jueves, 19 de febrero de 2015
PROHIBIDO: CAPITULO 6
Observó a Paula que se alejaba con la espalda muy rígida y frunció más el ceño. Era la primera crisis que pasaban juntos, pero se había comportado ejemplarmente justo hasta que reaccionó a la pregunta del periodista, una pregunta que él tampoco había previsto aunque debería haberse imaginado que su padre saldría a relucir, que no permanecería enterrado después de haber rebajado a su familia de aquella manera. Sin embargo, se negaba a que el pasado lo persiguiera, ya no le afectaba. Después de lo que su padre hizo a su familia, sobre todo a su madre, se merecía que lo olvidaran completamente.
Desgraciadamente, en momentos como ese, cuando la prensa creía que podía vislumbrar un escándalo, golpeaba con virulencia…
El ruido ensordecedor del aspirador gigante al ponerse en marcha le recordó que tenía que ocuparse de cosas más importantes que su asistente y el recuerdo de un fantasma.
Volvió a cerrarse el mono y se acercó a la orilla negra y pringosa. A unos seiscientos metros, unas bombas enormes flotaban por el perímetro del agua contaminada para absorber el crudo derramado. Más cerca de la costa, en medio de la mancha, unos pulverizadores rociaban productos químicos inocuos para el ecosistema que disolvían el crudo en la medida de lo posible. Sonó el teléfono y reconoció el número de Teo en la pantalla.
—¿Qué está pasando, hermano? —le preguntó Teo.
Pedro le resumió la situación todo lo que pudo, pero sin olvidarse de nada aunque sabía que hablar de secuestro reavivaría unos recuerdos dolorosos para su hermano.
—¿Puedo hacer algo desde aquí? —Teo lo preguntó en un tono algo frío por haber tenido que recordar su propio secuestro—. Puedo ponerte en contacto con la gente indicada si quieres. Me ocupé de averiguar quiénes son los contactos idóneos en una situación como esta.
Así era Teo. Seguía un problema hasta que tenía desmenuzados todos los supuestos posibles y luego buscaba la solución hasta encontrarla. Por eso cumplía a la perfección con su papel de localizador de problemas y soluciones en Alfonso Inc.
—Lo tenemos controlado.
Miró a Paula, quien estaba sola después de haber dispersado a los periodistas y tecleaba en la tableta. Sintió una satisfacción enorme al comprobar que fuera lo que fuese lo que había alterado la eficiencia de su asistente, ya la había recuperado otra vez.
—Todo controlado —repitió Pedro para convencerse de que tenía los sentimientos controlados.
—Me alegro de oírlo. Mantenme informado.
Pedro cortó la llamada, subió a la barca con seis tripulantes y el aspirador e indicó al piloto que se pusiera en marcha.
Durante las tres horas siguientes, mientras hubo luz, trabajó con la tripulación para aspirar todo el crudo que pudieron.
Los periodistas autorizados, desde una lancha, filmaron la operación e, incluso, hicieron algunas preguntas inteligentes. Llegaron unos focos montados sobre trípodes en otras lanchas y siguió trabajando. Era casi medianoche cuando le avisaron de que iba a llegar el relevo y se incorporó en su puesto junto a la bomba. Se quedó helado.
—¿Puede saberse…?
—¿Cómo dice, señor? —le preguntó el jefe del equipo mirándolo fijamente.
Pedro, sin embargo, estaba mirando hacia una embarcación que estaba a unos quince metros a su izquierda y donde Paula sujetaba la boquilla de un pulverizador con una expresión de angustia. Cuando llegó el equipo de relevo, Pedro se montó en el bote a motor y se dirigió hacia donde estaba trabajando Paula. Ella cambió el ángulo de la boquilla para no rociarlo y su rostro recuperó inmediatamente la expresión serena de siempre. Fue como si la angustia que había vislumbrado antes hubiese sido un espejismo.
—¿Necesita algo, señor Alfonso?
—Deje la manguera y móntese —le ordenó él.
—¿Cómo dice? —preguntó ella apagando el pulverizador.
—Móntese aquí. Inmediatamente.
—No… No lo entiendo.
Ella lo miraba fijamente y parecía sinceramente desconcertada. Él vio que tenía una mancha de petróleo en la mejilla y que la camiseta estaba negra y pringosa, como el pantalón caqui de faena. Sin embargo, no tenía ni un pelo fuera de su sitio. Le intrigaba la mezcla de la suciedad, la eficiencia impecable y la angustia que había vislumbrado y eso lo irritaba todavía más.
—Es casi medianoche y debería haberse marchado hace mucho tiempo.
Maniobró el bote hasta que lo colocó justo debajo de donde estaba ella. Desde ese ángulo, podía ver perfectamente la redondez de sus pechos y la esbeltez de su cuello mientras lo miraba.
—Pero… He venido a trabajar, señor Alfonso. ¿Por qué debería haberme marchado?
—Porque no forma parte del equipo de limpieza y porque hasta ellos trabajan en turnos de seis horas. Además, eso… —Pedro señaló la manguera—… eso no entra en la descripción de su empleo.
—Sé cuál es la descripción de mi empleo, pero, aunque resulte pedante, usted tampoco forma parte del equipo y aquí está.
Se quedó atónito. Nunca lo había replicado ni había mostrado indicios de ira femenina. Sin embargo, en los últimos minutos, había visto que su rostro y su voz se teñían con una emoción intensa y tuvo la sensación de que estaba muy disgustada. Un arrebato de placer masoquista se apoderó de él ante la idea de que había alterado a la inalterable señorita Chaves.
