sábado, 14 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 10




Su isla era preciosa. Pedro jamás se cansaría de ella. O del hecho de que fuera suya. Un lugar sobre el que poseía un control total.


Mientras estuvo viviendo en la mansión de su padre, todo había sido compartido. O quizá «compartir» fuera una palabra demasiado generosa. Porque en aquel ambiente había existido una clase de siervos, de esclavos. Las mujeres, los guardias de seguridad. Y, por debajo de todos… los niños de aquellas mujeres.


Muchos de ellos habían sido entregados por sus propias madres. Vendidos, solo después tomó conciencia de ello, a cambio de droga. Él había pasado muchos años sintiéndose asombrado, agradecido, de que su madre no hubiera hecho eso con él. De que lo hubiera valorado en algo. De que hubiera permanecido a salvo, protegido. Había sido un milagro, o eso al menos le había parecido en aquel entonces.


Pero finalmente había descubierto la venenosa verdad. Él mismo había sido el instrumento involuntario que había mantenido a su madre siempre cerca de su adicción favorita: no la heroína, sino el propio Nicolas Kouklakis. Si el viejo la había mantenido allí, por supuesto, había sido porque era la madre de su hijo. Porque Pedro era su hijo. 


Pero Pedro había terminado descubriendo la verdad, y, cuando su madre no resultó ya útil, todo se había venido abajo.


Pedro huyó. Sin mirar atrás. Y, cuando finalmente se detuvo, cuando hubo ganado suficientes partidas de naipes y adquirido algún dinero, dinero y aquella isla; cuando hubo conocido a gente importante y aprendido la mecánica de los mercados de acciones; cuando finalmente hubo alcanzado el éxito… solo entonces se permitió mirar hacia atrás.


Había mirado hacia atrás para recordar todo aquel dolor, aquella injusticia, y había visto al único hombre que se había alzado por encima de ella. Un hombre limpio y respetado. Un hombre rico y con una bella mujer colgada de su brazo. Había decidido entonces que el siguiente punto de su agenda sería hacer que Alejo Kouros conociera la impotencia, el miedo. Que supiera lo que era perder las cosas que amaba. Y aunque no hubiera conseguido destruir su negocio, y no por falta de ganas ni de intentos, al menos le había arrebatado a su prometida. El pensamiento lo llenaba de alegría, pese a que en aquel momento no se estaba sirviendo de Paula para vengarse de él.


—¿Dónde estamos? —le preguntó ella cuando el avión estaba tomando tierra, ante un horizonte de arena blanca y un mar azul turquesa.


—En una isla que se halla cerca de Turquía. Yo la llamo… 
—tomó conciencia de que poco antes le había revelado el nombre de su madre. Eso le hacía sentirse expuesto, sobre todo cuando le dijera el nombre de la isla y ella entendiera el porqué. Maldijo aquel momento de sentimentalismo. 


Maldijo el hecho de que todavía quisiera tanto a una madre que nunca lo había amado. Una madre que había elegido quitarse la vida antes que dedicársela a él—. Yo la llamo El Refugio de Meli. Ella… murió justo antes de que yo abandonara la mansión Kouklakis. De haber seguido viva, es aquí adonde la habría traído. Para que pudiera descansar, finalmente. Aunque ahora ya está descansando, supongo.


—Lo siento —dijo ella con voz apagada—. Mi madre también murió. Es duro, muy duro.


—La vida es dura —Pedro se encogió de hombros.


—¿La vida es dura y ya está? ¿Esa frase lo explica todo?


—La vida es dura y al final nos morimos todos. ¿Así está mejor?


—No —Paula sacudió la cabeza—. No estás disfrutando mucho de este viaje, ¿verdad?


Él se levantó en el instante en que el avión se detenía.


—Disfrutar del viaje es algo que hace otro tipo de personas, con otro tipo de vida. Alguien como tú, agape.


—Bueno, yo no negaré que tengo una familia estupenda. Que he sido bendecida con muchas cosas bonitas. Y sí, yo estoy disfrutando del viaje.


Pero estaba mintiendo. Pedro podía sentirlo. La primera vez que la encontró en Corfú, Paula había irradiado luz. Alegría. Pero no era eso lo que había observado en las fotos suyas que había visto en la prensa. Como si durante la mayor parte del tiempo se dedicara a esconder aquella luz.


—¿Habrías disfrutado también haciendo el viaje que tenías previsto hacer con Alejo?


—Por supuesto —respondió ella, tensa—. Lo quiero.


—Pero no le amas.


—¡Bah! ¿Cómo es que la gente se obsesiona tanto con el amor? —Aldana había intentado convencerla hasta el último momento de que no se casara, y citando el amor como primera razón—. Me gusta. Y, en cierta forma, lo amo. No es una pasión devoradora, pero…


—Pero no lo estás llorando precisamente a mares en este momento.


