viernes, 28 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 15

 


Su naturaleza dulce y atenta fue demasiado para que un cínico y joven Pedro pudiera resistirse. Paula rompió sus muros defensivos, llegó a lo más profundo y vio cosas que las demás no podían ver. Había sido la única persona en el mundo, aparte de sus padres, a la que le había confiado sus más secretos sentimientos e ideas. Nunca habría creído que fuera capaz de hacerle lo que le hizo.

Un chorro de espuma le salpicó la cara. Podía recordar con la claridad del cristal aquella mañana después del baile de graduación en la que se había sentado patéticamente en el suelo de la cabaña, en el punto exacto donde habían hecho el amor. El saco de dormir entre las piernas mientras esperaba impaciente a que ella volviera, su mente tan llena de proyectos que no oyó el motor de los coches que se acercaron.

El sol acababa de salir cuando la puerta se abrió de un portazo y apareció el cuerpo voluminoso de Claudio Chaves. El odio en los ojos del viejo era fuerte, pero ni la mitad de amenazador que el bate de béisbol que blandía en las manos. Cuando la cara estragada de Pablo apareció detrás de su padre, Pedro pensó que estaba perdido.

Pero Claudio no usó el bate, no tuvo necesidad. Se plantó delante de él con las piernas abiertas, golpeando el bate contra la palma de su mano mientras hablaba con tanta suavidad como si se encontrara en la iglesia.

—Este es el final de la carrera, muchacho, el final. Tienes una hora para salir de Lenape Bay, o haré que te metan en la cárcel tan rápido que tu cabeza de niño bonito no sabrá ni dónde estás.

—No malgastes saliva —respondió él con el corazón en un puño pero la mirada helada—. Tengo listo el equipaje, pero no me iré solo.

Claudio entrecerró los ojos un momento antes de distender los labios en una sonrisa amplia.

—¿De verdad lo crees?

—Sé que es así.

Pablo gruñó e hizo ademán de atacarle, pero su padre le contuvo.

—¿Y a quién te crees que vas a llevar contigo?

—Lo sabes perfectamente. Vendrá en cualquier momento.

—No cuentes con ello.

—Ella vendrá.

Claudio se echó a reír a carcajadas.

—Alfonso, si de verdad piensas eso no eres tan listo como yo creía. Y, además, no tienes ni idea de cómo son las mujeres.

—¿Qué quieres decir?

—Muchacho, ¿cómo te crees que te he encontrado? ¿Cómo crees que he dado con la cabaña? ¿Cómo iba a saber que estabas aquí? ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

Pedro tragó saliva, el nudo en su garganta crecía con cada palabra de Claudio.

—No contestas, ¿eh, chico listo? Bueno, te lo diré de todas maneras. Paula me lo contó anoche… todo. Nada más que por eso, podría hacer que te encerraran, pero me siento magnánimo esta mañana. Voy a dejar que te vayas.

—No te creo.

—¿No? Pues entonces quédate sentado y ya verás lo que pasa. No va a venir, chico, ésa es la verdad. ¿En serio crees que va a echar a perder su beca para vagabundear por el país con un perdedor como tú?

—Nos queremos.

—Paula ha cometido un desliz. Ha sido un experimento, ahora seguirá con su vida como lo teníamos planeado, sin ti.

—Quizá no me marche.

—¡Oh! Te irás ahora mismo o tu madre pagará las consecuencias.

—Deja a mi madre fuera de esto.

—No puedo. No sólo trabaja para mí sino que también tengo la hipoteca de su casa. ¿Te has olvidado de que me la entregaste en bandeja de plata? —rió haciendo que su barriga se balanceara—. Y no me llevará ni un minuto reunir todos los papeles para hacerla efectiva. ¿No me crees? Prueba, chico. Tú ponme a prueba y la verás en la calle antes de lo que canta un gallo.

—¡Bastardo!

—Hace falta uno para reconocer a otro —dijo Claudio empujando a Pablo para que se fuera—. No estés aquí cuando vuelva, Pedro. No seré tan amable la próxima vez. Y otra cosa. No quiero volver a ver tu cara nunca más.

Pedro viró a la derecha para cortar hacia la costa. Claudio no había vuelto a verle la cara, en eso se había salido con la suya. La había esperado, había sido la espera más larga de su vida, allí sentado, con el sol entrando por las ventanas hasta que estuvo alto en el cielo.

Se había portado como un cabezota. Aun así, había pasado con la moto por delante de su casa de camino a la carretera general. Pablo le esperaba en la puerta, dispuesto a pelear con él. Pedro había acelerado el motor para hacerle saber a Paula que estaba allí, mientras ignoraba las bravatas de su hermano diciendo que ella no quería volver a verlo. Estuvo a punto de tirarse de la moto y arrollar a Pablo cuando vio un movimiento en las cortinas de su habitación. Al mirar otra vez, ella dio un paso atrás y las cortinas se quedaron quietas.

