula, acabamos de tener sexo…


—Me has utilizado —insistió ella agarrándose a su justa indignación, aunque lo que en el taxi le pareció una acusación legítima le parecía ahora un poco histérica—. Lo planeaste todo, me trajiste aquí sabiendo que tu ex…


—¿Cómo? ¿De verdad crees que lo he apañado todo para que mi madre, mi exmujer y mi hija adolescente entraran y me encontraran desnudo con una mujer a media tarde?


Era lo que creía, pero visto de aquel modo… la sombra de la duda cruzó por la mente de Paula, quien, incapaz de reconocer que estaba completamente equivocada, admitió:
—Supongo que no esperabas que tu madre estuviera también aquí.


—Vaya, gracias —respondió Pedro con sarcasmo—. Para que lo sepas, no la esperaba. Pero ella cree firmemente en el factor sorpresa. Desde que mi padre murió se aburre y yo me he convertido en su proyecto. O mejor dicho, su proyecto es que me case con alguien adecuado.


—Entonces lo admites. Has dejado que piense que somos… que tenemos…


—¿Una relación?


—¡No tenemos una relación, solo tenemos sexo! —le gritó ella—. Teníamos sexo —añadió.


Paula hubiera preferido que su desmesurada reacción le enfadara, no que despertara su curiosidad. Trató de mantener la actitud desafiante.


—¿Por qué es tan importante para ti esa distinción? Me refiero a separar el sexo de las relaciones. ¿Tiene algo que ver con tu madre y con Latimer? —le preguntó.


Sintiendo la presión de su mirada, Paula reaccionó a la defensiva alzando la barbilla.


—No se trata de mí, se trata de ti. Y además, no creo que tú seas quién para darme sermones sobre relaciones. Según tu hija, cambias de mujer como de calcetines.


Pedro sabía reconocer un farol cuando lo oía; él también los utilizaba de vez en cuando. Pero a diferencia de Paula, lo hacía de manera consciente. Tal vez no fuera culpable de haber creado la situación en un principio, como ella le había acusado de hacer, pero no le habían dolido prendas para aprovecharse de la situación. Por primera vez desde hacía meses, su madre se había marchado sin insinuar que iba a mudarse a su casa para ocuparse de Josefina.


—No hacía falta que presionaras a mi hija para sacarle información, Paula. Si querías saber algo de mí, no tenías más que preguntarme.


—¡Yo no la he presionado! —estalló Paula echando fuego por los ojos—. Eres el tema de conversación favorito de Josefina.


Pedro alzó una de sus oscuras cejas.


—¿Y el tuyo no?


—Ah, yo te encuentro fascinante —ironizó ella.


—Así que has estado hablando de mí con mi hija.


—Ya sabes cómo somos las chicas cuando nos juntamos.


Pedro respondió dirigiéndole una mirada extraña. ¿Estaría preocupado? Paula confiaba en que así fuera.


—No juegues conmigo, Paula —su voz encerraba por primera vez un tono de enfado cuando dio un paso adelante.


—¿Tengo que tenerte miedo? —el subidón de adrenalina que le agudizaba los sentidos la llevó a responder de un modo precipitado, algo poco común en ella. Aunque teniendo en cuenta los pasos tan precipitados que había dado últimamente, este último parecía bastante inocente.


Pedro le tomó la barbilla entre los dedos y le alzó la cara.


—Algunas personas me lo tienen.


El poder, algo que para Pedro era una consecuencia de su éxito financiero, no un objetivo en sí mismo, implicaba que estaba acostumbrado a ver el miedo y la envidia tras las sonrisas de la gente. Ellos veían la imagen pública y no al hombre, y Pedro no tenía ningún problema. Su intención no era ser entendido ni que todo el mundo le quisiera.


—Pero tú no —aseguró.


No había modo de escapar de su ardiente mirada. Lo cierto era que Pedro en sí no le daba miedo. Lo que le asustaba era el modo en que la hacía sentir.


Resistiéndose todavía a la posibilidad de tener más en común con su madre de lo que quería admitir, Paula sacudió la cabeza y dijo:
—¿Debería tenerlo?


Pedro dejó caer la mano desde la cara hacia el hombro, y le acarició con el pulgar el escote mientras la miraba a los ojos.


