sábado, 28 de febrero de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 14
Embarazada.
Paula se quedó mirando la prueba que tenía en la mano y sintió frío y calor al mismo tiempo. Estaba embarazada. De un hijo de Pedro. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había sucedido algo así?
Ella parpadeó y se apoyó contra la encimera del baño.
No, no, no.
Había transcurrido un mes desde que fueron rescatados de la isla. Un mes desde que le vio por última vez. En cuanto llegaron a Santina, Pedro se marchó. Eso le rompió el corazón, aunque era lo que quería. En lo que había insistido.
Ella volvió a Amanti y se escondió a la espera de que la atención de los medios cayera sobre ella.
Y así fue. Se habló bastante del accidente de avión y del rescate consiguiente por parte de los guardacostas de Santina… y luego nada. Ale, Alicia y sus hermanos eran al parecer más interesantes para el público, gracias a Dios.
Pero aquello… Oh, Dios, aquello…
Echaba de menos a Pedro. Echaba de menos sus caricias, su risa, su gesto arrogante y pícaro. Echaba de menos sentir su cuerpo entrando en el de ella, el exquisito placer que le había proporcionado durante aquellos dos días en la isla.
Echaba de menos ir a nadar con él desnuda, tumbarse en el improvisado refugio y hacer el amor durante una furiosa tormenta.
Echaba todo de menos, pero era ella la que le había apartado de sí. Era culpa suya que se hubiera marchado.
Paula volvió a mirar la prueba de embarazo confiando en que hubiera visto mal, en que la respuesta hubiera cambiado de algún modo. Pero no era así, y tenía que contárselo a Pedro. Tenía derecho a saberlo. Consideró por un breve instante la posibilidad de interrumpir el embarazo, pero no quería hacerlo. Aunque le asustaba, también estaba encantada con la idea de tener un hijo que fuera parte suya y parte de él. ¿Cómo podía ser de otra manera? Sentía como si tuviera un nuevo propósito en su vida, una razón para ser mejor persona. Dejaría de sentir lástima de sí misma y le enseñaría a su hijo todo lo que sabía. Su hijo tendría la libertad de ser lo que quisiera ser.
A partir de aquel momento, le protegería a toda costa.
Dejó la prueba de embarazo en un cajón. Cuando iba a darse la vuelta, vio su reflejo en el espejo y se detuvo en seco. Tenía aspecto cansado. Le brillaban la piel y los ojos, pero en su expresión había una tirantez que antes no estaba. Se pasó una mano por las mejillas y la frente. Tenía ojeras. Últimamente estaba muy, muy cansada.
Ahora entendía por qué le costaba tanto trabajo levantarse de la cama por las mañanas.
Un bebé. El hijo de Pedro.
Tenía que llamarle. Pero no, no podía llamarle sin más y soltarle la noticia por teléfono. Tenía que verle. Tenía que averiguar dónde estaba e ir a buscarle.
Salió del cuarto de baño y se dirigió al vestidor para sacar su maleta. Encontraría a Pedro estuviera donde estuviera. Y le diría personalmente que iba a ser padre. El corazón le dio un vuelco ante la perspectiva de volver a verle.
Pero el estómago se le puso del revés. Estaba nerviosa, preocupada. ¿Y si tenía una novia? ¿Y si no quería volver a verla o, peor todavía, si no le importaba la noticia? ¿Entonces qué?
Paula metió un conjunto de lana en la maleta. No podía pensar así. Si lo hacía perdería los nervios. Y eso no podía permitírselo. En un futuro no muy lejano se le empezaría a notar. ¿Cómo se enfrentaría entonces a los medios? ¿Cómo iba a avergonzar a sus padres de aquel modo después de todo lo que habían pasado? No sería el hazmerreír de la gente ni permitiría que lo fueran ellos tampoco.
Aquel bebé significaba mucho para ella y no permitiría que nadie hiciera que se sintiera avergonzada. Pero sabía que si quería proteger a su hijo necesitaba a Pedro.
Solo tardó unas horas en arreglarlo todo y ponerse rumbo a Londres. Un vistazo a los periódicos le había revelado una foto de Pedro la noche anterior en un restaurante con un grupo de hombres de negocios.
