lunes, 23 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 19





Paula abrazó a Pedro con el miedo clavado en el corazón. 


Le había contado todo sobre su madre y él había sentido una compasión que le había llegado al alma y que había hecho que se diera cuenta de que si bien había perdonado a su madre por su adicción, lo que más le había dolido había sido que la abandonara cuando estaba limpia. Sin embargo, Pedro había reconocido que rara vez perdonaba. 


Intentó convencerse de que le daba igual. El viernes, cuando hubiese terminado el plazo, se habría marchado de allí. 


Gaston le había mandado un recordatorio cada hora.



Ella había quitado el sonido de móvil y se lo había guardado en el bolsillo de la chaqueta. Sin embargo, si le había dejado entrever su pasado, no había sido porque fuese a marcharse, había sido porque quería que él conociera a la verdadera Paula Chaves, a la persona que fue Ana Simpson, a la hija de una adicta al crack que adoptó el nombre de soltera de su abuela para forjarse una identidad nueva. Se había mostrado a Pedro y se sentía más vulnerable que nunca. Él seguía siendo implacable con la traición. Si alguna vez averiguaba su pasado, no la perdonaría nunca por haber manchado su empresa con su reputación.


—Puedo oír que estás pensando —murmuró él contra su cuello.


—Acabo de hacer el amor contigo en tu mesa. Eso se merece que piense un poco, ¿no crees?


—Quizá, pero como va a ser algo habitual en nuestra relación, te aconsejo que te acostumbres.


Oyó que ella contenía el aliento, se apoyó en los codos y la miró.


—¿Te asusta la palabra «relación»?


Ella deseó que se le relajara el pulso y que se sofocara la esperanza que se avivaba en el pecho. No había ningún porvenir para ellos.


—La palabra, no, pero creo que esto va un poco deprisa. Anoche nos acostamos por primera vez.


—Después de haberme contenido durante año y medio, creo que pedirme que me contenga ahora es pedir lo imposible. Necesitaré unas semanas para asimilar el efecto.


—Cuando me hiciste la entrevista, en esta misma mesa, me advertiste de que ni siquiera soñara con tener una aventura contigo.


Él tuvo la elegancia de parecer que se avergonzaba, pero eso tuvo un atractivo letal.


—Seguía furioso con Gisela y todas las que entrevistaba me recordaban a ella. Tú fuiste la primera que no me recordó a ella y cuando me di cuenta de que me atraías, me resistí con todas mis fuerzas porque no quería que se repitiera ese asunto tan feo.


Ella, incapaz de resistirse, introdujo los dedos entre su pelo.


—Ella te hizo daño, ¿verdad?


—Tengo que reconocer que no vi cómo era hasta que fue demasiado tarde.


—Vaya, no sé si sentirme complacida o decepcionada por saber que puedes equivocarte


Él se irguió y la tomó en brazos como si no pesara nada.


—Nunca he dicho que sea perfecto, menos cuando se trata de ganar campeonatos de remo.


—La modestia es una virtud muy escasa, Pedro.


Él se rio abiertamente y ella se sintió dominada por el placer.


—Sí, como también lo es la capacidad de llamar a las cosas por su nombre.


—Nadie podría acusarte de ser apocado. Espera, ¿adónde me llevas?


—Arriba, a darte una ducha terapéutica.


—Creo que estás llevando el asunto de la terapia un poco lejos. Bájame, Pedro. ¡Nuestra ropa!


—Déjala —replicó él mientras llamaba al ascensor privado.


—Ni hablar. No voy a dejar que la limpiadora se encuentre mis bragas y todo en tu despacho —ella volvió y empezó a recoger su ropa—. No te quedes ahí. Recoge tu maldita ropa.


Él se rio y también empezó a recoger la ropa. Entonces, ella recogió los papeles tirados y los dejó en la mesa. Él se rio en un tono burlón.


—La próxima vez, vas a recogerlos tú.


Él le dio un azote en el trasero y la besó cuando ella dio un grito.


—Eso por desobedecerme, pero me gusta que reconozcas que habrá otra vez.


Se miraron a los ojos y, por primera vez, vislumbró una vulnerabilidad que nunca había visto en sus ojos, como si no hubiese estado seguro de que ella fuese a repetir lo que había pasado. Pagaría un precio muy elevado por seguir con eso, pero la necesidad de estar con él hasta que se marchara era demasiado fuerte.


