martes, 24 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 23





Se levantó de la cama y fue a la ventana esperando un milagro, aunque sabía que era inútil. Efectivamente, la furgoneta negra con el vigilante de Pedro seguía donde llevaba tres días. No se molestó en mirar por la ventana de la cocina porque sabía que vería otra furgoneta en el callejón. Aun así, fue a la cocina, puso a calentar agua e intentó respirar a pesar del dolor que se había apoderado de ella desde que salió del despacho de Pedro en Grecia.


«Me mentiste». Esas dos palabras habían destrozado su mundo. Pedro siempre la vería como la mujer que había llegado hasta su cama solo para traicionarlo, sobre todo, cuando ella sabía las mentiras y traiciones que le habían arruinado la infancia. Fue a sacar una taza del armario cuando oyó la puerta de un coche que se cerraba de golpe.


Se oyeron varias más y dejó la taza para acercarse a la ventana. Estuvo a punto de reírse cuando vio a un paparazzi agarrado al borde de la plataforma de una grúa que se elevaba hacia su ventana, pero cuando apuntó la cámara hacia la ventana, ella se tiró al suelo y oyó que la llamaba por su nombre.


—¿Tiene algo que comentar sobre la demanda contra usted, señorita Chaves?


Se arrastró hasta el pasillo justo cuando alguien llamaba al timbre. Sintió un dolor desgarrador al darse cuenta de que Pedro la había arrojado a los lobos. Aun así, se negaba a esconderse como una delincuente y a quedarse atrapada en su propia casa. Tenía derecho a defenderse. Apretó los dientes y fue a su cuarto sin hacer caso a los timbrazos. Se puso lo primero que encontró, agarró el bolso, se pasó un cepillo por el pelo y salió antes de que los vigilantes pudieran pararla.


—¡Señorita Chaves, espere!


Se dio la vuelta y se encaró a ellos en lo alto de la escalera.


—Si me ponen un dedo encima, seré yo quien llamará a la policía y los acusaré de agresión.


Sintió un arrebato de satisfacción cuando retrocedieron y bajó apresuradamente las escaleras. Ellos la siguieron, pero no hicieron nada para retenerla y un millar de flashes la cegaron cuando salió a la calle. También le preguntaron lo mismo que el paparazzi de la grúa, pero ya sabía que nunca había que contestar a las preguntas de la prensa sensacionalista. Se abrió paso entre el gentío y siguió hacia la calle comercial que había a doscientos metros. Cuando oyó un motor detrás de ella, ni siquiera se dio la vuelta.


—¿Puede saberse qué haces exponiéndote a los paparazzi? —le preguntaron mientras la agarraban con fuerza de los brazos.


A ella se le paró el pulso y se quedó sin poder respirar por el dolor y el placer de verlo. Lo echaba de menos, pero se acordó de la última vez que se vieron y se soltó.


—Nada que ya sea de tu incumbencia, Pedro.


—Espera, Paula —él volvió a agarrarla del codo.


—No. ¡Suéltame!


Ella consiguió zafarse y se alejó un poco, pero él la alcanzó inmediatamente.


—¿Mi equipo de seguridad no te avisó de que la prensa iba por ti?


—¿Por qué iba a haberlo hecho? ¿Acaso no era lo que querías?


—No —contestó él tendiéndole una mano temblorosa—. Yo no he tenido nada que ver. Paula, por favor, acompáñame. Tenemos que hablar —añadió él apremiantemente.


—Jamás. Ya dejaste muy claro lo que sentías por mí y… —Paula dejó escapar un grito cuando Pedro la metió en la limusina—. ¿Puede saberse…?


—Cada vez hay más paparazzi y mi equipo no podrá contenerlos mucho tiempo. Además, tengo que hablar contigo. Por favor —insistió él con la voz entrecortada.


Ella abrió la boca para arremeter contra él, pero volvió a cerrarla. Al mirarlo con detenimiento, vio que tenía ojeras y unas arrugas profundas a los costados de la boca. 


Asombrosamente, se le encogió el corazón, pero, aun así, se apartó y apoyó la espalda en la puerta.


—Tienes dos minutos, luego, me bajaré de este coche.


El coche se puso en marcha y medio minuto después llegaron al patio de un colegio, donde estaba un helicóptero que ella conocía muy bien.


—¿Has aterrizado en un colegio en medio de Londres? —preguntó ella bajándose del coche.


—Esto no es el centro de Londres y el colegio está cerrado por vacaciones. Pagaré la multa que me pongan y si tengo que ir a la cárcel, habrá compensado.


—¿Qué habrá compensado?


Él no contestó y se limitó a abrir la puerta del helicóptero. 


Ella se montó y él la siguió. Fueron en silencio hasta la torre Alfonso y tampoco hablaron en el ascensor.


—¿Qué estoy haciendo aquí, Pedro? —preguntó ella cuando llegaron al ático.


Él cerró los ojos un segundo y ella se acordó de que le había dicho que le gustaba que dijera su nombre. Sin embargo, eso había sido una ilusión y él la había apartado de su vida sin reparos.


—¿Adónde ibas cuando saliste de tu apartamento?


—Eso no te importa. Ya no puedes dirigir mi vida, Pedro. Adelante, rebatiré todas las acusaciones que presentes contra mí y si pierdo, mala suerte, pero, de ahora en adelante, yo controlo mi vida.


