lunes, 9 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 12





Pedro se abrochó la camisa antes de salir de la habitación y se pasó la mano por el pelo. Las tres mujeres que estaban al final del pasillo no le vieron dejar la biblioteca. La primera que le vio fue Josefina.


Su expresión era una mezcla de culpabilidad y alivio.


—Hola, pequeña. Déjame adivinar. Tu madre te ha sacado del colegio para hacer algo educativo como…


—Ir de compras a las rebajas —contestó la niña con sonrisa inocente.


—Buenas tardes, Clara. Estás guapísima, como de costumbre.


Pedro —Clara se acercó para darle un beso en cada mejilla—. Y tú estás… estás… —se detuvo y le observó detenidamente—. Estás muy guapo también, querido. Está claro que hay algo que te sienta bien.


—Hola, madre —Pedro saludó a Mariza.


—No deberías deambular por la casa descalzo, Pedro. Da muy mala imagen.


—¿Ante quién?


—Es una cuestión de estándares —respondió ella con cierto tono misterioso.


—Y supongo que tú solo pasabas por aquí…


—¿Necesito un motivo para visitar a mi propio hijo? —Mariza frunció el ceño al escuchar ruido en el estudio—. ¿Hay alguien ahí dentro, Pedro?


En el estudio, con el zapato que no se le había caído sujeto al pecho, Paula cerró los ojos y pensó: «Di que no, por favor, di que no». Escuchar el murmullo de la conversación y no poder distinguir lo que decían le había resultado frustrante, así que se acercó hacia la puerta abierta y entonces se le había caído el zapato.


—Sí.


Paula abrió los ojos y apretó los puños. ¿Por qué no había mentido?


—Paula, cara, sal y dile hola a Josefina.


Medio escondida tras las cortinas, algo que en su momento no le pareció tan mala idea, Paula no tenía muchas opciones.


Observó su rostro sonrojado en el espejo.


—¿Conoce a Josefina?


Además de la hija de Pedro, había otras dos mujeres. La mayor de ellas tenía una melena corta y negra con toques plateados, y cuando la miró, Paula tuvo una impresión de energía y de sencilla elegancia. Se dio cuenta de que estaba viendo a Josefina dentro de cuarenta años. Una chica con suerte.


La otra mujer era una impresionante rubia de ojos azules cuyas magníficas curvas quedaban marcadas por un vestido rojo y ajustado en la cintura. Sería una modelo perfecta para su lencería.


Sí, «impresionante» era la palabra que mejor la definía. Su rostro, su figura, su cabello rubio y liso como una tabla, todo en ella era impresionante.


—¡Paula! —con la energía de la juventud, Josefina cruzó el pasillo en dos zancadas sin apartar la vista del pelo de Paula, que le caía como una cascada de rizos por la espalda
—. Vaya, me encanta cómo te queda el pelo así.


Paula se llevó una mano tímida a la cabeza.


—Tiene vida propia.


—Madre, esta es Paula Chaves —Pedro la tomó del brazo y la hizo avanzar—. Mi madre, Mariza Alfonso.


—Encantada, señora Alfonso.


—Y esta es Clara —Paula sintió cómo le agarraba con más fuerza el brazo.


—Soy su exmujer —dijo la rubia inclinándose hacia delante sobre sus tacones y esbozando una sonrisa amistosa—. Encantada de conocerte, Paula. ¿Dónde la tenías escondida, Pedro? ¿Y cuánto tiempo lleváis juntos?


—Nos conocimos ayer por la mañana —respondió Pedro dando evasivas.


—De acuerdo, no es asunto mío —replicó Clara.


—Tengo que volver a la oficina —intervino Paula con brusquedad.


—¿Oficina? —repitió Mariza.


—Paula dirige su propia empresa, madre.


—¿De veras? Tenemos que tomar un café algún día para que me hables de tu negocio —quedaba claro a juzgar por su repentino cambio de actitud que su madre la veía ahora como una novia potencial.


—Bueno, si eres tu propia jefa, podrás tomarte la tarde libre, ¿no? —Clara dejó el tema al ver la mirada gélida que le dirigía su exmarido.


—Lo siento, pero tengo que irme… —comenzó a decir Paula.


—Y Josefina tiene que volver al colegio.


Josefina hizo un puchero al escuchar la frase de su abuela.


—Pero Clara ha dicho que podía tomarme el día libre. 
Íbamos a ir de compras y a hacerme las uñas.


—Estoy segura de que tu madre es consciente de que las clases son lo primero. ¿Y ahora llamas Clara a tu madre? —preguntó Mariza con desaprobación—. ¿Te importa dejar a Josefina en el colegio cuando vayas de camino a tu oficina, Paula?


Asombrada por la petición, Paula asintió.


—Claro.


Mariza tomó a Josefina de la mano.


—Vamos, Josefina. Tienes que ponerte el uniforme. No hagas esperar a la señorita Chaves.


