martes, 24 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 23





Se levantó de la cama y fue a la ventana esperando un milagro, aunque sabía que era inútil. Efectivamente, la furgoneta negra con el vigilante de Pedro seguía donde llevaba tres días. No se molestó en mirar por la ventana de la cocina porque sabía que vería otra furgoneta en el callejón. Aun así, fue a la cocina, puso a calentar agua e intentó respirar a pesar del dolor que se había apoderado de ella desde que salió del despacho de Pedro en Grecia.


«Me mentiste». Esas dos palabras habían destrozado su mundo. Pedro siempre la vería como la mujer que había llegado hasta su cama solo para traicionarlo, sobre todo, cuando ella sabía las mentiras y traiciones que le habían arruinado la infancia. Fue a sacar una taza del armario cuando oyó la puerta de un coche que se cerraba de golpe.


Se oyeron varias más y dejó la taza para acercarse a la ventana. Estuvo a punto de reírse cuando vio a un paparazzi agarrado al borde de la plataforma de una grúa que se elevaba hacia su ventana, pero cuando apuntó la cámara hacia la ventana, ella se tiró al suelo y oyó que la llamaba por su nombre.


—¿Tiene algo que comentar sobre la demanda contra usted, señorita Chaves?


Se arrastró hasta el pasillo justo cuando alguien llamaba al timbre. Sintió un dolor desgarrador al darse cuenta de que Pedro la había arrojado a los lobos. Aun así, se negaba a esconderse como una delincuente y a quedarse atrapada en su propia casa. Tenía derecho a defenderse. Apretó los dientes y fue a su cuarto sin hacer caso a los timbrazos. Se puso lo primero que encontró, agarró el bolso, se pasó un cepillo por el pelo y salió antes de que los vigilantes pudieran pararla.


—¡Señorita Chaves, espere!


Se dio la vuelta y se encaró a ellos en lo alto de la escalera.


—Si me ponen un dedo encima, seré yo quien llamará a la policía y los acusaré de agresión.


Sintió un arrebato de satisfacción cuando retrocedieron y bajó apresuradamente las escaleras. Ellos la siguieron, pero no hicieron nada para retenerla y un millar de flashes la cegaron cuando salió a la calle. También le preguntaron lo mismo que el paparazzi de la grúa, pero ya sabía que nunca había que contestar a las preguntas de la prensa sensacionalista. Se abrió paso entre el gentío y siguió hacia la calle comercial que había a doscientos metros. Cuando oyó un motor detrás de ella, ni siquiera se dio la vuelta.


—¿Puede saberse qué haces exponiéndote a los paparazzi? —le preguntaron mientras la agarraban con fuerza de los brazos.


A ella se le paró el pulso y se quedó sin poder respirar por el dolor y el placer de verlo. Lo echaba de menos, pero se acordó de la última vez que se vieron y se soltó.


—Nada que ya sea de tu incumbencia, Pedro.


—Espera, Paula —él volvió a agarrarla del codo.


—No. ¡Suéltame!


Ella consiguió zafarse y se alejó un poco, pero él la alcanzó inmediatamente.


—¿Mi equipo de seguridad no te avisó de que la prensa iba por ti?


—¿Por qué iba a haberlo hecho? ¿Acaso no era lo que querías?


—No —contestó él tendiéndole una mano temblorosa—. Yo no he tenido nada que ver. Paula, por favor, acompáñame. Tenemos que hablar —añadió él apremiantemente.


—Jamás. Ya dejaste muy claro lo que sentías por mí y… —Paula dejó escapar un grito cuando Pedro la metió en la limusina—. ¿Puede saberse…?


—Cada vez hay más paparazzi y mi equipo no podrá contenerlos mucho tiempo. Además, tengo que hablar contigo. Por favor —insistió él con la voz entrecortada.


Ella abrió la boca para arremeter contra él, pero volvió a cerrarla. Al mirarlo con detenimiento, vio que tenía ojeras y unas arrugas profundas a los costados de la boca. 


Asombrosamente, se le encogió el corazón, pero, aun así, se apartó y apoyó la espalda en la puerta.


—Tienes dos minutos, luego, me bajaré de este coche.


El coche se puso en marcha y medio minuto después llegaron al patio de un colegio, donde estaba un helicóptero que ella conocía muy bien.


—¿Has aterrizado en un colegio en medio de Londres? —preguntó ella bajándose del coche.


