jueves, 19 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 5




Paula repasó la página electrónica y se acercó a Pedro, quien estaba con el ministro de Medio Ambiente. Tenía el mono amarillo abierto hasta la cintura y podía ver la camiseta verde que se ceñía a su torso delgado y musculoso. Nunca se había imaginado que un hombre con un mono amarillo y tan feo pudiera parecerle… impresionante y turbador. Él se dio la vuelta, la miró de arriba abajo y ella tuvo que contener la respiración. Volvió a sentir la misma descarga eléctrica que sintió cuando sus dedos se rozaron. La pasó por alto. Estaban en unas circunstancias extremas y lo que sentía era la adrenalina producida por esos desdichados acontecimientos.


—¿Está preparado? —preguntó él.


Ella asintió con la cabeza y le pasó el comunicado de prensa y la lista de nombres que había solicitado. Él leyó el texto y le devolvió la tableta. Ella sabía que lo había memorizado entero.


—Iré a informar a los medios.


Paula se dirigió hacia los periodistas que estaban detrás del cordón blanco.


—Buenas tardes, señoras y señores. Les explicaré lo que vamos a hacer. El señor Alfonso hará una declaración y luego, ustedes podrán hacer una pregunta cada uno —levantó una mano ante las protestas—. Entenderán que tardaríamos horas en contestar todas las preguntas que tienen preparadas y, sinceramente, no tenemos tiempo. En este momento, la prioridad es la operación de limpieza. Una pregunta cada uno, ¿de acuerdo?


Volvió a recuperar el dominio de sí misma mientras aguantaba la mirada del grupo. Eso estaba mejor. Ya no tenía esas sensaciones que la habían alterado desde que vio que Pedro le miraba el tatuaje en el avión, desde que la tocó en la playa y le dijo que no se preocupara por no haber previsto la posibilidad de que hubiese piratas. Esos momentos habían sido… enervantes. El ardor fugaz que captó en sus ojos la había desequilibrado. Cuando empezó su trabajo, hizo todo lo posible para esconder el tatuaje, pero cuando se dio cuenta de que él no se fijaba lo más mínimo en ella, se relajó. La sensación de tener sus ojos clavados en el tatuaje la había alterado y había tardado horas en reponerse, pero ya no iba a alterarse otra vez. Se jugaba demasiado. Miró a Pedro, quien la esperaba detrás de un atril improvisado, e hizo un gesto con la cabeza para que el equipo de seguridad dejara pasar a los medios. Se quedó junto al atril e intentó que la voz de él no la afectara. 


Su seguridad y autoridad mientras esbozaba las operaciones de limpieza y búsqueda de los tripulantes se contradecían con la tensión de su cuerpo. Tenía las manos a los costados y casi no movía los hombros mientras hablaba.


—¿Qué va a pasar con el petróleo que sigue en el buque? —preguntó un periodista.


—Vamos a donarlo al ejército y a los guardacostas por su generosa ayuda —él miró al ministro—. El ministro se ha ofrecido amablemente para coordinar la distribución.


—¿Va a regalar petróleo por valor de millones de dólares solo por bondad o intenta librarse con un soborno de la responsabilidad de su empresa, señor Alfonso?


Paula contuvo la respiración, pero Pedro ni siquiera parpadeó ante la pregunta del periodista de una revista especialmente sensacionalista.


—Al contrario, como ya he dicho, mi empresa asume completamente la responsabilidad del accidente y está trabajando con el gobierno para subsanarlo. Ningún precio es demasiado elevado si se garantiza que la operación de limpieza es rápida y causa un daño mínimo a la vida marina. Para ello, hay que retirar el crudo que queda lo antes posible, hay que afianzar el buque y hay que remolcarlo. En vez de transferir el petróleo a otro buque de nuestra naviera, una operación que tardaría mucho tiempo, he decidido donarlo al Gobierno. Estoy seguro de que estará de acuerdo en que es lo mejor —él lo dijo sin alterarse, pero la contracción de las mandíbulas delataba su rabia—. Siguiente pregunta.


—¿Puede confirmarnos el motivo del accidente? Según ustedes, es uno de sus petroleros más modernos y tiene los sistemas de navegación más avanzados. ¿Qué ha pasado?


—Nuestros investigadores contestarán esa pregunta cuando hayan terminado su trabajo.


—¿Qué le dice su intuición?


—Cuando hay tanto en juego, me fio de los datos, no de la intuición.


—No es ningún secreto que los medios de comunicación le disgustan. ¿Va a aprovechar eso para intentar que la prensa no informe del accidente, señor Alfonso?


—No estarían aquí si fuese a hacerlo. Es más… —hizo una pausa y miró a Paula antes de volver a mirar al grupo—… he elegido a cinco periodistas para que cubran en exclusiva todo el proceso.


Leyó los nombres y mientras los elegidos se felicitaban, los demás empezaron a gritar preguntas. Una se oyó por encima de las demás.


—Si su padre estuviese vivo, ¿cómo reaccionaría? ¿Intentaría librarse con dinero como hizo siempre con todo lo demás?


Paula resopló con inquietud antes de que pudiera evitarlo.


 Se hizo el silencio y la pregunta quedó flotando en el aire. 


Pedro apretó los puños hasta que los nudillos se quedaron blancos. La necesidad de protegerlo se adueñó de ella y se tambaleó un poco. Él la miró de reojo y le indicó que se había dado cuenta.


—Tendrá que ir a la otra vida para preguntárselo a mi padre. No hablo en nombre de los muertos.


Pedro se bajó del atril y se quedó delante de ella, tapándole el sol con los hombros.


—¿Qué pasa? —le preguntó en un susurro implacable.


—Na… Nada. Todo va según lo previsto.


Ella intentó respirar tranquilamente, pero necesitaba recuperar el dominio de sí misma y buscó al auxilio de la minitableta. Pedro se la arrebató mirándola fijamente a los ojos.


—Esos buitres encontrarán otra carroña y nos dejarán hacer lo que hay que hacer.


A juzgar por su tono, la última pregunta no lo había afectado gran cosa, pero ella vio sus labios apretados y el dolor que intentaba contener reflejado en los ojos. El deseo de protegerlo volvió a adueñarse de ella, pero tragó saliva y tendió la mano para que le devolviera la tableta.


—Me ocuparé de todo. Ha elegido los periodistas que cubrirán las operaciones y los demás tendrán que marcharse.


—¿Seguro que está bien? Está pálida. Espero que no le haya afectado el calor. ¿Ha comido algo?


—Estoy bien, señor Alfonso. Cuanto antes me libre de los medios, antes podremos seguir.


Él le entregó la tableta y ella, casi sin poder respirar, se alejó del imponente hombre que tenía delante. ¡No! ¡No podía estar sintiendo algo por su jefe! Aunque no la había despedido por mostrar el más leve sentimiento y falta de profesionalidad, no podía volver a derrumbarse así jamás. El tatuaje del tobillo le palpitaba y el otro, el que tenía en el hombro, le abrasaba como un recordatorio despiadado. 


Había pasado dos años en prisión por haber canalizado su necesidad de amor con el hombre equivocado y no iba a cometer el mismo error.




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