sábado, 9 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 14





Paula no sabía qué decir. Él le rodeó los hombros con el brazo. Ella quería separarse de él, pero estaba encandilada. Pedro le retiró un mechón de pelo que le caía por la frente.


—Me encanta el color de tu pelo —dijo él—. Es tan especial. Ni siquiera voy a preguntarte si es natural porque estoy seguro de que así es —añadió con una sonrisa—. Todo lo que tienes es tan real. Tan genuino… y bonito.


Las palabras de Pedro llegaron a lo más profundo del corazón de Paula. Ella sabía que era sincero. Era como si él pudiera ver más allá de la imagen externa y se sintiera atraído por la verdadera personalidad de ella.


Paula le acarició la mejilla, obnubilada por su sonrisa. Cuando él se inclinó y la besó en los labios, ella se percató de que deseaba que la besara desde hacía mucho tiempo, quizá desde el momento en que se conocieron.


El roce de sus labios era emocionante.


Embriagador.


Irresistible.


Antes de que pudiera pensar en retirarse, se sintió abrumada y la atracción que sentía por él borró todas las dudas de su cabeza.


Él saboreó su boca con cuidado, y cuando sintió que se rendía ante él, la abrazó con fuerza. La besó con ardor hasta que ella abrió la boca y sus lenguas se fundieron en un baile apasionado.


Paula se recostó en el sofá y él se colocó encima de ella. Le acarició los brazos y los pechos, después las caderas, la cintura y el vientre.


Ella necesitaba acariciarlo también. Sentir sus músculos y el calor de su piel bajo la tela de la camisa y de los pantalones. Pedro comenzó a besarle el cuello y la piel del pecho que quedaba al descubierto por el escote del jersey. Después, estiró del jersey hacia un lado y dejó uno de sus hombros y de sus pechos al aire. La besó con delicadeza y metió la mano bajo el jersey para acariciarle los pezones.


Paula se estremeció al sentir que una ola de deseo recorría sus piernas. Se agarró con fuerza a los hombros de Pedro y comenzó a moverse rítmicamente, apretando las caderas contra él. 


Él la besó de nuevo en la boca y se movió un poco, de forma que ambos cuerpos quedaran encajados. Ella sintió la fuerza de su miembro viril contra la entrepierna y trató de acercarse aún más a él, repitiendo los movimientos del baile del amor.


¿Qué estaban haciendo?


Lo que había comenzado como un beso de buenas noches se había convertido en un torbellino. Como si una simple cerilla hubiera encendido el fuego.


Así fue como ocurrió con Fernando. Un beso, y ella era suya, en cuerpo y alma. Sucedió tan rápido que no tuvo tiempo ni para pensar, ni para valorar las consecuencias. Tampoco habría importado. Confiaba en Fernando… y en sus propios sentimientos.


Pero esta vez sabía mucho más.


Ya pesar de que deseaba a Pedro más que a nada en el mundo, Paula consiguió tener la fuerza de voluntad necesaria para tratar de separarse de él.


Pedro lo notó, levantó la cabeza y la miró.


—¿Paula? ¿Estás bien?


Ella estaba debajo de él, con la cabeza girada hacia un lado. Suspiró y le empujó los hombros con las manos.


—Esto no está bien… No es lo que quiero. Deja que me levante, por favor.


Él se quedó sorprendido, pero se retiró enseguida. Respiró hondo y se pasó la mano por el pelo.


—Lo siento —dijo al fin—. Solo quería darte un beso de buenas noches… no quería llegar tan lejos. Lo último que quería era asustarte.


Paula sintió que él deseaba acariciarla de nuevo. Se puso en pie y se alejó un poco de él. No quería que notara cómo la habían afectado sus besos. Él no tenía que saber lo mucho que lo deseaba. Eso haría que las cosas fueran más difíciles.


—No me has asustado —dijo ella. «Lo que me asusta es mi propia reacción ante ti», pensó en silencio—. Me gustas, Pedro. De verdad. Pero no quiero involucrarme contigo de esta forma.


Él arqueó las cejas sorprendido.


—¿De veras? Eso no es lo que parecía hace unos minutos.


—No sé cómo explicártelo —dijo ella, aunque en realidad es que no quería hacerlo—. Tendrás que confiar en mi palabra. O si no, no podremos mantener ningún otro tipo de relación.