No estaba con una mujer, y eso le daba esperanzas. De hecho, cuando se atrevió a ver los periódicos sensacionalistas del mes que había transcurrido desde que Pedro volvió a Londres, descubrió que ninguno mencionaba que hubiera estado con otra mujer. Tal vez la echara un poquito de menos. Tal vez, pensó absurdamente, esperaba que ella le llamara, que le dijera que estaba lista para volver a verle. La idea le dio valor.
Cuando el avión aterrizó en Heathrow, llovía a mares. Paula se subió a un taxi para que la llevara al hotel. Había escogido uno del Grupo Leonidas. El Hotel Crescent estaba en Mayfair, en un espectacular edificio victoriano que había sido renovado para adquirir el lujo característico de los hoteles de Pedro.
Las habitaciones eran exquisitas y el vestíbulo impresionante. Pero en lo único que Paula podía pensar era en el dueño del hotel y en cómo reaccionaría cuando le diera la noticia.
Se quedó mirando por la ventana hacia Hyde Park mucho después de que el mozo le hubiera subido el equipaje. El parque estaba verde, pero el cielo era gris y plomizo. Los taxis negros circulaban por las abarrotadas calles junto con los autobuses rojos de dos pisos. Era una locura comparado con Amanti, y Paula experimentó una punzada de nostalgia.
En Londres se sentía muy pequeña y perdida. Pero no tenía tiempo, tenía que encontrar a Pedro.
Sus oficinas no estaban muy lejos de allí, así que se puso el impermeable y siguió las instrucciones del navegador de su teléfono móvil hasta que estuvo frente al alto edificio de cristal que albergaba la sede londinense del Grupo Leonidas.
Estaba a una buena caminata del hotel, pero le había sentado bien el ejercicio. Se había mojado durante el paseo, a pesar del paraguas que se había llevado, y tenía frío, pero no se daría la vuelta. Se quedó en la puerta del edificio y trató de reunir el valor suficiente para entrar. Entonces un coche se detuvo en la entrada y un chofer uniformado salió con un paraguas. Pasó por delante de ella y se quedó esperando unos segundos antes de que la puerta del edificio se abriera y saliera un hombre.
A Paula le dio un vuelco el corazón. Un hombre alto, de pelo oscuro y vestido con un traje carísimo salió del edificio. Un hombre al que Paula habría reconocido en cualquier sitio aun con los ojos vendados.
Un hombre que no estaba solo. Un aire helado la atravesó y la dejó clavada en el sitio. La mujer que le acompañaba era menuda, rubia y se le agarraba del brazo como si le fuera la vida en ello mientras le sonreía con unos dientes blanquísimos.
Paula se sintió atravesada por algo cálido. Estuvo a punto de darse la vuelta, de fundirse con la noche y regresar al hotel.
Pero pensó en el bebé que crecía dentro de ella, el hijo de Pedro, y sintió un coraje renovado.
–Pedro –dijo cuando pasó por delante de ella.
Él se detuvo en seco, como si hubiera topado con un muro de ladrillo. Se giró hacia ella y la miró con los ojos tan oscuros e intensos como Paula recordaba. La mujer que le acompañaba frunció el ceño.
–¿Paula?
Paula echó el paraguas hacia atrás para ya no tener el rostro en sombras. No era tan guapa como la mujer que estaba al lado de Pedro, ni tan elegante, ni estaba tan… seca, pensó con ironía.
–Sí, soy yo.
Pedro se apartó de su acompañante y se acercó a ella.
Estaba tan guapo como siempre y el corazón le dio un vuelco ante su cercanía. Se dio cuenta de que no tenía una expresión muy amigable cuando la miró. Paula aspiró su aroma, aquella combinación única de especias sutiles y hombre que era Pedro. Le impactó tanto que se tambaleó.
–¿Te encuentras bien? –quiso saber él.
Ella sacudió la cabeza, incapaz de contestar por miedo a caerse allí mismo, en la oscura calle.
Pedro maldijo entre dientes. La atrajo hacia sí con firmeza y dio órdenes al chofer y a la mujer. Se abrió la puerta de la limusina y Pedro la urgió a entrar. Él se acomodó a su lado y la mujer se unió a ellos.
La puerta del conductor se cerró de golpe y el coche se puso en marcha hacia la oscuridad de la noche.
–¿Qué estás haciendo aquí, Paula? –le preguntó Pedro con voz fría y seca.
