viernes, 7 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 12





Pasaban diez minutos de la hora acordada cuando detuvo el Ferrari rojo frente a la verja de palacio.


Furiosa, Paula se inclinó para hablar con él por la ventanilla.


—¿Ésta es tu idea de la discreción?


Pedro alargó un brazo para abrirle la puerta.


—Sube.


Ella vaciló durante un segundo, deseando darle con la puerta en las narices.


Pero no podía hacer eso. Ése no era su plan.


Sujetando el bajo del vestido, se sentó sobre el asiento de cuero, colocando primorosamente la bolsa de viaje sobre sus rodillas.


—Llegas tarde.


—Y tú estás preciosa. Me sorprende.


—¿Qué quieres decir con eso?


Pedro sonrió.


—Digamos que no esperaba que cumplieras mis órdenes.


Le había dicho que debía complacerlo de modo que, naturalmente, su primer deseo había sido revolcarse en el barro, pero, haciendo un esfuerzo, intentó olvidar su rabia y evitar discusiones. Por eso se había puesto un escotado vestido de seda roja y unas sandalias de tacón alto. Su largo pelo caía en una cascada de rizos sobre los hombros desnudos y el carmín de labios y la máscara de pestañas estaban cuidadosamente aplicados, cortesía de su estilista.


Normalmente lo contrataba exclusivamente para cenas oficiales, pero aquel día también era importante. Lo que iba a hacer iba a hacerlo por su país. Quizá era lo más importante que había hecho nunca por él.


Pedro, por otro lado, llevaba unos vaqueros gastados y una vieja camiseta blanca que marcaba sus pectorales.


—Tú tampoco estás mal —murmuró, irónica.


—Yo no tengo que arreglarme para ti —replicó él, lanzando el Ferrari por las calles de la ciudad y atrayendo la sorprendida mirada de los turistas que volvían del mercado de las flores, en la plaza Mayor.


Paula se cubrió la cara con las manos, encogiéndose en el asiento.


—Lo estás haciendo para enfadarme —dijo, entre dientes.


—No, al contrario, estoy haciendo realidad sus deseos, Alteza. ¿No quería irse de San Piedro lo antes posible?


—Deja de llamarme Alteza.


—¿No es ése tu título?


—Lo dices con ironía y no me gusta nada.


—Como desee, Su Alteza Serenísima.


Paula hizo una mueca. Discutir con él sólo empeoraría la situación, de modo que volvió la cabeza para mirar la carretera que bordeaba la costa y sintió que empezaba a animarse a pesar de todo. Había terminado con la asfixiante cumbre económica en Londres y con las calles grises de Nueva York. Alexander estaba a salvo y era primavera. Por la ventanilla abierta del Ferrari le llegaba el olor de la retama y el aire salado del mar. Bajo los acantilados podía ver el Mediterráneo brillando bajo la luz del sol…


La villa de Pedro, en San Cerini, estaba directamente enfrente del palacio, al otro lado de la bahía. Pero en una motora se habría llegado mucho antes que por carretera.


Paula había tomado esa carretera muchas veces. La familia de Mariano, como las mejores familias de Europa, también tenía una villa en aquella zona exclusiva del Mediterráneo…


Pedro hizo un gesto de desdén al pasar frente a la verja de los Von Trondhem y pisó el acelerador.


Paula se agarró al asiento, pensando que en cualquier momento iban a caer por el acantilado, pero no dijo nada.


—¿Voy demasiado aprisa?


—No —contestó ella. No pensaba pedirle que redujera la velocidad. La había asustado en el jardín la noche anterior, pero se había jurado a sí misma que ésa sería la última vez que iba a dejar que Pedro la afectase de esa forma. De modo que se echó hacia atrás en el asiento, respirando la deliciosa brisa que entraba por la ventana—. Cuanto antes esté en tu cama, mejor.
Pedro volvió a pisar el acelerador.


—Estoy completamente de acuerdo.


Unos segundos después, el Ferrari atravesaba una verja y un paseo rodeado de palmeras. En la entrada, de forma circular, había una enorme fuente de piedra.


Paula miró la estatua que culminaba la fuente, sorprendida.