—Esto no es el centro de Londres y el colegio está cerrado por vacaciones. Pagaré la multa que me pongan y si tengo que ir a la cárcel, habrá compensado.


—¿Qué habrá compensado?


Él no contestó y se limitó a abrir la puerta del helicóptero. 


Ella se montó y él la siguió. Fueron en silencio hasta la torre Alfonso y tampoco hablaron en el ascensor.


—¿Qué estoy haciendo aquí, Pedro? —preguntó ella cuando llegaron al ático.


Él cerró los ojos un segundo y ella se acordó de que le había dicho que le gustaba que dijera su nombre. Sin embargo, eso había sido una ilusión y él la había apartado de su vida sin reparos.


—¿Adónde ibas cuando saliste de tu apartamento?


—Eso no te importa. Ya no puedes dirigir mi vida, Pedro. Adelante, rebatiré todas las acusaciones que presentes contra mí y si pierdo, mala suerte, pero, de ahora en adelante, yo controlo mi vida.


Ella se detuvo con la respiración entrecortada y Pedro la miró antes de mirar el móvil que había sacado del bolsillo. 


Ella, aunque tardó un poco, se dio cuenta de que era su móvil.


—¿Qué haces con eso? Creía que ibas a entregárselo a las autoridades.


—No lo hice después de lo que vi.


—¿Qué…? ¿Qué viste?


Él se acercó con el arrepentimiento y la desesperanza reflejados en los ojos.


—Vi esto —contestó él con la voz temblorosa y mostrándole la pantalla.


Puedes irte al infierno, Gaston. Ya me engañaste una vez para que cargara con la culpa de algo que hiciste tú. ¿Ahora quieres que traicione al hombre que amo? Ni lo sueñes.


Ella levantó la mirada con el corazón desbocado.


—¿Y qué? No deberías creerte todo lo que lees. Podría haberlo mandado para despistarte.


—Entonces, ¿por qué me previniste contra él?


Ella se encogió de hombros.


—Paula, Gaston confesó que te presionó para que firmaras los documentos que utilizó para desviar fondos a su cuenta en un paraíso fiscal.


—¿Ha confesado? ¿Por qué? —preguntó ella sin dar crédito a lo que había oído.


—Se enfrenta a denuncias en tres países por sobornar a Lowell para que accidentara el petrolero. Le dije que retrasaría la denuncia en Grecia si me daba información útil. Me dio las fechas, cantidades y códigos de sus cuentas en las islas Caimán y confesó que te había engañado para que lo ayudaras a sacar el dinero.


—Entonces, ¿me crees?


—Perdí el tiempo sintiendo lástima de mí mismo y Landers pudo dar tu nombre verdadero a la prensa sensacionalista, pero no debería haber dudado de ti en ningún momento.


—La verdad es que no me importa que se sepa quién era y, dadas las abrumadoras evidencias, tendrías que haber sido un santo para no dudar de mí.


Él tiró el teléfono y se acercó a ella. Fue a agarrarla, pero se puso las manos detrás de la nuca.


—Pues debería haber sido un santo. Lo que te hizo él… Lo que te hice yo… Me sorprende que aceptaras venir aquí.


—En realidad, iba a venir aquí —reconoció ella.


—¿De verdad? —preguntó él sin disimular la sorpresa y la esperanza.


—No te emociones, Pedro. No iba a venir a suplicarte, venía a vaciar la mesa o a que alguien de seguridad me la vaciara si tenía prohibido entrar en este sitio sagrado.


—Nunca lo tendrás prohibido, Paula.


—No hace falta que me llames así. Ya sabes quién soy.


—Siempre serás Paula para mí. Ella es la mujer de la que me enamoré, la mujer que tiene más fuerza e integridad en su dedo meñique que nadie que yo conozca, la mujer que deseché estúpidamente antes de que pudiera decirle lo mucho que la amo.


Las piernas no le sujetaron más y Pedro tuvo que agarrarla antes de que cayera en el sofá. Cayeron los dos juntos. Ella estaba boquiabierta y él dejó escapar un gruñido.


—Ya sé que fue imperdonable, pero quiero intentar resarcirte. Solo tienes…


—Me amas…


—…que decir lo que quieres y te lo daré. Ya he retirado la demanda y…


—¿Me amas?


Él se calló y asintió con la cabeza, pero lo que más la impresionó fue la veneración de sus ojos.


—Te amo más que a nada en el mundo y te necesito. Haré lo que sea para recuperarte, agapita.


—¿Qué quieres decir?