—Seguramente. No quiero hacerte daño —pero eso no significaba que no pudiera recibir daños colaterales al pasar por su vida amorosa. Pedro experimentó una repentina punzada de furia contra sí mismo. Se suponía que Paula no debía ser tan vulnerable, pero lo era. Y Pedro lo había visto desde el principio.


Paula le miró con recelo. La sinceridad de Pedro había acabado con su furia, tal vez merecía un poco de su sinceridad a cambio.


—Pensé que lo tenías todo planeado —admitió en voz baja.


Aunque Pedro apartó la mano, siguió tan cerca de ella que a Paula le pareció que podía sentir el calor de su cuerpo.


—Cuando Josefina me contó lo de la batalla por la custodia, pensé que cuando llegaste esta mañana a mi oficina sabías perfectamente lo que iba a pasar… quiero decir…


—Que terminaríamos haciendo el amor de forma salvaje en mi estudio y mi familia nos sorprendería.


Paula sintió que la temperatura de su cuerpo subía varios grados bajo su ardiente mirada.


—Estoy intentando disculparme.


Él alzó las cejas con gesto incrédulo.


—Ahora veo que fue…


—¿Algo espontáneo?


Paula frunció el ceño, molesta por la interrupción.


—Una serie de coincidencias.


Pedro vio una sombra de culpabilidad cruzar su rostro como una sombra. Un corazón tierno podría ser una desventaja en el mundo de los negocios, y eso le llevó a preguntarse cómo era posible que Paula hubiera llegado tan lejos.


—Disculpas aceptadas. Ya conoces los detalles sobre la demanda de custodia que quiere interponer Clara. ¿Está Josefina preocupada?


Pedro pensaba que su hija se lo contaba todo. Pero por primera vez, Pedro se detuvo a considerar la posibilidad real de que su hija lamentara no tener una madrastra con la que poder formar un lazo. No le gustaba la idea de que Josefina se abriera a alguien que era una completa desconocida, como había hecho con Paula.


Su niñita estaba creciendo. ¿Tendría razón Edgardo? ¿Le faltaría un modelo femenino?


—Josefina tiene fe total en tu capacidad para solucionar esto —y cualquier otra cosa que pudiera surgir. Cuando la adolescente hablaba de su padre, incluso cuando se quejaba, quedaba claro que le adoraba y que confiaba completamente en su capacidad para mantenerla a salvo.


Del mismo modo que a Paula la había protegido su madre.


 ¿Había sabido apreciarlo?


Pedro asintió y experimentó una oleada de alivio. Pero las dudas permanecían bajo la superficie.


—¿No te preocupa la demanda de custodia? Quiero decir, los tribunales suelen favorecer a la madre, ¿no?


—Posible demanda de custodia.


Paula frunció el ceño ante la corrección.


—¿Crees que no va a seguir adelante con ella?


¿De verdad estaba tan confiado como parecía? Si ella estuviera en su lugar, con una niña tan estupenda como Josefina a la que proteger… pero no estaba en su lugar, se recordó Paula, y Josefina no era su hija. Lo que significaba que podía ser completamente objetiva, no como Pedro.


—¿Josefina nunca ha vivido con su madre?


—No, nunca —Pedro arqueó una ceja—. ¿Crees que eso está mal?


A Paula le habían bastado unos minutos para darse cuenta de que la última persona a la que dejaría encargada de un niño sería a aquella mujer. En su opinión, Josefina se merecía algo mejor.


—Creo que eso depende de la madre y de las circunstancias —aseguró con tacto.


—Clara abandonó a Josefina cuando era un bebé.


—¿Cómo pudo hacer algo así? —en opinión de Paula, una madre tenía que cuidar de su hijo por encima de todo—. ¿Había otra persona? ¿O acaso sufrió una depresión posparto? —sugirió.


—No, sencillamente, se aburrió —Pedro se sentó en el sofá y lo palmeó para invitarla a unirse a él.


—No, gracias.


Pedro sonrió y Paula estuvo a punto de responder, pero se contuvo y frunció el ceño con rabia. Necesitaba esconderse detrás de la ira. Abrió los ojos con gesto de alarma antes de bajar las pestañas para ocultar su expresión.


—Clara pierde rápidamente el interés por las cosas.


Sorprendida por la afirmación, Paula levantó la vista.


—¿Incluso por su propia hija?


Pedro se pasó la mano por la mandíbula.


—Por todo. Eso es algo que Edgardo todavía tiene que aprender.