—¿Te gusta? —preguntó él—. Es una imagen de una vieja historia rusa. Esta villa fue construida hace cien años por un emigrante de San Petersburgo que ganó más dinero del que podía gastar.


Era monstruosa. Un águila tres veces más alta que un hombre aplastando con sus garras un dragón muerto. El poder del animal le recordaba al propietario de la fuente. ¿Pedro también la aplastaría?, se preguntó.


—¿Un monstruo es la mascota de tu villa? Qué apropiado.


Pedro detuvo el Ferrari abruptamente y salió del coche. Un par de criados aparecieron de inmediato, pero él les hizo un gesto para que se retirasen.


—Por aquí, Alteza —dijo, abriéndole la puerta.


A pesar de su gesto desafiante, Paula tenía miedo. Estaba entrando en sus dominios, bajo su completo control. Sintiéndose como una aristócrata francesa en el camino a la guillotina, cerró los ojos un momento, disfrutando del calor del sol en su piel… quizá por última vez. Tuvo el impulso de salir corriendo, de lanzarse sobre el asiento del conductor, arrancar el Ferrari y alejarse a toda velocidad, ir a un sitio donde Pedro no pudiese encontrarla nunca. 


Un sitio donde pudiera olvidar que él existía, olvidar sus besos que la habían marcado a fuego.


Pero sabía, en el fondo de su alma, que no existía tal sitio.


—¿Quieres que te lleve en brazos?


La amenaza de cargársela al hombro como si fuera un saco de patatas fue suficiente para que Paula le diera su bolsa de viaje, que Pedro se colgó al hombro.


Pero seguía esperándola con una mano extendida.


Suspirando, Paula puso allí la suya.


Y lo lamentó de inmediato porque el roce le produjo algo parecido a una descarga eléctrica. Pedro apretó sus dedos, con los ojos brillantes de promesas. Y ella supo que estarían en la cama antes de que se pusiera el sol.


«Bien», pensó. Su plan estaba funcionando.


Pero las mariposas que revoloteaban por su estómago no tenían nada que ver con el plan. 


Se sentía tan atraída por él que le daba miedo. 


Temía que fuera demasiado fuerte. Sería fácil sucumbir ante su poder. Casi imposible de resistir…





TE ODIO: CAPITULO 11






Paula sentía su ira como una ola, amenazando con hundirla, amenazando con ahogarla. Había estado furiosa con Pedro y, antes de eso, había estado dolida. Pero, por primera vez, tenía miedo. Los rumores decían que, a pesar de su aspecto físico y su sofisticación, Pedro Alfonso no era más que un matón con trajes caros. Que aplastaba a la gente sin remordimientos, llevándose lo que quería… en los negocios y en la cama.


Apartando a un lado sus miedos, Paula levantó la cabeza.


—Suéltame ahora mismo.


—¿Soltarte? —Pedro metió una pierna entre las suyas—. Podría tomarte aquí mismo. ¿Eso es lo que quieres?


—¡Me estás haciendo daño!


Abruptamente, él la soltó.


—Nuestra aventura no «acabará cuanto antes» —dijo, desdeñoso—. Eres mía y te deseo. Ése era el trato. Tomar lo que quisiera y como quisiera.


—Sólo… una noche —le recordó ella.


—Sí, una noche —admitió Pedro, sus ojos oscurecidos—. No media noche o entre el rescate y tus reuniones matutinas.


—Pero…


—Mañana por la mañana me esperarás en la entrada de palacio, a las diez —la interrumpió él, mirándola de arriba abajo—. Y no llevarás ese traje arrugado que ha cruzado el Atlántico dos veces en un día. Llevarás un vestido sexy y el pelo suelto. Y harás todo lo posible por complacerme.


—Eres un canalla insufrible —murmuró Paula, deseando abofetearlo.


—Sí, lo sé —inclinándose hacia delante, Pedro acarició su cara con falsa ternura—. Y ahora, descansa un poco. Vas a necesitarlo.




TE ODIO: CAPITULO 10





Pedro nunca creería que el dinero de Mariano le daba igual, que sólo le interesaba porque podía ayudar a su país. Pero el príncipe pertenecía a una familia muy adinerada y era un hombre amable.


