viernes, 20 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 8




Se despertó oliendo a café y con la habitación vacía. Respiró con alivio mientras se levantaba del sofá cama. La cama arrugada indicaba que Pedro había dormido allí, pero no había ni rastro de él. La tableta pitó antes de que pudiera hacer más averiguaciones. La agarró y leyó los mensajes mientras se servía el café. Estaba trabajando otra vez y así quería que transcurriera su vida. Tenía dos mensajes de Pedro, quien se había instalado en la sala de reuniones del piso de abajo. Otros mensajes eran de personas interesadas en participar en la operación de limpieza, pero seguía sin saberse nada de los tripulantes desaparecidos. 


Contestó el mensaje de Pedro que le pedía que bajara en cuanto estuviera arreglada, guardó los mensajes más importantes, se duchó y se puso unos pantalones limpios y una camiseta color crema. Cuando ya se había hecho el moño, los acontecimientos de la noche anterior habían pasado a ser una «ofuscación temporal». Afortunadamente, ya estaba dormida cuando él salió del cuarto de baño y, aunque se despertó al oír su respiración, volvió a dormirse sin problemas, lo cual significaba que no tenía que temer que su relación hubiese cambiado. Cuando hubiese terminado esa crisis, volverían a Londres y todo recuperaría el cauce normal. Se puso una chaqueta verde, agarró el maletín, bajó a la sala de conferencias y se encontró a Pedro hablando por teléfono.


—El equipo de limpieza ha contenido el vertido del último depósito y el buque que recogerá el petróleo que queda llegará dentro de unas horas —le explicó él cuando colgó.


—Entonces, ¿se podrá retirar el petrolero durante los próximos días?


—Sí. Cuando el Comité Internacional de Investigación Marítima haya terminado las investigaciones, lo remolcarán a los astilleros del El Pireo. Ahora que el equipo de limpieza está completo, no hace falta que se quede nadie de la tripulación. Pueden volver a sus casas.


—Me ocuparé.


Aunque agarró la tableta para hacer lo que le había pedido, notó su mirada clavada en la cara.


—Me obedece sin pestañear cuando se trata de trabajo, pero anoche me desobedeció.


Ella parpadeó, lo miró y vio sus ojos verdes que la miraban fijamente.


—No entiendo…


—Anoche le dije que se acostara en la cama y no lo hizo.


Ella tragó saliva e intentó mirar hacia otro lado, pero era como si un imán la tuviese atrapada.


—Me pareció que su orden de obedecerlo sin pestañear no tenía que aplicarse al dormitorio.


—Así es. Me gusta tener el control en el dormitorio, pero no me importa ceder… algunas veces.


Ella intentó seguir al darse cuenta de que estaba a punto de abrasarse por las tórridas imágenes que le cruzaban por la cabeza.


—La lógica me dijo que como soy más baja, me adaptaría mejor al sofá. Me pareció que la caballerosidad no tenía por qué impedir que los dos durmiéramos bien.


—¿Caballerosidad? —él arqueó las cejas burlonamente—. ¿Cree que lo hice por caballerosidad?


Ella se puso roja, pero no pudo dejar de mirar sus hipnóticos ojos.


—Tendrá sus motivos… pero creí… Ya da igual, ¿no? —preguntó ella resoplando.


—Lo propuse porque no habría sido un sacrificio para mí.


—Estoy segura, pero tampoco tiene el monopolio del dolor y la incomodidad, señor Alfonso.


—¿Cómo dice? —preguntó él poniéndose rígido.


—Quería decir que… que sean cuales sean las circunstancias de su pasado, al menos tuvo una madre que lo amó, que no pudo haber sido tan malo.


Ella no pudo contener el tono de dolor y también se dio cuenta de que había tocado un asunto peligroso, pero, como no iba a hablarle de su propio pasado, era la única manera de no creer que Pedro se preocupaba por su bienestar. Durante su infancia no había conocido el amor y la comodidad y la amenaza de una vida entre drogas había estado omnipresente. Dormir en un sofá era una bendición en comparación con eso. Él la miró con los ojos entrecerrados.


—No confunda el remordimiento con el amor, Chaves. He aprendido que lo que llaman amor es como un manto muy oportuno que se pone sobre la mayoría de los sentimientos.


—¿No cree que su madre lo ama?