—Son muchas mis preocupaciones actuales. Acabo de descubrir que estoy embarazada —Paula se interrumpió, maldiciendo por lo bajo—. Embarazada. Oh, aún no lo he asimilado del todo… Y además acabo de fugarme de mi boda. Y estoy en Turquía. Contigo.


—No estamos en Turquía. Estamos en mi isla.


—Ya. Eso representa una gran diferencia para mí en este instante.


—Mira, esto no tiene por qué ser tan difícil —estaba a punto de proponerle matrimonio por segunda vez. Sí, ella le había rechazado la primera, pero entonces había estado bajo los efectos del shock. Terminaría cediendo, estaba seguro de ello.


Otra cosa de lo que estaba seguro era de que se negaba a ser una simple sombra en la vida de su hijo. Sería la antítesis de su propio padre. Amaría a su hijo. No haría de él un simple instrumento para mantener un vínculo entre él y la persona… con la que estaba obsesionado.


—No sé yo… —repuso ella, dirigiéndose hacia la salida.


—No pareces nada convencida.


—No lo estoy —bajó por la escalerilla y él la siguió, con la mirada clavada en sus curvas y en la manera en que sus pantalones blancos se ceñían a su trasero.


Al fin y al cabo era un hombre, y ella seguía constituyendo una tentación. Aquella mujer exudaba clase, elegancia. 


Lucía un peinado y un maquillado perfectos, aun después de haber descubierto que estaba embarazada y haberse escapado de su propia boda. Pero él había resquebrajado todo eso. Había visto enrojecerse su piel, más colorada que el top que lucía en ese momento. Había visto aquel pelo despeinado, su piel brillante de sudor. Había hecho que aquellas uñas perfectamente manicuradas se clavaran en sus hombros…


Se removió en un intento por aliviar la presión causada por su creciente excitación.


—¿Y cómo es eso? —le preguntó.


—Pues porque creo… que no me gustas —de repente alzó la mirada y contempló los grupos de cipreses que se extendían a su alrededor, con la playa de arena blanca detrás.


—Hay ruinas increíbles en esta isla —le informó él—. Coloniales y otomanas.


—Vengo de Grecia. Ruinas, allí, tenemos muchas.


—Ya lo sé. Solo estaba intentando entablar conversación. Mi casa está cerca. ¿Qué prefieres? ¿Ir a pie o en coche?


—Vas de esmoquin. No es un atuendo muy adecuado para pasear.


—Ciertamente —se miró—. Estoy un poco desorientado, la verdad. En Nueva York es todavía primera hora de la mañana. Lo que quiere decir que técnicamente he estado despierto y levantado toda la noche.


—¿Venías de Nueva York?


—Así es.


—¿Por qué?


—Vine por ti.


—¿Por qué viniste a buscarme?


—No lo sé —respondió, sincero—. Porque no quiero que él te tenga. Porque te quiero para mí solo. Porque creo que eres preciosa y porque eres la única mujer a la que en este momento puedo imaginar compartiendo mi cama.


—Vaya, eso suena casi halagador —Paula parpadeó asombrada.


—Casi. Venga, vayamos andando —se quitó la chaqueta, que dejó caer en la arena, y se subió las mangas de la camisa—. Así me despejaré un poco.


—Guía tú.


Él echó a andar por un sendero que los llevó cerca de la playa.


—¿Qué es lo que haces en Nueva York?


—Juego con el dinero de otra gente. En bolsa. Invierto por ellos. Y se me da muy bien. He ganado lo suficiente como para hacer unas cuantas adquisiciones e inversiones por mí mismo.


—Incluida esta isla.


—Esta isla la gané jugando.


—¿Jugando?


—En una partida de naipes. Sí, fui jugador profesional por un tiempo. Y al principio con el dinero de otra gente.


—¿Cómo?


—Calcular cartas es una habilidad extremadamente útil. Sucede que yo tengo ese don. De muchacho vivía en las calles haciendo trucos de cartas con los turistas. Un tipo rico me descubrió y me propuso jugar en los casinos con su dinero, a cambio de una comisión. Naturalmente, acepté.


—Ya. Naturalmente —dijo ella.


—Gané mucho dinero. Y me dediqué a jugar para mí al menos una vez por semana. Terminé en las grandes timbas, donde la gente se juega todo tipo de cosas. Fue así como gané la isla.


—¿Realmente tienes veintiséis años, Pedro?


—Sí. Tenía dieciocho cuando estuve haciendo eso. A partir de entonces, decidí dedicarme a la inversión en bolsa.


—Un hombre que se ha hecho a sí mismo.


Pedro se echó a reír.


—Nadie se hace a sí mismo. Nos hacemos con la ayuda o la desgracia de los demás.En mi caso, la gente tenía que perder dinero para que yo pudiera ganarlo. Y ahora la gente con cuyo dinero juego en bolsa es ayudada por mí, como antes yo fui ayudado por ellos. Tú estas hecha por tu padre, por los medios, y Alejo iba a rematarte.