Pedro todavía recordaba el vacío en su estómago devorándole las entrañas, convirtiéndole en piedra. Se había ido de la ciudad con un nudo en la garganta y una brecha en el corazón. El orgullo había evitado que volviera. Una vez, meses más tarde, después de haber bebido, la había llamado. Claudio había cogido el teléfono y él había colgado.

La traición de Paula había sido la píldora más amarga que había tenido que tragar en toda su vida, el vacío de su alma nunca había llegado a curarse del todo. Había habido otras mujeres en su vida, pero ninguna le había llegado tan dentro como ella. Había llenado el vacío con odio y una sed de venganza tan intensa que le había impulsado durante todos aquellos años, centrándole, dándole fuerzas para continuar, con los ojos puestos en la meta final: la destrucción de los Chaves hasta que no quedara ninguno.

Pedro detuvo el motor y se acercó al malecón de Paula. Se lanzó al agua y subió a tierra firme pensando que sus sentimientos estaban entremezclados. Era mejor tratar con ella en su despacho, mejor tratarla como la alcaldesa Wallace que como Paula. Sospechaba de él y eso no presagiaba nada bueno. Necesitaba que estuviera a su lado, quizá más que ningún otro. Convencerla de su sinceridad iba a ser una batalla ardua, por decirlo suavemente. Pero no había nada que le gustara más que un buen desafío.

Se sacudió, el viento frío le helaba, sabía que tenía que tomar rápidamente la decisión de quedarse o irse. No podía quedarse allí toda la noche, contemplando la luz que salía de la granja, tratando de decidir qué era lo que más quería, si ver a Paula otra vez o mantenerse a salvo.

Pedro amarró la moto al malecón y anduvo el sendero que llevaba a su puerta trasera




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 14

 


El aire estaba frío, el agua caliente. Pedro puso en marcha el motor de la moto acuática y se deslizó hacia el centro de la bahía. El sol se encontraba muy bajo, aunque oscurecido por un palio de nubes. Puso rumbo directo a aquella luz tamizada.

Era su hora preferida en la bahía. De pequeño, se escapa hasta allí y se sentaba en el muelle para mirar el atardecer mientras tiraba trozos de conchas rotas al mar y soñaba sueños de niño. Ser adulto, ser capaz de hacer lo que quisiera cuando le viniera en gana.

Algunos de sus mejores recuerdos de Lenape Bay eran de allí, lejos de la ciudad, lejos de los profesores, los tenderos y de la gente normal que hacía su vida tan miserable. Aquel lugar representaba la libertad, incluso ahora que ya era un adulto que podía hacer lo que quería cuando le venía en gana, descubría que lo que más añoraba era la paz espiritual que encontraba sentado en el malecón.

Rodeó una boya para adentrarse en el mar. Se preguntó si se comportaría de una manera distinta de tener la oportunidad de volver a repetirlo. Lo dudaba. Había algo en su interior, algo que nadie parecía entender, una energía que le impulsaba a hacer las cosas de esa manera. Nunca había entendido por qué todo el mundo quería que se conformara con comportarse como ellos, cuando su manera funcionaba perfectamente.

Lo había demostrado de múltiples formas desde que se había marchado, aunque ninguna tan espectacular como su carrera en el negocio inmobiliario donde había comprado propiedades que los expertos habían calificado de inservibles para convertirlas en oro puro.

Pedro sonrió mientras levantaba su rostro al viento y a la espuma. Su madre siempre había dicho que su lema debía ser «¡No me digas qué he de hacer!». Tenía razón. No había un modo mejor de asegurarse de que hiciera algo que decirle que no era capaz de hacerlo.

Describiendo una amplia curva, puso rumbo al sur. La moto rebotaba con rudeza sobre las olas, de modo que tenía que sujetarse con fuerza para mantener el control. Le encantaba la velocidad, siempre le había gustado. Le daba igual que fuera en tierra, en el aire o en el mar, ninguna otra cosa le proporcionaba aquella sensación de poder. También le obligaba a concentrarse tanto que todas las tensiones desaparecían de su mente.

Había sido un día muy largo. Había trabajado mucho desde primera hora de la mañana. Se había quedado a disposición de los miembros del ayuntamiento para contestar sus preguntas durante el resto de la jornada. Cuando había vuelto a casa, el teléfono no había dejado de sonar con llamadas de otra gente interesada en lo que tenía que decir.

Con todo, había ido bien, mejor incluso de lo que él había esperado. Pablo Chaves había desarrollado todo su potencial como tonto del pueblo tal como él se lo había imaginado. El viejo cabeza hueca, orgullo del fútbol local, se había convertido en el cabeza hueca que presidía el banco. Se preguntó si Claudio estaría por ahí arriba, o mejor dicho, por ahí abajo, contemplando toda su charada, sacudiendo la cabeza y descargando su puño, rojo de ira. No sería otra cosa que justicia, pero el destino le había arrebatado aquella carta de las manos. Pedro se había reconciliado con el hecho de que alguien infinitamente más poderoso y justo que él le estaba dando su merecido.