Con los ojos clavados en ella, a Pedro no se le pasó por alto su expresión de desagrado. Relajó los hombros y estiró las piernas.


—Así que ya no crees que lo de esta tarde forme parte de un plan maquiavélico ideado por mí.


Paula se encogió de hombros.


—Tal vez no —admitió.


Pedro alzó las cejas.


—De acuerdo, definitivamente no. Te preocupa este asunto de la custodia, ¿verdad?


—Mira, esto no es cosa de Clara, es su prometido quien ha emprendido esta campaña por la custodia de Josefina, y él tiene su propia agenda política. Pero no se da cuenta de que Clara está permitiendo que la manipule. Aunque sea rubia, no tiene ni un pelo de tonta. Clara es inteligente, y cuando hace falta, no tiene piedad.


Aquella afirmación provocó que Paula se estremeciera, sobre todo porque venía de Pedro. Estaba claro que todavía sentía algo por la madre de su hijo, en opinión de Paula nada más explicaba que tolerara y justificara las acciones de Clara. La pregunta era: ¿cuán profundos eran esos sentimientos?


—¿Y a ti te parece bien?


—Clara quiere a Josefina.


«¿Y tú quieres a Clara?». Paula no formuló aquella pregunta en voz alta. ¿Para qué, si ya conocía la respuesta? Tal vez Pedro no quisiera admitirlo, pero para ella quedaba claro que la única razón por la que no había vuelto a tener una relación de verdad tras el divorcio, era que todavía estaba enganchado a su bella y egoísta exmujer.


—No, no estoy enamorado de Clara.


Paula abrió los ojos de par en par.


—¡No… no estaba pensando eso!


Él alzó las cejas en gesto escéptico.


—Mira, sé que no quieres saber lo que pienso —comenzó Paula.


—Pero me lo vas a decir de todas maneras, ¿verdad?


—Tal vez no deberías ser tan complaciente respecto a este asunto de la custodia. Los tribunales pueden ser impredecibles.


Pedro pareció pensativo.


—¿Piensas que estoy siendo complaciente?


Paula pensaba que era guapísimo.


—Nunca viene mal tomar precauciones.


Él asintió lentamente.


—Mira, si quieres que sigan pensando que estamos… juntos a corto plazo, me parece bien. Si tú estás de acuerdo.


—Ven aquí y te enseñaré lo de acuerdo que estoy.


Paula no necesitó que la convenciera demasiado para caer en su regazo.



PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 12





Pedro se abrochó la camisa antes de salir de la habitación y se pasó la mano por el pelo. Las tres mujeres que estaban al final del pasillo no le vieron dejar la biblioteca. La primera que le vio fue Josefina.


Su expresión era una mezcla de culpabilidad y alivio.


—Hola, pequeña. Déjame adivinar. Tu madre te ha sacado del colegio para hacer algo educativo como…


—Ir de compras a las rebajas —contestó la niña con sonrisa inocente.


—Buenas tardes, Clara. Estás guapísima, como de costumbre.


Pedro —Clara se acercó para darle un beso en cada mejilla—. Y tú estás… estás… —se detuvo y le observó detenidamente—. Estás muy guapo también, querido. Está claro que hay algo que te sienta bien.


—Hola, madre —Pedro saludó a Mariza.


—No deberías deambular por la casa descalzo, Pedro. Da muy mala imagen.


—¿Ante quién?


—Es una cuestión de estándares —respondió ella con cierto tono misterioso.


—Y supongo que tú solo pasabas por aquí…


—¿Necesito un motivo para visitar a mi propio hijo? —Mariza frunció el ceño al escuchar ruido en el estudio—. ¿Hay alguien ahí dentro, Pedro?


En el estudio, con el zapato que no se le había caído sujeto al pecho, Paula cerró los ojos y pensó: «Di que no, por favor, di que no». Escuchar el murmullo de la conversación y no poder distinguir lo que decían le había resultado frustrante, así que se acercó hacia la puerta abierta y entonces se le había caído el zapato.


—Sí.


Paula abrió los ojos y apretó los puños. ¿Por qué no había mentido?


—Paula, cara, sal y dile hola a Josefina.


Medio escondida tras las cortinas, algo que en su momento no le pareció tan mala idea, Paula no tenía muchas opciones.


Observó su rostro sonrojado en el espejo.