—Habrá otra vez solo si yo estoy encima —susurró ella besándolo en la mejilla.



* * *

Pedro se despertó al oír la vibración del teléfono. Paula estaba dormida, agotada por todo lo que él le había exigido a su cuerpo. Él también estaba aletargado y se planteó la posibilidad de no contestar el teléfono, pero el zumbido insistió. Se frotó los ojos y fue a agarrar el teléfono, pero se dio cuenta de que el que vibraba era el de Paula.


Se levantó y rebuscó entre su ropa tirada hasta que lo encontró en el bolsillo de la chaqueta. Dudó y se sintió aliviado cuando dejó de sonar. Sin embargo, volvió a sonar casi inmediatamente. Suspiró con fastidio y pulsó el botón.


—Ana…


Era la voz impaciente de un hombre que no reconoció, aunque, naturalmente, no conocía a todos los hombres que la llamaban. Sin embargo, sintió una punzada de disgusto muy intensa ante la idea de que alguien tuviera el permiso de llamarla… Ana…


—Se ha equivocado. Es el teléfono de Paula. ¿Quién es usted?


¿Por qué estaba llamándola a las tres de la mañana? Se hizo el silencio y la llamada se cortó un momento después. 


Intentó buscar el número, pero el teléfono estaba bloqueado. Lo dejó en la mesilla de noche y se acostó con los brazos debajo de la cabeza. La inquietud lo corroía por dentro aunque no tenía motivos para sospechar que no se hubiesen confundido de número. Podía ser una casualidad que otro hombre hubiese llamado a su amante y hubiese querido hablar con… Ana. Aun así, dos horas más tarde seguía despierto y oyó que entraba un mensaje. Agarró el teléfono con inquietud. El número seguía bloqueado, pero el mensaje lo dejó helado.


Te recuerdo amablemente que te quedan tres días para que consigas lo que necesito. G.






PROHIBIDO: CAPITULO 18




Una hora más tarde, Pedro estaba yendo de un lado a otro de su despacho cuando oyó que el jefe de seguridad entraba y saludaba a Paula.


—Venid los dos —les pidió casi sin poder contener la rabia.
Intentó concentrarse en el jefe de seguridad, pero su mirada, como si tuviese vida propia, se dirigió hacia Paula. 


Estaba imperturbable, como siempre, no quedaba ni rastro de la mujer que había gritado de placer la noche anterior ni de la que, con delicadeza, había escuchado todo lo que había dicho de su padre. Quiso odiarla por esa serenidad, pero se dio cuenta de que la admiraba. Cualquiera podría pensar que significaba más que… Le flaquearon las piernas por la intensidad de ese sentimiento desconocido. Apretó los dientes y se sentó en el borde de la mesa.


—¿Qué has encontrado? —le preguntó a Sheldon.


—Hemos indagado en la situación económica del segundo de a bordo, Isacs, y del primer oficial, el capitán Green. Los dos recibieron cien mil euros en sus cuentas corrientes hace una semana.


—¿Sabemos de dónde procede ese dinero? —preguntó Pedro.


Esa misma mañana, habría pensado lo peor, pero, gracias a Paula, les concedía el beneficio de la duda. Había reflexionado sobre lo que había dicho y se había dado cuenta de que el escepticismo había gobernado su vida.


—Moorecroft utilizó media docena de empresas pantalla para ocultar sus actividades. Habríamos tardado más sin su confesión, pero ha sido más fácil al saber dónde mirar y porque los tripulantes no disimularon en ningún momento el dinero que recibieron.


Se sintió dominado por una oleada de ira ante la confirmación de que Moorecroft había pagado a sus tripulantes para que encallaran el buque y eso facilitara la adquisición hostil de su empresa. Podía perdonar el daño sufrido por el buque, que estaba asegurado, pero no podía digerir esa pérdida de vidas y el peligro que había corrido toda la tripulación. Cuando habló con Moorecroft, con el rostro de dolor de los familiares de los tripulantes muertos muy presente en la cabeza, no dudó en decirle que esperaba que el peso de la justicia cayera sobre él sin compasión. Sintió una punzada de remordimiento al ver la expresión de Paula, pero no podía perdonar que la codicia de un hombre hubiese llegado hasta ese punto.