—¿Qué quiero…? ¡Ah, agapita! Quiere decir «querida».


—Pero me lo dijiste antes incluso de que nos acostáramos. 
El día que me llevaste a comer tortitas.


—Creo que el subconsciente ya estaba diciéndome lo que sentía.


—¿Cuándo te diste cuenta conscientemente? —preguntó ella acariciándole la mejilla.


—En Grecia, cuando tuve que aguantar las burlas de Ariel y Teo y reconocí que no quería vivir sin ti. Pensé decírtelo después de la fiesta.


—Repítelo ahora.


Él lo repitió, la besó arrebatadoramente y se separó un poco. Ella captó una vulnerabilidad en su mirada que no había visto nunca.


—¿Podrás perdonarme alguna vez lo que te he hecho?


—Intentaste averiguar la verdad. Podrías haberte marchado y condenarme, pero volviste y te conté mi pasado, lo que pasó con mi madre, y no me juzgaste ni hiciste que me sintiera indigna. Te amé por eso, más incluso que cuando mandé a Gaston ese mensaje.


Sonrió al ver el asombro de él y lo besó apasionadamente antes de que volviera el macho dominante. Cuando se apartó, ella dejó escapar un gruñido de descontento.


—¿Tienes preparada una de esas bolsas de viajes imprevistos? Si no, nos apañaremos, pero tenemos que marcharnos.


—Sí, pero…


Él se levantó y fue a la suite de ella antes de que pudiera terminar. Volvió al cabo de unos segundos con dos bolsas en las manos.


—¿Adónde vamos? —preguntó ella mientras se alisaba la ropa.


—He cerrado mi agenda durante un mes. Creo que hay un chalé suizo esperándonos.


—¿Crees que un mes será suficiente? —pregunto ella provocativamente.


Él volvió a besarla hasta que se quedaron sin respiración.


—Ni mucho menos, pero es una buena manera de empezar.





PROHIBIDO: CAPITULO 22



Su casa en Grecia se elevaba sobre las aguas de color turquesa al oeste de las islas Jónicas. La enorme villa, aunque blanca y de estilo tradicional, estaba dotada con las comodidades más modernas. Por ejemplo, la piscina rodeaba todo el edificio y entraba en parte por el salón. La primera noche que pasó allí, hacía dos días, salió de su dormitorio a la terraza y se encontró con Pedro, desnudo, con dos copas de cristal y una botella de champán metida en hielo, dentro de un enorme jacuzzi. Sin embargo, lo que más le gustaba de esa isla era la tranquilidad.


No obstante, ese domingo, con gente por todos lados que disfrutaba de la generosidad de su anfitrión, la isla paradisíaca era una isla bulliciosa. Se mantuvo al margen de la multitud y observó distraídamente a un par de empleados empeñados en emborracharse lo antes posible. Le vibró el teléfono en la mano y el corazón le dio un vuelco.


Necesito que me pongas al día inmediatamente. G.


Los mensajes de Gaston habían sido muy frecuentes y apremiantes durante el último día. Estaba quedándose sin tiempo y sabía por experiencia que su paciencia no duraría más. Se había aferrado a la posibilidad de pasar más tiempo con Pedro, pero se había acabado irremediablemente. Sintió una punzada de dolor al dirigir la mirada hacia donde estaba con sus dos hermanos. Los tres eran impresionantes, pero, para ella, Pedro sobresalía claramente por encima de Ariel y Teo. Irradiaba una fuerza y un dominio de sí mismo que le llegaba muy hondo y le emocionaba que protegiera con uñas y dientes a quienes le eran leales. ¿Qué se sentiría si un hombre así la amara? Le escocieron los ojos por las lágrimas al pensar que nunca lo averiguaría, que nunca sabría lo que sentiría al ser amada por alguien digno del amor de ella.


El teléfono vibró otra vez.


He dicho inmediatamente. ¡Contéstame!


Lo apagó con rabia y se dirigió hacia los escalones que llevaban a la playa. Las lágrimas le nublaban la vista y maldijo el destino que le ofrecía lo que más anhelaba con una mano y se lo arrebataba con la otra. Naturalmente, había más empleados en la playa, pero esbozó una sonrisa y siguió andando hasta que estuvo lejos de la fiesta y la música. Se sentó en una roca y dejó que las lágrimas se derramaran. Cuando no le quedó ninguna, la decisión era irreversible.



* * *


—¿Qué tal lo está haciendo tu mujer milagrosa?


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse por la ironía del tono.