—¿Rematarme?


—Ibas a pasarte el resto de tu vida rodeada de lujos. Habías encontrado a un hombre que iba a cerrar el lazo sobre todo lo que tú habías construido.


—Yo no lo veo así.


—¿No?


—No —tropezó en la arena y él se apresuró a sujetarla. Se quedó paralizada por un momento, con la mirada fija en sus labios. Tragó saliva—. No, yo… él no es así.


—¿Cómo es entonces?


—No lo sé. Es un amigo. Casi como… un hermano, y que me haya dado cuenta ahora de ello es tan ridículo… No sé cómo pude pensar en casarme con él. Pensé que con el cariño podría bastar.


—Solo porque todavía no habías conocido la pasión —y había sido él quien se lo había demostrado.


—No seas tan engreído… Es horrible. De verdad, yo que tú no alardearía de ello. ¿Existe alguna conquista más fácil que la de una mujer que se mantiene virgen a mi edad? La palabra «desesperada» no alcanzaría a describirlo.


—No se trató de eso. Yo mismo no estaba particularmente desesperado, como tú lo llamas, y aun así sentí la electricidad que hay entre nosotros.


Paula se detuvo de pronto, enarcando una ceja.


—Oh, ¿de veras?


—Sí. Y no niegues que tú la sentiste también.


—No, me refería a lo que has dicho acerca de que no estabas tan desesperado. ¿Qué quiere decir eso? ¿Cuándo ha sido la última vez que has estado con otra mujer?


—¿Estás celosa, Paula? Yo creía que no te gustaba.


—No estoy celosa. Es simple curiosidad. No todo el mundo va por ahí con los pantalones en los tobillos, como tú.


—¿Ah, no? ¿Crees que Alejo no se acostó con ninguna mujer durante todo el tiempo que estuvisteis prometidos?


—Yo… Sí, lo creo.


—Fantaseas entonces. Como cuando se te ocurrió casarte con él.


—Está bien, Pedro. Responde a mi pregunta. ¿Ha habido alguna mujer desde que estuviste conmigo?


—No.


Vio que lo miraba con expresión triunfante. Aquella mujer se las arreglaba para sonsacarle siempre la verdad. Le había explicado el motivo de que la hubiera seducido, lo de su madre, la razón por la que odiaba a Alejo. Bueno, le había contado la mayor parte. Porque había cosas que no podía compartir con nadie.


La casa apareció ante su vista. La había mandado construir cuando la isla pasó a sus manos. Era moderna, cuadrada, con ventanas que daban al mar. Nada que ver con la rancia opulencia de la mansión Kouklakis. Con aquella alfombra teñida de sangre.


—Es… minimalista.


—Estaba cansado de tanta alfombra persa y tanta decoración recargada. ¿Qué me dices de ti? ¿Qué tipo de arquitectura prefieres?


Paula se detuvo de golpe en el sendero. Aquella pregunta parecía haberle tocado un nervio sensible, sin que supiera por qué.


—No lo sé.


—¿No sabes en qué tipo de casa te habría gustado vivir?


—He vivido en la casa de Alejo —le espetó—. Y en su apartamento de la ciudad. Todos lugares muy bonitos. Pero que no me gustaban.


—¿Y antes de eso?


—Tenía un apartamento. En Nueva York —le había gustado mucho su apartamento, al que había tenido que renunciar antes de la boda. Algo que le había resultado mucho más difícil de lo que había previsto, aunque tampoco merecía la pena llorar por ello—. Y, cuando vengo a Grecia, me quedo en la mansión de verano de la familia.


—Si quisieras hacerte construir una casa, ¿cómo sería?


—No lo sé, ¿vale? Nunca había pensado en ello, pero… ¿qué importa eso? Iba a tener una casa preciosa con Alejo. Y ahora muy bien podría quedarme en la calle porque he roto un acuerdo que era esencial tanto para mi padre como para Alejo. Porque… —de repente cerró los puños—. Tú lo sabías, ¿verdad? —su tono se enfrió de golpe—. Tú lo sabías desde el principio, y todo ese cuento de la sinceridad y que querías casarte conmigo…


Pedro no pestañeó, clavando sus ojos azules en ella.


—Quienquiera que se case conmigo se quedará con la compañía de mi padre —continuó Paula—. No se trata de mí, ni siquiera de atacar a Alejo robándome la virginidad. Querías casarte conmigo para arrebatarle Chaves. ¡Estás intentando quedarte con el negocio de mi familia!


—Paula…


—Tú…


—Si yo hubiera querido eso, si ese fuera el camino que había decidido seguir, habría intentado engatusarte con dulces palabras en Corfú cuando descubriste mi identidad. Y, en cambio, te dejé marchar.


