sábado, 14 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE; CAPITULO 12




Estaba tan cansado que quería tumbarse para no volver a levantarse en tres días. Pero no quería tumbarse solo. 


Quería yacer junto a Paula. Abrazarla mientras se quedaba dormido.


Un efecto del jet lag, seguramente. Era primera hora de la mañana en la isla, noche cerrada en Nueva York. 


Necesitaba un café. Podía oírla cantar. En la cocina, desafinadamente. Siguió aquella voz como si fuera un rastro de miguitas de pan, al final del cual encontró a una rubia con la melena recogida en lo alto de la cabeza en un desaliñado moño, vestida con un pijama corto y yendo de un lado a otro con una taza en la mano.


—Buenos días —la saludó—. ¿Hay café hecho?


Deteniéndose en seco, Paula se volvió rápidamente hacia él.


—¡Ay! Me has asustado. No sabía que habías vuelto.


—Te puse un mensaje —era así como se había mantenido en contacto con ella durante la última semana. El ocasional mensaje de texto para asegurarse de que estuviera bien. A veces ella le había respondido sin dirigirle un insulto.


—Todavía no he abierto mi teléfono.


—Me decepciona que no estuvieras esperándome con el aliento contenido.


—Perdona —ella se acercó a la cafetera y llenó una taza.


—Gracias.


—Es para mí.


Pedro le lanzó su más maligna mirada y se dirigió al armario para sacar una taza. Se sirvió él mismo.


—No te imaginas lo mucho que necesito en este momento un poco de cafeína.


—Se suponía que yo tenía que limitar el consumo, pero la necesito cada mañana. El médico me dijo que no pasaba nada.


—¿El médico?


—Sí. Pedí que me visitara uno mientras tú estabas fuera.


—¿Y?


—Es demasiado pronto. No te hacen ecografías ni esas cosas a estas alturas.


Se la quedó mirando. La imagen que ofrecía, con las uñas de los pies pintadas de un rosa brillante y el cabello recogido en lo alto de la cabeza le hizo reír, por lo absurda.


—¿Qué pasa? —le preguntó ella.


—Estás tan rara…


—¿Y eso te sorprende?


—La prensa siempre te presenta tan seria y formal…


—¡Bah! Ellos solo ven una pequeña parte de lo que soy, y luego informan de ello. No me conocen ni saben lo que hago cuando estoy en casa.


—¿Eso es culpa suya o tuya?


—¿Qué quieres decir?


—Eres muy reservada. Y, aunque tengo que decir que conmigo no lo eres tanto, lo eres. ¿Hay alguien que te conozca de verdad?


Paula se detuvo con la taza a medio camino de sus labios.


—Probablemente, Aldana. Un poco. Es la amiga con la que estaba en Corfú. La que me animó a acercarme a hablar contigo. Lucila y ella eran mis damas de honor. O deberían haberlo sido, si hubiera seguido adelante con la boda.


Aldana había sido su antigua compañera de andanzas. 


Salía de compras con ella, hablaban de tonterías. Cuando se juntaban con Lucila, era Paula quien se sentía obligada a ponerse seria. Con su padre tenía una relación similar. Y luego estaba Alejo. Con él tenía que ser… tranquila, refinada. Con Alejo era la mujer que aparentaba ser con los medios. Firme, serena. No podía hacer nada que recordara sus sórdidos, pero bien enterrados, años de adolescencia. 


Con Alejo no podía maldecir, cosa que sí hacía con Pedro. Y con alarmante frecuencia. Y no sabía muy bien por qué. 


Quizá porque la había visto desnuda.


—Yo… De todas formas, hay que adecuarse a las expectativas de los demás, ¿no?


Pedro puso los ojos en blanco.


—Yo no sé lo que es que alguien tenga expectativas sobre uno.


—Oh. Bueno, no es tan malo. Significa que tengo que comportarme de cierta manera cuando estoy en una compañía determinada. Así, no voy por ahí diciendo o haciendo cosas raras en público. Me contengo en determinados ambientes.