Muy diferente a la del hombre que había conocido en la isla.
El hombre que un instante atrás la había estrechado contra sí antes de meterla en el coche. Durante un instante se vio trasladada a otro momento. A la pasión y la ternura que había aflorado entre ellos.
Paula se estremeció y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
–Necesito hablar contigo –dijo girando la cabeza para mirar el tráfico de la calle.
No podía mirarle o se vendría abajo. Se lo contaría todo, a pesar de la mujer que estaba sentada frente a ellos irradiando furia y desaprobación.
Y eso no podía ser.
Pedro apretó un botón y le dio instrucciones al chofer. La mujer cruzó los brazos sobre su amplio busto.
–Es un asunto privado –añadió Paula, por si Pedro esperaba que dijera algo con su amiguita delante.
–Pedro –lloriqueó la otra mujer–, prometiste que esta noche me llevarías a bailar.
Paula percibió la irritación de Pedro aunque no pudiera ver la expresión de su cara.
–Los planes han cambiado, Daniela –murmuró él con sequedad.
Paula sintió una extraña corriente de simpatía hacia Daniela, que pareció encogerse al escuchar esas palabras. Después de todo, no era culpa suya. Daniela no dijo una palabra más mientras el coche avanzaba por la ciudad antes de detenerse finalmente en una zona residencial. La puerta se abrió y Pedro se giró hacia Paula.
–Enseguida vuelvo.
Salió del vehículo y le tendió la mano a Daniela, que la tomó y salió por la puerta. Paula escuchó sus voces elevadas en la acera. Le ardía la cara por la indignación que sentía.
Pedro había estado saliendo con otras mujeres. Mientras ella se había encerrado en Amanti a tratar de superar los dos días que habían pasado en la isla, él había seguido adelante con su vida, encantado.
¿Le habría hecho a Daniela las cosas que le había hecho a ella? La furia crecía en su interior como una fuerza que amenazaba con reventarle las costuras. No tenía sentido, sobre todo porque era ella la que le había apartado de sí.
Pero así era.
Pedro regresó al coche y cerró la puerta. Paula sintió de pronto que iba a estallar. Le había echado de menos, había echado de menos lo que tenían… y él estaba con otra mujer.
Sabía que era culpa suya por haberle apartado de sí, pero no pudo evitar lo que sucedió a continuación, como si fuera una reacción en cadena que dio comienzo en el momento en el que Pedro salió del edificio con otra mujer del brazo.
Le dio una bofetada que sonó cómo un trueno dentro del coche.
Él torció la cara por el impacto y luego la miró. Paula se sentía confusa y llena de ira cuando se lanzó otra vez hacia él, esta vez soltando un grito furioso.
Pero en esa ocasión Pedro le agarró la muñeca con mano de hierro. Paula gimió y trató de pegarle con la otra mano.
Sabía que no tenía sentido, pero no podía evitarlo. Pedro le agarró la otra muñeca y la apretó con fuerza contra el asiento.
–¿Creías que iba a estar esperándote, Paula? ¿Por eso estás tan enfadada?
–Suéltame –le pidió con la voz más fría que pudo.
Pero una parte de ella anhelaba su contacto. Su cuerpo anhelaba que la poseyera una vez más. Un calor líquido se apoderó de su sexo.
Pedro estaba muy cerca. Demasiado cerca. Su respiración le acariciaba la mejilla.
–Me temo que no, nena. Prefiero conservar la cabeza sobre los hombros.
Paula cerró los ojos y contuvo un sollozo en el pecho. No podía desearle. ¿Cómo podía desear tenerle dentro haciéndola suya? Había transcurrido un mes desde que estuvieron juntos y Pedro la había olvidado con suma facilidad. Empezó a retorcerse debajo de él y a sollozar.
–Maldita sea, ¿qué te pasa? –gruñó él.
–Eres un malnacido –jadeó Paula entre lágrimas.
–Sí, lo soy –afirmó Pedro con frialdad–. Pero no creo que hayas venido aquí a hablar de mi nacimiento.
Ella estaba apoyada contra el asiento con el cuerpo tembloroso bajo el suyo.
–¿Qué es lo que quieres? –inquirió Pedro–. ¿Para qué has venido?