—Soy el jefe y puedo hacer lo que quiero —replicó él y esperando otra reacción airada.
Sin embargo, ella se limitó a encogerse de hombros.
—Naturalmente, pero si le preocupan la posibles responsabilidades, le diré que firmé una conformidad al subir a bordo y no tendrá ninguna responsabilidad si me pasa algo.
—Me da igual mi responsabilidad o la de la empresa —él volvió a enojarse—. Lo que no me da igual es que no pueda trabajar bien si no descansa. Lleva más de dieciocho horas levantada. Por eso, salvo que tenga unos superpoderes que desconozco, deje esa manguera y baje aquí.
Él tendió una mano sin pararse a analizar por qué sentía esa necesidad de cuidarla. Ella entregó la manguera a un hombre y lo miró.
—Muy bien. Usted gana.
Él volvió a captar un leve gesto de rebeldía en sus labios y se preguntó por qué le gustaba tanto. Estaba cansado, debía de estar alucinando, no podía estar pensando con claridad si tenía tantas ganas de alterar a su asistente.
Tenía la mano tendida, pero ella pasó las piernas por encima de la borda y bajó al bote. El bote se balanceó y ella se tambaleó. Puso una mano en el hombro de él, quien la agarró de la cintura y la encontró firme y cálida. Una oleada abrasadora le surgió del pecho y acabó en las entrañas.
—Lo… Lo siento —balbució apartándose con un nerviosismo impropio de ella.
—No ha pasado nada —murmuró él.
Sin embargo, sí le había pasado algo. Estaba ardiendo por dentro y era una sensación que no quería que le despertaran, y menos su asistente. La miró y vio que había retrocedido hasta el fondo del bote con los brazos cruzados sobre el abdomen y mirando hacia otro lado. Intentó no fijarse en sus pechos, pero era muy difícil pasar por alto su tentadora redondez. Farfulló un improperio, agarró con fuerza el timón y se dirigió hacia la orilla.
Esa vez, ella no se resistió cuando la ayudó a bajar al agua.
La siguió a la playa iluminada con focos y cuando se acercó, vislumbró otra vez la angustia en su rostro.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estaba en la barca? Antes de que diga «nada», le aconsejo que no insulte mi inteligencia.
Ella vaciló y se metió las manos en los bolsillos. Esa vez, no pudo evitar mirarle los pechos, aunque, afortunadamente, ella no estaba mirándolo a él.
—Estuve hablando con algunos lugareños. Esta ensenada era un sitio especial para ellos, un refugio. Me… Me sentí fatal por lo que ha pasado.
Sintió remordimiento, pero, sobre todo, le intrigó ese lado humano de Paula Chaves.
—Me ocuparé de que quede tan cristalino como era antes.
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos con sorpresa y satisfacción.
—Me alegro. No es agradable que te arrebaten un refugio —él frunció el ceño al notar el dolor en sus palabras—. En cualquier caso, les aseguré que usted lo solucionaría.
—Gracias.
Ella fue hacia los vehículos que había a unos metros. Su conductor estaba junto al primero.
—Le he reservado una suite en el hotel Noire. Le llevaron el equipaje hace unas horas. Sus teléfonos y el ordenador están en el Jeep. Lo veré mañana por la mañana, señor Alfonso.
—¿Me verá mañana por la mañana? —repitió él sin entenderlo—. ¿No viene conmigo?
—No —contestó ella.
—¿Por qué?
—Porque no voy a quedarme en el hotel.
—¿Dónde va a quedarse?
Ella señaló hacia las tiendas de campaña que había en un extremo de la playa.
—He conseguido una tienda y he dejado mis cosas allí.
—¿Qué tiene de malo que se quede en el mismo hotel que yo?
—Nada, salvo que no quedaban más habitaciones. La suite que le reservé era la última. Los demás hoteles están demasiado lejos.
—Lleva de pie todo el día y no ha descansado. No discuta, Chaves —añadió él levantando una mano—. No va a dormir en una tienda de campaña con las máquinas haciendo ruido. Vaya a recoger sus cosas.
—Le aseguro que es muy cómoda.
—No. ¿Ha dicho que tengo una suite?
—Sí.
—Entonces, no hay ningún motivo para que no la compartamos.
—Preferiría no hacerlo, señor Alfonso.
La negativa lo sorprendió y molestó en la misma medida.
Además, por primera vez, no estaba mirándolo a los ojos.
—¿Por qué preferiría no hacerlo?
Ella no contestó.
—Míreme, Chaves—le ordenó él.
Sus ojos eran color aguamarina, grandes y con pestañas largas. Además, lo miraron desafiantes.
—Su habitación es una suite con un dormitorio y una cama doble. No es la adecuada para dos… profesionales y preferiría no tener que compartir mi espacio personal.
Pedro pensó en todas las mujeres que darían cualquier cosa por compartir su «espacio personal» con él. Entonces, también pensó en su petróleo que contaminaba una playa que había sido maravillosa, en los tripulantes desaparecidos y en la prensa que estaba esperando que diera un paso en falso para demostrar que de tal palo tal astilla. La sensación atroz que había sofocado amenazó con brotar de nuevo. Era la misma desesperación y rabia que sintió cuando se llevaron a Teo, la misma sensación de impotencia que sintió cuando no pudo hacer nada para que su madre no se consumiera delante de sus ojos por el dolor que le produjeron su padre y la prensa.