—¿Conoce a Josefina?


Además de la hija de Pedro, había otras dos mujeres. La mayor de ellas tenía una melena corta y negra con toques plateados, y cuando la miró, Paula tuvo una impresión de energía y de sencilla elegancia. Se dio cuenta de que estaba viendo a Josefina dentro de cuarenta años. Una chica con suerte.


La otra mujer era una impresionante rubia de ojos azules cuyas magníficas curvas quedaban marcadas por un vestido rojo y ajustado en la cintura. Sería una modelo perfecta para su lencería.


Sí, «impresionante» era la palabra que mejor la definía. Su rostro, su figura, su cabello rubio y liso como una tabla, todo en ella era impresionante.


—¡Paula! —con la energía de la juventud, Josefina cruzó el pasillo en dos zancadas sin apartar la vista del pelo de Paula, que le caía como una cascada de rizos por la espalda
—. Vaya, me encanta cómo te queda el pelo así.


Paula se llevó una mano tímida a la cabeza.


—Tiene vida propia.


—Madre, esta es Paula Chaves —Pedro la tomó del brazo y la hizo avanzar—. Mi madre, Mariza Alfonso.


—Encantada, señora Alfonso.


—Y esta es Clara —Paula sintió cómo le agarraba con más fuerza el brazo.


—Soy su exmujer —dijo la rubia inclinándose hacia delante sobre sus tacones y esbozando una sonrisa amistosa—. Encantada de conocerte, Paula. ¿Dónde la tenías escondida, Pedro? ¿Y cuánto tiempo lleváis juntos?


—Nos conocimos ayer por la mañana —respondió Pedro dando evasivas.


—De acuerdo, no es asunto mío —replicó Clara.


—Tengo que volver a la oficina —intervino Paula con brusquedad.


—¿Oficina? —repitió Mariza.


—Paula dirige su propia empresa, madre.


—¿De veras? Tenemos que tomar un café algún día para que me hables de tu negocio —quedaba claro a juzgar por su repentino cambio de actitud que su madre la veía ahora como una novia potencial.


—Bueno, si eres tu propia jefa, podrás tomarte la tarde libre, ¿no? —Clara dejó el tema al ver la mirada gélida que le dirigía su exmarido.


—Lo siento, pero tengo que irme… —comenzó a decir Paula.


—Y Josefina tiene que volver al colegio.


Josefina hizo un puchero al escuchar la frase de su abuela.


—Pero Clara ha dicho que podía tomarme el día libre. 
Íbamos a ir de compras y a hacerme las uñas.


—Estoy segura de que tu madre es consciente de que las clases son lo primero. ¿Y ahora llamas Clara a tu madre? —preguntó Mariza con desaprobación—. ¿Te importa dejar a Josefina en el colegio cuando vayas de camino a tu oficina, Paula?


Asombrada por la petición, Paula asintió.


—Claro.


Mariza tomó a Josefina de la mano.


—Vamos, Josefina. Tienes que ponerte el uniforme. No hagas esperar a la señorita Chaves.


—Lamento la interrupción —Clara sonrió cuando su hija salió de allí con su abuela—. Siempre he pensado que el sexo por la tarde es decadente y maravilloso.


—Estas avergonzando a Paula —la reprendió Pedro.


—¿En serio? —su asombro parecía auténtico—. Lo siento, Pedro, pero cuando saliste aquí fuera con esa expresión… —dejó escapar un suspiro—. Recuerdo esa cara.


Paula sintió una punzada de algo parecido a los celos. Cerró los ojos y pensó que debería salir de allí. Había oído hablar de divorcios amistosos, pero esto era ridículo.


Mariza Alfonso reapareció con una uniformada Josefina a su lado.


—No encontraba nada, y no me extraña. No entiendo por qué te empeñas en vivir en esta caja de zapatos.


Paula se quedó boquiabierta. Si la madre de Pedro pensaba que aquello era una caja de zapatos, ¿a qué estaba acostumbrada? Como mínimo a un castillo.


—Encantada de conoceros a las dos —mintió Paula al marcharse.


Josefina estaba muy habladora en el taxi.


—No sabes cuánto me alegro de que estés con papá.


—No estoy con… —Paula se fijó en la mirada interrogante de la adolescente y cerró la boca. No podía decirle a la hija de su amante que solo tenía encuentros sexuales con su
padre, y no una relación.