—Lamento la interrupción —Clara sonrió cuando su hija salió de allí con su abuela—. Siempre he pensado que el sexo por la tarde es decadente y maravilloso.


—Estas avergonzando a Paula —la reprendió Pedro.


—¿En serio? —su asombro parecía auténtico—. Lo siento, Pedro, pero cuando saliste aquí fuera con esa expresión… —dejó escapar un suspiro—. Recuerdo esa cara.


Paula sintió una punzada de algo parecido a los celos. Cerró los ojos y pensó que debería salir de allí. Había oído hablar de divorcios amistosos, pero esto era ridículo.


Mariza Alfonso reapareció con una uniformada Josefina a su lado.


—No encontraba nada, y no me extraña. No entiendo por qué te empeñas en vivir en esta caja de zapatos.


Paula se quedó boquiabierta. Si la madre de Pedro pensaba que aquello era una caja de zapatos, ¿a qué estaba acostumbrada? Como mínimo a un castillo.


—Encantada de conoceros a las dos —mintió Paula al marcharse.


Josefina estaba muy habladora en el taxi.


—No sabes cuánto me alegro de que estés con papá.


—No estoy con… —Paula se fijó en la mirada interrogante de la adolescente y cerró la boca. No podía decirle a la hija de su amante que solo tenía encuentros sexuales con su
padre, y no una relación.


Recordó el comentario de Pedro, cuando dijo que su hija estaba intentando buscarle esposa, y frunció el ceño preocupada. No quería animar la fantasía de la niña, pero tampoco podía ser brutalmente sincera.


—Me alegro de que te alegres.


—Y no eres el tipo habitual de papá.


Eso Paula ya lo sabía. Se le pasó por la cabeza la imagen de su impresionante exmujer.


—Se supone que no debo saber que tiene un tipo de mujer, porque como nunca las trae a casa, piensa que no lo sé.


Aquello llamó la atención de Paula. Nunca las llevaba a casa… pero no iba a ver algo donde no lo había.


—¿Crees que las trae cuando yo no estoy en casa, como el padre de Lily? —Josefina sacudió la cabeza con vigor—. Lily decía que siempre sabía cuándo había estado la novia de su padre en casa porque olía a ella y se dejaba cosas allí… y tenía razón, porque se casaron el mes pasado.


¿Olería la cama de Pedro a ella?


—Estoy segura de que debe de ser muy duro aceptar que tu padre se vuelva a casar.


—No, a mí me encantaría, y a mi abuela también. Siempre le está animando a que lo haga, pero al mismo tiempo cree que no hay ninguna mujer lo suficientemente buena para él. Mi madre también suele criticar a las chicas con las que sale. Pero tú eres distinta, y si te casas con mi padre o incluso si solo eres su novia, no me enviarán a vivir con mi madre y su prometido, porque tú serías una influencia femenina estable en mi vida, ¿verdad?


Paula digirió toda aquella información en silencio, y finalmente preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de que te vayas a vivir con tu madre?


Josefina sacudió la cabeza.


—No, papá me prometió que no dejaría que sucediera pasara lo que pasara.



*****


Paula se quedó sentada en el taxi hasta que Josefina atravesó las puertas del colegio y luego le dio su dirección al taxista. 


La vergonzosa escena que había vivido se reproducía en su cabeza una y otra vez desde que salieron de la casa, pero esta vez, tras escuchar las revelaciones de Josefina, lo veía de otro modo.


Decían que el conocimiento era poder, pero Paula no se sentía poderosa. Se sentía sucia y utilizada. La peor parte era que pensaba que Pedro había intentado evitarle la vergüenza, que había dejado que creyeran que tenían una relación por consideración hacia ella.


Ahora sintió cómo le subía la ira y no luchó contra ella. Una expresión decidida le cruzó el rostro y se inclinó hacia delante en el taxi.


—Cambio de planes.


Cuando el taxi se detuvo en la puerta de casa de Pedro, Paula ya le había machacado verbalmente en su cabeza y había hecho una salida digna. Todavía seguía furiosa cuando golpeó la puerta con el puño y miró de reojo hacia una de las cámaras estratégicamente situadas sobre su cabeza.


Cuando por fin se abrió la puerta, Paula, que estaba apoyada en ella, casi se cayó encima de la mujer de mediana edad vestida de uniforme de servicio.


—¿En qué puedo ayudarla?


—Quiero ver a Pedro —afirmó Paula sin más preámbulo.


Se hizo un breve silencio.


—Me temo que se ha equivocado de dirección.


Aquella mentira hizo que Paula parpadeara, pero se negó a aceptar el rechazo.


—Sé que vive aquí.


—Vaya, qué sorpresa tan agradable.


El comentario hizo que ambas mujeres giraran la cabeza cuando Pedro apareció por una puerta vestido con ropa de deporte. Llevaba una toalla al cuello y le brillaba la piel por el sudor.