Además, tenía que casarse con alguien. 


Acababa de cumplir veintinueve años y como su madre y sus consejeros le habían recordado tantas veces, sus obligaciones incluían encontrar un marido.


Además, deseaba tener hijos.


El hecho de que no amase al príncipe, lejos de ser un problema, era una bendición. De ese modo, Mariano nunca podría hacerle daño. La única vez que estuvo enamorada sufrió como nunca. Había sido tan tonta de olvidar el ejemplo de su madre y casi había desgraciado a su país por ello.


Sí, era mejor evitar los sentimientos.


Pero no tenía sentido intentar explicárselo a Pedro, que parecía decidido a odiarla. Él nunca lo entendería. ¿Cómo iba a hacerlo, si nunca había amado a nadie?


Deseó entonces no haber aceptado el trato. 


Deseó poder quedarse en palacio y pasar la primavera con Alexander, enseñándole a hacer trucos a su perrita Jacquetta, jugando con él y haciéndole saber que era un niño querido.


En lugar de eso tenía que entregarse a Pedro Alfonso, el único hombre que había tomado su cuerpo, el único hombre al que había entregado su corazón. Paula se estremeció. Su presencia era formidable, aterradora. Y la gente de San Piedro aún dormía, sin saber que se había evitado un desastre para el país.


¿Qué podía detener a un despiadado millonario con su propio ejército? Pedro no tenía moral, no tenía valores. Por eso supo que no podía casarse con él. Por eso supo que no podría ser el padre de sus hijos…


—Puedes pasar la noche en el palacio —dijo él entonces—. Mañana vendré a buscarte para cobrarme la deuda.


—¿Mañana? —repitió Paula. Su corazón no podría esperar tanto tiempo—. ¿Por qué no ahora?


—Digan lo que digan los rumores, no soy un monstruo sin corazón. Supongo que ahora querrás estar con tu sobrino.


Paula quería estar con Alexander más que nada en el mundo, pero la promesa que le había hecho a Pedro colgaba sobre su cabeza como la espada de Damocles.


Sabiendo que tenía que entregarse a él sentía miedo… y anticipación. Quería terminar con aquello lo antes posible para poder volver a su tranquila vida. Una vida que tenía sentido. Una vida sin pasión, sin dolor.


—Tengo una deuda contigo y quiero pagarla —le dijo. Antes de que nadie, Mariano, su madre, los paparazis, lo descubrieran, quería a Pedro Alfonso permanentemente fuera de su vida. Era su única esperanza. Porque él era demasiado inteligente como para no ver lo que tenía delante de los ojos Tarde o temprano lo descubriría y ella, después de todo lo que había sacrificado, no podía dejar que eso ocurriera.


—Mañana —insistió Pedro.


—Iré contigo ahora —insistió ella—. Llévame a… —Paula intentó pensar en algún sitio cerca de palacio, pero no demasiado cerca—. A tu villa.


—¿Sabes que tengo una villa en San Cerini?


—Claro que sí.


Desde que compró la propiedad tres años antes, había observado a menudo las luces sobre la bahía, preguntándose si él estaría allí. 


Preguntándose si estaría solo.


Y sabiendo que no era así. Las conquistas de Pedro Alfonso, sobre todo modelos
y actrices, eran legendarias. Algo parecido al dolor la atravesaba cada vez que pensaba en ello, pero se decía a sí misma que era sólo porque le daba pena la mujer a la que algún día hiciera su esposa. Porque si lo amaba, nunca lograría la felicidad.


—Muy bien —asintió Pedro—. En mi villa, mañana.


—No —Paula levantó la barbilla, orgullosa—. Esta noche.


La luz de la luna iluminaba el rostro masculino, creando sombras sobre sus pómulos, sobre el perfil romano.


—¿De verdad quieres pelearte conmigo? Sabes que vas a perder.


¿Cómo se atrevía a darle órdenes como si fuera su esclava? Su arrogancia la enfureció.


