Tan pronto como salieron de la sala de reuniones, Paula se desasió, encarándose con él.
—¿Cómo te atreves a venir hasta aquí, interrumpir la reunión y hacerle creer a mi jefe que hay algo entre nosotros?
—¿Es que no lo hay?
—¡No! ¿O es que acaso crees que todo se ha solucionado con ese discursito que has soltado ahí dentro? Me mentiste, Pedro.
—Lo sé.
—¿Cómo? —le pilló por sorpresa que le diera la razón tan rápido.
—He dicho que sé que te mentí. Y también a los lectores. Pero, sobre todo, me mentí a mí mismo.
Ella se cruzó de brazos, mirándole de hito en hito.
—Menudo cambio.
—Sí, quiero ser una persona diferente, una que no mida el éxito en dólares y centavos. Me mentí a mí mismo al pensar que así eran las cosas.
—¿Y cómo has llegado a semejante conclusión?
—Fue al darme cuenta de que era más importante la ayuda que podía prestar a los padres solos que el dinero que pudiera ganar con los artículos. O en otras palabras, cuando me di cuenta de que me importaba menos la columna y el dinero que lo que tú pensaras de mí,
—Ya te dije lo que pensaba, que eras un cínico y un mentiroso.
—Eso fue ayer. He cambiado.
—Tienes razón: hoy te has portado como un idiota. ¿Cómo te has atrevido a presentarte aquí y…?
—¿Declararte mi amor?
—¿Cómo?
—Creo que ya me oíste…
—Cla… claro que sí, pe… pero…
—Sí, entiendo que te cueste asumirlo todo de golpe… a mí también me cuesta, no creas.
—¡Deja de acabar las frases por mí! No me cuesta asumirlo, lo que pasa es que estoy furibunda.
—Ya verás como se te pasa tarde o temprano. Lo superarás. No sé quién escribió que solo nos enfadamos con la gente que nos importa.
—No confío en los escritores… Son unos mentirosos.
—Nunca se miente en lo realmente importante. Admítelo: estás loca por mí.
—¡Te odio!
—También lo superarás —replicó Pedro alegremente, pero algo en la severa expresión de la joven le decidió a cambiar de estrategia—. Dime lo que tengo que hacer para que me perdones.
Paula no contestó, sobrecogida por el dolor que volvió a sentir en el pecho. Pedro había hecho todo lo que ella había deseado que hiciera: había admitido su responsabilidad, e, incluso, había renunciado a su columna. ¿Qué más podía pedirle? ¿Qué sufriera un poco más acaso?
Sí, deseaba castigarlo por haberle causado tanto dolor, pensó, apretando el puño. Le daban ganas de propinarle otro puñetazo, uno realmente fuerte… pero eso ya lo había hecho antes, justo antes de marcharse de Richmond.
Suspiró y levantó la cabeza para verlo mejor.
Pedro se había llevado el pulgar a la boca y se mordisqueaba la uña. Sintió que se le derretía el corazón: lo quería, lo quería precisamente por todas sus debilidades.
—Siento mucho que hayas perdido el trabajo —dijo Pedro.
—No te preocupes —dijo con voz tranquila, aunque mil mariposas revoloteaban en su estómago, subían hasta la garganta, se atropellaban en su boca—. Soy una editora excelente, la mejor. En cualquier revista se matarán por contratarme… aunque no estoy segura de querer seguir en el mismo camino. Creo que me gustaría crear mi propia publicación, esa sería la mejor manera de dar a conocer el mensaje en el que creo.
—Esa sí que sería una decisión importante. Necesitarás buenos colaboradores…
—Supongo.
—Cuenta conmigo: trabajaré sólo a cambio de la comida.
—Menos mal, porque sería lo único que podría pagarte.
—Y me esforzaré el doble con tal de que me perdones —continuó Pedro. Cuando esbozó aquella sonrisa suya tan cautivadora, Paula se dio cuenta de que no podría resistirse—. Por favor, Paula perdóname. Ana ya lo ha hecho. Los niños están destrozados… te echan terriblemente de menos.
Los niños. También se había olvidado de ellos con aquel trajín. El corazón le dio un vuelco: nunca se hubiera imaginado que acabaría estando tan enganchada a ellos en tan poco tiempo. Y se había ido de la casa sin despedirse de ellos siquiera. Tendría que escribirles, y explicarles…
—Los niños quieren que estemos juntos. ¿Quieres ser la culpable de que se rompan sus tiernos corazones? —preguntó Pedro persuasivo.
—Eres una rata —le acusó Paula simulando estar enfadada.
—Nada de eso, en cualquier caso una rana… una rana esperando un milagro…
—Lo que has hecho no tiene nombre.
—Puedo reformarme. Mira, yo, que estaba encantado con mi vida de soltero, lo único en lo que puedo pensar ahora es en estar contigo para siempre.
Se acercó un poco más. Paula no se movió un milímetro, pero no por desafiarle sino porque le temblaban las piernas. No se atrevía a hacer el menor movimiento, aunque lo que más deseaba en el mundo era arrojarse entre sus brazos.