—Un amor débil es peor que la falta de amor —contestó él apretando los dientes—. Cuando se derrumba bajo el peso de la adversidad, habría sido preferible que no existiera.


Ella agarró la tableta con fuerza. Era la segunda vez en dos días que vislumbraba un aspecto completamente nuevo de Pedro Alfonso. Era un hombre que había ocultado dolores muy profundos y que ella ni se había imaginado.


—¿Qué adversidad?


—Mi madre creía que el hombre que amaba no podía hacer nada malo. Cuando se dio cuenta de la realidad, eligió darse por vencida y dejar que sus hijos se bandearan por su cuenta. Llevo mucho tiempo cuidando de mí mismo, Chaves.


Ella siempre había sabido que tenía un corazón duro como el acero bajo esa fachada cortés, pero en ese momento, cuando sabía cómo se había forjado, sintió comprensión y cercanía.


—Gracias por contármelo, pero el sofá tampoco fue un sacrificio para mí y, ya que los dos hemos descansado, creo que deberíamos dar por zanjado ese asunto.


—Claro. Sé elegir las batallas que tengo que librar, Chaves y abandonaré esta.


La idea de que habría más batallas entre ellos la alteró, pero él siguió hablando.


—También se alegrará de saber que ya no tendré que ocupar su espacio personal. Se ha quedado libre una habitación y la he reservado.


Ella no supo qué hacer cuando sintió una punzada de desilusión en vez de alivio.


—Fantástico. Sí, me alegro de saberlo.


Un mensaje llegó a la tableta y, dando gracias a Dios, se abalanzó sobre ella.



***


Después de desayunar, fueron a unirse a las tareas de limpieza. A media tarde, estaba trabajando junto a Pedro cuando notó que estaba tenso.


—¿Puede saberse qué hacen aquí?


Ella vio el equipo de televisión y el alma se le cayó a los pies.


—No puedo hacer nada para echarlos, pero es posible que pueda conseguir que se porten bien. Tiene que confiar en mí.


Se quedó helada nada más decirlo, como él. La confianza era un problema para los dos. Ella no podía pedirla cuando escondía un pasado que podría acabar con su relación. Sin embargo, la mirada de él dejó de ser dura como el acero y empezó a parecer de agradecimiento.


—Gracias. No sé qué haría sin usted, Chaves —dijo él en voz baja.


El corazón le dio un vuelco antes de desbocarse.


—Me alegro porque he elaborado este plan tan astuto para que no tenga que hacerlo usted.


Él esbozó una sonrisa fugaz, la miró a los labios y volvió a mirarla a los ojos.


—Cuando Ariel me amenazó con robármela, estuve a punto de partirle un remo en la cabeza.


—No habría ido.


—Perfecto. Me pertenece y aniquilaré a cualquiera que intente arrebatármela.


A ella se le aceleró el pulso más. Sin embargo, hablaba de trabajo y de su relación profesional. Paula tuvo que recordárselo mientras intentaba respirar. Él dejó escapar un leve sonido ronco y el calor brotó entre ellos hasta que sintió que se derretía entre las piernas.


—Iré… Iré a hablar con el equipo de televisión —balbució ella mientras retrocedía.


Salió corriendo y rezando para que recuperara el equilibrio. 


El equipo de televisión se negó a marcharse, pero accedió a no entrevistar a nadie del equipo de limpieza y se conformó con eso


La reunión de Pedro con los investigadores de desastres marítimos fue como la seda porque había reconocido su responsabilidad y estaba dispuesto a subsanarlo. Además casi ni parpadeó por la multa estratosférica que pusieron a Alfonso Inc. Sin embargo, con ella nada iba como la seda. 


Durante la entrevista, la miraba para pedirle su opinión, le tocaba el brazo para que se fijara en algo que quería que escribiera o le lanzaba preguntas. El miedo se adueñó de ella al darse cuenta de que el equipo serio y profesional que habían formado hacia setenta y dos horas había desaparecido. Cuando terminó la reunión, sabía que estaba metida en un lío.





PROHIBIDO: CAPITULO 7




Se apoyó en la puerta sin poder respirar y se le cayó la bolsa de la mano. Notaba que cada centímetro de la piel le abrasaba como si todavía estuviese acariciándole la mejilla.