—Yo no soy una de tus amiguitas —le espetó, con dignidad—. Tengo mis responsabilidades. Una noche, ése era el trato. Así que vamos a acabar cuanto antes con esto —Paula miró su reloj—. Tendremos que darnos prisa, si no te importa. He de volver a palacio antes de las seis de la mañana. Tengo reuniones y…


—¿Acabar cuanto antes? —repitió él, tomándola por los hombros—. ¿Acabar cuanto antes? Podríamos consumar el trato aquí mismo. ¿Eso sería conveniente para ti?





jueves, 6 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 9




La luna llena colgaba sobre los jardines de palacio mientras Paula esperaba sentada en un banco, dentro de un laberinto de altos setos.


Estaba temblando. Seguía llevando la misma ropa que por la mañana, cuando se marchó abruptamente de Londres para ir a Nueva York. 


Estaba agotada y, sobre todo, muerta de miedo.


Temía que en cualquier momento el secuestrador de Alexander saliera de entre
las sombras…


Y temía que no lo hiciera y hubiese perdido a Alexander para siempre.


Pedro lo encontraría, se decía a sí misma. Pedro Alfonso era despiadado y cruel.


Si la mitad de los rumores sobre él eran ciertos, no se parecía nada al joven mecánico que una vez había hablado del pasado criminal de su padre con repulsión, el chico que parecía decidido a vivir una vida honesta.


Pero su madre había tenido razón: la sangre tiraba mucho.


Paula supo que no podía confiar en él desde que, horas después de haberle pedido matrimonio, se acostó con otra mujer…


Tras ella oyó un crujido entonces y se levantó de un salto, los tacones de sus botas clavándose en la hierba.


«No tengas miedo», se decía a sí misma, intentando calmar los latidos de su corazón. «No tengas miedo».


—¿Quién está ahí? —preguntó, con voz temblorosa.


No hubo respuesta. Pedro se había ido a Provenza siguiendo una pista, pero veinte de sus hombres, junto con dos de sus guardaespaldas de confianza, estaban
escondidos en el jardín, esperando al secuestrador como ángeles de la muerte.


A pesar de eso, Paula miraba el oscuro seto sin respirar. Sólo podía ver la luna y las hojas oscuras… y oír el rugido del mar golpeando las rocas del acantilado.


De repente oyó voces en la oscuridad. Golpes, carreras…


«Es Pedro», pensó, con el corazón en la garganta. «Ha venido a decirme que Alexander está muerto».


Paula cerró los ojos, recordando la dulce carita de Alexander cuando lo acunaba de niño, el sonido de sus carcajadas infantiles mientras daba sus primeros pasos sobre el suelo de mármol del palacio. Si estaba muerto, ella no quería vivir.


«Por favor, que no le haya pasado nada. Por favor, Dios mío, haré lo que quieras. Que no le haya pasado nada al niño».


—¡Tía Paula!


Ella abrió los ojos de golpe.


—Alexander —susurró, al ver la sonrisa en un rostro últimamente tan serio—. ¡Alexander, cariño! ¡Estás bien, estás a salvo! —gritó, abrazándolo con todas sus fuerzas.


El niño señaló a Pedro, que estaba detrás de él como un ángel de la guarda.


—Él me ha encontrado. Estoy bien —Alexander hizo una mueca—. ¡Me estás aplastando! ¡Ya no soy un niño, tía Paula!


—No, es verdad —asintió ella, las lágrimas rodando por su rostro.


Tras él, Pedro se cruzó de brazos.


—Lo hemos encontrado en una granja abandonada a cuarenta kilómetros de aquí. Estaba atado a una silla en un sótano oscuro, pero no ha derramado una sola lágrima —le explicó, mirando a Alexander—. Eres un chico muy valiente.


Hombre y niño se miraron. Tenían un color de piel similar. Los mismos ojos y el mismo pelo oscuro. El mismo gesto casi.


Alexander asintió con la cabeza.


—¿Para qué iba a llorar? Cuando eres rey, haces lo que tienes que hacer —dijo, muy serio.


Estaba repitiendo una frase que Paula le había oído pronunciar a su hermano muchas veces. Maximo, un marido infiel, había sido un padre maravilloso que adoraba a Alexander. Karina y él habían estado muchos años intentando tener hijos…


—Gracias por salvarme la vida, monsieur —dijo luego, como un rey medieval hablando con uno de sus súbditos.