Recordó el comentario de Pedro, cuando dijo que su hija estaba intentando buscarle esposa, y frunció el ceño preocupada. No quería animar la fantasía de la niña, pero tampoco podía ser brutalmente sincera.


—Me alegro de que te alegres.


—Y no eres el tipo habitual de papá.


Eso Paula ya lo sabía. Se le pasó por la cabeza la imagen de su impresionante exmujer.


—Se supone que no debo saber que tiene un tipo de mujer, porque como nunca las trae a casa, piensa que no lo sé.


Aquello llamó la atención de Paula. Nunca las llevaba a casa… pero no iba a ver algo donde no lo había.


—¿Crees que las trae cuando yo no estoy en casa, como el padre de Lily? —Josefina sacudió la cabeza con vigor—. Lily decía que siempre sabía cuándo había estado la novia de su padre en casa porque olía a ella y se dejaba cosas allí… y tenía razón, porque se casaron el mes pasado.


¿Olería la cama de Pedro a ella?


—Estoy segura de que debe de ser muy duro aceptar que tu padre se vuelva a casar.


—No, a mí me encantaría, y a mi abuela también. Siempre le está animando a que lo haga, pero al mismo tiempo cree que no hay ninguna mujer lo suficientemente buena para él. Mi madre también suele criticar a las chicas con las que sale. Pero tú eres distinta, y si te casas con mi padre o incluso si solo eres su novia, no me enviarán a vivir con mi madre y su prometido, porque tú serías una influencia femenina estable en mi vida, ¿verdad?


Paula digirió toda aquella información en silencio, y finalmente preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de que te vayas a vivir con tu madre?


Josefina sacudió la cabeza.


—No, papá me prometió que no dejaría que sucediera pasara lo que pasara.



*****


Paula se quedó sentada en el taxi hasta que Josefina atravesó las puertas del colegio y luego le dio su dirección al taxista. 


La vergonzosa escena que había vivido se reproducía en su cabeza una y otra vez desde que salieron de la casa, pero esta vez, tras escuchar las revelaciones de Josefina, lo veía de otro modo.


Decían que el conocimiento era poder, pero Paula no se sentía poderosa. Se sentía sucia y utilizada. La peor parte era que pensaba que Pedro había intentado evitarle la vergüenza, que había dejado que creyeran que tenían una relación por consideración hacia ella.


Ahora sintió cómo le subía la ira y no luchó contra ella. Una expresión decidida le cruzó el rostro y se inclinó hacia delante en el taxi.


—Cambio de planes.


Cuando el taxi se detuvo en la puerta de casa de Pedro, Paula ya le había machacado verbalmente en su cabeza y había hecho una salida digna. Todavía seguía furiosa cuando golpeó la puerta con el puño y miró de reojo hacia una de las cámaras estratégicamente situadas sobre su cabeza.


Cuando por fin se abrió la puerta, Paula, que estaba apoyada en ella, casi se cayó encima de la mujer de mediana edad vestida de uniforme de servicio.


—¿En qué puedo ayudarla?


—Quiero ver a Pedro —afirmó Paula sin más preámbulo.


Se hizo un breve silencio.


—Me temo que se ha equivocado de dirección.


Aquella mentira hizo que Paula parpadeara, pero se negó a aceptar el rechazo.


—Sé que vive aquí.


—Vaya, qué sorpresa tan agradable.


El comentario hizo que ambas mujeres giraran la cabeza cuando Pedro apareció por una puerta vestido con ropa de deporte. Llevaba una toalla al cuello y le brillaba la piel por el sudor.


Paula reaccionó ante aquella imagen cargada de testosterona, y olvidando por completo el incisivo discurso que tenía preparado, blandió un dedo en su dirección y gruñó:
—Tú…


«Vaya», dijo una voz en su cabeza. «Esto sí que es ponerle las cosas claras, Paula».


Tras sostenerle la mirada durante un largo instante, Pedro se giró hacia la otra mujer. Se quitó la toalla y se pasó una mano por el pelo húmedo.


—Gracias, Judith —la sonrisa era para la doncella, pero Pedro solo apartó los ojos de Paula una décima de segundo—. Ya me encargo yo. Usted ya puede marcharse a su cita con el dentista.


Paula tuvo que soportar la mirada de recelo que le dirigió la otra mujer antes de marcharse.