 ¡No! La rabia le dio fuerzas para quitarse las botas, los pantalones manchados de petróleo y la camiseta que fue blanca. Fue a quitarse el sujetador, pero se miró en el espejo y vio el tatuaje. No voy a hundirme. Era una letanía que se había repetido durante los días más sombríos y que se recordaba cuando necesitaba confianza en sí misma. Le recordaba lo que había vivido de niña y adulta, que depender de alguien era buscar la devastación, que cometió una vez ese error y así había acabado. Le recordaba que tenía que seguir nadando sin hundirse. Sin embargo, estaba hundiéndose en ese marasmo erótico que la había dejado sin dominio de sí misma. Se llevó la mano al corazón como si así pudiera serenar los latidos desbocados. Luego, la bajó por la cicatriz que tenía en la cadera hacia la cinturilla de las bragas. Quería acariciarse con unas ganas casi desmesuradas, quería que unas manos más fuertes la acariciaran allí con unas ganas más viscerales todavía. 


Apretó los dientes y se pasó los dedos por la cicatriz. El tatuaje y la cicatriz le recordaban por qué no podía bajar la guardia ni confiar en nadie otra vez. Iba a aferrarse a eso porque lo que había visto en los ojos de Pedro la había asustado. Pedro podía ser irresistible e iba a necesitar toda la fuerza que pudiera reunir. Tenía la sensación de que esa crisis iba a alargarse y de que él iba a exigirle lo que no le había exigido nunca.


Se metió en la ducha y, una vez limpia, recuperó el aspecto sereno. Se secó y se puso una camiseta y unas mallas cortas que usaba para ir al gimnasio. Si hubiese estado sola, se habría puesto solo la camiseta, pero con Pedro Alfonso… Esa sensación amenazó con avivarse otra vez. Se lavó los dientes, se hizo el moño de siempre y salió del cuarto de baño.


Estaba en el diminuto balcón con un vaso en una mano y agarrando la barandilla con la otra. Se detuvo para mirarlo y él giró un poco la cabeza. El carnoso labio inferior era una línea firme y miraba fijamente el vaso con una expresión sombría. Ella se preguntó si estaría recordando la pregunta del periodista sobre su padre. Él no solía expresar los sentimientos, pero su respuesta había sido muy elocuente. 


No recordaba con cariño a su padre, pero su legado le había dejado cicatrices. Volvió a sentir ganas de protegerlo.


Él levantó el vaso y se bebió la mitad del líquido. Ella, hipnotizada, observó su cuello mientras tragaba y bajó la mirada hacia su pecho cuando tomó una profunda bocanada de aire. Tenía que hacer algo, pero los pies se negaban a moverse. Seguía inmóvil cuando él fue a entrar en la habitación. Se detuvo y sus ojos verdes se clavaron en ella con esa intensidad que la alteraba. Unos segundos después, la miró de los pies a la cabeza lentamente y terminó la bebida. Lamió una gota del labio inferior y la oleada de sensaciones la arrasó por dentro. ¡No! Eso no podía estar pasándole. Agarró la bolsa con todas sus fuerzas, hizo un esfuerzo sobrehumano para apartar la mirada, fue hasta el sofá, se sentó y dejó la bolsa al lado.


—Ya he terminado con el cuarto de baño. Es todo suyo.


La tableta seguía en la mesa como si esperara a que hiciera algo con las manos. La agarró y él se acercó para dejar el vaso en el mueble bar. Ella contuvo la respiración hasta que dejó de olerlo.


—Gracias —él agarró su bolsa y se dirigió hacia la puerta—. Chaves…


—Sí… —consiguió decir ella sin poder respirar todavía.


—Es hora de dejar de trabajar.


—Solo quería…


—Apague la tableta y déjela en paz. Es una orden.


Tenía que respirar y volvió a dejar la tableta en la mesa. Él abrió la puerta del cuarto de baño con un brillo de satisfacción en los ojos.


—Muy bien. Acuéstese en la cama, yo dormiré en el sofá.


Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Ella respiró e intentó no oler el olor de Pedro que había quedado en el aire. Miró la cama y el sofá. Era indudable. Hizo el sofá cama a toda velocidad y se metió de espaldas al cuarto de baño cuando oyó que se cerraba la ducha. No podía ni plantearse la posibilidad de dejar la puerta abierta al deseo. 