—Falsa —dijo él.


—¿Qué?


—Que eres una falsa. Y no pasa nada, yo también lo soy.
Quiero decir que yo también he aprendido a serlo. ¿Cómo crees que puedo sobrevivir a una semana de reuniones como la que acabo de pasar?


—Yo no soy una falsa.


—No te enfades.


Paula se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño con expresión feroz.


—¿Cómo no voy a enfadarme cuando me llamas falsa?


—Porque es una habilidad necesaria en la vida. Los camaleones lo hacen.


—Una reflexión muy profunda.


—Es la verdad. Y tú reconoces los beneficios que ello te reporta, tanto si eres consciente de ello como si no.


—Lo que yo hago es comportarme… de acuerdo con el ambiente. Eso no es ser falsa.


—Yo no te estoy juzgando, Paula. Solo estoy constatando un hecho.


Su teléfono sonó en ese instante, sobresaltándola. Miró la pantalla, aterrada, y suspiró de alivio al ver que se trataba de su amiga Aldana. Habían hablado algo durante la última semana. Aunque no le había revelado la noticia del embarazo, su amiga había adivinado la razón de que no se hubiera presentado a la boda y no se había mostrado nada comprensiva.


—¿Sí?


Aldana estaba hablando tan rápido que Paula apenas podía descifrar lo que estaba diciendo.


—He recibido un encargo enorme. Y no podré sacarlo adelante si no puedo comprar los materiales… Solo me llega para la mitad. ¡Y no te lo vas a creer! Una tubería estalló en el piso de arriba, el de la vecina, y me inundó completamente el local. El inventario está arruinado, cosas que no puedo reemplazar, ¡y mi aseguradora dice que la responsable es la aseguradora de la vecina, y viceversa! ¡Es todo una absoluta locura!


—¿Qué puedo hacer yo?


—Es obvio, pero vacilo en preguntártelo.


—Bueno, dado que soy copropietaria del negocio, tiene sentido que yo te ayude sobre todo desde que… ¿qué encargo enorme es ese?


—Uno de vestuario de disfraces. No me entusiasma, pero saldría en los títulos de crédito de la película. Se trata de una gran producción francesa…


—No me digas más. Voy para allá.


—No tienes por qué venir si es que sigues tan ocupada con ese misterioso hombre.


Paula alzó la mirada hacia Pedro.


—De eso me encargo yo —replicó, y cortó la comunicación
—. Tengo que irme a Cannes.


—¿Qué?


—Mi amiga Aldana tiene allí una boutique. Técnicamente también es mía, ya que poseo la mayor parte. Soy una especie de socia en la sombra.


—¿Cómo es que yo no lo sabía?


—Nadie lo sabe, ni siquiera Alejo. Creo en el talento de Aldana como diseñadora y quería apoyarla. Así que le monté una boutique. Y le hemos estado sacando un beneficio bastante decente durante los últimos años. Ahora mismo está pasando por una pequeña crisis, por culpa de una inundación en el piso de arriba, y parece que se ha dañado alguna ropa. Así que necesito ir a ver qué ha pasado e intentar ayudarla en todo lo posible.


—Es muy fácil. Invierte dinero en ello.


—¿Qué? ¿Te refieres a pagar a alguien para que lo arregle todo?


—¿Por qué no?


—Tengo que hacer economías. Poseo un fondo fiduciario, pero lo necesito para vivir. Y he abandonado el apartamento que me pagaba mi padre. Acabo de quemar bastantes naves, la verdad. Y debo ayudar cuanto antes a Aldana, porque ahora tiene la oportunidad de captar un cliente muy importante.


—Yo podría ayudarte económicamente. Ya sabes, si fueras mi esposa, estaría obligado a hacerlo.


—¡Oh, no! Yo no soy tu esposa, ni siquiera tu prometida. ¿Y sabes una cosa? Me siento pero que muy bien no siendo la prometida de alguien. De verdad.