Pedro esperó a que se cerrara la puerta.


—Iba a meterme en la ducha —a ser posible fría. Una cosa era reconocer las señales de una peligrosa adicción, y otra no sentir la necesidad de luchar contra ella.


Pero ¿por qué luchar contra algo tan placentero?, se dijo. 


Disfrutar de ello mientras durara le parecía mucho más práctico.


—Si eso es una invitación para que me una a ti, paso —murmuró Paula sintiendo cómo se le sonrojaban las mejillas al pensar en el agua deslizándose por su musculoso cuerpo.


Avergonzada por la presión que sintió en la parte baja de la pelvis, Paula apartó la mirada de la invitación que había en sus ojos y fingió mirar a su alrededor.


—¿Tus invitadas se han marchado?


Pedro se fijó en las lágrimas que le brillaban en los ojos.


—¿Estás bien?


Aquella falsa preocupación después de lo que había hecho la llevó a soltar un resoplido burlón y silencioso.


—Pues no, claro que no estoy bien. Estoy furiosa —con él por ser tan manipulador, pero la ira de Paula iba dirigida preferentemente hacia ella misma—. ¿Cómo te atreves a utilizarme? Juré que nunca permitiría que ningún hombre me utilizara como mi padre utilizó a mi madre. Lo tenías todo planeado, ¿verdad? —le espetó furiosa—. Todo calculado a sangre fría.


El último comentario provocó una carcajada en él.


—Entre nosotros no existe la sangre fría, cara. ¿Quién es tu padre?


A ella se le paralizó la expresión.


—Un malnacido como tú.


Paula vio la chispa de ira en sus oscuros ojos y alzó la barbilla, dándole la bienvenida a la idea de una confrontación. Luego observó con incredulidad cómo Pedro cruzaba el vestíbulo y se dirigía a la escalera central.


—¿Te vas?


—Voy a darme una ducha antes de que se me inflen los músculos y los dos digamos cosas de las que podamos arrepentirnos después —Pedro se dirigía a la bien equipada ducha del gimnasio que había en el sótano cuando vio la imagen de Paula en una de las cámaras de seguridad.


—¡Yo no me arrepiento de nada!


Paula le gritaba de un modo que no le toleraba a nadie más; le lanzaba acusaciones, le llamaba malnacido a la cara y montaba la clase de escenas que Pedro odiaba. Y sin embargo, le respondió con absoluta sinceridad:
—Yo tampoco. Si quieres unirte a mí, adelante —murmuró Pedro mientras escuchaba sus tacones detrás de él avanzando por el suelo de mármol.


Paula estaba jadeando por el esfuerzo de ir tras él cuando entró tras Pedro por la puerta de su suite. Entonces se cerró con un clic y ella se cuestionó la sabiduría de lo que acababa de hacer. Un segundo más tarde, entró en pánico.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó atemorizada al verle quitarse la camiseta por la cabeza.


Le estaba dando la espalda cuando estiró los brazos, y Paula clavó la vista en el despliegue de músculos, cada contracción le provocaba un aleteo en el estómago.


Pedro se giró hacia ella con expresión inocente en su bello rostro y dejó caer los brazos a los lados. Tenía una actitud de arrogancia sexual propia de él.


Sin dejar de mirarla, dejó la camiseta que se había quitado en el respaldo de una silla.


—Ya te lo he dicho, voy a darme una ducha —los ojos le brillaban divertidos.


—Quiero hablar contigo —Paula se las arregló para mantener un aire de sutil desdén. Fuera lo que fuera, Pedro era la cosa más bonita que había visto en su vida. Tenía más atractivo sexual en un dedo que la mayoría de los hombres en todo su cuerpo.


—Nada te lo impide, cara —se agachó para desatarse los cordones de las zapatillas, y se quitó una y luego la otra.


Paula sentía que iba a hacer explosión. Aquel hombre conseguía siempre despertar sus deseos más primitivos. Era la encarnación de todo lo que se había jurado a sí misma que rechazaría.


—Bueno, si cambias de opinión sobre lo de unirte a mí, la oferta sigue en pie —Pedro le sostuvo la mirada, sonrió y puso la mano en el cordón de los pantalones del chándal.


Ella bajó la vista y se sonrojó otra vez. Se giró sobre los talones, y al darle la espalda se perdió la sonrisa de satisfacción de Pedro.