Si cedía a los sentimientos, podía llegar a lo que la había mandado a prisión y esa experiencia había estado a punto de matarla. No iba a hundirse otra vez.





jueves, 19 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 6



Observó a Paula que se alejaba con la espalda muy rígida y frunció más el ceño. Era la primera crisis que pasaban juntos, pero se había comportado ejemplarmente justo hasta que reaccionó a la pregunta del periodista, una pregunta que él tampoco había previsto aunque debería haberse imaginado que su padre saldría a relucir, que no permanecería enterrado después de haber rebajado a su familia de aquella manera. Sin embargo, se negaba a que el pasado lo persiguiera, ya no le afectaba. Después de lo que su padre hizo a su familia, sobre todo a su madre, se merecía que lo olvidaran completamente. 


Desgraciadamente, en momentos como ese, cuando la prensa creía que podía vislumbrar un escándalo, golpeaba con virulencia…


El ruido ensordecedor del aspirador gigante al ponerse en marcha le recordó que tenía que ocuparse de cosas más importantes que su asistente y el recuerdo de un fantasma.


 Volvió a cerrarse el mono y se acercó a la orilla negra y pringosa. A unos seiscientos metros, unas bombas enormes flotaban por el perímetro del agua contaminada para absorber el crudo derramado. Más cerca de la costa, en medio de la mancha, unos pulverizadores rociaban productos químicos inocuos para el ecosistema que disolvían el crudo en la medida de lo posible. Sonó el teléfono y reconoció el número de Teo en la pantalla.


—¿Qué está pasando, hermano? —le preguntó Teo.


Pedro le resumió la situación todo lo que pudo, pero sin olvidarse de nada aunque sabía que hablar de secuestro reavivaría unos recuerdos dolorosos para su hermano.


—¿Puedo hacer algo desde aquí? —Teo lo preguntó en un tono algo frío por haber tenido que recordar su propio secuestro—. Puedo ponerte en contacto con la gente indicada si quieres. Me ocupé de averiguar quiénes son los contactos idóneos en una situación como esta.


Así era Teo. Seguía un problema hasta que tenía desmenuzados todos los supuestos posibles y luego buscaba la solución hasta encontrarla. Por eso cumplía a la perfección con su papel de localizador de problemas y soluciones en Alfonso Inc.


—Lo tenemos controlado.


Miró a Paula, quien estaba sola después de haber dispersado a los periodistas y tecleaba en la tableta. Sintió una satisfacción enorme al comprobar que fuera lo que fuese lo que había alterado la eficiencia de su asistente, ya la había recuperado otra vez.


—Todo controlado —repitió Pedro para convencerse de que tenía los sentimientos controlados.


—Me alegro de oírlo. Mantenme informado.


Pedro cortó la llamada, subió a la barca con seis tripulantes y el aspirador e indicó al piloto que se pusiera en marcha. 


Durante las tres horas siguientes, mientras hubo luz, trabajó con la tripulación para aspirar todo el crudo que pudieron. 


Los periodistas autorizados, desde una lancha, filmaron la operación e, incluso, hicieron algunas preguntas inteligentes. Llegaron unos focos montados sobre trípodes en otras lanchas y siguió trabajando. Era casi medianoche cuando le avisaron de que iba a llegar el relevo y se incorporó en su puesto junto a la bomba. Se quedó helado.


—¿Puede saberse…?


—¿Cómo dice, señor? —le preguntó el jefe del equipo mirándolo fijamente.


Pedro, sin embargo, estaba mirando hacia una embarcación que estaba a unos quince metros a su izquierda y donde Paula sujetaba la boquilla de un pulverizador con una expresión de angustia. Cuando llegó el equipo de relevo, Pedro se montó en el bote a motor y se dirigió hacia donde estaba trabajando Paula. Ella cambió el ángulo de la boquilla para no rociarlo y su rostro recuperó inmediatamente la expresión serena de siempre. Fue como si la angustia que había vislumbrado antes hubiese sido un espejismo.


—¿Necesita algo, señor Alfonso?


—Deje la manguera y móntese —le ordenó él.


—¿Cómo dice? —preguntó ella apagando el pulverizador.


—Móntese aquí. Inmediatamente.


—No… No lo entiendo.