—Su espacio personal me da igual. Lo que no me da igual es que no rinda al máximo. Ya hemos hablado de que estaría a mi lado en esta situación. Me aseguró que lo resistiría, pero, durante los últimos diez minutos, ha mostrado cierta… rebeldía que me hace dudar de que esté capacitada para sobrellevar lo que se avecina.
—Creo que ese comentario no es justo, señor —replicó ella con rabia—. He hecho todo lo que me ha pedido y soy capaz de sobrellevar cualquier cosa que se avecine. Que discrepe en algún detalle no me convierte en rebelde. Estoy pensando en usted.
—Entonces, demuéstrelo, deje de discutir y móntese en el Jeep.
Ella abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Cuando lo miró, los ojos de ella tenían un brillo ardiente que ya había visto más de una vez ese día. El mismo ardor que él había intentado contener en las entrañas, y no lo había conseguido.
—Iré por mis cosas.
—No hace falta.
Él intercambió una mirada con el conductor y el joven se dirigió hacia las tiendas de campaña.
—Puede informarme de los resultados de su plan en las redes sociales mientras esperamos.
—He encontrado a seis personas que podrían sernos útiles. Uno es catedrático de Biología Marina en Guinea Bissau. Otros dos son un matrimonio especializado en rescates de la Naturaleza en desastres como este. Los tres restantes no tienen una especialidad, pero tienen muchos seguidores en las redes sociales y son conocidos por participar en misiones humanitarias. Nuestro equipo de seguridad está investigando a los seis y si da el visto bueno, me ocuparé de que los traigan mañana.
—Sigo sin estar convencido de que lo más conveniente sea llamar más la atención sobre esta crisis, Chaves. Algunas veces, no se ve el daño hasta que es demasiado tarde.
Se acordó de la desolación de su madre y de los llantos incesantes hasta que sustituyó la comida por el alcohol cuando tuvo que asimilar que su marido, el hombre al que había considerado un dios, el hombre que creía que era sincero con ella, había tenido una ristra de amantes por todo el mundo y que había estado con algunas incluso antes de casarse con ella.
El año que cumplió quince años fue el más devastador de su vida. Fue el año que confirmó el miedo más elemental de todos los niños, que su padre no lo amaba, que no amaba a nadie ni a nada que no fuese él mismo. También fue cuando empezó a odiar a la prensa, que no solo había desvelado sus temores, sino que lo había divulgado a los cuatro vientos. Ariel lo soportó con su característica actitud inmutable, pero tenía la sensación de que había quedado tan devastado como él. Teo, que tenía trece años y las hormonas en ebullición, se descarrió. Su madre nunca llegó a saber la cantidad de veces que se escapó porque Ariel, que tenía diecisiete años, lo encontraba siempre. En medio de ese caos, él observaba que su madre se deterioraba ante sus ojos y todavía se estremecía al recordar la solución tan espantosa que buscó.
Dejó a un lado esos acontecimientos y se centró en la mujer que tenía delante, que lo miraba con una curiosidad mal disimulada. Le aguantó la mirada hasta que ella la apartó, pero deseó inmediatamente que volviera a mirarlo y tuvo que contener un gruñido.
—Los periodistas que hemos elegido saben que esta puede ser la oportunidad de sus vidas si siguen el juego. Me cercioraré de que informen clara y sinceramente de lo que estamos haciendo mientras protegen la reputación de la empresa.
—Debería haber sido diplomática, Chaves —replicó él con una sonrisa.
Ella se encogió de hombros y él dirigió la mirada a donde no tenía que dirigirla, a las palpitaciones que veía bajo su piel inmaculada.
—Todos deseamos algo por encima de todas las cosas. Desaprovechar la ocasión cuando se presenta es una tontería.
—¿Qué es lo que usted desea? —preguntó él sin poder remediarlo.
—¿Cómo dice? —preguntó ella mirándolo con asombro.
—¿Qué desea por encima de todas las cosas?
Ella sacudió la cabeza y miró hacia otro lado con
desesperación. Él captó su expresión de alivio cuando el conductor llegó con su ligero equipaje. Paula se acercó, tomó la maleta del sorprendido conductor y la guardó en el maletero. Luego, abrió una puerta y se montó en el coche.
Él tardó un momento en ir a la otra puerta. No hizo caso de la mirada nerviosa de ella y esperó hasta que el Jeep avanzaba por el camino polvoriento y ella se había relajado.
—¿Y bien?
—¿Qué…? —preguntó ella.
—Estoy esperando la respuesta.
—¿Sobre lo que deseo?
—Sí.
—Deseo la oportunidad de demostrar que puedo hacer bien un trabajo y que me lo reconozcan.
—Hace un trabajo ejemplar, le pagan mucho y la valoran mucho —replicó él con impaciencia.
Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la decepción.
Quería algo personal de la asistente con la que no quería tener nada personal, pero descubrir algo de lo que había detrás de la fachada profesional no quería decir que ninguno de los dos fuese a perder la relación pragmática. Además, Chaves conocía sus aventuras. Ella organizaba los almuerzos y las cenas y comparaba esos regalos discretos de separación. Había que equilibrarlo un poco.
—¿Tiene novio?
—¿Cómo dice? —preguntó ella arqueando las cejas.
—Es una pregunta muy sencilla, Chaves. Basta con que conteste sí o no.
—Lo sé, pero no entiendo qué importancia puede tener en nuestra relación laboral.
Él captó su respiración entrecortada y disimuló una sonrisa.
—Creo que la empresa hace una evaluación anual. Lleva trabajando conmigo casi un año y medio y no ha hecho todavía su primera evaluación.
—Recursos Humanos me la hizo hace seis meses. Creo que se la han mandado a usted.