—¿Se sabe algo de la cuenta corriente de Lowell?


—Estamos intentando llegar a ella, pero es un poco más complicado.


—¿Cómo de complicado? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Su sueldo acababa en una cuenta suiza y son más difíciles de forzar.


—¿Consta eso en Recursos Humanos? —le preguntó él a Paula


—No —contestó ella mordiéndose el labio inferior.


—Eso es todo, Sheldon. Infórmame en cuanto sepas algo más.


Sheldon asintió con la cabeza, se marchó y se hizo un silencio sepulcral.


—Estoy esperando que me digas que ya me lo habías advertido —comentó ella.


Él la miró como no se habría atrevido a mirarla con otra persona presente. Temía que su expresión delatara todos los sentimientos que lo abrumaban. Tenía que beber algo.


—No tiene sentido. Las cosas son así.


—Entonces, ¿por qué te sirves algo de beber en plena jornada laboral?


—Son casi las cinco, no es plena jornada laboral.


—No lo es para la mayoría de la gente, pero tú sueles trabajar hasta las doce casi todas las noches.


Pedro miró el whisky de malta, lo llevó a los labios y se lo bebió de un trago.


—Por si te interesa, estoy intentando entender qué lleva a que alguien cometa una traición como esta sin importarle el daño que hace.


—¿Has encontrado alguna respuesta en el fondo del vaso?


Él dejó el vaso con un golpe y fue hasta donde estaba ella.


—¿Estás intentando enojarme? Te aseguro que estás consiguiéndolo.


—Solo quiero que comprendas que no puedes culparte de lo que hacen los demás. Tampoco puedes perdonarlos ni…


—¿Ni?


—Ni puedes apartarlos de tu vida, supongo —contestó ella con cierta amargura.


—¿Quién te apartó de su vida, Paula? —preguntó él con el ceño fruncido.


—No se trata de mí —contestó ella intentando disimular el dolor.


—Claro que se trata de ti —él la agarró de los brazos—. ¿Qué te hizo tu madre?


—Ella… Ella prefirió las drogas a mí. No quiero hablar de esto.


—Tú hiciste que esta mañana me sincerara contigo, creo que lo justo es que hagas lo mismo.


—¿Más terapia?


Ella intentó soltarse, pero él la agarró con fuerza.


—Háblame de ella. ¿Sigue viva? ¿Dónde está?


—Sí, está viva, pero no estamos en contacto desde hace tiempo.


—¿Por qué?


Pedro, esto no está bien. Soy tu… Eres mi jefe.


—Anoche fuimos más lejos. Contesta a mi pregunta si no quieres que te demuestre cuáles son nuestras situaciones nuevas.


Ella contuvo el aliento y separó un poco los labios. Él quiso introducir la lengua, pero, por una vez, se impuso la necesidad de ver lo que había debajo de la máscara de Paula Chaves.


—Ya… Ya te he dicho que no me críe en las mejores circunstancias. Por su dependencia de las drogas… vivimos en la calle desde que tenía cuatro años hasta que tuve diez. Algunas veces, pasaba días sin comer nada aceptable.


—¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó él sin poder identificar a esa mujer con la niña que retrataba ella.


—No podía mantener un empleo durante más de un par de semanas, pero sí fue lo bastante astuta como para eludir a las autoridades durante unos seis años, hasta que su suerte la abandonó, si puede decirse eso. Los servicios sociales me apartaron de ella cuando tenía diez años. La encontré cuando ya tenía dieciocho.


—¿Le encontraste? —preguntó él sin disimular el asombro—. ¿La buscaste?


—Era mi madre. No me interpretes mal, la odié durante mucho tiempo, pero tuve que acabar aceptando que también era un ser humano atrapado por una adición que casi le destrozó la vida.


Pedro apretó los dientes y maldijo a la mujer que le había hecho eso y quiso aliviar su dolor más que cualquier otra cosa. ¿Qué estaba pasándole? Sin embargo…


—¿Casi?


—Sí. Acabó superando la adición durante los ocho años que estuvimos separadas y se organizó la vida. No puedo evitar pensar que yo se lo impedía. Ella nunca hizo nada mientras yo estaba cerca y siempre me miraba como si… me odiara.


—No se puede culpar a un hijo de que haya nacido. Ella tenía la obligación de cuidarte y no lo hizo. ¿Qué pasó después de que se curara?


—Volvió a casarse y tuvo otro hijo.


—Entonces, ¿fue un final feliz para ella, pero te apartó de su vida?


Él no disimuló la tristeza. Sus hermanos y él no tuvieron un final feliz y su madre siguió viviendo una vida vacía, como una sombra de la mujer vibrante que había sido.


—Sí. Supongo que no quería que yo le recordara nada —contestó ella con un desenfado exagerado.


Pedro sabía que estaba quitándole hierro, como había hecho él durante años. Sin embargo, cayó en la cuenta de algo. Ella había tenido una madre que la había descuidado dolorosamente y, aun así, había ido a buscarla cuando ya era mayor y estaba asentada. La compasión por ese acto de perdón le llegó a lo más profundo de su ser.


—Yo nunca perdoné a mi padre por lo que nos hizo, y menos por lo que le hizo a mi madre. Algunas veces pienso que murió intencionadamente en brazos de ella para clavarle el cuchillo más profundamente. Ella casi murió también llorándolo.


—No seas demasiado estricto con ella —Paula le acarició una mejilla—. Ella tenía el corazón destrozado, como lo tenías tú.


Sin embargo, él había tenido a sus hermanos y a cientos de primos y tíos. Siempre había habido alguien cerca, incluso en los días más oscuros. Paula, en cambio, no tuvo a nadie. 


La abrazó como si fuese un imán que lo atraía irremediablemente.


—Eres increíble, ¿lo sabías?


—¿De verdad? —preguntó ella mirándolo a los ojos.


—Sí. Consigues que me replantee algunas de mis creencias más profundas.


—¿Eso es bueno? —preguntó ella riéndose nerviosamente.


—Es bueno que me obligue a analizarlas. Aprender a perdonar es otra… —notó que ella se ponía rígida, pero le gustaba tanto abrazarla que no se preguntó el motivo—. Sin embargo, puedo intentar entender por qué la gente actúa como lo hace.


Ella intentó soltarse y él, a regañadientes, dejó que se separara unos centímetros.


—Debería volver a trabajar.


Él frunció el ceño. No quería que se alejara y no le gustaba la amenaza de lágrimas que veía en sus ojos. Sin embargo, notaba que ya estaba distanciándose y, además, se acordó de dónde estaban. Aunque nadie se atrevería a entrar allí y las puertas estaban cerradas. Solo quería darle un beso…


Bueno, quería mucho más, pero… La miró y estaba acercándose a la puerta. Fue y puso una mano en el marco de madera. Ella se dio la vuelta con los ojos como platos.


—¿Qué pasa? —preguntó él.


—Nada. Iba a volver a mi mesa, señor…


—¡Ni se te ocurra llamarme así!


—De acuerdo —ella se pasó la lengua por el labio inferior—. ¿Puedo volver a mi mesa, Pedro?


La ira creció en la misma medida que la erección y la agarró de la cintura.


—¿Después de lo que acaba de pasar? Imposible.


Ella miró la puerta con anhelo y él deseó que mirase igual esa parte turgente de su anatomía.


—Por favor…


Él repasó la conversación y suspiró.


—No puedo cambiar de repente, Paula. Tú puedes perdonar, pero a mí va a costarme.


—No quiero que cambies si tú no quieres. No tengo ningún interés.


Él cerró la puerta con pestillo y la tomó en brazos.


—¡Pedro!


—Vamos a ver qué interés tienes.


—¡Bájame!


Él, sin hacerle caso, la llevó a la mesa, la sentó en el borde y tiró todos los papeles volando.


—¡No esperarás que vaya a recogerlos yo!


Estaba congestionada, tenía la respiración entrecortada y lo miraba con furia, como a él le gustaba. Le espantaba la Paula triste, asustada y solitaria, pero le espantaba más la Paula fría y distante, sobre todo, después de la noche anterior, cuando había visto toda su pasión.


—Los recogerás si es lo que quiero, lo harás, ¿verdad?


—No. No soy tu doncella, eso no entra en la descripción de mi trabajo.


Él le agarró las manos y se las llevó al pecho.


—Desde anoche, la descripción de tu trabajo incluye hacer lo que me complace en el dormitorio.