Todo estaba saliendo mal. No era así como ella quería contárselo. Se suponía que Pedro debía alegrarse de verla. Se suponía que debía desearla, y se suponía que ella debía ser la fuerte, la que le rechazara. Como había hecho en la isla. Se suponía que Pedro debía sentirse agradecido de que hubiera vuelto a su vida. Pero parecía cualquier cosa menos contento de verla. ¿Cómo iba a contárselo?
¿Y cómo no iba a hacerlo?
–Así no –gimió ella.
Pedro le sujetó con más fuerza las muñecas hasta que ella estuvo a punto de gritar de dolor, pero entonces la soltó y se apartó. Luego se pasó la mano por el pelo y maldijo entre dientes.
Paula se incorporó. Se estiró los mojados pantalones.
Jugueteó con los puños del impermeable diciéndose que no lloraría. Había sobrevivido a Ale Santina, así que sin duda podría sobrevivir a Pedro. Ale no significaba nada para ella, pero su traición había sido mucho más humillante.
Pedro era el hombre al que se había entregado, el hombre al que le había desnudado el alma, y el hombre al que había apartado de su vida. ¿Cómo iba a culparle por estar tan enfadado?
–¿Dónde te alojas? –le preguntó él con tono seco.
–En el Crescent.
–Ah.
Ella sintió una oleada de calor interior.
–¿Y qué tiene de malo?
–Nada –respondió Pedro antes de darle instrucciones al chofer.
El coche se puso en marcha entre el tráfico de la ciudad.
Circularon en silencio durante un rato hasta que el nudo que Paula sentía en el estómago se hizo tan tirante que no pudo seguir soportándolo.
–No has tardado mucho, ¿verdad?
Pedro giró la cabeza hacia ella.
–¿Perdona?
–Ya sabes a qué me refiero. Esa mujer, Daniela.
Paula sintió cómo se ponía tenso a su lado.
–Si no recuerdo mal, fuiste tu la que dijo que nuestra relación era imposible.
Ella sintió una oleada de vergüenza.
–Ya sabes por qué.
–Sé por qué pensabas que era así. ¿Has cambiado de opinión, dulce Paula? ¿Por eso estás aquí?
A ella se le puso la piel de gallina al escuchar aquel nombre.
Así la había llamado en la isla, y aunque ella sabía que al principio se lo decía de broma, había adquirido mucho significado en los dos días que habían compartido.
En ese momento, no significaba nada.
–No –jadeó ella, incapaz de decir nada más.
Pero era mentira. Porque le necesitaba si iba a tener aquel bebé y quería evitar que el escándalo cayera sobre sus cabezas como metralla. Ella aguantaría lo que hiciera falta, pero lucharía con uñas y dientes para conseguir el ambiente más feliz y seguro posible para el bebé. Y para eso necesitaba la ayuda de Pedro.
–Entonces ¿qué tienes que decirme? –preguntó él–. No creo que hayas venido hasta aquí solo para ver cómo he seguido adelante con mi vida.
Paula se cruzó de brazos. Le temblaba el cuerpo, pero no sabía si era por frío o por rabia.
–Y no te ha resultado muy difícil, ¿verdad?
Sí, le dolía. Y sí, sabía que no tenía derecho a estar herida.
Pero eso no cambiaba el modo en que se había sentido al verle con otra mujer.
Pedro soltó una palabrota. Paula no podía culparle.
–No puedes tenerlo todo. Puede que tú quieras sentarte en tu fría y solitaria casa y felicitarte a ti misma por haber evitado otro escándalo, pero no puedes esperar que los demás hagan lo mismo.
–Lo sé –murmuró ella.
Circularon en silencio durante varios minutos. El aire estaba cargado de electricidad, como si se hubiera desencadenado una tormenta dentro del coche. A Paula le dolía la garganta por el nudo tan grande que se le había formado y no podía pronunciar las palabras que necesitaba decir. Pedro tampoco se lo estaba poniendo fácil. Estaba sentado con los dedos tamborileando en el reposabrazos y la cara girada para mirar por la ventanilla. Estaba muy lejano, muy distante, y Paula no sabía cómo salvar aquella distancia. Como decir lo que tenía que decir.
No le había costado ningún trabajo salvar aquella distancia en la isla, pero allí estaban despojados de todo lo superfluo y no había muros que pudieran separarles, como sucedía ahora. Aquellos muros parecían infranqueables, pero ella tenía que encontrar el modo de traspasarlos.