Se estaba levantando viento y decidió que era hora de regresar. Se dio cuenta de que se había alejado mucho de su casa y que se acercaba a la bocana de la bahía. Había oscurecido, pero podía ver las luces de una granja en una pequeña ensenada. El descapotable rojo en el camino le dijo que se trataba de la casa de Paula.

Redujo la velocidad mientras sopesaba si era inteligente hacerle una visita sorpresa. La alcaldesa Paula Wallace era definitivamente parte de su plan, incluso el punto más importante. Pensó en la reunión de por la mañana. Se había convertido en la hija de Claudio, con su mirada condescendiente y su aire de fría superioridad. Era divertido que no se hubiera dado cuenta mientras crecían juntos, él, que siempre lo sabía todo. Y era todavía más divertido que se hubiera enamorado tanto de ella hasta el punto de estar ciego a sus mentiras. Lo más divertido de todo era el modo en que ella había descubierto su juego.

La primera vez que le había pedido una cita sólo había pretendido que Claudio se sintiera despechado. Conocía a Paula, pero no se movían en los mismo círculos. Ella era la perfecta chica americana, la jefa de las animadoras, la ganadora de becas que iba a comerse el mundo. Él era el hijo de un obrero de la construcción que venía del lado equivocado de la sociedad. Su educación estricta la hacía parecer demasiado rígida para sus gustos.

Pero aún así, no se sorprendió cuando ella aceptó. Aunque no era una estrella del deporte, ni de los que iban al club de campo, las chicas se morían por salir con él. No se engañaba, sabía que era su atractivo y su aura de peligro lo que las atraía, y él sabía aprovecharse de las ventajas. Al principio, Paula había sido una de tantas, un medio para conseguir un fin, pero luego su plan fracasó estrepitosamente.

Se enamoró hasta la médula de ella.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 13

 


El grupo empezó a hablar entre ellos. Pedro estudió todos los rostros y se detuvo al mirar a Paula. Ella no participaba en las discusiones que se suscitaban a su alrededor, le estaba estudiando.

—¿Qué me va a costar a mí? —preguntó el banquero.

—Mucho, pero todas las reinversiones se harán a través de este banco. Todas las hipotecas, todos los préstamos de renovación se gestionarán en este banco. En otras palabras, inicialmente serás tú quien corras todos los riesgos, pero, a la larga, recogerás todos los beneficios.

Los ojos de Pablo se encendieron, Pedro casi podía ver el signo del dólar bailando en su cabeza. Por primera vez, dio gracias a Dios por haber llamado a Claudio a su seno. Tanto como había odiado al viejo, había respetado su mente aguda y astuta. Por suerte, Pablo no había heredado ninguna de sus cualidades.

Paula observaba mientras Pedro sonreía, incapaz, al parecer, de dominar su satisfacción un segundo más. Echó un vistazo en torno a la mesa y no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. La mayoría de aquellos hombres nunca habían podido disimular el profundo disgusto que sentían hacia el rebelde de Pedro. Habrían visto con alegría cómo lo metían en la cárcel, o algo peor de haber sido legalmente posible. Y allí estaban, babeando, dispuestos a caer a sus pies porque les había ofrecido sacarles de sus dificultades financieras.

Lo estudió mientras se sentía consumida por un intenso deseo de zambullirse en su mente para averiguar lo que se proponía en realidad. Ni por un segundo se había tragado que había llegado allí impelido por la bondad de su corazón.

—Yo tengo una pregunta —dijo ella.

Todo el mundo dejó de discutir y se volvió a mirarla.

—Por favor —dijo Pedro, extendiendo la palma de la mano hacia ella en un gesto condescendiente.

—Me gustaría saber qué es lo que sacas tú de esto, Pedro.

—Muy fácil, Paula. Dinero.

—¿Nada más? ¿Sólo dinero?

—Creo que es una razón perfectamente buena —dijo él paseando la mirada por los presentes—. ¿Ustedes no?

—De acuerdo, entonces. Plantearé la pregunta de otra forma. ¿Por qué aquí, Pedro? ¿Por qué nosotros, precisamente?

La sala quedó sumida en el silencio mientras el rostro de Pedro se ponía muy serio. Todos lo miraban intensamente, pero nadie más que Paula. Comenzó en sus ojos. El azul acuarela se tornó cálido y vibrante, los entornó un milímetro antes de que su boca se curvara en una sonrisa seductora.

—Creo que debería ser lo más obvio de todo. Esta es mi casa. Siempre lo ha sido y siempre lo será.

Paula inclinó la cabeza y alzó las cejas.

—Disculpa si soy cínica, Pedro, pero si no recuerdo mal, te fuiste de casa en unas circunstancias no demasiado favorables.

Pedro se echó a reír.

—Eres increíble, de verdad. Crees que todos los presentes saben o han oído hablar de esa vieja historia. Sin embargo, por lo que a mí respecta, sólo es agua pasada. Admito que era un adolescente, que estaba equivocado. Si lo que quieres es una disculpa, aquí la tienes. Me siento apenado delante de todo el mundo por todos los problemas que le causé a la ciudad hace tantos años.