Pedro se puso muy serio. Ella se preguntaba si se había enfadado. Teniendo en cuenta cómo había actuado, tenía todo el derecho a enfadarse.


—¿Tienes novio, o algo así? ¿Estás saliendo con alguien más? —preguntó él.


—¿Novio? No, no tengo novio —dijo ella—. No es eso —le aseguró.


Él no dijo nada, y continuó mirándola. Después se puso en pie y buscó su chaqueta. Parecía cansado, pero estaba más guapo que nunca.


—De acuerdo —dijo él despacio—. Será mejor que me marche.


Paula llevaba toda la noche esperando que se marchara. Y cuando ya se iba a marchar, se dio cuenta de que deseaba que se quedara. «No seas ridícula», pensó.


Él se dirigió hacia la puerta y ella lo siguió.


—Buenas noches, Paula —dijo Pedro, y se puso la chaqueta—. Ya hablaremos.


Paula lo miró. No parecía estar enfadado con ella. Parecía calmado. Resignado, quizá. 


¿Habría aceptado las condiciones? Dudaba de que fuera así, teniendo en cuenta lo persistente que era. Parecía que había perdido la batalla… pero que otro día volvería a retomar la lucha.


«Ya veremos», pensó Paula. No iba a solucionarlo esa noche.


—Por cierto —añadió él, una vez en el pasillo—. Me alegro de haber ido esta noche a la subasta. Ha sido una noche interesante.


—¿Has amortizado tu dinero, después de todo?


—Sin duda. Puede que esta sea la mejor inversión que he hecho nunca —le dedicó una sonrisa sexy y Paula se sonrojó.


«Maldito seas, Pedro Alfonso». No podía sentirse tan vulnerable cuando estaba junto a él. 


Ni cuando estaba junto a cualquier hombre.


Él se dio la vuelta y se alejó por el pasillo. 


Paula se apresuró a cerrar la puerta.



PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 13




Paula nunca se había preocupado mucho por la casa. Los muebles eran modernos y tenía una butaca y un sillón de cuero. En el suelo, había una alfombra y en las paredes colgaban los posters de algunas exposiciones y algunas esculturas suyas. En la zona que se suponía que debía estar el comedor, Paula había puesto una mesa de dibujo y utilizaba el espacio como estudio. A veces se llevaba trabajo a casa, pero allí solo hacía los bocetos. Como sus obras eran grandes y de metal, había alquilado un almacén que utilizaba como estudio y donde almacenaba todos los materiales.


Cuando llevó la bandeja con las tazas al salón, vio que Pedro estaba mirando su estudio. Al cabo de un momento, volvió y se sentó junto a ella en el sofá.


—¿Has hecho tú las esculturas, Paula? —preguntó mientras tomaba una taza de café.


Ella asintió.


—La mayoría son de hace muchos años. Ahora hago cosas mucho más grandes. De metal, en su mayoría. Tengo un estudio cerca del río —le explicó—. Voy allí los fines de semana, o cuando tengo un rato libre.


—Esos diseños son muy interesantes —él agarró una de las esculturas y la miró de cerca—. Me gusta el sentido de profundidad y la forma en que las líneas crean una imagen ascendente —dijo él—. ¿Vendes tus obras en una galería?


Paula sonrió y dijo:
—No soy tan buena. En serio.


—Tonterías. Eres muy buena. Tienes mucho talento —insistió él—. Me gustaría ver otras obras tuyas, ¿podría?


Ella se encogió de hombros.


—Por supuesto. Quizá puedas ir a mi estudio un día —añadió.


Estaba segura de que nunca iría. Además, él solo trataba de ser amable, de tener una conversación agradable.


Paula notó que se le había metido un poco de maquillaje en el ojo y trató de quitárselo con un pañuelo.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro, y se inclinó hacia ella, preocupado.


—Sí. Sí, no te preocupes —contestó—. No estoy acostumbrada a llevar maquillaje.


—¿Por qué no te lo quitas? —sugirió él—. Te esperaré.


—¿Estás seguro de que no te importa? Tardaré un rato —le advirtió.


—Para nada. Además, he de admitir que me gustas más sin toda esa… porquería en la cara.