—Pero luego volviste. ¿Pretendías hacerme una declaración de amor y cortejarme para que me olvidara de la boda, y llevarme luego a… Las Vegas o algo así?


Lo inquietante de aquella perspectiva, pensó Paula, era que podía haber funcionado. Que, si no hubiera descubierto que estaba embarazada, que, si él la hubiera besado y le hubiera dicho que la amaba, ella probablemente lo hubiera dejado todo para irse con él.


Porque sentía algo por Pedro. Sentimientos estúpidos, pero sentimientos al fin y al cabo. Sentimientos que deberían haber quedado absolutamente enterrados después de aquel último descubrimiento.


—No entiendo. Incluso aunque lo que me contaste sobre tu pasado con Alejo fuera cierto… sigo sin entender por qué tienes esa pasión por destruirlo.


—Por supuesto que no lo entiendes —repuso él, echando a andar nuevamente hacia la casa—. Porque vives en un mundo de sueños, pequeña. No tienes ni idea de cómo funciona el mundo. Y deberías estar agradecida.






viernes, 13 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 9



Estás loco —murmuró Paula mientras abandonaba la finca familiar a bordo del deportivo rojo de Pedro.


Diablos. Lo había hecho. Se estaba escapando el día de su boda. Llevándose casi nada. Algo de ropa, sus zapatos favoritos. Su ordenador, su teléfono, unos cuantos libros. 


Pero, cuando él le expuso las opciones que tenía, lo vio todo claro como el cristal. No podía seguir adelante con la boda, toda vestida de blanco, la novia virginal, y casarse con Alejo sabiendo que estaba embarazada de otro hombre. Sabiendo que la prensa destrozaría a todos los implicados si Pedro se levantaba y le contaba a todo el mundo lo que había hecho.


Era consciente de la posición en que se encontraba. Había sido consciente de ello desde el día en que su padre, en su despacho, la advirtió de que no seguiría protegiéndola del escándalo al que ella misma se había estado exponiendo.


Se las había arreglado para ofrecer una imagen perfecta al público y por esa razón los medios la tenían en un pedestal. 


Lo que quería decir que cualquier sospecha de escándalo atraería a un enjambre de periodistas. Pero lo único que había hecho era retrasar lo inevitable. Solo en ese momento se daba cuenta de ello.


Sería horrible cuando la prensa se enterara. Fuera cual fuera su comportamiento, ella quedaría como la villana de la película. De eso estaba segura. Pero no tenía la fortaleza necesaria de dejar que eso sucediera con público delante. 


De dejar que Pedro soltara su discurso delante de tantos invitados y periodistas. El simple pensamiento la ponía enferma. Se había convertido en la gran heredera Chaves, un icono de la moda y el estilo, la niña bonita de los medios de comunicación. Aquella noche que había pasado con Pedro había sacado a la luz algo que ni ella misma había sabido que existía, y estaba pagando por ello.


Salirse de aquel recto y estrecho camino que había elegido había demostrado tener unas cuantas consecuencias permanentes. Y, en aquel momento, estaba retrasando aquellas consecuencias. Porque de ese modo no tendría que mirar a Alejo a la cara cuando se enterara. O cuando se enterara su padre. O Lucila. Sacó su móvil.


—Al menos voy a ponerle un mensaje a Lucila—pensó en su hermana, que habría debido ser la dama de honor. Su dulce y cariñosa hermana, una de las mejores personas que conocía.


Se ponía enferma solo de pensar en su cara de preocupación. O en la de su padre. O en la de Alejo. Lo había estropeado todo. Le iba a dar un ataque de pánico.


—No lo hagas hasta que el avión esté a punto de salir. Por cierto, ¿por qué estoy loco?


—¡Porque todo es una locura! —explotó Paula—. Y tú quieres que me case contigo. No voy a hacerlo. No te conozco. Y tampoco me gustas.


—¿Cómo puedo no gustarte si no me conoces?


—De acuerdo, no te conozco mucho, pero lo que sé sobre ti no me gusta.


—Te gusta mi cuerpo.


—Y, si fueras solo un cuerpo, quizá eso fuera importante. Pero, desafortunadamente, detrás de esos duros músculos hay una personalidad que me aterra.


—¿De veras?


—Eres un mentiroso. Ignoro por qué, pero decidiste arruinarle la vida a mi prometido y me utilizaste a mí para vengarte.


—Pero luego no hice nada al respecto.


—Hoy viniste a mi casa.


—Sí, y podría haber hecho algo. Pero no pensaba asistir a la boda y no planeaba hacer más. Es solo… que terminé viniendo. Y ahora me alegro de haberlo hecho. Dime, ¿te habrías casado con él de todas formas?


—No.


—Ya me lo imaginaba.


—¿Por qué le odias, por cierto? Tengo la sensación de que esto podría ser muy importante para mi futuro —bajó la mirada a sus manos y descubrió que le temblaban.