Apartó la mirada de Paula para abarcar al resto del grupo.

—Pero como pueden ver he cambiado. Quiero hacer algo por esta ciudad. No sé, quizá sea una manera de compensarla por todo lo malo. Quiero restaurar la vieja casona de los Chaves y traer a mi madre para que pueda vivir junto a sus viejos amigos. Y sí, quizá hacer que se sienta un poco orgullosa de su hijo.

Pedro se puso en pie.

—Eso es lo que este proyecto significa para mí. No decidan ahora mismo. Estudien el plan, compruébenlo. Quiero que cada uno de ustedes respalde el proyecto al cien por cien. Estoy convencido de que cuando lo hayan estudiado a fondo estarán de acuerdo en que es un buen trato para todos. Espero que me den la oportunidad de demostrárselo.

El aplauso la dejó estupefacta, casi tanto como la visión de aquellos hombres adultos dándose empellones para estrechar primero la mano de Pedro. Si hubiera tenido pañuelo habría tenido que secarse los ojos, tan emocionante había sido el discurso. Quiso estudiarle por encima del grupo, pero él recibía las felicitaciones con una expresión tan natural y amable como antes contrariada.

Y ella no lo creía. Ni por un instante.

Se sentó y esperó a que él acabara de estrechar la última mano y de palmear la última espalda. Esperó mientras charlaba con Pablo, aclarando los puntos más delicados, quedando para discutirlos más tarde.

De vez en cuando, él miraba en su dirección, diciéndole con el menor movimiento de su cabeza que sabía lo que estaba pensando. Le mortificaba que pareciera divertirse tanto. Mientras observaba cómo salía el grupo, babeando palabras de alabanza, sacudió la cabeza.

Se sentía como Dory en el País de Oz.

—De acuerdo, alcaldesa. Escúpelo ya —dijo Pedro cuando el último hombre hubo salido.

—No sé a qué te refieres.

—Por la cara que pones, yo diría que piensas en una palabra que empieza por n y acaba por o.

—¿Tan transparente soy?

—Sólo para mí, pequeña.

—No lo entiendo, Pedro —dijo ella mirándolo fijamente—. Nos odias, lo sé.

—Ya no. Bueno, admito que durante un tiempo, sí. Me pasaba la mitad del día odiando a todos y cada uno de los habitantes de esta ciudad. La otra mitad me la pasaba compadeciéndome a mí mismo. Pero, ¿sabes una cosa? Eso te hace viejo muy rápido. Se ha acabado, Paula. Por éstas.

E hizo la cruz sobre el corazón. Aquel gesto infantil la afectó más que cualquier palabra que hubiera podido decir. Parecía sincero, deseaba creerle con tanta intensidad que casi le dolía. Miró al fondo de aquellos maravillosos ojos azules y se echó a temblar por dentro. Le asustaba darse cuenta de cuánto deseaba que fuera él quien llegara a rescatarlos, a salvar la ciudad. El ángel de la guardia más improbable que hubieran podido imaginar en sus sueños más descabellados.

Pero, si en verdad era él el único que podía ayudarles, sería una estúpida al dejar que las viejas heridas y sospechas se interpusieran en su camino.

—Muy bien, Pedro. Mantendré una mentalidad abierta.

—Es todo lo que pido.

Paula sonrió. La primera sonrisa sincera que le había dedicado desde que había vuelto. Él se la devolvió y le tendió la mano. Ella la aceptó y sintió cómo su calor le traspasaba todo el cuerpo.

—Sólo dame la oportunidad, Paula. Ya verás. Te lo prometo. Ya lo veréis todos.

Le apretó la mano con fuerza mientras ignoraba los buenos sentimientos que rezumaban de su alma. No había sitio para ellos.

«Ya veréis todos vosotros».





jueves, 27 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 12

 


La puerta se abrió del todo y Paula hizo su aparición. Su mirada tomó nota de todos los presentes antes de detenerse en Pedro.

—Siento interrumpir pero me gustaría asistir a la reunión, si no les importa.

Paula ignoró a su hermano, se dirigió a Pedro.

Sentado presidiendo la mesa, no le cabía duda de que era él quien llevaba la batuta del concierto.

Al despertarse aquella mañana, le había parecido que el aire a su alrededor estaba cargado de electricidad. Todavía somnolienta, le había costado un minuto identificar la fuente de la tensión. Después, había caído sobre ella con la fuerza de un puñetazo. Pedro había vuelto.

Había saltado de la cama y se había duchado a la velocidad del rayo. Lorena le había informado de que su hermano había salido temprano. Tenía que asistir a una reunión del ayuntamiento en los locales del banco. Había colgado el teléfono con el convencimiento de que fuera cual fuera el propósito de Pedro ya llevaba un paso, posiblemente dos, de delantera sobre ella y cualquiera de Lenape Bay.

Con una velocidad y energía que no había sentido en muchos años, se había vestido y llegado a la ciudad a tiempo de llegar a la reunión. Si la mirada divertida en los ojos de Pedro significaba algo, no debía haberse dando tanta prisa. Miró la silla a su izquierda, como si intencionadamente la hubiera dejado vacía para ella.