Paula reaccionó ante aquella imagen cargada de testosterona, y olvidando por completo el incisivo discurso que tenía preparado, blandió un dedo en su dirección y gruñó:
—Tú…


«Vaya», dijo una voz en su cabeza. «Esto sí que es ponerle las cosas claras, Paula».


Tras sostenerle la mirada durante un largo instante, Pedro se giró hacia la otra mujer. Se quitó la toalla y se pasó una mano por el pelo húmedo.


—Gracias, Judith —la sonrisa era para la doncella, pero Pedro solo apartó los ojos de Paula una décima de segundo—. Ya me encargo yo. Usted ya puede marcharse a su cita con el dentista.


Paula tuvo que soportar la mirada de recelo que le dirigió la otra mujer antes de marcharse.


Pedro esperó a que se cerrara la puerta.


—Iba a meterme en la ducha —a ser posible fría. Una cosa era reconocer las señales de una peligrosa adicción, y otra no sentir la necesidad de luchar contra ella.


Pero ¿por qué luchar contra algo tan placentero?, se dijo. 


Disfrutar de ello mientras durara le parecía mucho más práctico.


—Si eso es una invitación para que me una a ti, paso —murmuró Paula sintiendo cómo se le sonrojaban las mejillas al pensar en el agua deslizándose por su musculoso cuerpo.


Avergonzada por la presión que sintió en la parte baja de la pelvis, Paula apartó la mirada de la invitación que había en sus ojos y fingió mirar a su alrededor.


—¿Tus invitadas se han marchado?


Pedro se fijó en las lágrimas que le brillaban en los ojos.


—¿Estás bien?


Aquella falsa preocupación después de lo que había hecho la llevó a soltar un resoplido burlón y silencioso.


—Pues no, claro que no estoy bien. Estoy furiosa —con él por ser tan manipulador, pero la ira de Paula iba dirigida preferentemente hacia ella misma—. ¿Cómo te atreves a utilizarme? Juré que nunca permitiría que ningún hombre me utilizara como mi padre utilizó a mi madre. Lo tenías todo planeado, ¿verdad? —le espetó furiosa—. Todo calculado a sangre fría.


El último comentario provocó una carcajada en él.


—Entre nosotros no existe la sangre fría, cara. ¿Quién es tu padre?


A ella se le paralizó la expresión.


—Un malnacido como tú.


Paula vio la chispa de ira en sus oscuros ojos y alzó la barbilla, dándole la bienvenida a la idea de una confrontación. Luego observó con incredulidad cómo Pedro cruzaba el vestíbulo y se dirigía a la escalera central.


—¿Te vas?


—Voy a darme una ducha antes de que se me inflen los músculos y los dos digamos cosas de las que podamos arrepentirnos después —Pedro se dirigía a la bien equipada ducha del gimnasio que había en el sótano cuando vio la imagen de Paula en una de las cámaras de seguridad.


—¡Yo no me arrepiento de nada!


Paula le gritaba de un modo que no le toleraba a nadie más; le lanzaba acusaciones, le llamaba malnacido a la cara y montaba la clase de escenas que Pedro odiaba. Y sin embargo, le respondió con absoluta sinceridad:
—Yo tampoco. Si quieres unirte a mí, adelante —murmuró Pedro mientras escuchaba sus tacones detrás de él avanzando por el suelo de mármol.


Paula estaba jadeando por el esfuerzo de ir tras él cuando entró tras Pedro por la puerta de su suite. Entonces se cerró con un clic y ella se cuestionó la sabiduría de lo que acababa de hacer. Un segundo más tarde, entró en pánico.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó atemorizada al verle quitarse la camiseta por la cabeza.


Le estaba dando la espalda cuando estiró los brazos, y Paula clavó la vista en el despliegue de músculos, cada contracción le provocaba un aleteo en el estómago.


Pedro se giró hacia ella con expresión inocente en su bello rostro y dejó caer los brazos a los lados. Tenía una actitud de arrogancia sexual propia de él.


Sin dejar de mirarla, dejó la camiseta que se había quitado en el respaldo de una silla.


—Ya te lo he dicho, voy a darme una ducha —los ojos le brillaban divertidos.


—Quiero hablar contigo —Paula se las arregló para mantener un aire de sutil desdén. Fuera lo que fuera, Pedro era la cosa más bonita que había visto en su vida. Tenía más atractivo sexual en un dedo que la mayoría de los hombres en todo su cuerpo.


—Nada te lo impide, cara —se agachó para desatarse los cordones de las zapatillas, y se quitó una y luego la otra.


Paula sentía que iba a hacer explosión. Aquel hombre conseguía siempre despertar sus deseos más primitivos. Era la encarnación de todo lo que se había jurado a sí misma que rechazaría.


—Bueno, si cambias de opinión sobre lo de unirte a mí, la oferta sigue en pie —Pedro le sostuvo la mirada, sonrió y puso la mano en el cordón de los pantalones del chándal.


Ella bajó la vista y se sonrojó otra vez. Se giró sobre los talones, y al darle la espalda se perdió la sonrisa de satisfacción de Pedro.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario