domingo, 22 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 17






Paula se despertó al oír movimiento en su dormitorio. Abrió los ojos y vio a Pedro al pie de la cama poniéndose los gemelos. Su expresión le llamó la atención. Ya no era el amante que le había susurrado palabras apasionadas, era el magnate multimillonario y, a pesar de la máscara, vio que la tensión no se había disipado completamente.


—Tengo que marcharme. Hay noticias.


—¿Cuáles? —preguntó ella sentándose y apartándose el pelo de la cara.


—Se han encontrado los cuerpos de dos tripulantes.


—¿Cuándo te has enterado? —preguntó ella con asombro y dolor.


—Hace diez minutos. Los encontraron a diez millas y los investigadores creen que se ahogaron.


—Dame diez minutos para que me duche. Yo… Tenemos que ocuparnos de que los repatríen.


Él dio la vuelta a la cama, se quedó delante de ella y le acarició una mejilla.


—Ya se han ocupado. Desperté al director de Recursos Humanos. Esos hombres murieron trabajando para mi empresa y soy el responsable. Él está organizándolo todo, pero voy a reunirme con las familias esta mañana para expresarles mis condolencias.


—No es el resultado que queríamos —replicó ella con tristeza—. ¿A quiénes han encontrado?


—Al segundo de a bordo y al primer oficial.


—Entonces, ¿sigue sin haber rastro de Morgan Lowell?


—Sí.


Eso significaba que también seguían sin saber qué había pasado.


—Haré lo que pueda para mantener a la prensa al margen, pero no puedo garantizar nada.


Intentó poner cara de profesionalidad, pero fue casi imposible cuando él le rodeó la cintura con los brazos y el infierno del deseo la abrasó por dentro.


—Están ocupándose de todo. Foyle dice que hay un protocolo establecido para todo esto. No podemos hacer nada más.


—Entonces, en estos momentos, sobro.


—Nunca —replicó él—. Nunca sobrarás para mí.


Su respuesta la asustó. Podía engañarse otra vez y creer que Pedro estaba empezando a necesitarla como una vez soñó que la necesitarían. Se soltó de sus brazos con una risa forzada.


—Jamás digas nunca. Voy a ducharme. Tardaré diez minutos. Si quieres, hay café en la cocina.


Él asintió con la cabeza y ella contuvo el aliento hasta que salió del dormitorio. Ocho minutos después, estaba poniéndose los zapatos de tacón mientras se hacía el moño. 


Se miró al espejo, se estiró las mangas del traje de Prada, recogió el bolso con la tableta dentro y salió.


Pedro estaba mirando por la ventana de la sala. Se dio la vuelta al oírla y le dio una de las tazas que tenía justo cuando sonó su teléfono avisándole de que el chófer había llegado. Dio un sorbo mientras miraba al magnífico hombre que iba de un lado a otro. Un hombre que había tomado su cuerpo y que se había abierto paso a zonas de su corazón que creía marchitas. Alejarse de ese hombre la desgarraba de dolor y cuando él la miró con esos ojos hipnóticos, tuvo que hacer un esfuerzo para disimular lo que sentía. Tenía que dejar el dolor de corazón para más tarde porque, naturalmente, ese dolor era innegable. Lo sabía desde antes de haberse acostado con él y esa mañana, al verlo luchar contra la nueva adversidad, esos sentimientos habían sido más intensos.


—¿Necesitas algo antes de que nos marchemos?


—Sí, ven aquí.


Fue, deseosa, y él miró alrededor antes de dejar la taza en el alféizar de la ventana.


—Más tarde me explicarás por qué este apartamento no tiene casi muebles, pero, ahora, hay algo que me importa más.


—¿Qué?


—No te he dado los buenos días como Dios manda y es posible que no pueda hacerlo cuando salgamos de aquí —le dio un beso largo y profundo—. Buenos días, pethi mou.


—Bu… Buenos días.


—Vámonos o no nos iremos nunca.


Hicieron casi en silencio el trayecto hasta la oficina. Pedro, absorto, solo respondía con monosílabos y ella intentaba recuperar la profesionalidad. Cuando entraron en el aparcamiento subterráneo de las torres Alfonso, ella no podía soportarlo más.


—Si estás preguntándote cómo sobrellevar esto, no te preocupes. Nadie tiene que saber lo que pasó anoche. Sé lo que pasó con Gisela y…


—Es una historia muy antigua. Lo que pasa entre nosotros es distinto.


—¿Quieres decir que te da igual que alguien se entere? —preguntó ella con el pulso acelerado.


—No he dicho eso —contestó él poniéndose rígido.


El dolor que la atravesó fue tan insoportable como irracional. 


Se bajó del coche en cuanto se paró, pero Pedro la agarró de un brazo y despidió al conductor.


—Espera, no quería decir eso. Quería decir que no quiero, por nada del mundo, que te encuentres en el centro de la diana por mi pasado. Es muy fácil que la persona equivocada saque conclusiones equivocadas. No te mereces sufrir por los pecados de mi padre.


—Él… —ella retrocedió—. Él no fue siempre tan malo, ¿verdad?


Era impensable que hubiesen pasado una infancia tan distinta por fuera y tan parecida por dentro porque el corazón se le desgarraba cada vez que él hablaba de su padre. Ella, en definitiva, había conseguido soportar que no hubiese tenido ninguna relación con su madre.


—Sí, lo era. Era un conquistador y un extorsionador corrupto hasta la médula que disimulaba muy bien su verdadera forma de ser. Cuando lo desenmascararon, nuestras vidas cambiaron por completo. Los empleados de nuestra casa descubrían cada dos por tres a periodistas que rebuscaban por la noche en nuestra basura para encontrar más inmundicias.


—Es espantoso…


—Era espantoso, pero yo, equivocadamente, creí que no podía ser peor.


—¿Qué… más… averiguaste?


—Que mi padre tenía amantes por todo el mundo, no solo la secretaria que, cansada de sus promesas vacías, echó a rodar la bola de nieve. Cuando salió a la luz la primera amante, aquello fue imparable. ¿Sabes por qué lo hicieron todas?


Ella negó con la cabeza a pesar de que el miedo le atenazaba las entrañas.


—Por el dinero. Cuando detuvieron a mi padre y embargaron nuestros bienes, ellas comprendieron que se había acabado el dinero que financiaba sus vidas glamurosas y empezaron a vender historias al mejor postor, aunque mi madre intentara quitarse la vida por eso.


—Dios mío, lo siento, Pedro.


—¿Ahora entiendes por qué me cuesta confiar en los demás? —preguntó él con aspereza.


—Sí, pero no pasa nada por conceder el beneficio de la duda de vez en cuando.


Se avergonzó al darse cuenta de que estaba abogando por sí misma y él la miró con un gesto implacable, hasta que, lentamente, se relajó, le tomó la cara entre las manos y la besó.


—Paula, por ti, estoy deseando dejar de ser escéptico y de esperar lo peor. Te aseguro que, en este caso, quiero comprobar que estoy equivocado.


Sin embargo, a las tres en punto de esa tarde, Ricardo Moorecroft llamó para confesar su participación en el accidente del petrolero.





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