—Es posible, pero no la he leído todavía.
—¿Y quiere hacer su propia evaluación… ahora?
Él se encogió de hombros y un poco molesto consigo mismo por haber insistido en ese asunto, pero ya había hecho la pregunta y, efectivamente, quería saber si Paula Chaves era como todo el mundo. No era un robot. Su cuerpo era cálido y femenino cuando se rozó con el de él en el bote y su comentario sobre recuperar la playa para los lugareños también había desvelado un lado humano desconocido hasta entonces.
—Solo quiero saber si su currículo ha cambiado desde que entró a trabajar. Cuando la contraté, dijo que no tenía pareja y solo quiero saber si eso ha cambiado.
—Entonces, ¿quiere saber, por motivos estrictamente profesionales, si me acuesto con alguien o no? ¿También quiere saber qué marca de ropa interior uso y qué prefiero de desayuno?
Él no se avergonzó. Estaba equilibrando las cosas y, además, necesitaba que algo lo distrajera de ese día infernal… por el momento.
—Sí a mi primera pregunta; las otras dos son opcionales.
—En ese caso —ella levantó la barbilla—, como es algo estrictamente profesional, no, no tengo amante, la ropa interior es asunto mío y tengo una debilidad malsana por las tortitas. ¿Contento?
La satisfacción hizo que se le acelerara el pulso de una forma inquietante. Miró el tenso moño rubio, la nariz impertinente, la boca ancha y carnosa, el hoyuelo que se le formaba en la mejilla cuando arrugaba los labios con fastidio, como en ese momento… Se frotó los ojos. ¿Podía saberse qué estaba pasándole? Necesitaba beber algo que lo devolviera a su estado normal. Bajo ningún concepto pensaba seguir con esa atracción disparatada hacia Chaves.
Las calles estaban desiertas cuando llegaron al arbolado centro de Point Noire. El hotel era un edificio precolonial de tres pisos y bastante agradable. El director estaba esperando en el vestíbulo para recibirlo personalmente, pero abrió los ojos al ver a Paula.
—Bienvenido, señor Alfonso. Su suite está preparada, aunque me habían dicho que sería el único ocupante…
—Le informaron mal.
—Vaya, le pido disculpas por no tener una suite más cómoda, pero todas las habitaciones estaban ocupadas cuando el accidente… cuando sucedió el desdichado percance.
El director llamó al ascensor y él notó que ella se ponía más tensa cuando se montaron. Entendió el motivo en cuanto entraron en la suite. La habitación era poco mayor que una habitación doble y la zona de dormir estaba separada del sofá por una televisión y un mueble bar. Observó que Paula estaba mirando a la cama como si le diese pánico. Algo que le habría divertido si no estuviesen allí por un motivo tan desesperado.
Despidió al director, pero llamaron a la puerta casi inmediatamente y Paula se sobresaltó.
—Tranquila, es nuestro equipaje —la tranquilizó con el ceño fruncido.
—Sí, claro.
Entró el botones y Pedro se ocupó de que se marchara enseguida. Se hizo un silencio cargado con una tensión sexual que pasó por alto, pero, aun así, no la desvaneció.
—Dúchese antes —le dijo él cuando ella se acercó a recoger su bolsa.
Pedro tembló por lo que se imaginó y ella miró la puerta del cuarto de baño.
—Si está tan seguro…
—Sí, estoy seguro.
Entonces, a pesar de que todos sus sentidos le decían que no lo hiciera, le acarició una mejilla. Ella contuvo el aliento y él siguió acariciando su piel cálida y suave.
—Tiene una mancha de petróleo ahí —comentó él.
Ella se apartó, pero siguió mirándolo a los ojos con un brillo evidente de deseo… y de algo más que nunca había visto en los ojos de una mujer cuando estaba con él, de miedo.
—Intentaré… no tardar mucho —balbució ella antes de que él pudiera decir algo.
Paula se dio la vuelta, desapareció en el cuarto de baño y lo dejó mirando la puerta con una erección creciente y el pulso acelerado. Su libido había tenido que elegir ese momento y lugar para desatarse y fijarse en la única persona en la que no podía fijarse. Las crisis aguzaban los sentidos y hacían que los hombres y mujeres cometieran errores que acababan pagando. Tenía que acabar con aquello sin contemplaciones y no podía pensar en Chaves desvistiéndose y metiéndose desnuda en la ducha. Se sirvió un whisky y se lo bebió. No iba a pasar nada. Oyó el pestillo que se cerraba y se sirvió otro whisky.
PROHIBIDO: CAPITULO 5
Paula repasó la página electrónica y se acercó a Pedro, quien estaba con el ministro de Medio Ambiente. Tenía el mono amarillo abierto hasta la cintura y podía ver la camiseta verde que se ceñía a su torso delgado y musculoso. Nunca se había imaginado que un hombre con un mono amarillo y tan feo pudiera parecerle… impresionante y turbador. Él se dio la vuelta, la miró de arriba abajo y ella tuvo que contener la respiración. Volvió a sentir la misma descarga eléctrica que sintió cuando sus dedos se rozaron. La pasó por alto. Estaban en unas circunstancias extremas y lo que sentía era la adrenalina producida por esos desdichados acontecimientos.
—¿Está preparado? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza y le pasó el comunicado de prensa y la lista de nombres que había solicitado. Él leyó el texto y le devolvió la tableta. Ella sabía que lo había memorizado entero.
—Iré a informar a los medios.
Paula se dirigió hacia los periodistas que estaban detrás del cordón blanco.