Ella lo miraba fijamente y parecía sinceramente desconcertada. Él vio que tenía una mancha de petróleo en la mejilla y que la camiseta estaba negra y pringosa, como el pantalón caqui de faena. Sin embargo, no tenía ni un pelo fuera de su sitio. Le intrigaba la mezcla de la suciedad, la eficiencia impecable y la angustia que había vislumbrado y eso lo irritaba todavía más.


—Es casi medianoche y debería haberse marchado hace mucho tiempo.


Maniobró el bote hasta que lo colocó justo debajo de donde estaba ella. Desde ese ángulo, podía ver perfectamente la redondez de sus pechos y la esbeltez de su cuello mientras lo miraba.


—Pero… He venido a trabajar, señor Alfonso. ¿Por qué debería haberme marchado?


—Porque no forma parte del equipo de limpieza y porque hasta ellos trabajan en turnos de seis horas. Además, eso… —Pedro señaló la manguera—… eso no entra en la descripción de su empleo.


—Sé cuál es la descripción de mi empleo, pero, aunque resulte pedante, usted tampoco forma parte del equipo y aquí está.


Se quedó atónito. Nunca lo había replicado ni había mostrado indicios de ira femenina. Sin embargo, en los últimos minutos, había visto que su rostro y su voz se teñían con una emoción intensa y tuvo la sensación de que estaba muy disgustada. Un arrebato de placer masoquista se apoderó de él ante la idea de que había alterado a la inalterable señorita Chaves.


—Soy el jefe y puedo hacer lo que quiero —replicó él y esperando otra reacción airada.


Sin embargo, ella se limitó a encogerse de hombros.


—Naturalmente, pero si le preocupan la posibles responsabilidades, le diré que firmé una conformidad al subir a bordo y no tendrá ninguna responsabilidad si me pasa algo.


—Me da igual mi responsabilidad o la de la empresa —él volvió a enojarse—. Lo que no me da igual es que no pueda trabajar bien si no descansa. Lleva más de dieciocho horas levantada. Por eso, salvo que tenga unos superpoderes que desconozco, deje esa manguera y baje aquí.


Él tendió una mano sin pararse a analizar por qué sentía esa necesidad de cuidarla. Ella entregó la manguera a un hombre y lo miró.


—Muy bien. Usted gana.


Él volvió a captar un leve gesto de rebeldía en sus labios y se preguntó por qué le gustaba tanto. Estaba cansado, debía de estar alucinando, no podía estar pensando con claridad si tenía tantas ganas de alterar a su asistente.


Tenía la mano tendida, pero ella pasó las piernas por encima de la borda y bajó al bote. El bote se balanceó y ella se tambaleó. Puso una mano en el hombro de él, quien la agarró de la cintura y la encontró firme y cálida. Una oleada abrasadora le surgió del pecho y acabó en las entrañas.


—Lo… Lo siento —balbució apartándose con un nerviosismo impropio de ella.


—No ha pasado nada —murmuró él.


Sin embargo, sí le había pasado algo. Estaba ardiendo por dentro y era una sensación que no quería que le despertaran, y menos su asistente. La miró y vio que había retrocedido hasta el fondo del bote con los brazos cruzados sobre el abdomen y mirando hacia otro lado. Intentó no fijarse en sus pechos, pero era muy difícil pasar por alto su tentadora redondez. Farfulló un improperio, agarró con fuerza el timón y se dirigió hacia la orilla.


Esa vez, ella no se resistió cuando la ayudó a bajar al agua. 


La siguió a la playa iluminada con focos y cuando se acercó, vislumbró otra vez la angustia en su rostro.


—¿Qué pasa? ¿Por qué estaba en la barca? Antes de que diga «nada», le aconsejo que no insulte mi inteligencia.


Ella vaciló y se metió las manos en los bolsillos. Esa vez, no pudo evitar mirarle los pechos, aunque, afortunadamente, ella no estaba mirándolo a él.


—Estuve hablando con algunos lugareños. Esta ensenada era un sitio especial para ellos, un refugio. Me… Me sentí fatal por lo que ha pasado.


Sintió remordimiento, pero, sobre todo, le intrigó ese lado humano de Paula Chaves.


—Me ocuparé de que quede tan cristalino como era antes.


Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos con sorpresa y satisfacción.