—Si no quieres que te machaque la cara, mide tus palabras.


Ariel y Teo arquearon las cejas y Teo le dio un codazo a su hermano mayor entre risas.


—La última vez que reaccionó tan violentamente por una chica fue cuando éramos niños y dije que iba a darle una piruleta a Iyana y quiso atropellarme con su bicicleta. Ten cuidado, Ariel.


—Cierra el pico, Teo.


Sus hermanos se rieron más de él, quien bebió más champán y vio que Ariel lo miraba con los ojos entrecerrados.


—Te has acostado con ella, ¿verdad? ¿No tienes cerebro?


—A lo mejor es que no piensa con el cerebro —añadió Teo sin dejar de reírse.


—Os lo aviso, no os metáis en mi vida personal.


—¿O qué? —preguntó Teo—. Recuerdo lo bien que te lo pasabas metiéndote en la mía. Mandaste flores a aquella mujer chiflada cuando sabías que estaba intentando deshacerme de ella. ¿Te acuerdas de cuando me quitaste el móvil y mandaste mensajes eróticos al hermano luchador de aquella modelo con la que estaba saliendo? No pude volver a mi piso durante una semana. La venganza se sirve fría y yo solo estoy empezando.


Se tragó la réplica hiriente porque sabía que lo que lo corroía no eran las burlas de sus hermanos. Era Paula y los mensajes secretos que seguía recibiendo. Ella creía que él no se daba cuenta de su desasosiego cada vez que el teléfono sonaba. Se había levantado a las cinco de la mañana y cuando él le dijo que volviera a la cama, ella replicó que tenía que comprobar que todo estaba organizado para la fiesta. Eso ya había durado demasiado. 


Se había tragado su explicación sin darle demasiadas vueltas. Esa noche, después de la fiesta, averiguaría por qué estaba tan alterada y lo arreglaría. Quería que le hiciera caso solo a él y no quería que lo dejara en la cama al alba para hacer… no sabía qué…


—¿Vas a castigarnos con el látigo de tu indiferencia? ¡Caray, tiene que ser grave! —se burló Teo.


—La madre de… ¿Qué pasa si siento algo por ella?


—Algunos nos preguntaríamos cuántas veces tienes que quemarte antes de aprender la lección.


—No es lo mismo, Ariel. Confío en ella.


Era verdad. Se había abierto paso hasta un sitio que creía muerto desde la traición de su padre y, además, le gustaba.


 Ya no se sentía desolado y amargado y pensaba seguir así.


—¿Estás seguro? —le preguntó Ariel.


Quiso decirles que no se preocuparan, pero algo se lo impidió. Quizá sí debieran preocuparse…


Dejó esa idea de lado y miró a Teo esperando más burlas, pero su hermano estaba serio.


—¿Los investigadores van a dar por zanjado el asunto de Lowell? —preguntó Teo.


—No. Creen que hay alguien más. Es posible que Lowell haya trabajado para Moorecroft y para alguien más, alguien que le impide hablar. Han encontrado evidencias escritas y creen que podrán darme un nombre antes de veinticuatro horas.


Oyó el grito de un hombre bebido, miró alrededor y vio a uno de sus ejecutivos que se abalanzaba sobre una rubia. 


Frunció el ceño al darse cuenta de que hacía mucho tiempo que no veía a Paula. Ella sabía hacerse cargo de esas situaciones, pero no la veía por ningún lado.


—Se ha ido hacia la playa —le informó Ariel en voz baja.


¿Tan evidentes eran sus sentimientos? ¿A quién le importaba? Paula había derribado todas las barreras que había puesto alrededor del corazón. La anhelaba cuando no
estaba cerca y no se cansaba de ella cuando sí lo estaba. 


Alguien podría llamarlo amor, pero él prefería llamarlo… No supo cómo llamarlo, pero, fuera lo que fuese, había decidido ver a dónde lo llevaba. Sin embargo, antes tenía que llegar al fondo de lo que le preocupaba a ella.


El ejecutivo bebido dejó escapar una carcajada y la rubia parecía a punto de echarse a llorar. Entonces, un estrépito llegó desde el lado opuesto de la carpa.


—Ariel, ocúpate del patoso ese y yo iré a comprobar lo otro —le propuso Teo.


Pedro asintió con agradecimiento y se dirigió hacia los demás invitados. Sin embargo, Ariel lo siguió al lado.


—¿Estás seguro de lo que estás haciendo?


—Nunca había estado tan seguro.