El coche se detuvo de pronto y Paula se dio cuenta de que habían llegado al hotel Crescent. El corazón se le aceleró cuando un botones uniformado bajó las escaleras y se acercó a la puerta del coche.
Pedro se giró hacia ella con los ojos brillantes y la mandíbula apretada. Tenía un aspecto remoto y frío y a Paula se le formó un nudo en el estómago.
–A menos que tengas algo que decirme, me despediré de ti ahora.
–¿Para que puedas volver con Daniela?
–Me dejaste muy claro que querías que así fueran las cosas, Paula.
¿Dónde estaba el hombre que había sido tan tierno en la isla? A pesar de su empeño en mostrarse fuerte, una lágrima le resbaló por la mejilla.
–Algo ha cambiado –dijo haciendo un esfuerzo.
Pedro apretó un puño sobre el regazo. Paula tuvo la sensación de que se había quedado muy quieto. Esperando a que ella siguiera, a que pronunciara las palabras que lo cambiarían todo. ¿Sospecharía algo?
La puerta se abrió y los sonidos de la calle se hicieron de pronto más fuertes. Un aroma fuerte, tal vez a curry, se coló en el interior del coche y ella se llevó de pronto la mano a la boca.
–¿Paula?
Todavía sonaba frío y distante comparado con la isla, pero su sequedad parecía haber disminuido un tono. No era mucho, pero sí lo suficiente para darle el empujoncito de valor que necesitaba. Paula se frotó las palmas húmedas en la tela del impermeable.
Y entonces las palabras salieron de su boca como si hubieran estado allí todo el tiempo esperando.
–Estoy embarazada, Pedro.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 13
La tormenta se desató alrededor de la medianoche. El agua cayó con fuerza por la manta de plástico del improvisado refugio, despertando a Paula de su profundo sueño. A su lado estaba muy quieto Pedro, con la cabeza apoyada en una mano mientras miraba hacia el techo. Paula experimentó una punzada de deseo, pero trató de ignorarla. Pedro y ella habían terminado. Y era mejor así.
Estaban tumbados juntos bajo la manta para calentarse, pero no había calor entre ellos. Ya no. La idea provocó que se le formara un nudo en la garganta, un nudo que no fue capaz de tragar. Tal vez al día siguiente los rescataran. Y tal vez no volvería a verle nunca más. Pedro era un hombre de mundo y ella era una mujer sin rumbo. Volvería a su casa de Amanti y se encerraría en ella hasta que estuviera preparada para volver a enfrentarse al mundo.
Sin Pedro. Aquella certeza le dolió. Qué locura.
–Pedro –le llamó con voz entrecortada.
Él giró la cabeza hacia ella. Paula no pudo evitar extender la mano y acariciarle la mandíbula, deslizarle los dedos por el sedoso pelo.
Pedro se puso tenso. Paula esperaba que la rechazara, que la apartara de sí. Pero tras un instante gimió como si él tampoco fuera capaz de mantenerse firme frente a aquel abrumador deseo. Le tomó la mano y le depositó un beso en la palma. El calor la atravesó en grandes oleadas, provocando que le temblaran las piernas. Pedro la estrechó entre sus brazos.
–Te deseo, Paula. Maldita sea, todavía te deseo.
–Sí –jadeó ella–. Oh, sí.
La lluvia golpeaba las sábanas del refugio y caía hacia los lados, protegiéndoles en aquel lugar seco que era una isla dentro de la isla. No hablaron cuando se desnudaron e hicieron el amor. Se comunicaron con besos, con caricias, con el delicioso deslizar de un cuerpo contra otro. Pedro se las arregló para tomarla con furia y al mismo tiempo con ternura, y ella respondió del mismo modo.
Cuando todo terminó, se derrumbaron juntos y durmieron toda la noche hasta que se despertaron ante un cielo azul brillante, la fresca brisa del mar… y un barco anclado en la orilla.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 12
Nadie fue a rescatarles aquel día. Pedro hizo señales con el espejo a intervalos regulares, pero no sucedió nada. Estaba tenso y enfadado y no entendía muy bien por qué. Tendría que ser todo más fácil, ¿no? Una mujer guapa que quería tener sexo apasionado con él y que luego cada uno siguiera por su lado sin ningún compromiso.
