sábado, 14 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE; CAPITULO 12




Estaba tan cansado que quería tumbarse para no volver a levantarse en tres días. Pero no quería tumbarse solo. 


Quería yacer junto a Paula. Abrazarla mientras se quedaba dormido.


Un efecto del jet lag, seguramente. Era primera hora de la mañana en la isla, noche cerrada en Nueva York. 


Necesitaba un café. Podía oírla cantar. En la cocina, desafinadamente. Siguió aquella voz como si fuera un rastro de miguitas de pan, al final del cual encontró a una rubia con la melena recogida en lo alto de la cabeza en un desaliñado moño, vestida con un pijama corto y yendo de un lado a otro con una taza en la mano.


—Buenos días —la saludó—. ¿Hay café hecho?


Deteniéndose en seco, Paula se volvió rápidamente hacia él.


—¡Ay! Me has asustado. No sabía que habías vuelto.


—Te puse un mensaje —era así como se había mantenido en contacto con ella durante la última semana. El ocasional mensaje de texto para asegurarse de que estuviera bien. A veces ella le había respondido sin dirigirle un insulto.


—Todavía no he abierto mi teléfono.


—Me decepciona que no estuvieras esperándome con el aliento contenido.


—Perdona —ella se acercó a la cafetera y llenó una taza.


—Gracias.


—Es para mí.


Pedro le lanzó su más maligna mirada y se dirigió al armario para sacar una taza. Se sirvió él mismo.


—No te imaginas lo mucho que necesito en este momento un poco de cafeína.


—Se suponía que yo tenía que limitar el consumo, pero la necesito cada mañana. El médico me dijo que no pasaba nada.


—¿El médico?


—Sí. Pedí que me visitara uno mientras tú estabas fuera.


—¿Y?


—Es demasiado pronto. No te hacen ecografías ni esas cosas a estas alturas.


Se la quedó mirando. La imagen que ofrecía, con las uñas de los pies pintadas de un rosa brillante y el cabello recogido en lo alto de la cabeza le hizo reír, por lo absurda.


—¿Qué pasa? —le preguntó ella.


—Estás tan rara…


—¿Y eso te sorprende?


—La prensa siempre te presenta tan seria y formal…


—¡Bah! Ellos solo ven una pequeña parte de lo que soy, y luego informan de ello. No me conocen ni saben lo que hago cuando estoy en casa.


—¿Eso es culpa suya o tuya?


—¿Qué quieres decir?


—Eres muy reservada. Y, aunque tengo que decir que conmigo no lo eres tanto, lo eres. ¿Hay alguien que te conozca de verdad?


Paula se detuvo con la taza a medio camino de sus labios.


—Probablemente, Aldana. Un poco. Es la amiga con la que estaba en Corfú. La que me animó a acercarme a hablar contigo. Lucila y ella eran mis damas de honor. O deberían haberlo sido, si hubiera seguido adelante con la boda.


Aldana había sido su antigua compañera de andanzas. 


Salía de compras con ella, hablaban de tonterías. Cuando se juntaban con Lucila, era Paula quien se sentía obligada a ponerse seria. Con su padre tenía una relación similar. Y luego estaba Alejo. Con él tenía que ser… tranquila, refinada. Con Alejo era la mujer que aparentaba ser con los medios. Firme, serena. No podía hacer nada que recordara sus sórdidos, pero bien enterrados, años de adolescencia. 


Con Alejo no podía maldecir, cosa que sí hacía con Pedro. Y con alarmante frecuencia. Y no sabía muy bien por qué. 


Quizá porque la había visto desnuda.


—Yo… De todas formas, hay que adecuarse a las expectativas de los demás, ¿no?


Pedro puso los ojos en blanco.


—Yo no sé lo que es que alguien tenga expectativas sobre uno.


—Oh. Bueno, no es tan malo. Significa que tengo que comportarme de cierta manera cuando estoy en una compañía determinada. Así, no voy por ahí diciendo o haciendo cosas raras en público. Me contengo en determinados ambientes.


—Falsa —dijo él.