La respuesta tenía tanta firmeza que le quitó un peso desconocido que tenía en el pecho. Quería a Paula en su vida, para siempre.


—Entonces, te deseo lo mejor, hermano.


La emoción y la gratitud se adueñaron de él cuando Ariel lo agarró del hombro, pero su hermano se dirigió hacia el gentío antes de que pudiera tragar el nudo que se le había formado en la garganta. Al cabo de unos segundos, el ejecutivo estaba debajo de una fuente para que se le pasara la borrachera y la rubia estaba ruborizada por el encanto sarcástico de Ariel.


Pedro miró hacia la playa justo cuando Paula reaparecía en lo alto de los escalones. Se quedó sin aliento. Era la primera vez que la veía con ese vestido de algodón rojo y dorado que le llegaba justo hasta encima de las rodillas, que se le ceñía a la cintura y que se movía con su seductor contoneo mientras, sonriente, se mezclaba con la multitud. Giró la cabeza hacia él, quien apretó los dientes al captar una cautela fugaz que le veló los ojos. Sin embargo, cuando llegó hasta donde estaba ella, ya tenía el rostro imperturbable de siempre.


—Se acerca el momento de tu discurso —comentó ella.


—Ojalá no hubiese aceptado pronunciarlo.


Quería besarla para que olvidara sus preocupaciones y sin importarle las habladurías de la oficina, pero ella no lo recibiría bien y se contuvo.


—Sin embargo, tienes que pronunciarlo. Están esperando.


—De acuerdo —concedió él dándose la vuelta.


—Espera —ella lo agarró del brazo antes de soltárselo otra vez—. Yo… Tengo que hablar contigo, después de la fiesta.


Estaba nerviosa y él volvió a sentir la intranquilidad que sintió cuando vio el primer mensaje. Asintió con la cabeza y fue a pronunciar el discurso. Luego, durante una hora, se mezcló con sus empleados, los voluntarios y el equipo de salvamento. Sin embargo, se ocupó de que Paula no se despegara de él. Fuera lo que fuese lo que tenía que contarle, no iba a permitir que estropeara lo que tenían.


Respiró con alivio cuando llegaron las barcas que iban a llevarse a los invitados a Argostoli, donde les esperaba el avión que los devolvería a Londres. Cuando embarcó el último invitado, se dirigió hacia Paula, que estaba despidiendo al personal del catering.


Por fin… Se moría de ganas de tocarla, pero cuando ella lo miró, su expresión de desolación le heló la sangre.


—Paula, ¿puede saberse qué pasa?


—Espera, aquí, no. ¿Podemos entrar?


—Claro —él le tomó una mano y le besó el dorso—, pero, sea lo que sea, date prisa.
Llevo desde el amanecer con ganas de hacer el amor contigo y no sé cuánto aguantaré.


Ella lo miró de soslayo con el dolor reflejado en los ojos y a él se le aceleró el corazón. Pasó junto a Ariel y Teo en el pasillo y ni siquiera se fijó en la mirada que se intercambiaron.


—¿Qué pasa? —le preguntó a Paula mientras cerraba la puerta del despacho.


Ella no dijo nada. Parecía muy desdichada y sintió una necesidad apremiante de consolarla.


—Paula, sea lo que sea, no podré arreglarlo mientras no sepa qué es.


—Ese es el problema, Pedro, no creo que puedas arreglarlo.


Él se quedó helado y esperó con los puños apretados.


—Hace unos años trabajé para Gaston Landers.


—¿Landers? ¿El hombre que estaba colaborando con Moorecroft?


—Sí, pero entonces tenía una empresa de compraventa de gas.


—¿Y? —su intuición le decía que había mucho más—. Es G., el que te escribía los mensajes.


—Sí.


Pedro tomó aliento y tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse de pie.


—¿Es tu amante?


—¡No! —exclamó ella aunque con cierta vergüenza—, pero lo fue.


Él nunca había entendido los celos hasta ese momento, cuando solo podía sentir una rabia devastadora y un dolor abrasador.


—¿Por qué te llama Ana?


—Porque mi verdadero nombre es Ana Simpson. Lo cambié a Paula Chaves después…


—¿Después de qué?


—Después de que hubiese pasado dos años en la cárcel por apropiación indebida y fraude.


—¿Fuiste a la cárcel? —preguntó él con una opresión gélida en el pecho—. ¿Por fraude?