Ella se detuvo con la respiración entrecortada y Pedro la miró antes de mirar el móvil que había sacado del bolsillo. 


Ella, aunque tardó un poco, se dio cuenta de que era su móvil.


—¿Qué haces con eso? Creía que ibas a entregárselo a las autoridades.


—No lo hice después de lo que vi.


—¿Qué…? ¿Qué viste?


Él se acercó con el arrepentimiento y la desesperanza reflejados en los ojos.


—Vi esto —contestó él con la voz temblorosa y mostrándole la pantalla.


Puedes irte al infierno, Gaston. Ya me engañaste una vez para que cargara con la culpa de algo que hiciste tú. ¿Ahora quieres que traicione al hombre que amo? Ni lo sueñes.


Ella levantó la mirada con el corazón desbocado.


—¿Y qué? No deberías creerte todo lo que lees. Podría haberlo mandado para despistarte.


—Entonces, ¿por qué me previniste contra él?


Ella se encogió de hombros.


—Paula, Gaston confesó que te presionó para que firmaras los documentos que utilizó para desviar fondos a su cuenta en un paraíso fiscal.


—¿Ha confesado? ¿Por qué? —preguntó ella sin dar crédito a lo que había oído.


—Se enfrenta a denuncias en tres países por sobornar a Lowell para que accidentara el petrolero. Le dije que retrasaría la denuncia en Grecia si me daba información útil. Me dio las fechas, cantidades y códigos de sus cuentas en las islas Caimán y confesó que te había engañado para que lo ayudaras a sacar el dinero.


—Entonces, ¿me crees?


—Perdí el tiempo sintiendo lástima de mí mismo y Landers pudo dar tu nombre verdadero a la prensa sensacionalista, pero no debería haber dudado de ti en ningún momento.


—La verdad es que no me importa que se sepa quién era y, dadas las abrumadoras evidencias, tendrías que haber sido un santo para no dudar de mí.


Él tiró el teléfono y se acercó a ella. Fue a agarrarla, pero se puso las manos detrás de la nuca.


—Pues debería haber sido un santo. Lo que te hizo él… Lo que te hice yo… Me sorprende que aceptaras venir aquí.


—En realidad, iba a venir aquí —reconoció ella.


—¿De verdad? —preguntó él sin disimular la sorpresa y la esperanza.


—No te emociones, Pedro. No iba a venir a suplicarte, venía a vaciar la mesa o a que alguien de seguridad me la vaciara si tenía prohibido entrar en este sitio sagrado.


—Nunca lo tendrás prohibido, Paula.


—No hace falta que me llames así. Ya sabes quién soy.


—Siempre serás Paula para mí. Ella es la mujer de la que me enamoré, la mujer que tiene más fuerza e integridad en su dedo meñique que nadie que yo conozca, la mujer que deseché estúpidamente antes de que pudiera decirle lo mucho que la amo.


Las piernas no le sujetaron más y Pedro tuvo que agarrarla antes de que cayera en el sofá. Cayeron los dos juntos. Ella estaba boquiabierta y él dejó escapar un gruñido.


—Ya sé que fue imperdonable, pero quiero intentar resarcirte. Solo tienes…


—Me amas…


—…que decir lo que quieres y te lo daré. Ya he retirado la demanda y…


—¿Me amas?


Él se calló y asintió con la cabeza, pero lo que más la impresionó fue la veneración de sus ojos.


—Te amo más que a nada en el mundo y te necesito. Haré lo que sea para recuperarte, agapita.


—¿Qué quieres decir?


—¿Qué quiero…? ¡Ah, agapita! Quiere decir «querida».


—Pero me lo dijiste antes incluso de que nos acostáramos. 
El día que me llevaste a comer tortitas.


—Creo que el subconsciente ya estaba diciéndome lo que sentía.


—¿Cuándo te diste cuenta conscientemente? —preguntó ella acariciándole la mejilla.


—En Grecia, cuando tuve que aguantar las burlas de Ariel y Teo y reconocí que no quería vivir sin ti. Pensé decírtelo después de la fiesta.


—Repítelo ahora.


Él lo repitió, la besó arrebatadoramente y se separó un poco. Ella captó una vulnerabilidad en su mirada que no había visto nunca.


—¿Podrás perdonarme alguna vez lo que te he hecho?


—Intentaste averiguar la verdad. Podrías haberte marchado y condenarme, pero volviste y te conté mi pasado, lo que pasó con mi madre, y no me juzgaste ni hiciste que me sintiera indigna. Te amé por eso, más incluso que cuando mandé a Gaston ese mensaje.


Sonrió al ver el asombro de él y lo besó apasionadamente antes de que volviera el macho dominante. Cuando se apartó, ella dejó escapar un gruñido de descontento.


—¿Tienes preparada una de esas bolsas de viajes imprevistos? Si no, nos apañaremos, pero tenemos que marcharnos.


—Sí, pero…


Él se levantó y fue a la suite de ella antes de que pudiera terminar. Volvió al cabo de unos segundos con dos bolsas en las manos.


—¿Adónde vamos? —preguntó ella mientras se alisaba la ropa.


—He cerrado mi agenda durante un mes. Creo que hay un chalé suizo esperándonos.


—¿Crees que un mes será suficiente? —pregunto ella provocativamente.


Él volvió a besarla hasta que se quedaron sin respiración.


—Ni mucho menos, pero es una buena manera de empezar.





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