—¿Qué?


—Que eres una falsa. Y no pasa nada, yo también lo soy.
Quiero decir que yo también he aprendido a serlo. ¿Cómo crees que puedo sobrevivir a una semana de reuniones como la que acabo de pasar?


—Yo no soy una falsa.


—No te enfades.


Paula se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño con expresión feroz.


—¿Cómo no voy a enfadarme cuando me llamas falsa?


—Porque es una habilidad necesaria en la vida. Los camaleones lo hacen.


—Una reflexión muy profunda.


—Es la verdad. Y tú reconoces los beneficios que ello te reporta, tanto si eres consciente de ello como si no.


—Lo que yo hago es comportarme… de acuerdo con el ambiente. Eso no es ser falsa.


—Yo no te estoy juzgando, Paula. Solo estoy constatando un hecho.


Su teléfono sonó en ese instante, sobresaltándola. Miró la pantalla, aterrada, y suspiró de alivio al ver que se trataba de su amiga Aldana. Habían hablado algo durante la última semana. Aunque no le había revelado la noticia del embarazo, su amiga había adivinado la razón de que no se hubiera presentado a la boda y no se había mostrado nada comprensiva.


—¿Sí?


Aldana estaba hablando tan rápido que Paula apenas podía descifrar lo que estaba diciendo.


—He recibido un encargo enorme. Y no podré sacarlo adelante si no puedo comprar los materiales… Solo me llega para la mitad. ¡Y no te lo vas a creer! Una tubería estalló en el piso de arriba, el de la vecina, y me inundó completamente el local. El inventario está arruinado, cosas que no puedo reemplazar, ¡y mi aseguradora dice que la responsable es la aseguradora de la vecina, y viceversa! ¡Es todo una absoluta locura!


—¿Qué puedo hacer yo?


—Es obvio, pero vacilo en preguntártelo.


—Bueno, dado que soy copropietaria del negocio, tiene sentido que yo te ayude sobre todo desde que… ¿qué encargo enorme es ese?


—Uno de vestuario de disfraces. No me entusiasma, pero saldría en los títulos de crédito de la película. Se trata de una gran producción francesa…


—No me digas más. Voy para allá.


—No tienes por qué venir si es que sigues tan ocupada con ese misterioso hombre.


Paula alzó la mirada hacia Pedro.


—De eso me encargo yo —replicó, y cortó la comunicación
—. Tengo que irme a Cannes.


—¿Qué?


—Mi amiga Aldana tiene allí una boutique. Técnicamente también es mía, ya que poseo la mayor parte. Soy una especie de socia en la sombra.


—¿Cómo es que yo no lo sabía?


—Nadie lo sabe, ni siquiera Alejo. Creo en el talento de Aldana como diseñadora y quería apoyarla. Así que le monté una boutique. Y le hemos estado sacando un beneficio bastante decente durante los últimos años. Ahora mismo está pasando por una pequeña crisis, por culpa de una inundación en el piso de arriba, y parece que se ha dañado alguna ropa. Así que necesito ir a ver qué ha pasado e intentar ayudarla en todo lo posible.


—Es muy fácil. Invierte dinero en ello.


—¿Qué? ¿Te refieres a pagar a alguien para que lo arregle todo?


—¿Por qué no?


—Tengo que hacer economías. Poseo un fondo fiduciario, pero lo necesito para vivir. Y he abandonado el apartamento que me pagaba mi padre. Acabo de quemar bastantes naves, la verdad. Y debo ayudar cuanto antes a Aldana, porque ahora tiene la oportunidad de captar un cliente muy importante.


—Yo podría ayudarte económicamente. Ya sabes, si fueras mi esposa, estaría obligado a hacerlo.


—¡Oh, no! Yo no soy tu esposa, ni siquiera tu prometida. ¿Y sabes una cosa? Me siento pero que muy bien no siendo la prometida de alguien. De verdad.


—Me alegro por ti.


—No lo parece por tu tono. De modo que, dado que no soy tu prisionera, necesito salir de esta isla y viajar a Cannes.