Debería estar encantado. Después de todo, ese era su habitual modus operandi. Debería estar en aquel momento hundido en su suave cuerpo, haciéndola gemir y gritar su nombre. Debería hacerlo todas las veces que ambos pudieran, desde aquel momento hasta que llegaran a rescatarles. Debería y, sin embargo, no podía. Estaba molesto, y eso no era propio de él. Debería estar felicitándose a sí mismo por la situación y, sin embargo, rumiaba porque la virgen con la que acababa de acostarse solo le quería por el sexo. Y únicamente mientras estuvieran allí varados.
Qué ironía.
Nunca se había parado a pensar que no querría verle cuando les rescataran. No. Lo que le preocupaba en realidad era que a pesar de haber afirmado acaloradamente lo contrario, quisiera más de él. Conocía a las de su clase, jóvenes idealistas e inexpertas. Una combinación segura para el desastre.
Se suponía que Paula sería de las que buscaban el «para siempre». Se suponía que querría hijos, una casa y una vida familiar normal que incluiría paseos por el parque, viajes familiares de vacaciones y un perro que llenaría la casa de barro.
Se suponía que ella querría todo lo que él no deseaba, y debía ser él quien le cortara las alas. Pero las cosas no estaban sucediendo así y eso le desconcertaba.
Tenía que admitir que seguramente sería mejor que no volvieran a verse. Sería menos complicado para los dos que rompieran de forma limpia allí en la isla. Si no lo hacían, a Alicia probablemente no le gustaría que saliera con la antigua prometida de su futuro marido. Normalmente no permitía que su hermana se metiera en su vida personal, pero esto le atañería directamente.
Porque sí era cierto, la prensa encontraría una mina de oro con la noticia. A Paula no le gustaría eso ni lo más mínimo, y tenía la impresión de que a Alicia tampoco.
El sol se ocultó en el horizonte y la temperatura se enfrió cuando aparecieron las nubes de tormenta. Apenas habían hablado en las últimas horas cuando Pedro le ofreció otro paquete de comida y un poco de agua. Paula le miró con aquellos ojos verdes muy abiertos y él recibió una descarga eléctrica. Sexo. Era en lo único en que podía pensar cuando la miraba, lo único que quería.
Y lo único que quería ella, a juzgar por el modo en que le estaba mirando. Como si estuviera hambrienta de algo que no era comida.
Pedro hizo un esfuerzo por darse la vuelta. Los rayos atravesaban el cielo en la distancia, volviendo las nubes rosas. El tiempo no resultaba amenazante, pero seguramente llovería más tarde. Y eso era bueno. Se estaban quedando sin agua y él podría recolectarla con el receptáculo que había fabricado con una manta de plástico y rocas.
Se sentó y comieron en silencio mientras las olas rompían en la cercana orilla. Había mucha paz allí. Era muy distinto a su vida en Londres o en Los Angeles, donde siempre tenía prisa, siempre estaba buscando nuevas oportunidades de negocio para el Grupo Leonidas. Viajaba, salía con mujeres y buscaba nuevos retos. Siempre buscando una nueva emoción, un nuevo desafío.
Paula le miró. Él alzó la vista de forma instintiva, como si estuvieran conectados a un nivel que todavía no entendía del todo, y sus miradas se cruzaron. Ella dejó caer la barbilla y clavó la vista en el suelo.
Y luego clavó los ojos en los suyos.
–¿Qué querías ser de niño, Pedro?
Él no trató de disimular la sorpresa que debía mostrar su rostro.
–¿A qué viene eso?
Ella encogió sus bonitos hombros.
–Estoy cansada del silencio. Y quiero saberlo –dijo apartándose el pelo de la cara.
Tenía una melena larga y abundante, y a Pedro le gustaba acariciarla cuando hacían el amor. Cuando ella estaba encima les rodeaba como una cortina. Sus ojos verdes le miraron con frialdad, como si esperara rechazo pero se hubiera atrevido a preguntárselo de todas maneras.
Pedro pensó en rechazarla, pero extrañamente no quiso hacerlo. Al menos por el momento.
–Quería ser jugador de fútbol profesional, como mi padre. Su carrera no duró mucho, pero los beneficios sí.
–¿Los beneficios?
–Las mujeres –afirmó sin vacilación.
