miércoles, 13 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 46




Por algún motivo, el reloj reptante decía que eran las siete de la mañana. La madre de Pedro debía haberse quedado toda la noche con los niños. Paula trató de pensar en aquello, pero no pudo. Ya ni siquiera creía que el resto del mundo existiera.


Cuando cambió el turno, la enfermera que le tocaba le dijo que el anestesista estaría con ella en cuanto se ocupara de una pequeña emergencia que acababa de surgir. Paula no la creyó ni por un segundo. El anestesista no existía.


Pedro la persuadió para que se dieran el paseo número nueve por el pasillo. Ella aceptó, pero lo odió.


—¿No te ayuda?


—¡No! ¡Me duele! Fui a las clases. Estoy respirando como me enseñaron. Se suponía que no iba a doler tanto.


Cuando llegaron los sollozos, Pedro la abrazó y la besó.


—Tranquila. Todo va bien. Te quiero, Paula.
Todo va bien.


Ella no lo creyó. No creía a las enfermeras, así que, ¿por qué iba a creerlo a él? El mundo se estaba acabando, solo que no se lo había dicho a nadie. Quería que el mundo se acabara, porque así dejaría de experimentar aquel dolor.


Cuando volvieron al dormitorio, Pedro se excusó y salió. Tenía que ir al baño. Ella lo odió por ello. 


Estuvo fuera durante tres contracciones, que le parecieron mucho más dolorosas que las otras.


—Todo va bien —dijo él cuando volvió.


—Nada va bien. Quiero que estés aquí. Todo el rato. No pienso portarme como una buena paciente. Me siento mejor cuando me porto mal. ¡No estoy contenta y te odio!


—Tranquila.


—¡He dicho que te odio!


—Y yo te quiero, ¿de acuerdo? Estoy aquí para ti. Para siempre, si me dejas.


—¡Vete! No. No te vayas. Sigue conmigo. ¡Oh, Dios mío! ¿Cuándo va a acabar esto?


La enfermera había vuelto a conectarla al monitor para ver las contracciones.


—Bastante intensas —murmuró —. Aún no has roto aguas, ¿verdad, cariño?


—No.


—Vamos a hacerlo por ti y así se acelerarán las cosas.


Después, el ritmo de las contracciones volvió a aumentar. Apenas había tiempo entre una y otra para tomar aire, y el dolor no cesaba. Al parecer, el anestesista estaba de camino.


Pero ya era demasiado tarde.


—Has dilatado nueve centímetros, Paula. ¡Lo estás haciendo muy bien! —Dijo la enfermera—. Ya se ve la cabeza del bebé. Casi está aquí.


—Mi epidural...


—Ya no hay tiempo para eso, cariño.


—La odio —murmuró Paula cuando la enfermera salió de la habitación.


—Eso ya lo habías dicho antes —dijo Pedro —. Excepto que era una enfermera diferente.


Paula se aferró a su brazo y lo estrujó mientras jadeaba y gritaba.


—Quiero que me rescaten. ¿Recuerdas la noche que nos conocimos? ¿No fue maravilloso cuando nos rescataron?


—Esta vez tendrás que trabajar un poco más por tu cuenta, corazón.


—¡Ayúdame!


—Estoy aquí, cariño. Lo haré. Te quiero, Paula.




SU HÉROE. CAPÍTULO 45




Caminaron por el pasillo de la unidad hasta que Paula se supo cada detalle de la ruta de memoria.


Con cada contracción se planteaba la posibilidad de ponerse la epidural, pero la enfermera le dijo que podía retrasar las cosas, sobre todo con el primer bebé. Sería mejor esperar a que el dolor fuera realmente intenso. Dado el dolor que sentía ya, Paula se preguntó si podría soportar el «realmente intenso».


Pedro trató de distraerla con un comentario sobre lo que ponían en la televisión pero ella no le hizo ni caso. Las manecillas del reloj se habían movido un poco más, pero ya no significaban nada. Las contracciones se habían estabilizado cada tres minutos, pero no estaba dilatando con rapidez.


—Aún te queda mucho —le dijo la enfermera.


—Creo que ahora sí me pondré la epidural —decidió Paula.


—De acuerdo, cariño, pero el anestesista está en plena cesárea y le espera otra a continuación, así que tardará un rato.


Cuando la enfermera salió de la habitación, Paula dijo:
—La odio.


—Vamos a dar otro paseo.


—¡No!