—Me alegro por ti.


—No lo parece por tu tono. De modo que, dado que no soy tu prisionera, necesito salir de esta isla y viajar a Cannes.


—¿Piensas volver?


—No lo sé —se mordió el labio inferior—. Podría quedarme un tiempo con Aldana. Probablemente acabaremos compartiendo la custodia del niño.


—No es así como yo quiero que acabe la cosa —repuso él, frunciendo el ceño.


—¿Cómo entonces?


—Como una familia unida. Tú con tu hijo, yo con los dos. Y contigo en mi cama.


Paula se atragantó con el café.


—¿Qué?


—¿Qué creías que pretendía cuando te propuse matrimonio?


—Bueno, algo no tan… íntimo.


—¿Y por qué no? Estamos juntos, agape.


—Solo te acostaste conmigo porque estabas buscando venganza. Querías arrebatarle a Alejo su negocio y su mujer. Todo eso no tenía nada que ver conmigo.


—Supongo que tienes razón —Pedro apretó la mandíbula—. Pero las cosas han cambiado. Eres la madre de mi hijo y…


—No. Antes me dijiste que era una falsa. Bien, quizá lo haya sido antes. Pero ni siquiera era consciente de ello. Ese es el problema, que no era consciente de… de lo muy poco que tenían que ver con el amor mis sentimientos hacia Alejo. Estoy harta de esforzarme constantemente por complacer a los demás, de hacer que la gente se sienta cómoda. Esta vez pienso sentirme cómoda yo, con mi bebé. Y punto.


—Bueno, entonces supongo que debo tomarme otra taza de café y hacer las maletas. Porque parece que nos vamos a ir a Cannes.


—¿Nos?


—No he acabado contigo, Paula. Ni de lejos. Y esta vez yo pagaré la habitación de hotel. Ya que tú pagaste la última.


—¿No has oído lo que he dicho?


Lo último que ella necesitaba era que Pedro le sugiriera que retomaran su relación allí donde la habían dejado en Corfú, porque tenía miedo de ser lo bastante débil como para no negarse. De que le dijera «¡Sí, sí, tómame!» mientras se tumbaba con él en la cama.


«Aunque sería divertido», pensó. Tal vez no. Pero no volvería a disfrutar de aquella clase de diversión con él. No pensaba enredarse en otro compromiso sin amor.


—Sí lo he oído. Nos alojaremos en una suite con dormitorios separados. Una suite de hotel, lujosa e íntima. Tú no tendrás que gastar nada.


—Vaya, gracias. Pero… ¿por qué?


—Porque no pienso renunciar a ti, agape mou. Ni a nosotros.


—¿Por lo mucho que me quieres? —inquirió ella con el corazón martilleándole en el pecho. Se lo había preguntado para sacarlo de quicio. Para burlarse. Pero, en lugar de ello, se descubrió a sí misma temblando, rezando en parte para que le respondiera que sí.


—En absoluto. El amor no figura en la agenda de un hombre como yo, Paula. Pero una familia… Por eso sí que merecería la pena intentarlo.


—Pero yo necesito algo más que eso, Pedro —tragó saliva—. No me basta con que lo intentes. No pienso ser tu feliz experimento familiar. No sería justo.


—Ahora mismo no tienes ninguna familia feliz, ni experimental ni de cualquier otro tipo, así que… ¿por qué no?


Paula intentó ignorar el efecto que le causaron sus palabras, pero fue imposible. Porque se había pasado los once últimos años de su vida manteniendo a su familia unida. Siendo lo que ellos querían que fuera. Y en aquel momento todo aquello no existía. En un gesto defensivo, cruzó los brazos sobre el pecho.


Fue entonces cuando fue consciente del bebé que llevaba en su interior. A pesar de ello, nunca en toda su vida se había sentido tan sola y asustada. Como si todo, por dentro y por fuera, le resultara completamente ajeno.


—Yo… tengo que irme. Prepara el avión. Voy a hacer las maletas.