—Buenas tardes, señoras y señores. Les explicaré lo que vamos a hacer. El señor Alfonso hará una declaración y luego, ustedes podrán hacer una pregunta cada uno —levantó una mano ante las protestas—. Entenderán que tardaríamos horas en contestar todas las preguntas que tienen preparadas y, sinceramente, no tenemos tiempo. En este momento, la prioridad es la operación de limpieza. Una pregunta cada uno, ¿de acuerdo?
Volvió a recuperar el dominio de sí misma mientras aguantaba la mirada del grupo. Eso estaba mejor. Ya no tenía esas sensaciones que la habían alterado desde que vio que Pedro le miraba el tatuaje en el avión, desde que la tocó en la playa y le dijo que no se preocupara por no haber previsto la posibilidad de que hubiese piratas. Esos momentos habían sido… enervantes. El ardor fugaz que captó en sus ojos la había desequilibrado. Cuando empezó su trabajo, hizo todo lo posible para esconder el tatuaje, pero cuando se dio cuenta de que él no se fijaba lo más mínimo en ella, se relajó. La sensación de tener sus ojos clavados en el tatuaje la había alterado y había tardado horas en reponerse, pero ya no iba a alterarse otra vez. Se jugaba demasiado. Miró a Pedro, quien la esperaba detrás de un atril improvisado, e hizo un gesto con la cabeza para que el equipo de seguridad dejara pasar a los medios. Se quedó junto al atril e intentó que la voz de él no la afectara.
Su seguridad y autoridad mientras esbozaba las operaciones de limpieza y búsqueda de los tripulantes se contradecían con la tensión de su cuerpo. Tenía las manos a los costados y casi no movía los hombros mientras hablaba.
—¿Qué va a pasar con el petróleo que sigue en el buque? —preguntó un periodista.
—Vamos a donarlo al ejército y a los guardacostas por su generosa ayuda —él miró al ministro—. El ministro se ha ofrecido amablemente para coordinar la distribución.
—¿Va a regalar petróleo por valor de millones de dólares solo por bondad o intenta librarse con un soborno de la responsabilidad de su empresa, señor Alfonso?
Paula contuvo la respiración, pero Pedro ni siquiera parpadeó ante la pregunta del periodista de una revista especialmente sensacionalista.
—Al contrario, como ya he dicho, mi empresa asume completamente la responsabilidad del accidente y está trabajando con el gobierno para subsanarlo. Ningún precio es demasiado elevado si se garantiza que la operación de limpieza es rápida y causa un daño mínimo a la vida marina. Para ello, hay que retirar el crudo que queda lo antes posible, hay que afianzar el buque y hay que remolcarlo. En vez de transferir el petróleo a otro buque de nuestra naviera, una operación que tardaría mucho tiempo, he decidido donarlo al Gobierno. Estoy seguro de que estará de acuerdo en que es lo mejor —él lo dijo sin alterarse, pero la contracción de las mandíbulas delataba su rabia—. Siguiente pregunta.
—¿Puede confirmarnos el motivo del accidente? Según ustedes, es uno de sus petroleros más modernos y tiene los sistemas de navegación más avanzados. ¿Qué ha pasado?
—Nuestros investigadores contestarán esa pregunta cuando hayan terminado su trabajo.
—¿Qué le dice su intuición?
—Cuando hay tanto en juego, me fio de los datos, no de la intuición.
—No es ningún secreto que los medios de comunicación le disgustan. ¿Va a aprovechar eso para intentar que la prensa no informe del accidente, señor Alfonso?
—No estarían aquí si fuese a hacerlo. Es más… —hizo una pausa y miró a Paula antes de volver a mirar al grupo—… he elegido a cinco periodistas para que cubran en exclusiva todo el proceso.
Leyó los nombres y mientras los elegidos se felicitaban, los demás empezaron a gritar preguntas. Una se oyó por encima de las demás.
—Si su padre estuviese vivo, ¿cómo reaccionaría? ¿Intentaría librarse con dinero como hizo siempre con todo lo demás?
Paula resopló con inquietud antes de que pudiera evitarlo.
Se hizo el silencio y la pregunta quedó flotando en el aire.
Pedro apretó los puños hasta que los nudillos se quedaron blancos. La necesidad de protegerlo se adueñó de ella y se tambaleó un poco. Él la miró de reojo y le indicó que se había dado cuenta.
—Tendrá que ir a la otra vida para preguntárselo a mi padre. No hablo en nombre de los muertos.
Pedro se bajó del atril y se quedó delante de ella, tapándole el sol con los hombros.
—¿Qué pasa? —le preguntó en un susurro implacable.
—Na… Nada. Todo va según lo previsto.
Ella intentó respirar tranquilamente, pero necesitaba recuperar el dominio de sí misma y buscó al auxilio de la minitableta. Pedro se la arrebató mirándola fijamente a los ojos.
—Esos buitres encontrarán otra carroña y nos dejarán hacer lo que hay que hacer.
A juzgar por su tono, la última pregunta no lo había afectado gran cosa, pero ella vio sus labios apretados y el dolor que intentaba contener reflejado en los ojos. El deseo de protegerlo volvió a adueñarse de ella, pero tragó saliva y tendió la mano para que le devolviera la tableta.
—Me ocuparé de todo. Ha elegido los periodistas que cubrirán las operaciones y los demás tendrán que marcharse.
—¿Seguro que está bien? Está pálida. Espero que no le haya afectado el calor. ¿Ha comido algo?