Ella asintió con la cabeza y con lágrimas en los ojos. Él no podía respirar, estaba paralizado. Lo habían traicionado otra vez y en esa ocasión había sido la mujer a la que amaba. Sí, ya podía reconocer que lo que sentía era amor porque no había nada más que pudiera describir sus sentimientos.


—Me mentiste.


—Sí —reconoció ella en un susurro.


—Conspiraste con un delincuente para defraudar y luego te abriste paso hasta mi empresa y mi cama para repetirlo todo. Estabas ayudándolo a hundir mi empresa y poniendo en peligro el sustento de miles de personas —le reprochó desgarrado por el dolor.


—¡No! Escúchame, por favor. No lo hice, jamás te haría algo así.


—¿Desde cuándo estáis Landers y tú metidos en esta conspiración?


Ella estiró los brazos hacia él como si fuese una súplica.


—No hay ninguna conspiración, Pedro. Créeme, por favor.


—¿Que te crea? Es un chiste, ¿verdad? ¿Desde cuándo, Paula?


El remordimiento se reflejó en su rostro y él se sintió como si se hiciera añicos por dentro.


—Lo sé… desde la última noche en Point Noire.


—¿Lo confiesas ahora? ¿No sabías que los investigadores os encontrarían antes o después?


—Quise decírtelo, pero no quería perderte —contestó ella con angustia.


La risa despiadada de él le desgarró el pecho.


—¿No querías perderme e hiciste la única cosa que conseguiría que me perdieras? Es increíblemente estúpido para una mujer que me había parecido inteligente. ¿Cuál era el plan?


—Gaston quería información para la adquisición hostil; porcentajes de participaciones, información personal sobre los miembros del consejo…


—¿Le diste esa información? —preguntó él agarrándose con rabia al borde de la mesa—. Dime la verdad porque lo averiguaré.


—¡No! No lo haría jamás —ella se tragó un sollozo—. Ya sé que es muy tarde para que me creas…


—¿Qué esperabas recibir a cambio? —la interrumpió él en un tono implacable.


—¡Nada! Gaston estaba chantajeándome. Descubrió que me había cambiado el nombre y me amenazó con divulgarlo.


—Claro, y ahora me dirás que la primera vez también cargaste con las culpas.


—¡Sí!


—¿Quieres decir que un jurado no te consideró culpable y un juez no te sentenció?


La rabia estaba adueñándose de él y lo agradeció porque hizo que se sintiera vivo.


—Me juzgaron y sentenciaron, pero Gaston lo había manipulado para que yo cargara con la culpa.


—¿Cómo?


—Firmé unos documentos y…


—¿Te obligó?


—¿Qué…?


—Firmaste unos documentos que, supongo, te incriminaban. ¿Te puso una pistola en la sien?


—No, me engañó.


—¿Pretendes que me crea que la asistente inflexiblemente eficiente que ha trabajado conmigo durante año y medio firmó unos documentos sin leerlos tres veces? Doy por supuesto que estabas enamorada, ¿te creías todo lo que decía?


Ella se arrugó, pero no dijo nada. Pedro se alegró de que la rabia hubiese acabado con cualquier otro sentimiento porque si no, habría sentido la desolación de ese silencio. 


Efectivamente, la mujer a la que amaba… amaba a otro hombre. Rodeó la mesa y llamó al jefe de seguridad.


—Dame tu teléfono —le ordenó él después de colgar.


—¿Qué…? —preguntó ella con el ceño fruncido.


—Tu teléfono. Sé que lo llevas en el bolsillo. Dámelo.


Ella, aturdida, obedeció.


—¿Qué vas a hacer con él?


Pedro lo tiró al cajón de la mesa, lo cerró y se guardó la llave en el bolsillo.


—Por ahora, es una prueba de tu traición. Se lo entregaré a la policía cuando llegue el momento.


—¡No! Pedro, por favor. No puedo… No puedo volver a la cárcel.


Aunque creía que ya no podía sentir nada, el espanto que vio en sus ojos lo atravesó como una daga y miró su cicatriz en la cadera.


—Esa herida te la hicieron allí, ¿verdad? —preguntó él con otra punzada de dolor.


—Sí. Me atacaron.


Se giró hacia la ventana para que ella no viera que cerraba los ojos y contenía la respiración. Con alivio, oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta con las manos en los bolsillos cuando Sheldon entró.


—Acompaña a la señorita Chaves y móntala en el mismo avión que el resto de los empleados. Quiero que esté vigilada las veinticuatro horas hasta que yo hable contigo. Si intenta huir, puedes impedírselo físicamente y llamar a la policía. ¿Entendido?