—No estamos en el dormitorio. Además, ¿qué pasa con lo que yo quiero?


Él introdujo una mano entre su pelo, encontró la pinza y se la quitó. El pelo le cayó sobre el brazo y él tiró de él hasta que sus mejillas se rozaron.


—Podemos llamarlo una terapia beneficiosa para los dos. Además, sé lo que quieres.


Ella contuvo la respiración y él se rio. La apartó un poco y le desabrochó el único botón de su chaqueta antes de que ella, atónita, pudiera tomar otra bocanada de aire.


Pedro, por amor de Dios. Estamos en tu despacho.


—Está cerrado con pestillo y todo el mundo ha terminado la jornada, menos nosotros.


—Aun así…


La besó sin poder resistir la tentación. La calló y su gemido entrecortado retumbó dentro de él. Le bajó la cremallera del vestido y se lo quitó casi sin quejas. Se quedó paralizado.


—Por favor, dime que no has llevado lencería como esta desde que estás trabajando conmigo.


—No pienso contestar—replicó ella con una sonrisa provocativa que borró el recelo de su rostro.


Ella se estiró y arqueó la espalda como una gata. Llevaba un corpiño que unía los ligueros con las medias y los pechos asomaban tentadoramente por encima. Se le hizo la boca agua y se inclinó hacia ella sin poder resistir el deseo. 


Le bajó una de la copas y le lamió el pezón. Ella dejó escapar un gemido que fue música celestial para sus oídos porque supo que no era el único que sentía algo tan disparatado. Le mordisqueó el pezón endurecido mientras se desvestía como podía. Una vez desnudo, la miró tumbada sobre la mesa y se quedó aturdido por su perfección.


—Vas a decirme que nunca me habías imaginado tumbada en tu mesa, ¿verdad?


Increíblemente, esa escena nunca se le había pasado por la cabeza.


—No, y me alegro. Creo que no habría podido trabajar si hubiese tenido una imagen así en la cabeza. Te he imaginado en la ducha, en el asiento trasero de mi coche, en mi ascensor…


—¿Tu ascensor? —preguntó ella estremeciéndose.


—Sí. En mi cabeza, mi ascensor privado ha presenciado muchas escenas muy tórridas contigo, pero esto supera hasta mi imaginación más calenturienta.


Siguió mirándola hasta que ella se movió incómoda. La sujetó con una mano y le quitó el minúsculo tanga con la otra, que introdujo entre sus muslos. Cuando alcanzó esa humedad tan cálida, creyó que nunca había estado tan excitado. Aunque, acto seguido, comprobó que se había equivocado. Paula puso una mano en su muslo y algo tan sencillo hizo que se le desbocara el corazón. Fue subiendo la mano hasta que sus dedos rodearon sin reparos toda la extensión de su miembro.


—¡Dios!


—Es la deidad equivocada —replicó ella provocativamente.


Él consiguió reírse mientras ella lo agarraba con fuerza. Lo acarició una y otra vez, desde la punta hasta la base, y estuvo seguro de que había perdido la noción de la realidad. 


Por eso, no entendió que ella se humedeciera los labios y reptara por la mesa. Sin embargo, antes de que pudiera decirle algo por no quedarse quieta, lo tomó con su boca perfecta.


—¡Paula!


Tuvo que agarrarse a la mesa cuando casi se desmayó al verse dentro de su boca. Tuvo que hacer un esfuerzo para respirar y para no explotar como un adolescente. Gruñó mientras ella lo lamía y su mano subía y bajaba como si quisiera volverlo completamente loco.


—¡Sí! ¡Así!


Sufrió ese tormento arrebatador hasta que tuvo que retirarse. Cuando ella se aferró y dejó escapar un gruñido, estuvo tentado de ceder, pero fue superior la posibilidad de tomarla otra vez y de demostrar que era suya. Tenía que cerrar esa distancia que ella había intentado abrir entre los dos. La besó por todo el cuerpo y ella volvió a retorcerse. 


Tardó unos segundos en encontrar el preservativo y en ponérselo, pero le parecieron siglos. Por fin, le separó los muslos y se colocó para entrar. Ella levantó la cabeza y lo miró con expresión de avidez.


—¿Te interesa esto? —preguntó él con voz ronca.