—Estoy bien, señor Alfonso. Cuanto antes me libre de los medios, antes podremos seguir.
Él le entregó la tableta y ella, casi sin poder respirar, se alejó del imponente hombre que tenía delante. ¡No! ¡No podía estar sintiendo algo por su jefe! Aunque no la había despedido por mostrar el más leve sentimiento y falta de profesionalidad, no podía volver a derrumbarse así jamás. El tatuaje del tobillo le palpitaba y el otro, el que tenía en el hombro, le abrasaba como un recordatorio despiadado.
Había pasado dos años en prisión por haber canalizado su necesidad de amor con el hombre equivocado y no iba a cometer el mismo error.
PROHIBIDO: CAPITULO 4
Tengo que llegar al lugar del accidente en cuanto aterricemos —comentó Pedro mientras comía la hamburguesa que había preparado su chef.
—El ministro de Medio Ambiente quiere celebrar una reunión antes. He intentado posponerla, pero ha insistido. Creo que quiere hacerse la foto porque este año hay elecciones. Le he dicho que tendrá que ser una reunión muy corta.
Él masticó con rabia y entrecerró los ojos. Ella sabía el motivo. Pedro Alfonso detestaba con todas sus fuerzas la atención de la prensa desde que Alejandro Alfonso llevó la humillación a su familia hacía dos décadas. La caída de los Alfonso se reflejó con toda su crudeza en todos los medios de comunicación.
—Tengo un helicóptero preparado para que lo lleve en cuanto haya terminado —añadió ella.
—Ocúpese de que sepan lo que yo entiendo como «muy corta». ¿Sabemos qué medios de comunicación están en el lugar del accidente?
Ella lo miró y los ojos verdes de él se clavaron en los de ella como si fuesen los de un halcón.
—Todas las cadenas importantes del mundo están allí. También hay un par de barcos de la Agencia de Protección del Medio Ambiente.
—No podemos hacer nada sobre la presencia de la agencia, pero cerciórese de que nuestro equipo de seguridad sabe que no pueden entrometerse en las tareas de salvamento y limpieza. Reducir la contaminación al mínimo y preservar la Naturaleza es otra de las prioridades.
—Lo sé y… tengo una idea.
Era un plan arriesgado y podía atraer la atención de la prensa más de lo que Pedro aceptaría, pero si podía sacarlo adelante, devolvería parte de la buena imagen a la Naviera Alfonso. También afianzaría su categoría de imprescindible para Pedro y ella, por fin, podría librarse de la sensación de que se hundía. A mucha gente podía parecerle superficial, pero, para ella, la seguridad laboral estaba por encima de todo. Después de todo lo que pasó de niña, cuando ingenuamente creía que su madre pondría su bienestar por encima de la siguiente dosis de droga, conservar el empleo y el pequeño piso en los Docklands lo significaba todo para ella. Todavía le obsesionaba el terror de no saber de dónde sacaría la comida ni cuándo le arrebatarían la vivienda. Después de la necia decisión de arriesgarse y del precio que había pagado, se había jurado que nunca más volvería a ser tan indefensa.
—Chaves, estoy esperando —dijo Pedro con cierta impaciencia.
—Mmm… Estaba pensando que podríamos aprovecharnos de los medios de comunicación y de las redes sociales. Ya se han puesto en marcha algunos blogs medioambientales y están comparando lo que está pasando con el incidente de hace unos años de otra empresa petrolífera. Tenemos que atajarlo antes de que se nos escape de las manos.
—No se parece ni remotamente —replicó él con el ceño fruncido—. Esto es un derramamiento superficial, no una fuga en un oleoducto en el fondo del mar.
—Pero…
—Me gustaría que la prensa se mantuviese al margen todo lo posible —la interrumpió él con frialdad—. Las cosas suelen enredarse cuando interviene.
—Creo que es el momento ideal para ponerla de nuestro lado. Conozco algunos periodistas honrados. Quizá pudiéramos conseguir grandes resultados si trabajamos solo con ellos. Hemos reconocido que el error ha sido nuestro. Sin embargo, no todo el mundo tiene tiempo para comprobar los hechos y las conjeturas del público podrían perjudicarnos. Tenemos que tener abierta la línea de comunicación para que la gente sepa lo que está pasando en cada momento.
—¿Qué propone? —preguntó Pedro apartando el plato.
Ella empezó a teclear en el ordenador y buscó la página en la que había estado trabajando.
—He abierto un blog con cuentas en redes sociales.
Paula giró la pantalla hacia él y contuvo la respiración.
—¿«Salvemos Point Noire»? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Cuál es el objetivo exactamente?
—Es una invitación a cualquiera que quiera participar voluntariamente, ya sea sobre el terreno o con ideas por internet.
—La Naviera Alfonso es responsable de esto y lo arreglaremos —replicó él.
—Sí, pero aislarnos podría perjudicarnos. Mire… —Paula le señaló unas cifras en la pantalla—… nos extendemos por el mundo. La gente quiere participar.
—¿No lo tomarán como si pidiéramos ayuda gratis?
—No si les damos algo a cambio.
La miró con una intensidad que hizo que sintiera una oleada ardiente en el vientre, pero la sofocó inmediatamente.
—¿Qué es ese «algo»? —preguntó él.
—No lo he pensado todavía, pero estoy segura de que lo encontraré antes de que acabe el día.
Él siguió mirándola tanto tiempo que las entrañas se le revolvieron. Entonces, tomó el vaso de agua y dio un sorbo sin dejar de mirarla.