—Como te he dicho, Alejo Kouros es un nombre falso. Una identidad inventada. Diablos, si hasta el mío lo es. Alfonso. Yo nunca antes había tenido un apellido.


—¿Cómo es eso?


—Fui el hijo de una mujer que no podía recordar su verdadero nombre. O, si lo recordaba, nunca lo usaba. Meli: así se hacía llamar. «Miel». Tenía una especie de doble significado. Vivíamos en la mansión del padre de Alejo. El infame Nicolas Kouklakis.


—¿Qué?


—Supongo que habrás oído hablar de él.


—Las actividades de su círculo de traficantes eran… horribles. Cuando hace unos cuantos años fue disuelto…


—Sí, fue horroroso. Fueron muchas las vidas que arruinó. Mi madre no figuraba entre las secuestradas. Ella fue seducida. Por las drogas. Por el dinero. Por amor. Vivíamos en la mansión, al igual que Alejo. Recuerdo que al principio, cuando lo veía, pensaba que era alguien importante con aquellos trajes, aquellos coches. Pero aprendí muy rápidamente a tenerle miedo porque era el hijo del gran jefe.


Pedro, no… no puede ser…


—¿Qué? ¿Piensas que si me meto con él es por diversión? Lo hago porque considero que no se merece nada de lo que tiene, no cuando tantos de nosotros aún estamos pagando las consecuencias del origen de su fortuna.


—Pero él no ganó su dinero… haciendo nada malo. Entró en contacto con mi familia cuando todavía era un muchacho. Mi padre le proporcionó trabajo. Hizo una fortuna de la nada.


—Tú no lo conoces como yo. Crees que sí, Paula, pero no lo conoces en absoluto.


—Lo conozco.


—¿Por qué nunca te has acostado con él?


—Él no es muy… apasionado. Y yo me figuraba que tampoco lo era, así que pensaba que no había problema.


Pedro soltó una carcajada sin humor.


—Yo fui testigo de algunos de sus comportamientos en la mansión de su padre. Frecuentaba a las mujeres de allí. Pasión no le faltaba, y conociendo sus antecedentes, encuentro ciertamente preocupante que no te haya tocado. Quizá estuviera esperando a saborear tu virginidad.


—Él no sabía que yo era virgen —replicó acalorada—. Yo tuve una… una relación antes de Alejo, y no… Obviamente no me acosté con él, pero tampoco fue una relación casta, ¿de acuerdo? Y yo nunca hablé con Alejo de eso, así que él no podía saberlo.


—Créeme, agape, lo sabía.


—Tú no lo sabías.


—Yo solo te conocía de aquella tarde.


—Que tendrá duraderas consecuencias —replicó ella, apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla y viendo cómo el paisaje desfilaba ante sus ojos—: No sé qué estoy haciendo aquí contigo.


—¿No lo sabes? No querías que destrozara tu reputación ante la prensa. Ni que destruyera a Alejo ante el altar, aunque no consigo entender por qué.


A Paula le daba vueltas la cabeza. No podía imaginarse al Alejo que conocía, al hombre que parecía pasar las veinticuatro horas del día enfundado en un formal traje de ejecutivo, merodeando por aquella finca llena de droga y mezclándose con prostitutas. No tenía sentido.


—Yo solo sé de él lo que sé.


Y de todas las cosas que sentía hacia Alejo en aquel momento, la tristeza y el arrepentimiento no figuraban entre ellas. De alguna manera, se sentía hasta aliviada de haberse escapado de la boda, aunque fuera con Pedro Alfonso. Aunque estuviera embarazada de él. Se le encogió el estómago. No, eso no le producía ningún alivio. Ni siquiera quería pensar en ello.


—No irás a mantenerme prisionera, ¿verdad? —le preguntó cuando el coche llegó al aeropuerto.


—Si hubiera querido hacer eso, lo habría hecho en Corfú.


Paula apretó los dientes y abrió la puerta del coche. Él la siguió, y apareció un empleado para encargarse de sus maletas.


—Eres despreciable. ¿A qué terminal vamos?


—Volaremos en mi avión privado. Así podremos hablar con mayor tranquilidad de nuestros asuntos.


—¿Sabes una cosa? Tú no me gustas nada.


—Lo sé, pero aun así me sigues deseando, que es lo que realmente te importa.


Paula se enfadó, porque por mucho que la fastidiara, lo que él decía era cierto.


—Ni la mitad de lo que me importa estar embarazada de ti.


—Entonces, ¿por qué me estás acompañando?


Ella sacudió la cabeza y se detuvo en seco.


—Porque, por muy enfadada que esté contigo, tú no tienes toda la culpa. Yo misma arruiné mi futuro y ahora ya no sé cómo arreglarlo. Si me quedo, expondré a mi familia a un escándalo todavía mayor que si me retiro discretamente.


—Entonces, ¿es tu familia lo que más te importa?