SU HÉROE. CAPÍTULO 44




Estaba empezando a lamentar haber organizado el día tan eficientemente. Sentía una gran pesadez en el abdomen y bastante presión en las piernas, y le habría gustado poder sentarse en lugar de tener que ir a visitar la maternidad.


Era agradable tener a Pedro allí. ¿Por qué no reconocerlo? Era muy agradable.


El problema era que se había acostumbrado a él, a que le abriera las puertas, a que le preguntara si tenía calor suficiente o si tenía sed, a que la protegiera...


De pronto, la pesadez que sentía en el abdomen se transformó en una clase de dolor desconocido para ella. ¿Desde cuándo tenía dentro un tren de mercancías tirando de un vagón de veinte toneladas en dirección a su espalda y sin previa advertencia?


No era una contracción.


No podía serlo.


Las contracciones y el parto tendrían lugar la semana siguiente. Estaba bien.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro un rato después, mientras el grupo de mamás embarazadas y papás nerviosos avanzaba por el pasillo para ver uno de los quirófanos disponibles para las cesáreas.


—Sí —contestó Paula alegremente—. Me alegra saber que no trasladan a las pacientes de cuarto si el parto va como es debido.


—Sí, es un hospital muy agradable. Voy a hacer una llamada, ¿de acuerdo?


—Por supuesto.


—No puedo utilizar el móvil en el hospital, así que os alcanzaré cuando termine. No te preocupes.


—Estoy bien —repitió Paula. Segundos más tarde, mientras visitaban la sala de obstetricia, el tren de mercancías volvió a chocar contra su espalda.


No era una contracción. No podía serlo. Pero no era nada agradable. El reloj de pared de la sala le ofreció una información en la que no estaba realmente interesada. Eran las seis menos cuarto. Habían pasado quince minutos desde el primer dolor.


Pedro volvió de hacer su llamada con el ceño fruncido.


—¿Hay algún problema? —preguntó Paula.


—De momento no. Más bien al contrario. Te mantendré informada.


Paula le habría preguntado que qué quería decir, pero en aquel momento llegaron a la sala en que estaban los bebés.


—¡Guau! ¡Bebés! —dijo Pedro, y sonrió mientras miraba a través del cristal —. Hacía tiempo que no los veía tan pequeños.


Paula estuvo a punto de volverse hacia él con una sonrisa en el rostro, pero entonces recordó por qué estaba allí.


—¿Qué te parece esta sala desde el punto de vista de la seguridad, Pedro? —preguntó. Él miró un momento a su alrededor.


—Está bien —contestó—. No hay problemas graves.


Siguió hablando de algunos detalles relacionados con la seguridad, pero Paula no lo escuchó. Su tren de mercancías había vuelto a la carga, pero en aquella ocasión duró más. O tal vez tuvo aquella sensación porque le dolió más. Eran las seis menos siete minutos. Pedro había captado algo en su rostro. Auténtico terror, probablemente. Dijo algo que ella no oyó, porque tuvo que aferrarse a su brazo. Decidió que aquel brazo no iba a ir nunca más a ningún sitio sin ella. En aquellos momentos solo lograba pensar en el brazo de Pedro, que iba a quedarse con ella para siempre.


Debió contestar sin darse cuenta a la pregunta que le había hecho, porque lo siguiente que supo fue que Pedro le estaba gritando... o al menos eso sintió.


—¡No estás bien! ¿Qué te sucede? Me estás dejando el brazo sin circulación. Me ha parecido que...


—No es una contracción —dijo Paula, y al ver que una de las parejas se volvía a mirarla bajó la voz—. No es una contracción.


—¿No?


—Solo es un dolor que viene y va, y eso no es una contracción de parto, ¿no?


—No. Es una de esas contracciones que llaman de Braxton Hicks —explicó Pedro—. Los libros dicen que pueden ser bastante dolorosas.


La enfermera que estaba haciendo de guía miró a Paula con curiosidad y esta le dedicó una brillante sonrisa.


Cuatro minutos después empezó la siguiente contracción y luego siguieron cumpliendo aquel patrón. A las seis menos tres minutos. A las seis y un minuto. A las seis y cinco... Y así hasta que terminó la visita.


—¿Estás lista para ir a casa? —preguntó Pedro.
Parecía haber aceptado que Paula se había apoderado definitivamente de su brazo. Era el mejor brazo del mundo. Más o menos cada cuatro minutos Paula pensaba que moriría sin él.


—No, no lo estoy —contestó.