—Me alegro. No es agradable que te arrebaten un refugio —él frunció el ceño al notar el dolor en sus palabras—. En cualquier caso, les aseguré que usted lo solucionaría.


—Gracias.


Ella fue hacia los vehículos que había a unos metros. Su conductor estaba junto al primero.


—Le he reservado una suite en el hotel Noire. Le llevaron el equipaje hace unas horas. Sus teléfonos y el ordenador están en el Jeep. Lo veré mañana por la mañana, señor Alfonso.


—¿Me verá mañana por la mañana? —repitió él sin entenderlo—. ¿No viene conmigo?


—No —contestó ella.


—¿Por qué?


—Porque no voy a quedarme en el hotel.


—¿Dónde va a quedarse?


Ella señaló hacia las tiendas de campaña que había en un extremo de la playa.


—He conseguido una tienda y he dejado mis cosas allí.


—¿Qué tiene de malo que se quede en el mismo hotel que yo?


—Nada, salvo que no quedaban más habitaciones. La suite que le reservé era la última. Los demás hoteles están demasiado lejos.


—Lleva de pie todo el día y no ha descansado. No discuta, Chaves —añadió él levantando una mano—. No va a dormir en una tienda de campaña con las máquinas haciendo ruido. Vaya a recoger sus cosas.


—Le aseguro que es muy cómoda.


—No. ¿Ha dicho que tengo una suite?


—Sí.


—Entonces, no hay ningún motivo para que no la compartamos.


—Preferiría no hacerlo, señor Alfonso.


La negativa lo sorprendió y molestó en la misma medida.


 Además, por primera vez, no estaba mirándolo a los ojos.


—¿Por qué preferiría no hacerlo?


Ella no contestó.


—Míreme, Chaves—le ordenó él.


Sus ojos eran color aguamarina, grandes y con pestañas largas. Además, lo miraron desafiantes.


—Su habitación es una suite con un dormitorio y una cama doble. No es la adecuada para dos… profesionales y preferiría no tener que compartir mi espacio personal.


Pedro pensó en todas las mujeres que darían cualquier cosa por compartir su «espacio personal» con él. Entonces, también pensó en su petróleo que contaminaba una playa que había sido maravillosa, en los tripulantes desaparecidos y en la prensa que estaba esperando que diera un paso en falso para demostrar que de tal palo tal astilla. La sensación atroz que había sofocado amenazó con brotar de nuevo. Era la misma desesperación y rabia que sintió cuando se llevaron a Teo, la misma sensación de impotencia que sintió cuando no pudo hacer nada para que su madre no se consumiera delante de sus ojos por el dolor que le produjeron su padre y la prensa.


—Su espacio personal me da igual. Lo que no me da igual es que no rinda al máximo. Ya hemos hablado de que estaría a mi lado en esta situación. Me aseguró que lo resistiría, pero, durante los últimos diez minutos, ha mostrado cierta… rebeldía que me hace dudar de que esté capacitada para sobrellevar lo que se avecina.


—Creo que ese comentario no es justo, señor —replicó ella con rabia—. He hecho todo lo que me ha pedido y soy capaz de sobrellevar cualquier cosa que se avecine. Que discrepe en algún detalle no me convierte en rebelde. Estoy pensando en usted.


—Entonces, demuéstrelo, deje de discutir y móntese en el Jeep.


Ella abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Cuando lo miró, los ojos de ella tenían un brillo ardiente que ya había visto más de una vez ese día. El mismo ardor que él había intentado contener en las entrañas, y no lo había conseguido.


—Iré por mis cosas.


—No hace falta.


Él intercambió una mirada con el conductor y el joven se dirigió hacia las tiendas de campaña.


—Puede informarme de los resultados de su plan en las redes sociales mientras esperamos.


—He encontrado a seis personas que podrían sernos útiles. Uno es catedrático de Biología Marina en Guinea Bissau. Otros dos son un matrimonio especializado en rescates de la Naturaleza en desastres como este. Los tres restantes no tienen una especialidad, pero tienen muchos seguidores en las redes sociales y son conocidos por participar en misiones humanitarias. Nuestro equipo de seguridad está investigando a los seis y si da el visto bueno, me ocuparé de que los traigan mañana.


—Sigo sin estar convencido de que lo más conveniente sea llamar más la atención sobre esta crisis, Chaves. Algunas veces, no se ve el daño hasta que es demasiado tarde.