Pedro observó que toda una gama de emociones pasaba por su rostro. Tenía un aspecto sensacional. La noche anterior le había parecido cansada, desgastada y lo inesperado de su llegada le había pillado por sorpresa. No quería que se diera cuenta de sus pensamientos, pero la luz del día acentuaba el color avellana de sus ojos, los reflejos de miel en sus cabellos, la blancura de su piel.

Se había puesto un traje gris con una camisa blanca y una falda que sólo era un poco corta. Muy de mujer de negocios, pero, al mismo tiempo, le sentaba perfectamente, resaltando cada una de sus curvas y la esbeltez de sus piernas.

Había olvidado sus piernas. Las recordó por un breve instante enlazadas en torno a su cintura. Supo que había mirado demasiado en el momento en que volvió a observar al resto del grupo. Todos le contemplaban con ansiedad. Tomó un sorbo de agua para dar tiempo a que Paula rodeara la mesa y se sentara en el único asiento vacante que estaba a su lado. Aclaró su garganta para proseguir y abrió su portafolios para sacar algunas carpetas que pasó para que se distribuyeran.

—Pues como iba diciendo, tengo una propuesta que exponerles para que la consideren. Si se toman un momento para leer la primera página del documento que les acaban de entregar, verán que mi propuesta implica una propiedad al norte de la ciudad, en Maiden Point.

—Es el proyecto de urbanización que abandonó la Compañía Richard —dijo el señor Antonelli.

Poseía dos pastelerías de la ciudad. Pedro estaba informado de que había perdido una bonita suma cuando el antiguo proyecto, combinación de hotel y apartamentos, se había hundido.

—Sí —dijo Pedro—. Estamos interesados en retomarlo y llevarlo a cabo.

Un murmullo recorrió la sala mientras el impacto de las palabras de Pedro se dejaba sentir.

—¿Estamos? ¿Quiénes? —preguntó Pablo.

—Un consorcio de inversores que he reunido al cabo de los años. Siempre estamos a la búsqueda de buenas oportunidades. En los últimos tiempos, con la caída del mercado de la propiedad inmobiliaria, se ha convertido en un negocio provechoso para nosotros comprar propiedades a las que se les ha ejecutado la hipoteca y reorganizar o completar el trabajo que se había comenzado. El proyecto de Maiden Point se adecua a estos criterios perfectamente.

—Pero fue a la bancarrota porque no tuvo compradores. El mercado todavía está muerto. ¿Cómo piensa vender las unidades acabadas? —preguntó uno de los asistentes.

—Buena pregunta —repuso Pedro—. Y la respuesta es muy sencilla. El precio. Ya que el proyecto continúa siendo una amenaza para el banco de Pablo, estoy seguro de que estará dispuesto a venderlo por una bicoca. ¿Me equivoco?

Todos los ojos se volvieron hacia Pablo, Pablo sintió que se le encogía el corazón. Quería a su hermano a pesar de sus diferencias, pero eso no quería decir que ignorara sus debilidades. Aunque nadie lo decía en voz alta, todos estaban de acuerdo en que no era sino la sombra del hombre que su padre había sido. Claudio no hacía pie en aquellas aguas profundas. Tras haber sido un héroe del fútbol y haber conseguido una carrera mediocre, no estaba capacitado para aquella tarea. El banco, y la ciudad junto con él, se había resentido de su administración inepta.

—Bueno, no lo sé —contestó Pablo—. Tendremos que discutirlo, Pedro.

—Naturalmente, estaré a disposición de todos ustedes para aclarar cualquier duda o pregunta —dijo Pedro—. Pero he hecho mis deberes, Pablo. Mis informes demuestran que cada mes que la banca Chaves conserva esa propiedad pierde dinero. Creí que estarías contento de que un grupo de inversores viniera y te la sacara de encima.

—Un momento…

—No, espera —dijo Pedro arrojando la carpeta sobre la mesa con un ruido seco—. Estás en dificultades. Todos están en dificultades. Lenape Bay se está muriendo, lenta pero inexorablemente, como todas las restantes ciudades de la bahía. Está muy claro que el volumen de negocios ha bajado más de un treinta por ciento, por hablar sólo de la última temporada. ¿Cuánto tiempo creen que pueden seguir así? Este proyecto va a atraer al área trescientas familias nuevas por semana, todas las semanas de la temporada. Atraeremos a una generación entera de gente nueva. Lenape Bay necesita ponerse al día y Maiden Point sólo es el primer paso.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 11

 


Pedro contempló la sala de reuniones del Chaves Central Bank. Estaba solo, sentado a un extremo de una enorme mesa de caoba. El aire acondicionado ronroneaba y el sol entraba filtrado por unas persianas verticales.

Recordó la última vez que había estado en aquella habitación. No le habían invitado a sentarse, y mucho menos en la silla presidencial. No, aquella silla estaba reservada en exclusiva para un hombre, y aquel hombre era el presidente, Claudio Chaves.