—Lo suponía. Es el parto, ¿verdad?


—Eso creo.


—¿Y quieres quedarte ingresada?


—Sí —«y no quiero que te vayas», pensó Paula. 


Pero no hizo falta que lo dijera porque Pedro ni siquiera de lo preguntó. Simplemente dijo:
—Vamos a dejarte instalada y luego llamaré a mi madre, ¿de acuerdo?


—De acuerdo.


—Me quedo, Paula. No pienso dejarte.


—Lo sé. Gracias —Paula se aferró al brazo de Pedro como si fuera el osito al que solía abrazar después de una pesadilla cuando tenía seis años.





martes, 12 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 43




—¿Cómo ha ido? —Pedro había estado caminando de un lado a otro de la consulta del tocólogo, inquieto.


—El doctor Feldman dice que todo va bien —contestó Paula —. El latido es fuerte y el bebé aún está creciendo. La cabeza está hacia abajo y bien encajada. Eso significa...


—Sé lo que significa.


—Entonces supongo que sabrás que he empezado a dilatar, ¿no?


—Significa que aún podrías estar esperando tres semanas más.


—Dispuesta a cometer algún asesinato.


—Hablando de asesinatos, aún no te he preguntado si has...


Paula anticipó la pregunta de Pedro.


—Sí, he visto a Connie esta tarde. Y sí, aún conserva todo su pelo.


—Eso está bien.


—No perdí el control —Paula deslizó una mano por el brazo de Pedro, como si estuviera calmando a un niño pequeño. ¿Habría notado que algo lo molestaba? Pedro sintió la tentación de pedirle que lo ayudara a averiguar de qué se trataba—. Me he sentado en mi gran escritorio, en mi gran despacho, con mi abogado presente. He mantenido el control, la he obligado a mirarme a los ojos y he conseguido lo que quería.


—¿Y qué querías? Ayer no me lo dijiste.


—Ayer no parecías muy dispuesto a escuchar. Quería averiguar más de lo que Connie pretendía decirme respecto a lo que está pensando Benjamin, y lo conseguí. Ahora sé cómo están las cosas respecto al bebé. Benjamin no va a volver a los Estados Unidos porque tendría que enfrentarse a la justicia. Dice que puedo visitarlo en Europa si quiero que vea al bebé. «Nada de resentimientos», o algo así. Connie planea reunirse pronto con él. Al parecer, su viaje a Europa antes de las navidades fue para consolidar su relación, aunque me había mentido al respecto, claro está. Y Benjamin «lamenta» las amenazas que he estado recibiendo. Planea ofrecerme alguna clase de acuerdo, pero no voy a aceptarlo, porque el dinero que tiene no es suyo. Y no pienso llevar al bebé a Europa. Estoy sola.


Aquello fue como un nuevo cubo de agua fría para Pedro. Se sentía más emocional respecto a todo aquello que la propia Paula. Pero lo cierto era que Paula aún no había pasado por todo lo que le esperaba. Su bebé aún estaba por nacer. No sabía en qué se estaba metiendo. ¿Sería ese el motivo por el que se sentía tan inquieto?


—¿Y qué sientes al saber que estás sola? —preguntó—. ¿Te importa?


—Es una buena sensación. Dadas las circunstancias, y teniendo en cuenta las opciones, es una buena sensación.


Paula hizo un gesto de dolor que sugería que la sensación no era precisamente buena y se frotó la espalda. Pedro conocía el gesto. Estuvo a punto de ofrecerse a hacerlo él, pero se sentía cauteloso y estaba replanteándose un montón de cosas.


Si por él hubiera sido, Paula no habría visto a Connie aquella mañana, pero las cosas habían salido como ella había querido. El día anterior le había dicho que necesitaba dejar zanjadas las cosas, que no podía quedarse a medias. ¿Sería aquello lo que hacía que aquel día pareciera distinta?


Más calmada, más introspectiva, más feliz.


Sí, parecía feliz, y la felicidad parecía proceder de su interior. Su actitud no era la de «voy a disfrutar de esto aunque me mate», como dos semanas atrás en la fiesta de Año Nuevo de la empresa.


—¿Qué ha cambiado, Paula? —preguntó de pronto, mientras salían de la consulta del tocólogo.


Ella se detuvo y lo miró.


—¿Se nota?


—Sí. Tienes un aspecto magnífico. No pareces tan... tensa.


—¿Crees que es una cuestión de hormonas?


—Más que eso.