—Creo que no hago muy bien el papel de supermodelo, ¿verdad? —dijo ella, convencida de que había hecho el comentario con mala intención.


Él le tomó la mano.


—No, no quería decir eso —le dijo—. Estoy seguro de que te has divertido haciendo que los hombres te miraran, y sin duda, estás preciosa. Pero no necesitas maquillarte, Paula, ni ponerte un vestido así para estar atractiva. Además, creo que no es tu estilo ir como las muñecas Barbie, ¿no?


—No… no lo es —admitió entre risas.


—A mí no me resulta atractivo —añadió él—. Cuando miro a una mujer, me gusta que haya un poco más de misterio. Para mí, la mayoría de las mujeres que han subido al escenario hoy, iban demasiado disfrazadas.


—Debías de ser el único hombre que pensaba eso —contestó ella.


—Bueno —Pedro se encogió de hombros—. Puede que sea anticuado, pero cuando estoy con una mujer, no me gusta que todo el mundo la mire. Hay cosas que hay que guardar para los momentos íntimos, cuando las dos personas están a solas. De otra manera, una relación íntima no sería tan exclusiva, ¿no?


Paula no sabía que decir. ¿Intimidad? ¿Exclusividad? ¿Relaciones? ¿Por qué estaban hablando de esos temas?


—Enseguida vuelvo —prometió ella, y se levantó del sillón.


—No corras. Me quedaré aquí hablando con Lucy.


Ella se rio y se dirigió a su dormitorio. Él le gustaba. Le gustaba mucho. Y estaba allí con ella, en su casa. Esperándola en la habitación contigua. Tal y como lo había imaginado.


Paula se quitó el maquillaje y después, se puso unos vaqueros y un jersey en lugar del vestido. 


Pensó en ponerse las gafas, pero decidió que mejor se dejaba las lentillas. Llevaba poniéndoselas varios días, así que no estaba demasiado incómoda con ellas.


Decidió que hablaría un rato más con Pedro y que después lo convencería para que se fuera. 


Él era muy amable y se iría sin crearle ningún problema.


Cuando Paula regresó al salón, Lucy estaba sentada junto a Pedro, con la cabeza apoyada en su rodilla y los ojos medio cerrados. Él la acariciaba.


—Es una perra estupenda —dijo él.


—Es un pedazo de pan —contestó Paula—. Aunque normalmente no se hace amiga de los extraños con tanta rapidez.


«Hasta los perros lo quieren», pensó ella.


—¿Quieres más café, Pedro? —preguntó y se sentó a su lado. Pronto comenzaría a bostezar para insinuarle que se fuera.


—No, gracias —él se volvió hacia Paula y ella se dio cuenta de que se había desabrochado la corbata y el cuello de la camisa. Se fijó en que su vello oscuro asomaba por la abertura. Sintió que se le secaba la boca y miró a otro lado.


—Me pregunto qué estarán haciendo los otros ganadores en estos momentos —dijo él, y miró el reloj.


—Sí, yo también —dijo ella. Paula se percató de que había tenido suerte de que la comprara Pedro. Parecía que él no tenía ninguna intención de obtener ningún favor especial. Seguro que podía haber terminado con otros hombres que no tenían las mismas intenciones. Recordó la variedad de predadores que había en el cóctel y se estremeció al imaginarse las posibilidades.


—Por cierto… gracias por pujar por mí. Me ha salido bastante bien, creo.


—Ni lo menciones —él sonrió. Después se reclinó en el sofá y colocó las manos detrás de la nuca—. Lo consideraré como el acto de caballerosidad de esta semana —añadió—. Además, la noche aún no ha terminado.


Ella se aclaró la garganta y se sentó un poco más derecha. ¿Se había acercado a ella un poco más… o se lo imaginaba?


—Esta noche te he hecho un favor bastante bueno, Paula. Ahora podías hacerme uno tú a mí.


—¿Yo? ¿Qué estás pensando?


Él se rio.


—En nada indecente, te lo prometo. Quiero que vuelvas a trabajar para mí otra vez. Eso es todo —dijo él—. El alfiler de corbata que hiciste es perfecto.