Pedro


—¿Te interesa, Paula? A mí, sí.


Pedro, por favor, no digas eso.


—¿Por qué?


—Porque no lo dices de verdad.


—Sí lo digo de verdad. Luché, pero, al final, no sirvió para nada. Te deseo, y deseo esto. ¿Lo deseas tú?


—Sí… Lo deseo…


Entró un poco más bruscamente de lo que había querido, pero lo necesitaba demasiado. Al ver que sus pechos se balanceaban con cada acometida, se preguntó si un corazón habría estallado alguna vez por la excitación porque aunque la había llevado al límite, no le parecía bastante, nunca se cansaría de ella. Aunque era un principio fantástico. Más tarde se pararía a analizar sus sentimientos porque estaba pasándole algo que no sabía definir.



* * *


Mientras se derretía de placer, le acarició la cicatriz y sintió una rabia incontenible. Si ella no le hubiese dicho que se había hecho justicia, él buscaría al hombre responsable de hacérselo y lo machacaría con sus propias manos. Ese afán protector desmesurado era otro sentimiento que tenía que analizar. La agarró de la nuca, le levantó la cabeza y la besó mientras notaba los espasmos de ella. Él cerró los ojos, soltó un gruñido que le brotó de lo más profundo de su ser y se dejó ir como no había hecho nunca. Tardó mucho en recuperar la noción de la realidad.





domingo, 22 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 17






Paula se despertó al oír movimiento en su dormitorio. Abrió los ojos y vio a Pedro al pie de la cama poniéndose los gemelos. Su expresión le llamó la atención. Ya no era el amante que le había susurrado palabras apasionadas, era el magnate multimillonario y, a pesar de la máscara, vio que la tensión no se había disipado completamente.


—Tengo que marcharme. Hay noticias.


—¿Cuáles? —preguntó ella sentándose y apartándose el pelo de la cara.


—Se han encontrado los cuerpos de dos tripulantes.


—¿Cuándo te has enterado? —preguntó ella con asombro y dolor.


—Hace diez minutos. Los encontraron a diez millas y los investigadores creen que se ahogaron.


—Dame diez minutos para que me duche. Yo… Tenemos que ocuparnos de que los repatríen.


Él dio la vuelta a la cama, se quedó delante de ella y le acarició una mejilla.


—Ya se han ocupado. Desperté al director de Recursos Humanos. Esos hombres murieron trabajando para mi empresa y soy el responsable. Él está organizándolo todo, pero voy a reunirme con las familias esta mañana para expresarles mis condolencias.


—No es el resultado que queríamos —replicó ella con tristeza—. ¿A quiénes han encontrado?


—Al segundo de a bordo y al primer oficial.


—Entonces, ¿sigue sin haber rastro de Morgan Lowell?


—Sí.


Eso significaba que también seguían sin saber qué había pasado.


—Haré lo que pueda para mantener a la prensa al margen, pero no puedo garantizar nada.


Intentó poner cara de profesionalidad, pero fue casi imposible cuando él le rodeó la cintura con los brazos y el infierno del deseo la abrasó por dentro.


—Están ocupándose de todo. Foyle dice que hay un protocolo establecido para todo esto. No podemos hacer nada más.


—Entonces, en estos momentos, sobro.


—Nunca —replicó él—. Nunca sobrarás para mí.


Su respuesta la asustó. Podía engañarse otra vez y creer que Pedro estaba empezando a necesitarla como una vez soñó que la necesitarían. Se soltó de sus brazos con una risa forzada.


—Jamás digas nunca. Voy a ducharme. Tardaré diez minutos. Si quieres, hay café en la cocina.


Él asintió con la cabeza y ella contuvo el aliento hasta que salió del dormitorio. Ocho minutos después, estaba poniéndose los zapatos de tacón mientras se hacía el moño. 


Se miró al espejo, se estiró las mangas del traje de Prada, recogió el bolso con la tableta dentro y salió.