—Tienes razón. Lo cierto es que me siento diferente. Supongo que tiene que ser porque ahora sé qué terreno piso y quienes son mis amigos. Benjamin no, desde luego, ni Connie. Eileen, Bridget, Stefania, Carina y los otros. Ellos son mis amigos. Y tú —un instante después, añadió—. ¿No?


—Sí, por supuesto que soy tu amigo —dijo Pedro con suavidad. «Yo nunca te traicionaría», estuvo a punto de añadir, pero en lugar de ello dijo.— Aún está el tipo de los anónimos.


—Ese tipo nunca me ha molestado, Pedro. Lo que sí me ha molestado ha sido que revisen mis cosas íntimas.


Se hallaban junto a unos ventanales desde los que se veía gran parte de la zona centro de Philadelphia.


—Mira —dijo Paula a la vez que señalaba—. Desde aquí se puede ver la parte alta del edificio en que la empresa de Benjamin tenía sus oficinas. Me fijé hace unas semanas. El cartel aún sigue puesto. Tenían seis plantas del edificio y creo que aún no se han alquilado. Debe haber bastante gente a la que no le haga ninguna gracias seguir viendo el cartel.


—Supongo que no —dijo Pedro, sin pensar demasiado en ello.


Al menos al principio.


—La visita a la unidad de maternidad va a empezar en unos minutos —le recordó Paula—. Será mejor que vayamos para allí.


Se encaminaron hacia los ascensores.


—Van a pensar que soy el padre.


—Lo sé. Si quieres se lo aclaramos.


—Da igual. Deja que piensen lo que quieran.


Paula asintió.


—¿Quién necesita preguntas, o miradas raras?




SU HÉROE. CAPÍTULO 42





—¡No tenías derecho!


—¿Y qué querías que hiciera, Paula? ¿Palmearle la espalda y enviarla de nuevo a la fiesta? ¿Entregártela para que pudieras machacarla en medio de un mar de papeles de envolver regalos?


Los papeles de los regalos ya habían desaparecido. Eran las siete y ya había oscurecido. La casa estaba recogida y todo el mundo se había ido. Pedro y Paula estaban en el salón, que se encontraba lleno de los regalos que le habían hecho a Paula para el niño. El escenario resultaba bastante incongruente como fondo de su enfado.


—¡Es mi guerra! —dijo Paula—. ¡Connie me ha traicionado a mí, no a ti! No tenías derecho a hacer lo que has hecho. ¡Me has negado la oportunidad de mirarla a los ojos, de oír lo sucedido de su propia boca y de decirle lo que pienso de su supuesta amistad! ¡En lugar de ello, te has enfrentado a ella, la has amenazado y la has echado de mi casa sin ni siquiera avisarme!


Movió la cabeza como si le pareciera absurdo seguir hablando.


—¿Tienes idea de lo obsesionada que estás con controlarlo todo? —casi gritó Pedro—. ¡Estaba tratando de protegerte! ¡Eso es lo único que trato de hacer!


—No es un problema de control.


—Ah, ¿no? ¿Y el cuarto del niño? ¿Y los libros sobre cómo cuidar a los bebés? ¿Y los libros sobre las dietas?


—Sí, todo eso tiene que ver con mi necesidad de controlar las cosas, pero eso ya lo sé. ¡Y me río de ello aunque siga haciéndolo, porque en estos momentos me ayuda! Pero esto no tiene nada que ver. Este es un problema de conclusión, de terminación, de desenlace, o como quieras llamarlo, Pedro. O Alfie —el tono de Paula rezumaba sarcasmo—. Estás empezando a hacer una costumbre de negarme la posibilidad de dar una conclusión a las cosas que suceden en mi vida, y te equivocas si crees que con ello me estás ayudando o me estás evitando problemas. Si yo soy una obsesa del control, tú tienes una necesidad exagerada de proteger. Puede que para ti eso no sea un problema, ¡pero sí lo es para mí!


—Te protejo porque para eso me pagan. Tú lo aceptaste y, de hecho, lo necesitas.


—¡Haces mucho más de lo que te exigiría el sueldo que cobras, Pedro! —Los ojos de Paula destellaron—. Pero cuando te he dejado hacerlo, como las ocasiones en que he escuchado tus consejos sobre cómo ser un buen padre, o cuando estuve en la fiesta de tu iglesia, te has vuelto contra mí y me has fustigado como si estuviera tratando de conseguir algo de ti. Eres tú el que envía los mensajes contradictorios.