Había sido un día helado de febrero, pero mientras Pedro estaba de pie frente a Claudio, el sudor le había corrido a raudales por la espalda. Recordaba el miedo que había sentido al enfrentarse con aquel hombre, el sombrero entre sus manos nerviosas, para pedirle un préstamo y salvar lo que quedaba del negocio de su padre. Y aún más, recordaba la humillación de haber tenido que arrastrarse ante Chaves, algo que su padre jamás habría hecho por muy mal que se hubieran puesto las cosas.

Pero Mauricio Alfonso había muerto en un accidente seis meses antes y Construcciones Alfonso se iba rápidamente a pique. Su madre había intentado mantener la empresa a flote, sin embargo los clientes se habían mostrado recelosos de hacer negocios con ella y con su hijo de diecinueve años. Habían perdido contrato tras contrato, hasta que no pudieron seguir pagando las facturas de los materiales.

El banco que les había concedido los préstamos estaba a punto de ejecutarlos y Pedro había jurado que haría cualquier cosa para evitarlo, aunque eso significara humillarse ante el todopoderoso Claudio Chaves.

Se daba cuenta de que había sido una broma cruel siquiera imaginar en Claudio la generosidad de ayudar a cualquiera en aquella situación, pero sobre todo a él, al hijo de Mauricio Alfonso. Mauricio y Claudio habían roto relaciones hacía tiempo. Mauricio, harto del despotismo de Claudio, había mudado su cuenta y la tramitación de sus negocios a otro banco en una ciudad cercana. Claudio odiaba perder el control de cualquier cosa en Lenape Bay, y el hecho de que Construcciones Alfonso hubiera sido un negocio floreciente durante unos años lo llevaba clavado como una espina en el corazón.

Con todo, Pedro había sido lo bastante valiente como para dirigirse a él en busca de ayuda. Nadie se había sorprendido más que el propio Pedro cuando Claudio aprobó el préstamo utilizando una segunda hipoteca sobre su casa como aval. Incluso le ofreció a su madre trabajó para que cuidara del caserón que se alzaba sobre la bahía. Le había parecido la solución a todos sus problemas.

Pedro frunció el ceño ante su propia candidez. Aquel dinero fue utilizado para pagar los materiales, pero no tardó en descubrir que no podía continuar sin más dinero para pagar a los obreros y nuevos materiales. Claro que Claudio lo había sabido desde el principio y le negó más préstamos aduciendo que su familia carecía de avales. Hubo de venderse todo y la compañía quebró. Cuando todo terminó, se habían quedado sin un céntimo. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que Claudio no sólo era el jefe de su madre, sino que también tenía su hipoteca. Había conseguido poner a los Alfonso donde los había querido desde el primer momento, en la palma de su mano.

Pedro juró devolverle la jugada por cómo se había aprovechado de ellos y les había manipulado. Sin embargo, a los diecinueve años sus oportunidades de hacer daño a la banca Chaves eran limitadas, por decirlo de una forma suave. No obstante, Pedro encontró una manera de vengarse, aunque fuera a un nivel exclusivamente personal.

Pedro había perseguido metódicamente y sin descanso a la niña de los ojos de Claudio y de toda Lenape Bay. Funcionó hasta que le salió el tiro por la culata.

Pablo entró en la sala de juntas seguido de un grupo de hombres. Conforme los presentaba, saludaban e iban a ocupar su puesto en torno a la mesa. Uno o dos rostros familiares se acercaron a estrecharle la mano e intercambiar saludos, pero, en su mayoría, los hombres de negocios de Lenape Bay no querían mezclarse con él hasta no oír lo que tenía que decirles.

Pedro consultó su reloj. Eran las ocho y cinco de la mañana. Se sentía despejado, alerta, listo para la acción. El grupo ambiguo que se desplegaba ante él parecía todo lo contrario. Por eso había pedido que se celebrara aquella reunión. Hacía mucho tiempo que había aprendido que un madrugador contaba con una notable ventaja. Durante años se había forzado a levantarse al amanecer, nadar antes de ducharse y tomarse una buena dosis de café para calentar motores.

Esperó y observó mientras los termos de café pasaban de mano en mano. De vez en cuando alguien cruzaba la mirada con él, a lo que respondía con una ligera sonrisa. Esperaba las miradas de curiosidad, pero descubrió que disfrutaba con las de nerviosismo. Estaban asustados y eso era bueno. Cuanto más asustados estuvieran, más fácil le resultaría.

Hacía mucho tiempo que no veía al pleno del ayuntamiento en aquella sala. Había un par de caras nuevas, pero, en su mayoría, excepto el gran Claudio Chaves, eran los mismos hombres que habían mandado en Lenape Bay desde que él había nacido.