—Justo cuando creo que se ha quedado sin recursos, me sorprende otra vez…
No la desconcertó el murmullo lento y casi indolente, la desconcertó su mirada intensa con los ojos entrecerrados.
Ella aguantó esa mirada aunque anhelaba mirar hacia otro lado. No quería que él, ni nadie, sintiera curiosidad por ella.
Su pasado iba a seguir enterrado para siempre.
—Creo que no sé muy bien lo que quiere decir, señor Alfonso.
—Su plan es ingenioso —reconoció él mirando la pantalla—, pero si le encargo que lo lleve a cabo, ¿cómo conseguirá hacer la monumental tarea de estar al tanto de toda la información?
—Si me da el visto bueno, puedo formar un pequeño equipo en la sede central. Me remitirán la información más importante y yo me haré cargo.
—No. La necesito conmigo cuando lleguemos al lugar del accidente. No puedo permitirme que vaya constantemente a comprobar los correos electrónicos.
—Puedo pedir que me pongan al tanto cada tres horas —ella siguió precipitadamente cuando vio su mirada escéptica—. Usted ha dicho que era una gran idea. Al menos, déjeme intentarlo. Necesitamos ese flujo de información más que nunca y ganarnos a la gente no puede perjudicarnos. ¿Qué podemos perder?
—Le pondrán al tanto cada cuatro horas —concedió él al cabo de un minuto—, pero limpiar el derramamiento será nuestra prioridad.
—Naturalmente.
Ella fue a tomar el ordenador, pero él se inclinó, lo tomó antes y lo dejó al lado de su plato.
—Deje eso por el momento. No ha terminado de comer todavía.
Ella, sorprendida, miró su ensalada a medio terminar.
—Mmm… Creo que sí he terminado.
—Necesitará todas sus fuerzas para lo que se avecina. Coma —insistió él acercándole más el plato.
Ella tomó el tenedor mientras miraba la comida de él que seguía en su plato.
—¿Y usted?
—No se ofenda, pero tengo más energía que usted.
—No me ofendo en absoluto —replicó ella en un tono más cortante de lo que había querido.
—Su réplica contrasta con su tono, señorita Chaves. Estoy seguro de que una feminista radical me acusaría de sexista, pero lo necesita más que yo. No come casi nada.
—No sabía que se analizara mi dieta —insistió ella agarrando al tenedor con más fuerza.
—Es difícil pasar por alto que examina lo que come con una precisión casi militar. Si no fuese absurdo, pensaría que se somete a racionamiento.
Él volvió a entrecerrar los ojos y a ella se le alteró el pulso.
—Es posible que lo haga.
—Pues es peligroso dejar de comer por vanidad. Arriesga su salud y, por lo tanto, su capacidad para trabajar adecuadamente. Tiene la obligación de estar en forma para cumplir con su deber.
—No sé por qué, pero tengo la sensación de que estamos hablando de algo más que mi ensalada.
Él no replicó inmediatamente y su expresión hermética le indicó que no era un buen recuerdo. Parecía sereno, pero ella vio que la mano que sujetaba el vaso de agua temblaba ligeramente.
—No es fácil olvidar a alguien que se consume aunque está rodeado de abundancia.
—Lo siento… No quería avivar malos recuerdos. ¿Qué le…?
—Da igual —la interrumpió él señalando su plato—. No deje que su comida se desperdicie.
Paula miró la comida que le quedaba e intentó conciliar el hombre aparentemente seguro de sí mismo que tenía enfrente con el de la mano temblorosa por un recuerdo turbador. Recordó aquel momento, durante la entrevista, cuando la miró con unos ojos verdes e implacables.
—Si quiere sobrevivir a este empleo, señorita Chaves, le aconsejo con todas mis fuerzas que no se enamore de mí.
Su reacción fue inmediata y recordaba con dolor lo ácida e hiriente que fue.
—Con todos mis respetos, señor Alfonso, estoy aquí por el sueldo. El conjunto de prestaciones no está mal tampoco, pero, sobre todo, me interesa la experiencia al nivel más alto. Que yo sepa, el amor nunca ha pagado las facturas ni las pagará.
Entonces quiso añadir que ya había pasado por eso, que lo había pagado y que podía demostrarlo con el tatuaje. En ese momento, quiso decirle que había soportado cosas peores que un estómago vacío, que sabía lo que era que su madre la amara menos que a las drogas que había dormido como no se merecía ninguna niña y que había luchado todos los días para sobrevivir rodeada por toxicómanos despiadados. Se mordió la lengua. La curiosidad la corroía por dentro, pero no preguntó más para no tener que corresponder. Su pasado estaba enterrado y así iba a seguir. Terminó de comer y respiró aliviada cuando fueron a retirarles los platos.
Sonó el teléfono y contestó agradeciendo que el trabajo disipara esos momentos de intimidad.
—El capitán de los guardacostas está al teléfono.
Pedro la miró con un brillo de curiosidad en los ojos que desapareció lentamente mientras tomaba el teléfono. Ella contuvo un suspiro de alivio, agarró el ordenador y lo encendió.
***
—Rodee el buque, por favor. Quiero hacerme una idea de los daños antes de aterrizar.
El piloto obedeció y él apretó los dientes al comprobar la gravedad del accidente. Luego, le indicó al piloto que aterrizara y se bajó del aparato en cuanto tocó tierra. Un grupo de periodistas sedientos de escándalos esperaba detrás de la zona acordonada. La idea de Chaves de ganárselos le desquiciaba, pero no descartaba la posibilidad de que tuviera razón. Sin embargo, no les hizo caso por el momento y se dirigió hacia el equipo de limpieza, que lo esperaba con unos monos amarillos y reflectantes.