—Sí, señor —contestó Sheldon sin salir de su asombro.


Pedro, ya sé que no me crees, pero, por favor, ten cuidado. Gaston es un malnacido escurridizo.


Él no se dio la vuelta.


—¡Pedro!


El tono suplicante fue doloroso, pero la traición era demasiado profunda. Aun así, la miró por última vez. Estaba pálida y los labios le temblaban, pero los ojos, a pesar de la súplica, tenían un brillo de condena que hizo que apretara los puños dentro de los bolsillos. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero cuando se abrió la puerta, se dio la vuelta como si estuviese congelado.


—¿Todo va bien? —preguntó Ariel mientras entraba con Teo pegado a los talones.


—No, nada va bien.


—Es una pena, hermano, porque se ha armado una gorda.







PROHIBIDO: CAPITULO 21






Paula necesitó todo el dominio de sí misma que pudo reunir para no gritar.


—¿Qué mensaje? —preguntó ella para ganar un poco de tiempo.


—Alguien llamó a tu teléfono de madrugada, preguntó por Ana y colgó. Luego, llegó un mensaje. ¿Puedes explicarlo?


No estaba preparada. Esa mañana se había despertado y se había quedado en la cama sabiendo con toda certeza que se había enamorado de Pedro y que tenía que ser sincera, pero no había pensado hacerlo en ese momento, cuando Pedro tenía tantas cosas entre manos. Había pensado darle la dimisión por escrito, con una confesión sobre su pasado, con la esperanza de que él le perdonara por haberle mentido sobre quién era.


—Paula… —insistió él en un tono frío e inexpresivo.


—Es un amigo… Quiere que le haga un favor.


—¿Y te llama a las tres de la madrugada? ¿Qué favor? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Que lo ayude… con su trabajo.


—Entonces, ¿no era una llamada personal?


—No —contestó ella con firmeza porque era completamente verdad.


Él se acercó a donde estaba ella, quien tuvo que contener la respiración al tenerlo tan cerca con la camisa abierta y ese pecho musculoso al alcance de la mano.


—No será un competidor, ¿verdad? ¿Está intentando comprarte?


—No, no está intentando comprarme.


Él le levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos. Al parecer, se quedó satisfecho con lo que vio porque asintió con la cabeza, agarró la toalla que ella sujetaba malamente y se la quitó. Entonces, la besó en la boca y la acarició por todo el cuerpo. Justo cuando creía que iba morirse de deseo, él la soltó.


—Me alegro porque si no, lo habría buscado y descuartizado. Vístete y ponte uno de esos trajes tan serios. Me moriré al imaginarme lo que hay debajo, pero, al menos, no me abalanzaré sobre ti cada vez que entre en mi despacho.


Respiró aliviada por la prórroga que le había concedido, aunque la hubiese conseguido de una manera tan cobarde. 


En cierto sentido, demostraba la presión que sufría Pedro para que no hubiese insistido más… ¿o estaría empezando a confiar en ella? Recogió la ropa de la noche anterior y volvió a su suite. Le había concedido una prórroga, pero ¿habría dejado sin valor la confesión que tendría que hacer al no reconocer la verdad en ese momento? Cuando le dijera a Pedro quién le había mandado el mensaje, la maldeciría para siempre.


Lo amaba y lamentaba que no se hubiesen conocido antes de que ella tuviera que esconder su identidad y arriesgar su porvenir sin saberlo. El teléfono vibró mientras se ponía los zapatos.


—Necesito más tiempo —dijo ella sin saludar.


—No te habrá descubierto, ¿verdad? —preguntó Gaston.


—No, pero si llamas y escribes a las tres de la madrugada, lo complicas todo.


—¿Cuál es el problema si no te ha descubierto?


—Me observan mucho en estos momentos y tengo que hacer bien las cosas o todo acabará muy mal para los dos.


Le abrasaba la piel con cada mentira y tenía la sensación de que un rayo iba a fulminarla.


—Tengo que irme de la ciudad inesperadamente. Tardaré como una semana en volver. Tienes hasta entonces para darme la información. Si no, se acabó. No me pongas a prueba, Paula.


Se estremeció. Ya no era Ana Simpson. El cambio de nombre había sido un paso para reinventarse, pero no había sentido que había renacido de verdad hasta que se vio a través de los ojos de Pedro. El día anterior había dicho que era increíble y durante toda la noche le había dado un placer que iba más allá de lo físico, y que había sido más maravilloso por lo que sentía hacia él. La idea de vivir sin él era como una lanza que le atravesaba el corazón.