Le echó un vistazo a Pablo y se dijo que tendría que conformarse con él. Cuando Pedro se había enterado de la muerte de Claudio se había quedado tan inmóvil como si hubiera metido la cabeza en un avispero. Todos sus planes y sus ideas habían nacido para hacerle daño a Claudio y el que el hombre se le hubiera muerto le parecía muy injusto. Le había deprimido tanto que había necesitado bastante tiempo para decidir lo que quería hacer. Sin embargo, por mucho que lo meditase, una cosa seguía siendo cierta: todos los Chaves eran responsables de lo que le había pasado a su familia, y todos lo pagarían.

Pablo le sonrió. Pedro estudió su pelo escaso y su barriga. Había empezado a parecerse al viejo Claudio. Pedro le devolvió la sonrisa.

«Sí, servirá perfectamente».

Ya estaba bien de pensar en el pasado. Volvió a consultar su reloj. Paula se retrasaba. No la había invitado, pero estaba seguro de que se enteraría a tiempo de la reunión. Una lástima, ya era hora de comenzar.

—Caballeros —comenzó—. Estoy seguro de que todos se preguntan por qué he vuelto a Lenape Bay. Bien, estoy aquí porque…

—Dispensen —dijo la secretaria de Pablo, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Señor Chaves?

—¿Qué pasa, Bárbara?

—Es la alcaldesa Wallace. Quiere saber si puede entrar. ¿Es correcto?

Pablo miró a Pedro.

—No faltaba más —dijo el último.





ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 10

 


Paula no se sintió capaz de preguntarle a su padre y su hermano declaró que él no sabía nada. Intentó ponerse en contacto con su madre, pero la señora Alfonso dejó de trabajar para su familia el mismo día en que Pedro se fue de la ciudad. 

Cuando fue a verla, la mujer le dio con la puerta en las narices. En septiembre, no tuvo más remedio que marcharse a la universidad y aprovechar la beca que había ganado. Cuando la madre de Pedro puso su casa en venta y se marchó, pareció un caso cerrado.

Pedro nunca escribió, nunca llamó, y el dolor se clavó hondo en su corazón. Su hermano se burló de ella recordándole que Pedro «había conseguido lo que quería» para después desaparecer en busca de cielos más azules. Llegó a llamarle cobarde, y aunque su corazón no quería creer a su hermano, la realidad era muy difícil de ignorar.

Los rumores siguieron llegando. De vez en cuando, alguien que se tropezaba con Pedro al cabo de los años, pero nada más. Nunca una noticia directa.

Hasta aquel momento.

Paula se preguntó que andaría buscando. ¿Por qué había vuelto? No podía pretender que retomaran sus relaciones, había asesinado cualquier sentimiento que ella hubiera podido albergar por él hacía años. Durante mucho tiempo lo había odiado, ya no. No lo amaba, no lo odiaba, no sabía lo que sentía por él. La única cosa de la que podía estar segura era que no confiaba en Pedro.

Contempló el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche. Su primer pensamiento había sido llamar a su hermano, pero si no había vuelto de Boston tendría que dejarle un mensaje a su mujer. Prefería no tratar con Lore a menos que fuera absolutamente necesario. Lorena era todo un modelo de ama de casa, pero demasiado repipi para su gusto. Con los años, ella y Paula habían desarrollado una relación amistosa, pero distante. Podía intentar localizar a su hermano, sin embargo sabía que eso era lo que Pedro esperaba.

Una vez más deseó que su padre estuviera vivo, aunque se preguntó qué habría hecho en aquella situación, los Alfonso le habían dejado perplejo incluso a él. Eran unos rebeldes, y la mentalidad conservadora de un banquero no podía tolerar lo que calificaba como «los de su clase». Mauricio Alfonso le había desafiado al llevar su cuenta bancaria a otro sitio y Claudio nunca se lo había perdonado.

A su muerte, la animosidad de Claudio se centró en su hijo, Pedro. Ningún otro era capaz de despertar su ira como él. Cuando Pedro era joven, Claudio simplemente le desaprobaba, no permitía que sus hijos se mezclaran con el chico. Pero cuando llegaron al instituto, la actitud de Claudio se convirtió en abierta hostilidad. El hecho de que la señora Alfonso les limpiara la casa sólo parecía exacerbar la situación.

Quizá Claudio había presentido el interés de Pedro por su hija antes de que se manifestara, ella no lo sabía. No obstante, su relación de camaradería levantaba ampollas en la casa de los Chaves. Tendría que haberse figurado que estaba destinada a acabar violentamente.

Paula siempre había sido sensible a los agravios que Pedro soportaba de su padre y de todo el pueblo. Nunca tuvo el valor de decírselo, pero sabía que su rebeldía era pura y simple rabia. Nunca supo exactamente qué la había desencadenado, pero las cosas habían ido de mal en peor al poco de que su padre resultara muerto en un accidente de coche y todo su negocio de construcción se perdiera.

Pedro se había puesto imposible, rompiendo todas las normas y convirtiéndose, con su moto, en una fuente de irritación para toda la ciudad. No hacía falta ser un genio para saber que su padre, él y ella se hallaban en un curso de colisión, sólo era una cuestión de tiempo.

Paula cerró los párpados con fuerza y suspiró. Sus emociones estaban sobrecargadas y necesitaba levantarse temprano para hablar con su hermano antes de que se fuera al banco.