—No. Lucia las hará por ti. Tú descansa, que yo me ocuparé de todo.


—Ni tienes por qué acompañarme.


—¿No quieres que lo haga? —le preguntó él.


—No.


—No siempre puede conseguir uno lo que quiere, agape.






UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 11





Paula yacía sobre la colcha blanca con la mirada clavada en el techo. Si no hubiera sido tan cobarde, le habría pedido que la llevara a su casa. Y si no hubiera tenido tanto miedo de no tener una casa a la que volver.


De tenerla todavía, habría estado infestada de periodistas dispuestos a lanzarse sobre ella y sobre Alejo. Y tenían motivos, dado el escandaloso titular de que la novia se había quedado embarazada de otro hombre. La boda del siglo se revelaría como una gran farsa, para deleite de la prensa. Justo en ese momento, llamaron a la puerta.


—¿Sí?


Entró una mujer menuda de pelo oscuro.


—El señor Pedro desea que se reúna con él a cenar en la terraza.


—¿De veras? —inquirió ella de mal humor—. ¿Y para cuándo me espera?


—Dentro de diez minutos, señorita.


—Dígale que tardaré veinte, tengo que vestirme. Y dígale también que no deje que eso se le suba a la cabeza.


La mujer asintió y abandonó la habitación. Paula se sintió como una arpía. Una arpía sudorosa, mala, ya que todavía estaba acalorada por el paseo, y de un pésimo humor. Una rápida ducha hizo maravillas con lo de sudorosa, pero la maldad seguía bullendo mientras se ponía un sencillo vestido negro y tacones del mismo color. Se puso un collar de perlas y se miró de perfil. Maquillaje y peinado estaban bien. Parecía normal. Como la Paula a la que estaba acostumbrada a ver en el espejo cada día.


Lo cual era extraño, porque no se sentía en absoluto como la Paula de costumbre. No desde el día en que puso los ojos en Pedro Alfonso. Suspiró profundamente y abandonó la habitación para encontrar a la criada esperándola.


—Yo la llevaré con el señor Pedro.


—Gracias.


Fue entonces cuando tomó conciencia de lo atrapada que se sentía en aquel lugar. A cada paso que daba por aquel suelo de mármol blanco en dirección a la terraza, tenía la sensación de que una soga se apretaba cada vez más en torno a su cuello.


—La señorita Paula —dijo la mujer como si estuviera anunciando a una duquesa.


Pedro se levantó. Por muy furiosa que estuviera, aquel hombre siempre se las arreglaba para dejarla sin habla. 


Llevaba una sencilla camisa blanca con el cuello desabrochado y las mangas enrolladas, lo que destacaba el bronceado de su tez. Parecía tan natural y tan ridículamente sexy… No era justo. No era justo que su cuerpo reaccionara ante un hombre así. Un hombre que la había engañado, manipulado y que virtualmente la mantenía cautiva en una isla.


Se sentó, y él lo hizo también.


—Confío en que habrás descansado bien —le dijo Pedro.


—Lo dudo. Estoy segura de que sabrás que he pasado la última hora poniéndome frenética en la intimidad de mi habitación.


—Supongo que es normal.


—He descubierto que estoy embarazada, aparte de todo lo demás, de modo que sí, es normal.


—Es por eso por lo que te propuse matrimonio —le recordó él—. No para robarle Chaves a Alejo, sino por el bien del bebé.


—Estupendo. Pues debes saber que no me casaré contigo. Ni por el bebé ni por nada. Al menos no hasta que mi hermana se case y yo esté segura, al cien por cien, de que no te quedarás con Chaves por culpa de mi indiscreción. No permitiré que perjudiques a Alejo ni a mi familia —de repente se le pasó por la cabeza un sobrecogedor pensamiento—. Ah, y, si se te ocurre ir detrás de mi hermana, te advierto que te cercenaré tu miembro viril con una navaja de filo romo.