Se acordó de la desolación de su madre y de los llantos incesantes hasta que sustituyó la comida por el alcohol cuando tuvo que asimilar que su marido, el hombre al que había considerado un dios, el hombre que creía que era sincero con ella, había tenido una ristra de amantes por todo el mundo y que había estado con algunas incluso antes de casarse con ella.


El año que cumplió quince años fue el más devastador de su vida. Fue el año que confirmó el miedo más elemental de todos los niños, que su padre no lo amaba, que no amaba a nadie ni a nada que no fuese él mismo. También fue cuando empezó a odiar a la prensa, que no solo había desvelado sus temores, sino que lo había divulgado a los cuatro vientos. Ariel lo soportó con su característica actitud inmutable, pero tenía la sensación de que había quedado tan devastado como él. Teo, que tenía trece años y las hormonas en ebullición, se descarrió. Su madre nunca llegó a saber la cantidad de veces que se escapó porque Ariel, que tenía diecisiete años, lo encontraba siempre. En medio de ese caos, él observaba que su madre se deterioraba ante sus ojos y todavía se estremecía al recordar la solución tan espantosa que buscó.


Dejó a un lado esos acontecimientos y se centró en la mujer que tenía delante, que lo miraba con una curiosidad mal disimulada. Le aguantó la mirada hasta que ella la apartó, pero deseó inmediatamente que volviera a mirarlo y tuvo que contener un gruñido.


—Los periodistas que hemos elegido saben que esta puede ser la oportunidad de sus vidas si siguen el juego. Me cercioraré de que informen clara y sinceramente de lo que estamos haciendo mientras protegen la reputación de la empresa.


—Debería haber sido diplomática, Chaves —replicó él con una sonrisa.


Ella se encogió de hombros y él dirigió la mirada a donde no tenía que dirigirla, a las palpitaciones que veía bajo su piel inmaculada.


—Todos deseamos algo por encima de todas las cosas. Desaprovechar la ocasión cuando se presenta es una tontería.


—¿Qué es lo que usted desea? —preguntó él sin poder remediarlo.


—¿Cómo dice? —preguntó ella mirándolo con asombro.


—¿Qué desea por encima de todas las cosas?


Ella sacudió la cabeza y miró hacia otro lado con 
desesperación. Él captó su expresión de alivio cuando el conductor llegó con su ligero equipaje. Paula se acercó, tomó la maleta del sorprendido conductor y la guardó en el maletero. Luego, abrió una puerta y se montó en el coche. 


Él tardó un momento en ir a la otra puerta. No hizo caso de la mirada nerviosa de ella y esperó hasta que el Jeep avanzaba por el camino polvoriento y ella se había relajado.


—¿Y bien?


—¿Qué…? —preguntó ella.


—Estoy esperando la respuesta.


—¿Sobre lo que deseo?


—Sí.


—Deseo la oportunidad de demostrar que puedo hacer bien un trabajo y que me lo reconozcan.


—Hace un trabajo ejemplar, le pagan mucho y la valoran mucho —replicó él con impaciencia.


Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la decepción. 


Quería algo personal de la asistente con la que no quería tener nada personal, pero descubrir algo de lo que había detrás de la fachada profesional no quería decir que ninguno de los dos fuese a perder la relación pragmática. Además, Chaves conocía sus aventuras. Ella organizaba los almuerzos y las cenas y comparaba esos regalos discretos de separación. Había que equilibrarlo un poco.


—¿Tiene novio?


—¿Cómo dice? —preguntó ella arqueando las cejas.


—Es una pregunta muy sencilla, Chaves. Basta con que conteste sí o no.


—Lo sé, pero no entiendo qué importancia puede tener en nuestra relación laboral.


Él captó su respiración entrecortada y disimuló una sonrisa.


—Creo que la empresa hace una evaluación anual. Lleva trabajando conmigo casi un año y medio y no ha hecho todavía su primera evaluación.


—Recursos Humanos me la hizo hace seis meses. Creo que se la han mandado a usted.


—Es posible, pero no la he leído todavía.


—¿Y quiere hacer su propia evaluación… ahora?