Comprobó el despertador y se tapó con el edredón, haciéndose un ovillo. Justo antes de dormirse, tomó nota mental de que debía vestirse con cuidado para el día siguiente. Prometía ser una jornada interesante.


miércoles, 26 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 9

 


Paula se despertó en aquel momento como si algún mecanismo de defensa se hubiera puesto en marcha, evitando que reviviera el resto. Con el corazón alterado, se puso una bata y salió al porche. Era muy tarde. La luna estaba muy alta en el cielo y no se veían trazas del amanecer. Se recostó sobre los cojines de su mesedora de junco con una pierna bajo el cuerpo. Se dejó mecer al compás de un ritmo interior mientras miraba a través de las celosías de las ventanas.

Soplaba una brisa ligera que contenía toda la dulzura del aire del mar. Todo estaba en un silencio tranquilo y perezoso. Su mente se movía a una velocidad vertiginosa entre las imágenes calidoscópicas del pasado.

Hacía muchos años que no había tenido aquel sueño. Durante la universidad, había sido frecuente, casi hasta el punto en que lo había podido prever, particularmente después de haber salido con alguien nuevo. Había sido como si Pedro se mantuviera cerca de ella, dispuesto a reclamarla, como si su espíritu acechara en las sombras, posesivo, celoso, vigilante para que nadie llegara a convertirse en algo especial para ella. Como si, a pesar de no quererla, deseara asegurarse de que no sería de nadie más.

Todo habían sido imaginaciones suyas, por supuesto. No había vuelto a saber de él hasta aquella noche. Pero los porqués y las consecuencias de una experiencia que sólo podía describirse como una espléndida pesadilla la habían perseguido durante mucho tiempo.

Durante demasiados años se había interrogado a sí misma acerca del motivo de que le hubiera acompañado después de que destrozara la entrada del banco de su padre. Como una loca enamorada, le había seguido hasta la ruinosa cabaña donde había desafiado las estrictas órdenes de Claudio. Había sido la primera y única vez de toda su vida en la que había desobedecido abiertamente a su padre, pero había sido un comportamiento irracional porque, en ese momento, estaba desesperada e irrevocablemente enamorada.

Paula se levantó y entró en la sala de estar. Se sirvió una copa de Chardonnay y saboreó el líquido frío y afrutado contemplando la bahía. Hasta aquella noche no había vuelto a ver a Pedro. No tenía que haber sido así. Iban a pasar la vida juntos. Sacudió la cabeza para evitar que el nudo de su garganta se convirtiera en algo más grande. Ya había llorado un mar de lágrimas amargas por él y se había jurado hacía mucho tiempo que no derramaría una sola más.

Dejó la copa en la cocina y volvió al dormitorio. Más que nada, deseaba caer en un sueño profundo, en el olvido, pero su mente se negaba a descansar. Paula sabía que tendría que revivirlo hasta el fin si quería volver a pegar un ojo aquella noche.

Se pasó una mano por los cabellos sentada en el borde de la cama, permitiendo que sus pensamientos retrocedieran en el tiempo. Mucho antes de que hicieran el amor, Pedro la había estrechado entre sus brazos. Se habían susurrado palabras tiernas y habían intercambiado promesas que jamás cumplirían. Él había tenido que irse de la ciudad y ella había estado de acuerdo. No había modo de que su padre no le denunciara después de lo que le había hecho al banco. Le dijo que la amaba, le pidió que se casara con él. Con la cabeza llena de pájaros ella había respondido que sí e hicieron planes para encontrarse en la cabaña a la mañana siguiente.

La llevó en coche hasta dejarla en el camino que conducía a su casa. El amanecer empezaba a clarear el horizonte y ella se dio cuenta de que tendría problemas si llegaba a cruzarse con su hermano o con su padre. Planeaba entrar a hurtadillas en la casa, recoger sus cosas y escapar antes de que la vieran.

Paula sonrió ante su ingenuidad. Descubrir a los diecisiete que no era rival para Claudio Chaves había sido una gran desilusión, pero de verdad había pensado en escapar sin que nadie lo advirtiera. No pudo, por supuesto. Claudio la estaba esperando lívido. Fue la primera vez en que tuvo auténtico miedo de su padre.

El jefe de policía local la interrogó hasta bien entrada la mañana, pero ella no dijo una palabra de los planes de Pedro. Cuando acabaron con ella, corrió escaleras arriba e hizo su equipaje. Desafortunadamente, su padre y su hermano se habían ido llevándose los dos coches. Se negó a darse por vencida y anduvo unos cuantos kilómetros por un camino que atajaba entre las dunas. Sin embargo, cuando llegó a la cabaña, Pedro había desaparecido. Lo esperó sin poder creer que se había marchado sin ella. Al atardecer emprendió el camino de vuelta a su casa arrastrando la maleta. Tenía que haber pasado algo, estaba segura de que él volvería, de que le mandaría un mensaje, pero no lo hizo.

Ni entonces ni nunca.