—No tengo ningún deseo de seducir a tu hermana —repuso él recostándose tranquilamente en su silla, de cara al mar—. Mis planes, mis prioridades, han cambiado. Mi lealtad está ahora con mi hijo, no con mi venganza.


—Bueno, el embarazo está en su primera etapa, y puede terminar malográndose, así que te lo repito de nuevo, el matrimonio está descartado.


—Para ti quizá, pero no para mí. Yo continuaré sacándolo a colación en las ocasiones en que lo considere apropiado.


—Eres como un grano enorme en el trasero, ¿lo sabías?


—Por supuesto —repuso él mientras se llevaba la copa de vino a los labios.


—Esa es otra razón para no casarme contigo —le recordó ella después de beber un sorbo de agua.


—¿Por qué entonces consentiste en acompañarme?


—Porque soy una cobarde tremenda —respondió Paula—. Entre otras cosas.


—¿Qué otras cosas?


—También soy una imbécil. No puedo creer que cayera rendida ante tu… encanto. Pero tengo que preguntarte algo, Pedro. ¿Cómo es que un tipo como tú quiere tener un bebé?


—Yo no quiero tener un bebé. Quiero a mi bebé, que es algo completamente diferente.


—Yo habría pensado que desentenderte de él sería la solución más fácil para ti.


—¿Y eso por qué?


—Bueno, muchos hombres lo hacen. Y dado que tú te… relacionaste conmigo con la idea de vengarte de Alejo, entiendo que comprometerte con el bebé no servirá para nada a ese propósito. Sobre todo teniendo en cuenta que no me casaré contigo y no dejaré que arrebates Chaves a Alejo.


—Es una cuestión de honor.


—¿Tú tienes honor? ¿Dónde estaba tu honor cuando me robaste la virtud en Corfú?


—¿Virtud, dices? La virginidad sí que la recuerdo, me la ofreciste en bandeja. Lo que no recuerdo es habértela robado.


—Es igual. El caso es que todavía no sé qué es lo que quieres.


—Quiero a mi hijo —le dijo bajando la copa y apoyando ambas manos sobre la mesa—. Porque sé bien lo que es crecer sin un padre. Sé lo que es crecer con miedo. Mi hijo nunca conocerá eso, yo lo protegeré. Mientras yo esté a su lado, no tendrá absolutamente nada de qué preocuparse.


Paula bajó la mirada a la mesa y se encontró con el plato de arroz con pescado que le habían puesto delante. No le resultaba nada apetitoso, a esas alturas tenía un nudo de angustia en el estómago.


—Eso habla muy bien de ti, Pedro.


—Cada padre debe velar por su hijo. ¿Qué me dices de ti, Paula? ¿Velaron tus padres por ti?


—Sí. Mi padre siempre estuvo muy pendiente de mi hermana y de mí, y, cuando apareció Alejo… Quiere a Alejo como a un hijo. Y mi madre también lo quería.


—Dijiste que tu madre había muerto, ¿verdad?


—Hace unos cuantos años. Estaba enferma. Esa es la única razón por la que no llegué a cursar estudios universitarios. Tenía que ayudar. Lucila era muy joven y… necesitaba vivir su vida. Mi madre no era una persona de trato fácil, pero estaba enferma y necesitaba a alguien. Así que no puedo arrepentirme del tiempo que pasé con ella —jugueteó con su tenedor—. Pero luego… bueno, Alejo expresó el deseo de que él y yo…


—¿Por qué le hiciste esperar tanto?


—Ahora puedo ver con toda claridad que, si yo le iba dando largas, diciéndole que quería «vivir un poco primero» era porque no sentía nada por él. Salí con otros hombres, pero no fueron relaciones serias porque aunque sabía que Alejo no me prohibía nada, yo seguía teniendo la sensación de que lo estaba engañando. Luego hicimos oficial nuestro compromiso, que se prolongó durante años, y fue una situación… cómoda —bajó la mirada a su vaso—. Pero ahora todo ha cambiado.