Pedro solo fue capaz de pensar en lo guapa que se ponía cuando se enfadaba. Era tan... eléctrica, magnética, tan bella...


—Aquí va otro mensaje contradictorio para ti —dijo, y avanzó para besarla con más certeza, confianza y decisión de la que nunca había sentido con ninguna mujer.


¿Había besado alguna vez a una mujer tan enfadada? Normalmente solían ser las mujeres las que lo besaban a él, después de una detallada planificación y estrategia de la que solo se hacía consciente más tarde. No le gustaba aquella premeditación, aquella falta de naturalidad.


Sin embargo, lo que estaba sucediendo en aquellos momentos era tan diferente, y tanto mejor...


Los ojos de Paula brillaban y sus mejillas estaban sonrosadas. Llevaba el pelo revuelto en torno al rostro porque se había estado pasando las manos por él y echándolo atrás mientras alzaba su testaruda barbilla. No apartó su mirada de él mientras se acercaba, como retándolo.


Y él aceptó el reto sin dudarlo.


—Si crees que esto va a suponer alguna diferencia —dijo ella, siseando como un gato.


El brusco giró de su cabeza hizo que los labios de Pedro se posaran en la comisura de sus labios. Sabía a moras, a bizcocho y a crema. 


Pedro tomó en la mano su barbilla y le hizo volver la cabeza en su dirección.


El titubeante «no» de Paula le hizo entreabrir los labios y Pedro los selló con su boca.


—Di eso con convicción y puede que pare —murmuró sin apartarse de ella.


—Lo digo con convicción. No va a suponer ninguna diferencia. Sigo enfadada.


—Pero me estás devolviendo el beso.


—Sí, te estoy devolviendo el beso —dijo Paula, y le rodeó el cuello con los brazos a la vez que le mordisqueaba el labio inferior con los dientes y luego curaba la supuesta herida con la punta de la lengua. Ambos tuvieron que inclinarse para superar al bebé —. No está suponiendo ninguna diferencia. Estoy enfadada.


—¿Qué piensas hacer al respecto?


—Besarte hasta que te disculpes.


—Puedo aguantar más que tú.


—Muy bien. No tengo prisa.


Nada de lo que decía ninguno de los dos tenía demasiado sentido.


—¿Entonces qué? —preguntó Pedro.


—Entonces voy a llamar a Connie para organizar un encuentro con ella.


—¡No!


—No voy a permitir que me impidas hacer lo que necesito hacer. Puedes besarme todo lo que quieras.


—Eso pienso hacer —murmuró él.


—Pero no te engañes creyendo que eso va a cambiar como son las cosas entre nosotros.


Una ducha de agua fría no habría sido más efectiva que las palabras de Paula. Pedro se apartó.


—¡No llames a Connie! —dijo—. No lo hagas, por favor.


—¿Por qué no?


—Porque vas a tener un bebé dentro de ocho días.


—¿Acaso me consideras una niña incapaz de enfrentarse a sus propias batallas? ¡Deja de hacerme esto, Pedro!


—¡Tú tienes más clase, Paula! Eso es lo que estoy diciendo. No le des la satisfacción de averiguar cuánto te ha afectado lo que ha hecho. ¿Quieres pelearte con ella como una gata?


—¿Crees que ese es mi estilo?


—¡No! Claro que no. Pero puede que sea el de ella. Hasta tal punto eres mejor persona que Connie, que no puedo soportar la idea de que respires su mismo aire.


Paula miró a Pedro con la cabeza ladeada, más tranquila de lo que tenía derecho a estar.


—Me pregunto si eso es lo más bonito que me has dicho nunca —una sonrisa curvó sus labios e iluminó sus ojos—. Creo que sí.


—¿Recuerdas que mañana por la tarde tienes programada una visita a la maternidad del hospital? —dijo Pedro, tratando de controlar la extraña y temblorosa sensación que se había apoderado de él —. ¿Y que tu padre quería que te acompañara para comprobar las medidas de seguridad?


—Sí, lo recuerdo. Tengo una cita con el tocólogo antes y también quiero que me acompañes y te quedes. En la sala de espera —puntualizó Paula —, Quiero tu protección, Pedro. Pero no necesito que me protejas de amigos traidores.


Pedro se encogió de hombros para ocultar su pánico. ¡Claro que Paula necesitaba aquello!


¿O tendría razón ella?, se preguntó de pronto. 


¿Sería aquella una necesidad meramente suya?