—Gracias. Me alegro de que te gustara —dijo ella—. Pero no puedo hacer las otras piezas, de verdad, Pedro. Tengo que terminar un gran encargo. Las muestras para una nueva colección. Me han dicho que me centre en ella por completo.


—Sí, eso es lo que me dijo la otra diseñadora… ¿Cómo se llama? ¿Andrea?


—Anita —contestó ella. Así que le habían asignado a Anita para que terminara su encargo. 


Paula se sintió celosa y se asombró por cómo había reaccionado.


—Sí, eso es lo que Anita me dijo. ¿Pero por qué no contestaste a ninguna de mis llamadas?


—Lo siento… he estado muy ocupada esta semana y me enteré de que te habían asignado a otra diseñadora.


Él parecía dolido porque Paula no hubiera contestado a sus llamadas, y ella deseó haberlo hecho, al menos para explicarle la situación.


—Y el jersey. No tenías por qué devolvérmelo. ¿No te gustó?


—Por supuesto que sí. Era precioso. Me encantó —contestó con sinceridad.


—Entonces, ¿por qué me lo devolviste? —preguntó él. Se sentó derecho y se pasó la mano por el pelo. Su cabello parecía suave y espeso, y ella sintió ganas de hacer lo mismo.


Paula miró a otro lado. Le resultaba difícil concentrarse con él tan cerca. Cada uno de sus movimientos, cada una de sus respiraciones, la distraía.


—El regalo era muy extravagante y… completamente innecesario —dijo ella tratando de elegir las palabras con cuidado.


—Los mejores suelen ser así, Paula —contestó él.


Ella se volvió y lo miró a los ojos.


—Lo consideré inapropiado. Teniendo en cuenta nuestra relación.


—¿Quieres decir que no era algo impersonal y propio de una relación de negocios?


—Sí, eso es.


—Bueno, si ya no vas trabajar para mí, entonces ya no tenemos una relación de negocios, Paula. Podías haberte quedado con el regalo.


Pedro puso una sonrisa juguetona y Paula lo miró. Después se puso la mano sobre la frente. La cabeza le daba vueltas.


—No puedo trabajar para ti, Pedro. Ya te he dicho que tengo un encargo especial. Un trabajo que corre mucha prisa.


—Esperaré a que lo termines. Si corre tanta prisa como dices, pronto lo habrás terminado, ¿no?


Al parecer, siempre tenía una respuesta para salirse con la suya.


—Me siento muy halagada. De veras —contestó ella—. Pero los demás diseñadores del departamento también son muy buenos. Estoy segura de que Anita hará exactamente lo que tú quieras.


«Lo que quieras, dentro y fuera de la oficina», pensó Paula.


—Estoy seguro de que es muy buena en su trabajo. Pero no tanto como tú. Y tú no haces exactamente lo que yo quiero, Paula. Tú haces lo que tú quieres… y sale mucho mejor que todo lo que yo había sugerido. Ésa es la diferencia.


—Gracias.


Se sintió atrapada por sus argumentos… y por la atracción que sentía hacia él. No le gustaba la idea de no volverlo a ver. Si no volvía a trabajar para él, no tendría un momento de tranquilidad pensando en él y en Anita.


—Creo que podría hacerte las otras piezas. Solo tengo que convencer a mi jefe de que puedo arreglármelas con los dos encargos a la vez —contestó ella.


—Magnífico. Esperaba convencerte.


—Bueno, te debía un favor, por lo de esta noche.


—Así es. Ya estamos en paz, ¿vale?


Ella asintió. Él seguía mirándola a los ojos y sintió cómo se le aceleraba el corazón. Estaban tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo e inhalar el aroma de su piel.




PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 12





—Bueno, ¿hacia dónde vamos? —preguntó Pedro.


—¿Perdón? —dijo ella.


—¿Cómo vamos a tu casa desde aquí? ¿Vives en la ciudad? —preguntó él.


—Hmm… sí. Sí, no está muy lejos de aquí —contestó ella. Se alegró al ver que Pedro no tenía intención de llevarla a casa de él—. Vivo en Amber Court, cerca de Ingalls Park. ¿Sabes ir hasta allí?


—Ése es un vecindario estupendo. Me encanta —dijo él—. Sobre todo el parque. Voy a pasear o a correr por el camino que rodea al lago.