—Sí. Mi madre fue la mujer más maravillosa del mundo. 
Todo el mundo la quería. Mi padre es un hombre muy… decente, y si mi pobre hermana es ahora blanco de ataques de los periodistas es únicamente porque buscaban un saco de boxeo y la eligieron a ella. Yo no puedo complicarles todavía más las cosas.


—¿Y qué hay de ti?


—Yo no quiero tener una cámara constantemente delante de mi casa, ni tener que responder a cientos de preguntas. Y… Pedro, tú eres el padre de mi hijo, me guste o no. Y siento que te mereces una oportunidad. No el matrimonio, sino una oportunidad.


—¿De modo que es eso lo que quieres? —le preguntó él.


—Conocerte. Eso sería un buen comienzo.


—Entiendo que no estás hablando en un sentido bíblico.


—Eso ya lo hice, lo cual no me llevó a ninguna parte más que a quedarme embarazada y a cancelar la boda. Así que esperemos que la otra acepción del verbo «conocer» sea más positiva.


—Si esperas que me siente contigo a hablarte de mis sentimientos, no vas a tener mucha suerte. Ahora bien, si se trata de profundizar en el sentido bíblico el conocimiento que tengo de ti… ¿Sabes? Por la imagen que daban los medios de tu persona, tenía la impresión de que eras una muchachita dócil. Y no muy lista.


—No me extraña, ya que es así como gusta de presentarme la prensa, supongo —aunque eso, en parte, era por voluntad propia—. Una muchachita sencilla y complaciente.


—Y no lo eres.


—Por dentro, no —masculló ella.


Pero había aprendido a serlo. Después del episodio de Claudio y su sórdida seducción, que había concluido con su alcohólica colaboración en unas fotos pornográficas y un escabroso vídeo. Y había tenido que confesárselo todo a su padre. No se le ocurría nada más horrible que aquello. La cruda evidencia de lo muy estúpida que había sido. Y tal como le había recordado su padre, bastante suerte había tenido de que eso hubiera sido todo. Borracha con un hombre que había sido un virtual desconocido para ella, habría podido terminar mucho peor. Y luego estaban las juergas, las drogas con las que estuvo experimentando. Las veces que había conducido sola bajo la influencia de…


Se había merecido el rapapolvo que le había echado su padre, la amenaza que le había lanzado de desheredarla. 


Ver las fotos en las que aparecía con Claudio había sido como enfrentarse a una evidencia a todo color de lo desafortunadas que habían sido sus decisiones. La llamada de atención que tan desesperadamente había necesitado.


Y una vez que las fotos y el vídeo fueron destruidos, después de que Claudio hubiera sido sobornado, su madre cayó enferma. Paula se había volcado en cuidarla, en acompañarla a todas sus citas, en hacerle compañía, en ayudarla a planificar sus fiestas, en hacer de anfitriona.


Tras el fallecimiento de su madre, había aparecido Alejo. Su padre había esperado que se casara con él. Y, por supuesto, había esperado que también lo amara. En cualquier caso, Pedro había sido consciente de lo que se esperaba de ella. Todo lo contrario que Pedro, que parecía pensar que podía soportar todo tipo de tratamiento duro. 
Brutal. Apenada, se sorbió la nariz.


—¿Qué pasa? —le preguntó él.


—No has sido precisamente muy bueno conmigo —lo acusó, adelantándose y siguiendo al empleado con el carrito que transportaba su equipaje—. Es curioso que tengas a Alejo por un canalla cuando él me trataba como si fuera una princesa.


—Tú no eres una maldita princesa. Eres una mujer normal.


—Alejo piensa que soy una princesa.


—Dentro de cuatro horas, Alejo pensará de ti que eres una traidora que lo dejó plantado en el altar.


Paula apretó los dientes. Eso no podía discutírselo. Y tampoco podía echarle toda la culpa a él, no cuando ella tenía una buena parte de culpa. La conversación se interrumpió cuando se acercaban a un estilizado reactor que se hallaba aparcado en una pista. Se abrió la puerta y quedó desplegada una escalerilla con una alfombra roja. El interior la dejó deslumbrada, desde la moqueta de color crema a los mullidos sofás de piel.


—Tengo champán enfriándose —le dijo Pedro a su espalda—. Por supuesto, tú no puedes tomar. No es bueno para el bebé.


—¿Eres siempre tan insufrible?


—¿Y tú?


—Yo nunca. De hecho soy extremadamente agradable, todo el tiempo. Es solo que tú me haces… No hay una palabra lo suficientemente fuerte que logre expresar la mezcla de furia y angustia que siento en tu presencia.


—¿Atracción?


—No es esa la palabra —Paula entrecerró los ojos.


—¿Seguro? Entonces, ¿por qué me besaste antes?


Se sentó en el sofá, súbitamente agotada.


—Porque hago cosas estúpidas cuando tú estás cerca.


—Me tomaré eso como un cumplido.