—¿Cuál es la situación?
El jefe del equipo, un hombre fornido, de mediana edad y con el pelo algo canoso, se adelantó.
—Hemos conseguido entrar en el buque y hemos evaluado los daños con el equipo de investigación. Hay tres depósitos rotos y los demás no están afectados, pero cuanto más tiempo esté escorado el buque, más posibilidades hay de que se produzca otra fuga. Estamos trabajando para vaciar los depósitos con las bombas y para absorber el derramamiento.
—¿Cuánto tardará?
—Entre treinta y seis y cuarenta y ocho horas. Cuando llegue el otro equipo, trabajaremos las veinticuatro horas.
Pedro asintió con la cabeza, se dio la vuelta y vio que Paula salía de una de las tiendas de campaña que se habían instalado al fondo de la playa. Por un instante, no la identificó con su asistente, quien siempre iba inmaculadamente vestida. Naturalmente, el pelo seguía recogido en un moño impecable, pero se había puesto unos pantalones de faena, una camiseta blanca, que llevaba metida por dentro de los pantalones y resaltaba su esbelta cintura, y unas botas militares bastante desgastadas. Por segunda vez ese día, sintió esa atracción que había sofocado sin contemplaciones. La pasó por alto y se dirigió al hombre que tenía al lado.
—Anochecerá dentro de tres horas, ¿cuántas lanchas tiene buscando a los desaparecidos?
—Cuatro, incluidas las que usted ha mandado. Su helicóptero también está ayudando —el hombre se secó el sudor de la cara—. Sin embargo, lo que me preocupa es que haya piratas.
—¿Cree que han podido secuestrarlos? —preguntó él con angustia.
—No podemos descartarlo.
Paula, que ya había llegado, abrió los ojos como platos, sacó la minitableta del bolsillo y empezó a teclear mordiéndose el labio inferior. Una chispa ardiente se abrió paso entre la ansiedad que le atenazaba las entrañas. Pedro volvió a sofocarla implacablemente.
—¿Qué pasa, Chaves? —le preguntó después de haber despedido al jefe del equipo.
—Lo siento —contestó ella sin mirarlo—, debería haber previsto los piratas…
Él le levantó la barbilla con un dedo, la miró a los ojos y vio la angustia reflejada en ellos.
—Para eso están aquí los investigadores. Además, ya ha tenido bastante trabajo durante las últimas horas. Lo que necesito es la lista de periodistas que me prometió. ¿Puede dármela?
Ella asintió con la cabeza y su piel sedosa le rozó el dedo.
Retrocedió bruscamente, se dio la vuelta y se dirigió hacia la orilla con ella detrás. Desde el aire había calculado que el crudo se había extendido como seiscientos metros a lo largo de la costa. Observó la actividad frenética a lo largo de esa orilla que había sido cristalina y el remordimiento se adueñó de él. Fuera cual fuese el motivo del accidente, él tenía la culpa de que esas aguas fuesen negras y de que parte de la tripulación hubiese desaparecido. Lo subsanaría como fuera.
Entonces, el jefe del equipo de limpieza se acercó en una pequeña lancha y él se dirigió hacia allí. Paula fue a seguirlo, pero él sacudió la cabeza.
—No, quédese aquí. Podría ser peligroso.
—Si va a subir al buque, necesitará que alguien tome notas y haga fotos.
—Solo quiero ver los daños desde dentro. Todo lo demás lo dejo en las manos de los investigadores. Además, si tengo que hacerlo, estoy seguro de que podré sacar algunas fotos. En cambio, no estoy seguro del estado del buque y no voy a arriesgarme a que le pase algo.
Él tendió una mano para que le entregara la cámara que llevaba al cuello. Ella pareció dispuesta a resistirse y el pecho le subió y bajó. Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo mientras otro arrebato erótico le abrasaba las entrañas. Chasqueó los dedos con rabia.
—Si está seguro…
—Estoy seguro —la interrumpió él tajantemente.
Ella le entregó la cámara con la expresión de profesionalidad serena de siempre. Los dedos se rozaron y él, tomando aliento, se dio la vuelta para alejarse.
—¡Espere!
—¿Qué pasa, Chaves? —preguntó él con una aspereza que no pudo evitar.
Ella le mostró un mono amarillo que tenía en una mano.
—No puede subir al buque sin ponérselo. Lo exigen las normas de seguridad y sanitarias.
Pese a lo sombrío de la situación, él quiso reírse por su expresión inflexible.
—Entonces… Si lo exigen las normas…
Tomó la prenda de plástico, se la puso bajo la mirada vigilante de ella y la miró mientras se subía la cremallera.
Estaba mordiéndose el labio inferior otra vez. Se guardó la cámara en el bolsillo impermeable y se adentró en las aguas manchadas de petróleo.
Una hora más tarde, el alma se le cayó a los pies al oír las palabras del investigador jefe.
—Me retiré hace diez años de pilotar petroleros como este y ya entonces los sistemas de navegación eran muy avanzados. Su buque tiene el mejor que he visto jamás. Es imposible que haya fallado. Tiene demasiados controles como para que se haya desviado tanto de su rumbo.
Pedro asintió sombríamente con la cabeza y sacó el móvil del bolsillo.
—Chaves, póngame con el jefe de seguridad. Quiero saberlo todo sobre Morgan Lowell… Sí, el capitán del buque. Y prepare un comunicado de prensa. Desgraciadamente, los investigadores están casi seguros de que ha sido un error del piloto.
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