—Yo también —dijo Paula—. Suelo ir con Lucy. No va al mismo ritmo que yo, pero le encanta.


—¿Lucy? ¿Es una amiga tuya?


Paula iba a explicarle que Lucy era su perra, pero después pensó que si no lo hacía tendría un poco de ventaja sobre él.


—Uh… sí. Una amiga. Una muy buena amiga —contestó—. Vivimos juntas.


—Ah, así que tienes una compañera de apartamento.


¿Era su imaginación, o Pedro estaba decepcionado porque ella no vivía sola? 


Paula contuvo una sonrisa.


—Sí, compartimos el apartamento —en realidad, no mentía—. Es una amiga de verdad. Estoy segura de que me está esperando despierta.


—Es importante tener buenos amigos. Es bueno compartir las experiencias con alguien al final del día, ¿no crees? —preguntó él.


—Sí, por supuesto. Es muy bueno —contestó ella. No estaba pensando en Lucy, sino en él.


Imaginaba llegar a casa y compartir sus experiencias con él. «Qué tontería», pensó. Miró por la ventana y después lo miró a él.


Como el coche era muy pequeño, sus rostros quedaban muy cerca. Él era tan atractivo. Tan fuerte y masculino. Cuando estaba junto a él, Paula sucumbía ante su atractivo y energía, como si una gran corriente la arrastrara hasta el fondo del mar. Él no tenía que hacer nada especial. Ni decir nada. Era… él. Eso era lo que la asustaba.


Cuando llegaron al cruce de Amber Court, ella dijo:
—Es en este cruce. Tuerce a la derecha. Mi casa está en la mitad de la calle, en el número veinte.


Él aparcó el coche y la ayudó a salir. Paula sacó las llaves y abrió la puerta del portal.


—Bueno, supongo que tendrás que irte, así que buenas noches —dijo ella, y se volvió a mirarlo. 


Él estaba muy cerca. Lo bastante cerca como para inclinarse y darle un beso… si quisiera.


Paula dio un paso atrás y lo miró. Después se dio cuenta de que llevaba la botella de champán.


—Oh, toma. Se me olvidaba —le dijo, y se la dio—. Es parte de tu premio.


—Gracias —él tomó la botella, sin dejar de mirar a Paula—. Y no, no tengo que irme. Me gustaría continuar con nuestra cita. Pero no me gusta el champán… ¿la quieres tú?


—A mí tampoco me gusta demasiado. Me da dolor de cabeza.


Él se rio.


—A mí también —sus miradas se cruzaron y ella sintió que le flojeaban las piernas.


—¿Y un café? —le preguntó ella.


—¿El café? Eso nunca me da dolor de cabeza —contestó él.


—No… ¿te apetece tomar uno?


Él se quedó sorprendido. Después, encantado.


—Me encantaría… si no es mucho problema.


—Ningún problema —le aseguró ella, y se encaminó hacia el ascensor.


—¿A tu compañera no le importará? —preguntó Pedro, y miró el reloj—. Es un poco tarde.


—A Lucy no le importará. Le encanta conocer gente nueva.


—Entonces, encantado —contestó él. Subieron en el ascensor hasta la tercera planta. Era casi medianoche, la hora mágica de los cuentos de hadas.


Paula abrió la puerta y oyó que Lucy se acercaba corriendo.


—Hola, cariño —dijo Paula, y se agachó para acariciarla—. ¿Te has vuelto a meter en mi cama, dormilona?


Lucy se interesó por Pedro. Le olisqueó las manos y las piernas y después le dio un lametón para saludarlo.


—Hola, perrita bonita —dijo Pedro, y miró a Paula—. ¿Cómo se llama?


Paula se puso en pie y se estiró el vestido.


—Lucy —dijo sin más. Se mordió el labio inferior y esperó a ver cómo reaccionaba él. Al principio parecía asombrado, después, frunció el ceño, y finalmente, se rio.


—Hola, Lucy —dijo él—. Encantado de conocerte, pequeña.


Paula se rio y se marchó a la cocina para llenar la cafetera. Él tenía buen sentido del humor, y eso le gustaba.
  

—Tienes una casa muy bonita —dijo Pedro, desde la puerta de la cocina—. Me gusta cómo la tienes decorada.