—Yo no lo haría —Paula cruzó los brazos—. ¿Podrías traerme al menos un zumo de naranja?


—Claro —él pulsó un botón en el apoyabrazos y dio la orden.


—¿A dónde vamos, por cierto?


—A mi casa. Lejos de la tormenta mediática que sin duda estallará cuando la novia falte a la boda del siglo. Al final tendrás que afrontar las consecuencias, pero… ¿por qué no retrasar el momento unos días?


Paula pensó que la idea sonaba bien.


—Ya puedes ponerle ese mensaje a tu hermana.


Oh, sí, ese era un fragmento de realidad que no podía evitar. De lo contrario, su familia denunciaría su desaparición a la policía. Sacó su teléfono.


—¿Por qué no le envías otro mensaje a Alejo, por cierto?


—Porque antes preferiría revolcarme en miel y meterme luego en la madriguera de un tejón.


«Breve y con tacto, Pau. No lo cuentes todo todavía», se dijo. Miró a Pedro, repantigado en aquel momento en uno de los sillones como un gran gato perezoso. A la espera de que su presa hiciera un falso movimiento. Sí, cuanto menos explicara de la situación, mejor. Escribió:

No iré. Tengo que estar con Pedro. Lo siento. Discúlpate con Ale de mi parte.

Respiró hondo y envió el mensaje.


—Ya está.


—¿Qué has escrito exactamente?


—Que no iré. Nada más. Bueno, te mencioné a ti. Tu nombre de pila.


—Veremos cuánto tarda Alejo en mandarme un sicario.


—Hay algo que no entiendo —dijo ella cuando el avión se ponía en marcha y comenzaba su recorrido por la pista—. ¿Cómo es que no impediste la boda? ¿Por qué no llamaste a Alejo para regodearte? ¿Cómo es que no te apresuraste a colgar en tu ventana la sábana manchada con la sangre de mi virgo?


—Me echaste de tu habitación —se aclaró la garganta—. No tuve tiempo de llevarme la sábana.


—¿Y eso frustró tu malvado plan? —al ver que no respondía nada, Paula añadió—: Hablo en serio.


—¿No se te ha ocurrido pensar que quizá las cosas cambiaron porque fuiste tú la que me encontró a mí, y no al revés?


La azafata apareció con una bandeja de bebidas. Whisky para Pedro y zumo de naranja para ella. Paula dio las gracias a la mujer y cerró los dedos sobre el frío vaso.


—Yo… no —reconoció—. No se me había ocurrido. Pero… es cierto. Fui yo la que te encontró a ti.


—Es extraño, ¿no te parece?


—Tal vez —era más que extraño. Pero no podía negarlo. Y tampoco podía acusarlo de haberse cruzado en su camino. 


Ella lo había visto primero. Era ella la que se había acercado a él, y no al revés.


—Fui a Corfú por ti —le confesó Pedro, agitando su copa antes de beber un sorbo—. No te mentiré en eso. Fui allí con la esperanza de encontrarte y seducirte. Tenía un plan. Ibas a asistir a una gala benéfica esa misma semana. 
Pensaba abordarte allí y seducirte para que rompieras con mi rival. Tranquila, públicamente. Mi intención era obligarlo a que contemplara impotente todo el proceso.


—¿Y luego qué se suponía que tenía que pasar conmigo?


—Eso no me preocupaba —Pedro se encogió de hombros—. Pero, en lugar de ello, fuiste tú la que me encontró a mí en el muelle, cuando acababa de atracar. Qué casualidad, ¿eh?


—Pero entonces… ¿por qué no se lo dijiste a Alejo? ¿Por qué no le llamaste después para obligarlo a cancelar la boda?


—Al final yo acabé tan seducido como tú. Aunque detesto admitirlo. Si hubiera tenido algún respeto por mi propio plan, lo habría seguido. Pero en vez de ello…


—En vez de ello, nos conocimos y pasamos el día juntos, y luego…


—Pasamos la noche juntos.


—Luego todo se fue al infierno —terminó ella.


—Cuando hoy me presenté en tu casa, lo que buscaba… no tenía nada que ver con la venganza. Te buscaba a ti.


Sus miradas se encontraron mientras el aire se cargaba de electricidad. A Paula le latía el corazón tan rápido que por un instante pensó que iba a desmayarse. Su teléfono vibró de pronto y bajó la mirada. Tenía un mensaje de Lucila:

¿Qué Pedro? ¿Lo conozco yo?

Bueno, ¿qué sentido tenía mentir? Todo terminaría por saberse. La prensa la vería con Pedro. Tarde o temprano tendría que confesar que estaba embarazada. Y quién era el padre.

No. Pedro Alfonso. Algo inesperado. Lo siento.

Lucila no lo conocía, pero Alejo sí. Pensó en la confesión que le había hecho Pedro. Había sido sincero con ella sobre los motivos que había tenido para seducirla, sobre su identidad. 