—Bueno, todo no. Sigues sin estar casada.


—Y no pienso estarlo.


—¿Porque no confías en mí?


—Sí. Y también hay otra cosa. Mi padre prometió que legaría Chaves a la hija que se casara primero y a su esposo. Y cumplirá esa promesa, de modo que tú no sacarás ningún beneficio de esto. Lo siento.


—Lástima.


—Estoy exhausta —dijo de pronto, levantándose—. Creo que lo de la cena no ha sido una buena idea. Me retiro a mi habitación.


—¿No piensas comer nada?


—Pide que me lleven galletas a la habitación. Y café descafeinado. Con eso bastará.


Se giró en redondo y volvió a su dormitorio. Abrió la puerta con impulso y la cerró dando un portazo. Necesitaba algo. 


Necesitaba… abrir una ventana para poder respirar. Fue al otro lado de la habitación, descorrió las cortinas y abrió la ventana de par en par. La brisa del mar no consiguió aliviar la opresión que sentía en el pecho.


Tenía unas enormes ganas de llorar, pero no podía. Se había esforzado tanto por mantener sus emociones y sus deseos bajo control que en ese instante era incapaz de desahogarse. Ni siquiera podía ser ella misma cuando estaba sola.


Maldijo a Pedro. Estaba tan furiosa con él, tan dolida por lo que le había hecho… Y aun así seguía anhelando aquellos momentos de desahogo, de liberación. Aquellos momentos durante los cuales se había sentido perfectamente cómoda consigo misma, y que solamente él había podido darle. Pero no, no volvería a sus brazos. Nunca más.


Alejo se casó conmigo.


Paula se quedó mirando el mensaje de texto que había recibido de su hermana, aturdida. ¿Que se había casado con su hermana? ¿Lucila se había casado con Alejo?


Cuando aquella mañana le mandó el mensaje, no había esperado aquello. Se sentó inmediatamente ante su portátil y tecleó el nombre de Alejo Kouros. La primera noticia que encontró en la red tenía el siguiente titular: Alejo Kouros se Casa con una Novia de Recambio.


—¡Vaya!


Tomó su teléfono y envió un mensaje a su hermana: 

Diablos. Acabo de leerlo en Internet.


La respuesta de su hermana le llegó rápidamente: 

¿Eres feliz? Tú no amabas a Alejo, ¿verdad?


Lucila, todavía preocupándose por ella. Paula era incapaz de imaginarse a su dulce hermanita con Alejo. Diablos, era ella la que estaba preocupada…

No de esa manera. No como para necesitar casarme con él. 


Envió el mensaje. Era una mentira por omisión, porque en condiciones normales se habría casado con Alejo. Si las cosas no hubieran cambiado. Si no hubiera sido por el bebé.

¿Amas a Pedro?


El mensaje de su hermana tuvo el mismo efecto que un puñetazo en el pecho. Porque la transportó de nuevo a aquella noche. A aquellos sentimientos. Sentimientos que no habían tenido nada que ver con nada de lo que hubiera experimentado antes.


Necesito estar con Pedro. Tecleó el mensaje, pero no lo envió de inmediato. Era la verdad. Tenía que pensar sobre lo que iba a hacer, tomar una decisión. Solo estaba segura de una cosa: tenía que dar a Pedro una oportunidad, la de intervenir en la vida de su hijo. Más allá de eso, no tenía la menor idea.


Acabó su conversación con Lucila y arrojó el móvil a la cama. Su anterior argumento de defensa, el de que Pedro era el villano de la película, resultaba en ese momento mucho más débil. Aunque era agradable saber que Chaves estaba seguro. Que por fin había ido a parar a manos de Alejo, porque aunque no había querido casarse con él, tampoco había querido que lo perdiera.


Pero Lucila… Oh, esperaba que su hermana fuera feliz. Y que supiera lo que estaba haciendo. Lucila siempre había profesado un cariño especial a Alejo. Siempre se habían llevado muy bien, pero jamás se le había pasado por la cabeza la idea de que pudiera casarse con él.