Pedro estaba mirando por la ventana de la sala. Se dio la vuelta al oírla y le dio una de las tazas que tenía justo cuando sonó su teléfono avisándole de que el chófer había llegado. Dio un sorbo mientras miraba al magnífico hombre que iba de un lado a otro. Un hombre que había tomado su cuerpo y que se había abierto paso a zonas de su corazón que creía marchitas. Alejarse de ese hombre la desgarraba de dolor y cuando él la miró con esos ojos hipnóticos, tuvo que hacer un esfuerzo para disimular lo que sentía. Tenía que dejar el dolor de corazón para más tarde porque, naturalmente, ese dolor era innegable. Lo sabía desde antes de haberse acostado con él y esa mañana, al verlo luchar contra la nueva adversidad, esos sentimientos habían sido más intensos.


—¿Necesitas algo antes de que nos marchemos?


—Sí, ven aquí.


Fue, deseosa, y él miró alrededor antes de dejar la taza en el alféizar de la ventana.


—Más tarde me explicarás por qué este apartamento no tiene casi muebles, pero, ahora, hay algo que me importa más.


—¿Qué?


—No te he dado los buenos días como Dios manda y es posible que no pueda hacerlo cuando salgamos de aquí —le dio un beso largo y profundo—. Buenos días, pethi mou.


—Bu… Buenos días.


—Vámonos o no nos iremos nunca.


Hicieron casi en silencio el trayecto hasta la oficina. Pedro, absorto, solo respondía con monosílabos y ella intentaba recuperar la profesionalidad. Cuando entraron en el aparcamiento subterráneo de las torres Alfonso, ella no podía soportarlo más.


—Si estás preguntándote cómo sobrellevar esto, no te preocupes. Nadie tiene que saber lo que pasó anoche. Sé lo que pasó con Gisela y…


—Es una historia muy antigua. Lo que pasa entre nosotros es distinto.


—¿Quieres decir que te da igual que alguien se entere? —preguntó ella con el pulso acelerado.


—No he dicho eso —contestó él poniéndose rígido.


El dolor que la atravesó fue tan insoportable como irracional. 


Se bajó del coche en cuanto se paró, pero Pedro la agarró de un brazo y despidió al conductor.


—Espera, no quería decir eso. Quería decir que no quiero, por nada del mundo, que te encuentres en el centro de la diana por mi pasado. Es muy fácil que la persona equivocada saque conclusiones equivocadas. No te mereces sufrir por los pecados de mi padre.


—Él… —ella retrocedió—. Él no fue siempre tan malo, ¿verdad?


Era impensable que hubiesen pasado una infancia tan distinta por fuera y tan parecida por dentro porque el corazón se le desgarraba cada vez que él hablaba de su padre. Ella, en definitiva, había conseguido soportar que no hubiese tenido ninguna relación con su madre.


—Sí, lo era. Era un conquistador y un extorsionador corrupto hasta la médula que disimulaba muy bien su verdadera forma de ser. Cuando lo desenmascararon, nuestras vidas cambiaron por completo. Los empleados de nuestra casa descubrían cada dos por tres a periodistas que rebuscaban por la noche en nuestra basura para encontrar más inmundicias.


—Es espantoso…


—Era espantoso, pero yo, equivocadamente, creí que no podía ser peor.


—¿Qué… más… averiguaste?


—Que mi padre tenía amantes por todo el mundo, no solo la secretaria que, cansada de sus promesas vacías, echó a rodar la bola de nieve. Cuando salió a la luz la primera amante, aquello fue imparable. ¿Sabes por qué lo hicieron todas?


Ella negó con la cabeza a pesar de que el miedo le atenazaba las entrañas.


—Por el dinero. Cuando detuvieron a mi padre y embargaron nuestros bienes, ellas comprendieron que se había acabado el dinero que financiaba sus vidas glamurosas y empezaron a vender historias al mejor postor, aunque mi madre intentara quitarse la vida por eso.


—Dios mío, lo siento, Pedro.


—¿Ahora entiendes por qué me cuesta confiar en los demás? —preguntó él con aspereza.


—Sí, pero no pasa nada por conceder el beneficio de la duda de vez en cuando.


Se avergonzó al darse cuenta de que estaba abogando por sí misma y él la miró con un gesto implacable, hasta que, lentamente, se relajó, le tomó la cara entre las manos y la besó.


—Paula, por ti, estoy deseando dejar de ser escéptico y de esperar lo peor. Te aseguro que, en este caso, quiero comprobar que estoy equivocado.


Sin embargo, a las tres en punto de esa tarde, Ricardo Moorecroft llamó para confesar su participación en el accidente del petrolero.