Lo cual no tenía mucho sentido.


—¿Por qué no te defendiste cuando descubrí quién eras? 
—le preguntó ella—. ¿Por qué no mentiste?


—Porque no podía pensar —respondió él.


Pedro le dolía admitirlo, pero era la verdad. No había sido capaz de inventarse una mentira cuando ella se lo quedó mirando como si acabara de apuñalarla. Porque durante el día que pasaron juntos, su seducción había sido auténtica. 


Le había resultado fácil olvidar quién era. En lugar de la prometida de Alejo Kouros, había visto a Paula. Y la había deseado con todo su ser.


Le había hecho el amor, y, cuando ella se encaró con él, no había podido decirle otra cosa que la verdad. Y eso cuando debería haberle mentido, engatusado. Debería haber vuelto a su plan original. Pero no lo había hecho, y ya era demasiado tarde para lamentarse.


Pero ahora todo había cambiado, ya que estaba embarazada. Ignoró la punzada que le atravesó el estómago ante la idea de dejar que se casara con Alejo, estuviera embarazada o no. Por supuesto, si ella se hubiera empeñado en hacerlo, él no se lo habría impedido. Y ya no podía abandonarla.


Su incapacidad para hacerlo demostraba que era especial. 


Que sentía algo por ella. Pero él no tenía tiempo para sentimientos. En su vida había sacado tiempo solo para dos cosas: hacer dinero y vengarse. Cualquier otra cosa era algo incidental. Distracciones que no podía permitirse. Aunque, por supuesto, ahora que iba a tener un hijo, tendría que hacer espacio para una tercera cosa.


Porque jamás dejaría que un hijo suyo fuera criado por un desconocido. Pedro conocía bien todo el mal del mundo, y haría todo lo posible por proteger a su hijo de ese mal. 


Como si su vida misma dependiera de ello




UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 8




Viéndola retirarse, el corazón de Pedro latía tan fuerte que por un instante tuvo la impresión de que se le iba a salir del pecho. Un hijo. Su hijo. No se trataba ya de vengarse. 


Aquello había dejado de tener que ver con la venganza desde el momento en que había reclamado a Paula. La deseaba, y la tendría. Era por eso por lo que estaba allí. Y porque se negaba a permitir que Alejo Kouros se acercara a un hijo o a una hija suya.


No, Alejo no traficaba con seres humanos ni con drogas, y Pedro lo sabía. Sabía, por la profunda investigación que había hecho al respecto, que los negocios de Alejo eran perfectamente legales. Pero la mala sangre se heredaba. 


Pedro lo sabía, lo sentía. Alejo había nacido con la misma sangre que él, y no escaparía a ella. Si él no lo había hecho, ¿cómo habría podido hacerlo Alejo? Ahuyentó aquel pensamiento. La horrible sensación que lo asaltaba cada vez que se imaginaba aquel veneno corriendo por sus venas.


Pero las cosas habían cambiado, al menos para él. Pedro había hecho su fortuna jugando en el mercado bursátil, primero con el dinero de otra gente, y después con el suyo propio. No solo había sido una cuestión de suerte, sino también de inteligencia, de habilidad. Había ganado millones. En su vigésimo sexto cumpleaños, apenas seis meses atrás, había ganado sus primeros mil millones.


La puerta del baño se abrió en ese momento y apareció Paula, pálida, con los ojos húmedos por las lágrimas.


—¿Qué? —le preguntó él. La tensión le aceleraba el pulso.


—Estoy embarazada. Y antes de que lo preguntes: es tuyo. Yo no te mentiría sobre algo como eso.


—No te casarás con él.


—¿Sabes que hay cerca de… un millar de invitados en camino? ¿Un centenar de periodistas?


—Tienes dos opciones, Paula —la adrenalina estaba haciendo que su cerebro trabajara a toda velocidad—. Te marchas ahora mismo conmigo y no hablas con nadie. O sigues adelante con la boda. Pero escúchame bien, si haces eso, interrumpiré la ceremonia y le diré a todo el mundo que estás embarazada de un hijo mío. Que te seduje en Corfú y que te entregaste a mí en un tiempo récord. Incluso sin una prueba de paternidad, tu querido Alejo lo sabrá.


—La prensa…


—La prensa está aquí, y escucharán y reproducirán cada palabra que pronuncie. Pero la decisión es tuya.


—No es mía —replicó Paula, cruzando los brazos bajo los senos. Seguía llevando nada más que su ropa interior—. Me encuentro en una situación imposible. No puedo echarme para atrás. No puedo… —se interrumpió—. Podría tener un… —desvió la mirada.


Pedro se le encogió el estómago.


—No.


Ella sacudió la cabeza, con los ojos azules llenos de lágrimas.


—Tienes razón. No puedo. Sencillamente… no puedo.


—Ven conmigo.


—¿Y luego qué?


—Nos casaremos.