Justo en ese momento, llamaron a la puerta. Adivinó que se trataba de Pedro.


—Adelante —pronunció, irguiéndose.


—Se han casado —dijo Pedro nada más entrar.


—Ya lo he visto.


—¿Estás bien? —le preguntó, en un sorprendente rasgo de sensibilidad por su parte.


—Yo… sí. Estoy preocupada por Lucila. Yo no quería que ella… se casara con alguien a quien no amaba por mí.


—Quizá no lo haya hecho por ti.


—Por supuesto que lo ha hecho por mí.


—El mundo entero no gira a tu alrededor, ¿sabes?


—No, soy bien consciente de ello. Pero lo que yo quiero no parece que cuente para nada.


—¿Lamentas no haberte casado con él?


—¿Quieres decir si lamento no estar ahora mismo atrapada en un matrimonio sin amor?


—Podrías estar atrapada en uno conmigo.


—Buen intento, pero no. Creo que voy a disfrutar de mi recién descubierta libertad.


—¿Qué quieres decir?


—Lo he estropeado todo. Cuando la prensa se entere… dejaré de ser su princesa. Mi padre se llevará la gran decepción. Lucila ha tenido que casarse con alguien que no quiere por mi culpa. Ya no tengo razón alguna para seguir haciendo lo que los demás esperan de mí. Ni para empezar de nuevo —soltó una amarga carcajada—. Y tampoco tiene sentido intentar volver atrás. Probar a legitimar mi situación casándome con el padre de mi hijo cuando eso no cambiará las circunstancias.


—Entonces, ¿estás dispuesta a enfrentarte a la prensa?


—De ninguna manera. Yo… quiero que sepas que, tanto si estaba embarazada como si no, con prensa o sin ella, incluso aunque no hubieras venido a buscarme… yo no me habría casado con él.


—¿De veras? —le preguntó él con voz ronca.


—Sí. Pero ahora mismo no me siento nada valiente. Seguiré escondiéndome. Soy una cobarde, me siento totalmente frágil y quiero ocultarme por un tiempo y analizar… todo lo sucedido. Ver cómo… se desarrolla el embarazo.


—¿Tienes algún motivo para temer que puedas llegar a perder el niño?


Parecía afectado ante la idea, lo cual resultó extrañamente conmovedor. Casi parecía querer el bebé, como si fuera a dolerle en caso de que llegara a perderlo. Ella misma se sorprendió, en aquel preciso instante, de lo mucho que se deprimiría si eso terminaba produciéndose. Quería tener el bebé, fueran cuales fueran las circunstancias.


—No, ninguno al margen de las estadísticas.


—Tengo que volver a Nueva York para trabajar. Necesito entrevistarme con varios clientes en persona.


—Ya. Bueno, pues que te diviertas en Nueva York.


—¿No vas a acompañarme?


—¿Estoy invitada?


—Por supuesto. ¿O quieres quedarte aquí?


Sabía que debería volver a casa y enfrentarse con todo. Con su padre, con todo. Pero todavía no estaba preparada para eso. Todavía no estaba preparada para compartir con su familia su… relación con Pedro. Cuando les revelara que estaba embarazada, tendría que confesarles su indiscreción y todavía no estaba en condiciones de decírselo.


—Sí.


—¿Sola?


—De hecho,la perspectiva me parece ideal.


—Bueno, como quieras. Te veré la semana que viene.


Paula asintió lentamente con la cabeza.


—Hasta la semana que viene, entonces.


—Luego… ya decidiremos lo que haremos.


Ella volvió a asentir, reprimiendo un gruñido. Por su parte, aún no estaba en condiciones de decidir nada.


—La gente no me dice que no, Paula. Estás advertida.


—Es curioso. Yo te he dicho que no unas cuantas veces.


—Sí, pero antes de que me dijeras que no, me dijiste que sí. Y de forma muy enfática. Estoy seguro de que volverás a decírmelo.