Pero se sintió mal al instante, al ver cómo ella bajaba la vista y tragaba saliva. Lo había hecho porque todavía estaba enfadado con ella, pero no se sentía orgulloso.
–¿Y por qué no lo fuiste? –insistió Paula.
Pedro había terminado el paquete de comida y lo arrugó.
¿Qué sentido tenía comportarse como un imbécil? Apenas se conocían el uno al otro. Habían tenido sexo, un sexo magnífico, pero no eran amantes en el sentido habitual. Y no iban a serlo. Paula lo había dejado muy claro.
Y Pedro Alfonso no suplicaba.
No lo necesitaba. Ni quería hacerlo. Cuando regresaran a Santina, habría muchas mujeres dispuestas a recibir sus atenciones. Esa era la vida a la que estaba acostumbrado, la vida que le gustaba. Una mujer no iba a cambiar eso por muy sexy y deseable que fuera.
Se echó hacía atrás y se apoyó en los hombros.
–Decidí que podía ganar más dinero alimentando los exclusivos gustos de la gente rica y famosa. Y eso fue lo que hice.
–El Grupo Leonidas.
–¿Y qué me dices de ti,Paula? –le preguntó. Prefería que hablaran de ella, no le gustaba hablar de sí mismo. Le llevaba a un terreno que no quería explorar, al menos no aquella noche. Sencillamente, era un hombre que conocía sus limitaciones y las ocultaba bajo una férrea voluntad de triunfo y un encanto que había heredado de su padre.
No tenía ningún deseo de discutir con ella. Ni con nadie.
Lo que quería saber era quién era en realidad. Había visto atisbos la noche anterior y aquel día. Cuando estaba desnuda debajo de él, encima de él. Era una mujer apasionada bajo su rígido exterior. Pedro odiaría que regresara aquel exterior y, sin embargo, sabía que así sería cuando les rescataran. Para ella era tan natural como respirar.
–¿Qué querías ser de niña? ¿O tu única opción era ser reina?
Ella sacudió la cabeza.
–No, por supuesto que no. Quería ser veterinaria, pero luego me di cuenta de que eso implicaría sangre y abandoné la idea. Después quise ser chef durante algún tiempo. Y por supuesto también estaba el sueño de bailarina.
–Y el de princesa, supongo.
Paula se puso tensa.
–Por supuesto, pero se suponía que ese se iba a hacer realidad –se encogió de hombros–. Pero así es la vida, ¿verdad?
–La vida es muchas cosas –afirmó Pedro–. Algunas decepcionantes, otras frustrantes y algunas maravillosamente felices.
Ella se quedó pensativa.
–¿Has sido alguna vez maravillosamente feliz?
–Supongo que depende de cómo defines la felicidad, pero sí, yo diría que sí.
Si Paula le pedía que le dijera en qué momento, no creía que pudiera hacerlo. Lo único que sabía era que debió haber sido muy feliz en un momento u otro. Había llevado una vida de placer. Se había divertido. ¿Cómo no iba a ser feliz?
Tenía dinero a espuertas y muchas mujeres. ¿Qué más se necesitaba?
Paula suspiró y la melena le cayó por la frente al bajar la barbilla al pecho.
–Creo que yo todavía estoy esperando a que eso suceda.
Pedro sintió una punzada en el estómago.
–No esperes a que suceda. Haz que suceda.
Ella le miró con los ojos brillantes bajo la luz del fuego.
–Lo intento –murmuró–. Yo… –vaciló un instante antes de continuar–. No es que no quiera verte cuando volvamos a casa. Pero no puedo. Todavía no.
Un haz de luz iluminó el cielo, seguido al instante por un trueno. El aire se cargó de electricidad. Pedro podía oler el sulfuro, sentir su arañazo en la garganta. Sabía a ira.
–¿Cuánto tiempo crees que necesitarás, Paula? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Seis? ¿Un año?
Ella tragó saliva.
–Yo… no lo sé.
–Entonces tal vez tengas razón –afirmó Pedro con tirantez–. Tal vez sea mejor que nos despidamos ahora.
–Sabía que dirías eso.
–¿Y qué esperabas que dijera? ¿Que estaré encantado de esperar hasta que ya no le tengas miedo a la prensa?
–Eso no es justo, Pedro.
–No hay nada justo –replicó él.
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