Él se encogió de hombros y un poco molesto consigo mismo por haber insistido en ese asunto, pero ya había hecho la pregunta y, efectivamente, quería saber si Paula Chaves era como todo el mundo. No era un robot. Su cuerpo era cálido y femenino cuando se rozó con el de él en el bote y su comentario sobre recuperar la playa para los lugareños también había desvelado un lado humano desconocido hasta entonces.


—Solo quiero saber si su currículo ha cambiado desde que entró a trabajar. Cuando la contraté, dijo que no tenía pareja y solo quiero saber si eso ha cambiado.


—Entonces, ¿quiere saber, por motivos estrictamente profesionales, si me acuesto con alguien o no? ¿También quiere saber qué marca de ropa interior uso y qué prefiero de desayuno?


Él no se avergonzó. Estaba equilibrando las cosas y, además, necesitaba que algo lo distrajera de ese día infernal… por el momento.


—Sí a mi primera pregunta; las otras dos son opcionales.


—En ese caso —ella levantó la barbilla—, como es algo estrictamente profesional, no, no tengo amante, la ropa interior es asunto mío y tengo una debilidad malsana por las tortitas. ¿Contento?


La satisfacción hizo que se le acelerara el pulso de una forma inquietante. Miró el tenso moño rubio, la nariz impertinente, la boca ancha y carnosa, el hoyuelo que se le formaba en la mejilla cuando arrugaba los labios con fastidio, como en ese momento… Se frotó los ojos. ¿Podía saberse qué estaba pasándole? Necesitaba beber algo que lo devolviera a su estado normal. Bajo ningún concepto pensaba seguir con esa atracción disparatada hacia Chaves.


Las calles estaban desiertas cuando llegaron al arbolado centro de Point Noire. El hotel era un edificio precolonial de tres pisos y bastante agradable. El director estaba esperando en el vestíbulo para recibirlo personalmente, pero abrió los ojos al ver a Paula.


—Bienvenido, señor Alfonso. Su suite está preparada, aunque me habían dicho que sería el único ocupante…


—Le informaron mal.


—Vaya, le pido disculpas por no tener una suite más cómoda, pero todas las habitaciones estaban ocupadas cuando el accidente… cuando sucedió el desdichado percance.


El director llamó al ascensor y él notó que ella se ponía más tensa cuando se montaron. Entendió el motivo en cuanto entraron en la suite. La habitación era poco mayor que una habitación doble y la zona de dormir estaba separada del sofá por una televisión y un mueble bar. Observó que Paula estaba mirando a la cama como si le diese pánico. Algo que le habría divertido si no estuviesen allí por un motivo tan desesperado.


Despidió al director, pero llamaron a la puerta casi inmediatamente y Paula se sobresaltó.


—Tranquila, es nuestro equipaje —la tranquilizó con el ceño fruncido.


—Sí, claro.


Entró el botones y Pedro se ocupó de que se marchara enseguida. Se hizo un silencio cargado con una tensión sexual que pasó por alto, pero, aun así, no la desvaneció.


—Dúchese antes —le dijo él cuando ella se acercó a recoger su bolsa.


Pedro tembló por lo que se imaginó y ella miró la puerta del cuarto de baño.


—Si está tan seguro…


—Sí, estoy seguro.


Entonces, a pesar de que todos sus sentidos le decían que no lo hiciera, le acarició una mejilla. Ella contuvo el aliento y él siguió acariciando su piel cálida y suave.


—Tiene una mancha de petróleo ahí —comentó él.


Ella se apartó, pero siguió mirándolo a los ojos con un brillo evidente de deseo… y de algo más que nunca había visto en los ojos de una mujer cuando estaba con él, de miedo.


—Intentaré… no tardar mucho —balbució ella antes de que él pudiera decir algo.


Paula se dio la vuelta, desapareció en el cuarto de baño y lo dejó mirando la puerta con una erección creciente y el pulso acelerado. Su libido había tenido que elegir ese momento y lugar para desatarse y fijarse en la única persona en la que no podía fijarse. Las crisis aguzaban los sentidos y hacían que los hombres y mujeres cometieran errores que acababan pagando. Tenía que acabar con aquello sin contemplaciones y no podía pensar en Chaves desvistiéndose y metiéndose desnuda en la ducha. Se sirvió un whisky y se lo bebió. No iba a pasar nada. Oyó el pestillo que se cerraba y se sirvió otro whisky.