—No ha sido nada —respondió Pedro, quitándose la chaqueta para ponérsela sobre los hombros. Luego se volvió hacia el hombre que lo acompañaba—. Bertolli, llévatelo a palacio sin que se entere nadie. Entra por esa puerta lateral y pregunta por… ¿por quién?


—Milly Lavoisier, su niñera —contestó Paula.


—¡Sí, Milly! —el rostro del niño se iluminó—. Me estará echando de menos — su sonrisa traviesa lo hacía parecer, por primera vez, un niño de nueve años—. Seguro que me da un helado por esto.


—Alexander, Milly sabe la verdad —empezó a decir Paula—, pero tiene que ser un secreto para los demás. La gente debe pensar que habías ido a esquiar conmigo.


—Lo sé, tía Paula —el niño levantó la cabeza, orgulloso—. Yo sé guardar un secreto.


—Sí, es cierto.


El niño era un Chaves, después de todo. Los secretos eran una costumbre familiar. Pero cuando se inclinó para besarlo de nuevo, con un nudo en la garganta, Alexander se apartó, impaciente. Y luego desapareció entre los setos con Bertolli, hablando sobre el helado que iba a tomar y si Milly le dejaría tomar dos en lugar de uno.


—Tenías razón —dijo Pedro—. Ha sido uno de vuestros guardaespaldas.


—¿Cuál? —preguntó Paula.


—René Durand.


—Durand —repitió ella, mordiéndose los labios.


A pesar de su impecable currículo, nunca le había gustado ese hombre. Pero quiso pensar que su mirada, dura y cínica, era normal en un guardaespaldas, que no tenía razones para sentirse incómoda con él… y había dejado que lo contratasen como uno de los guardaespaldas de Alexander. Qué error.


—Debería haber llamado a la policía —dijo, furiosa.


—¿Por qué? ¿Había intentado algo así antes?


—Hace dos meses lo pillé intentando robar un Monet de palacio, llevándoselo como si fuera suyo. Se inventó todo tipo de excusa y me rogó que le otorgase el beneficio de la duda, así que lo despedí pero no lo denuncié a las autoridades…


—Lo encontré escribiendo una nota de rescate. Está endeudado hasta el cuello, por lo visto. Si quieres un consejo, Durand debería ir a alguna cárcel lejos de aquí. O mejor, haz que desaparezca para siempre…


—¿Qué?


—Como dice el viejo refrán: los muertos no hablan.


—¡No!


—Has dicho que no querías que esto lo supiera nadie.


Un minuto antes había estado dispuesta a matar a René Durand con sus propias manos, pero la idea de hacerlo «desaparecer» la hizo sentir un escalofrío.


—No de esa forma —dijo, muy seria.


Pedro la miró, a la luz de la luna. Su rostro medio escondido entre las sombras.


—Te estás arriesgando, Paula. Ser civilizado puede ser una debilidad. Ese hombre te odia y, si tiene una nueva oportunidad, intentará hacerte daño a ti o al niño.


—No pasará nada. Entrégalo a la policía o a los carabineros.


—Estás cometiendo un error.


—Afortunadamente, después de mañana esto no tendrá nada que ver contigo. Mariano…


—¿Mariano te protegerá? —Pedro hizo una mueca despectiva—. Si crees que Mariano puede protegerte de algo, es que estás ciega.


—No…


—Tiene dinero para contratar guardaespaldas, claro. Y, como tú misma has dicho, es uno de los hombres más rico del mundo. Así que, por supuesto, tú estás enamorada de él. Deja que sea el primero en felicitarte.


Paula abrió la boca para decir que no estaba enamorada de Mariano, pero volvió a cerrarla. Admitir que, no lo amaba la convertiría aún más en objetivo del sarcasmo de Pedro.


—Gracias —murmuró—. Estoy deseando que nos casemos.


—Seguro que será muy feliz, Alteza.


La frialdad de su tono la hizo temblar. Aquél era el hombre con el que tendría que pasar una noche… con el que tendría que compartir su cuerpo. ¿Con aquel ser frío, despiadado?


¿Qué había sido del chico al que había amado una vez?


Era sólo una ilusión.