Seguía sintiendo ese dolor cuando entró en el comedor, y casi se le saltaron las lágrimas al ver las fuentes con tortitas, el sirope de chocolate y de fresa y la infinidad de condimentos.


—Anoche hicimos el amor con ganas y gritaste más de una vez —comentó él arqueando una ceja—. Estoy intentando que mi vanidad no se resienta porque estás a punto de llorar por el desayuno y no por cómo hicimos el amor.


—Es que… Nadie había hecho algo parecido por mí.


—Es lo mínimo que te mereces.


Tenía que decírselo en ese momento. Sin embargo, ¿cómo iba a hablarle de Gaston sin que todo se interpretara mal? ¿Cómo podía confesarle su amor sin que pareciera que lo hacía para que la perdonara? Le había concedido más tiempo con él y, egoístamente, quería ese tiempo. Quizá pudiese aprovecharlo para demostrarle lo que significaba para ella con hechos, no con palabras. Lo besó hasta que él gruñó.


—Si me das besos así, tendrás tortitas todos los días. Antes de que empieces a hablarme de calorías, te aseguro que el ejercicio que harás en mi cama las quemará.


Él se rio cuando ella se sonrojó, la ayudó a sentarse y le sirvió una tortitas con fresa. Era una mañana soleada y él sonreía. El corazón se le encogió, pero cuando la miró con los ojos como ascuas, el deseo le atenazó las entrañas. 


Entonces, el zumbido de su teléfono rompió ese ambiente sensual. Pedro contestó y el mundo real se adueñó de todo.


Tomaron el ascensor, después de un beso arrebatador y tentador, y el día tomó su curso vertiginoso. Cuando la llamó a la seis de la tarde, ella entró en su despacho con la tableta en ristre y se quedó petrificada al ver su expresión tensa.


—Lo hemos localizado en Tailandia.


—¿Al capitán Lowell?


—Sí.


—¿Está vivo?


—Ayer lo estaba. Aunque las autoridades creen que hay alguien más detrás de él, aparte de nuestro equipo de seguridad —contestó él con un gesto sombrío.


No podía ser Gaston… ¿o sí? Ella se pasó la lengua por los labios con nerviosismo.


—¿Qué quieres que haga?


—Por el momento, nada. Estoy esperando a que los abogados evalúen la situación.


—¿Quieres que cancele la fiesta que querías que organizara para la tripulación?


Llevaba todo el día organizando la fiesta que Pedro quería celebrar en Grecia.


—No. La fiesta se mantiene. La tripulación y los voluntarios se la merecen por todo lo que han hecho. Un hombre no va a estropear el disfrute de mis empleados.


—¿Y la esposa de Lowell? ¿Vas a decirle que lo has encontrado?


Una sombra de angustia cruzó el rostro de Pedro y ella supo que estaba acordándose de su madre cuando las víboras maledicentes le destrozaron la vida.


—No quiero ocultarle nada, pero tampoco quiero que sufra por conjeturas. La llamaré cuando sepamos todos los datos.


—Entonces, seguiré con los preparativos para llevar la tripulación a Grecia.


—Espera —se acercó a donde estaba ella y la besó apasionadamente—. Cuando esto haya terminado, te llevaré a mi chalé en Suiza y nos encerraremos durante una semana.Si una semana no basta, seguiremos hasta que estemos saciados y no podamos movernos. Solo entonces dejaremos que el mundo vuelva a entrar. ¿De acuerdo?


Se le paró el pulso. Cuando eso hubiese terminado, ella se habría marchado, pero asintió con la cabeza, volvió a su mesa y se dejó caer en la silla con dolor y tristeza.


La noticia de que habían detenido a Lowell y se negaba a colaborar desbarató la noche. A la una, Pedro dejó de ir de un lado a otro y la levantó del sofá donde estaba organizando el itinerario del día siguiente.


—Acuéstate.


—¿Sola? —preguntó ella sin poder evitarlo.


—Iré cuando haya recibido la última información de los abogados —contestó él dándole un beso.


Una hora más tarde, cuando llegó, estaba exaltada por el deseo. Mientras la arrastraba hacía otra explosión de felicidad deslumbrante, supo que, independientemente de a dónde fuera, su corazón siempre pertenecería a Pedro Alfonso