—¿Piensas volver?


—No lo sé —se mordió el labio inferior—. Podría quedarme un tiempo con Aldana. Probablemente acabaremos compartiendo la custodia del niño.


—No es así como yo quiero que acabe la cosa —repuso él, frunciendo el ceño.


—¿Cómo entonces?


—Como una familia unida. Tú con tu hijo, yo con los dos. Y contigo en mi cama.


Paula se atragantó con el café.


—¿Qué?


—¿Qué creías que pretendía cuando te propuse matrimonio?


—Bueno, algo no tan… íntimo.


—¿Y por qué no? Estamos juntos, agape.


—Solo te acostaste conmigo porque estabas buscando venganza. Querías arrebatarle a Alejo su negocio y su mujer. Todo eso no tenía nada que ver conmigo.


—Supongo que tienes razón —Pedro apretó la mandíbula—. Pero las cosas han cambiado. Eres la madre de mi hijo y…


—No. Antes me dijiste que era una falsa. Bien, quizá lo haya sido antes. Pero ni siquiera era consciente de ello. Ese es el problema, que no era consciente de… de lo muy poco que tenían que ver con el amor mis sentimientos hacia Alejo. Estoy harta de esforzarme constantemente por complacer a los demás, de hacer que la gente se sienta cómoda. Esta vez pienso sentirme cómoda yo, con mi bebé. Y punto.


—Bueno, entonces supongo que debo tomarme otra taza de café y hacer las maletas. Porque parece que nos vamos a ir a Cannes.


—¿Nos?


—No he acabado contigo, Paula. Ni de lejos. Y esta vez yo pagaré la habitación de hotel. Ya que tú pagaste la última.


—¿No has oído lo que he dicho?


Lo último que ella necesitaba era que Pedro le sugiriera que retomaran su relación allí donde la habían dejado en Corfú, porque tenía miedo de ser lo bastante débil como para no negarse. De que le dijera «¡Sí, sí, tómame!» mientras se tumbaba con él en la cama.


«Aunque sería divertido», pensó. Tal vez no. Pero no volvería a disfrutar de aquella clase de diversión con él. No pensaba enredarse en otro compromiso sin amor.


—Sí lo he oído. Nos alojaremos en una suite con dormitorios separados. Una suite de hotel, lujosa e íntima. Tú no tendrás que gastar nada.


—Vaya, gracias. Pero… ¿por qué?


—Porque no pienso renunciar a ti, agape mou. Ni a nosotros.


—¿Por lo mucho que me quieres? —inquirió ella con el corazón martilleándole en el pecho. Se lo había preguntado para sacarlo de quicio. Para burlarse. Pero, en lugar de ello, se descubrió a sí misma temblando, rezando en parte para que le respondiera que sí.


—En absoluto. El amor no figura en la agenda de un hombre como yo, Paula. Pero una familia… Por eso sí que merecería la pena intentarlo.


—Pero yo necesito algo más que eso, Pedro —tragó saliva—. No me basta con que lo intentes. No pienso ser tu feliz experimento familiar. No sería justo.


—Ahora mismo no tienes ninguna familia feliz, ni experimental ni de cualquier otro tipo, así que… ¿por qué no?


Paula intentó ignorar el efecto que le causaron sus palabras, pero fue imposible. Porque se había pasado los once últimos años de su vida manteniendo a su familia unida. Siendo lo que ellos querían que fuera. Y en aquel momento todo aquello no existía. En un gesto defensivo, cruzó los brazos sobre el pecho.


Fue entonces cuando fue consciente del bebé que llevaba en su interior. A pesar de ello, nunca en toda su vida se había sentido tan sola y asustada. Como si todo, por dentro y por fuera, le resultara completamente ajeno.


—Yo… tengo que irme. Prepara el avión. Voy a hacer las maletas.


—No. Lucia las hará por ti. Tú descansa, que yo me ocuparé de todo.


—Ni tienes por qué acompañarme.


—¿No quieres que lo haga? —le preguntó él.


—No.


—No siempre puede conseguir uno lo que quiere, agape.






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