Por suerte, Pedro la ayudó a decidirse. La asió por la cintura, obligándola a acercarse. Casi notaba los latidos de su corazón, al mismo ritmo que los suyos.
—Soy un hombre a punto de dar a su vida un giro de ciento ochenta grados. Más aún, soy lo que toda mujer desea.
—¿Y quién dice semejante cosa?
—Belen: es toda una experta en la materia. Soy sensible, vulnerable y tengo un montón de fallos que necesitan ser corregidos, así que, ¿qué me dices? ¿Crees que podrás besar a esta rana, Paula?
—Puedes llamarme Paula Esther —dijo, y se puso de puntillas para besarlo.
Pedro sabía que la recepcionista estaba detrás de él, de puntillas, esforzándose por enterarse de lo que pasaba. Ese cancerbero de edad mediana le había seguido desde que entrara en las oficinas. No temía que pudiera detenerlo, aquello era imposible, pero le fastidiaba tenerla pisándole los talones.
—Pienso quedarme —le advirtió con amabilidad—. He venido a hablar con la señorita Chaves.
—No tengo nada que decirle a este hombre —replicó la aludida cruzándose de brazos.
—¿Quiere que llame a seguridad? —preguntó la secretaria.
—Sí —replicó sin vacilar.
—No —la contradijo «el Segador» meneando la cabeza—. Tal vez nuestro experto en temas familiares pueda explicarnos qué es lo que pasa, sobre todo teniendo en cuenta que nuestra editora no parece capaz de hacerlo.
Pedro se metió en la habitación entre las curiosas miradas de los asistentes a la reunión.
Nunca antes había estado tan nervioso. Durante el camino a Chicago no se le había ocurrido preparar un discurso, y ni se le había pasado por la imaginación que iba a tener audiencia. ¿Qué podía hacer?
Más valiera que pensara rápido: el show estaba a punto de comenzar.
—Creo que la señorita Chaves estaba a punto de decirles algo, algo que me concierne directamente, así que quizá sea mejor que sea yo quien se lo diga —Paula lo miraba desde su asiento con expresión de curiosidad, pero a Pedro le pareció advertir algo más en sus ojos, algo que se parecía a la esperanza.
—Pero antes de empezar, quiero decirles algo sobre esta mujer —la joven pareció confundida ante esta alusión tan directa—. Ustedes trabajan con ella, seguro que piensan que la conocen… Pero yo lo dudo. P.E. Chaves es una profesional extraordinaria, profundamente inteligente y comprensiva.
Pedro se detuvo para tomar aire. El corazón le latía a una velocidad disparatada.
—Creo que estaba a punto de decirles que ha decidido presentar su dimisión porque ha descubierto que yo soy un fraude —confesó al fin.
La sala se llenó de murmullos, los hombres se removieron inquietos en sus sillas. «El Segador» se arrellanó en su sillón, frunciendo el ceño, lo mismo que Paula Aunque por razones bien diferentes.
—He de decirles que se equivoca —dijo Pedro. Paula saltó como impulsada por un resorte, con la decepción más profunda pintada en el rostro. Más le valía seguir cuanto antes si no quería que metiera la pata—. Paula Chaves es la mejor cosa que le ha pasado o le pasará a esta revista. No solo tiene agallas sino que también es creativa: fue capaz de fijarse en mi primer artículo, y de convertirlo en algo mucho más grande de lo que cualquiera de nosotros hubiera podido imaginar. No sé nada acerca de las cifras de ventas, ni lo que opinarán sus ejecutivos de publicidad, pero sé muy bien lo que es el éxito, y reconozco una buena idea en cuanto la veo.
Se acercó un poco más, abrió el cartapacio que llevaba y vació su contenido: un montón de cartas inundó la superficie de la mesa.
—Esto es el éxito —dijo. Abrió un segundo cartapacio y repitió el proceso. Las cartas se amontonaron en el suelo.
—¡Pero qué…! Llamen a seguridad —dijo «el Segador».Uno de los hombres se levantó de inmediato para obedecer.
—¡Espere! —Pedro lo detuvo con un gesto—. Por favor… —«el Segador» asintió con la cabeza. Pedro espero a que el hombre volviera a sentarse en su sitio—. Estas son las cartas de los lectores, cartas de padres que tienen que bregar solos con sus hijos en todo el país. Si no le parecen suficientes, tengo cajas enteras en mi casa.
—Y ahora que ya ha redecorado usted mi despacho, ¿quiere hacernos el favor de decir qué pretende? —preguntó «el Segador».
—No tiene en su equipo a ningún editor que sea la mitad de bueno de lo que lo es Paula Chaves. Sería usted un idiota si aceptara su dimisión. Manténgala a su lado. Y quédese con las cartas. Pueden ayudarle a dar un nuevo enfoque a la columna: los padres escriben para contar sus experiencias… Y necesitará un nuevo enfoque, ya que yo he venido también a decirle que lo dejo. No voy a volver a escribir más la serie «Viviendo y Aprendiendo» por… Razones personales.
No le hizo falta verla para darse cuenta de que Paula estaba profundamente decepcionada.
—Efectivamente —continuó— son razones muy personales: verá, no estoy cualificado para escribir la columna. No soy viudo, ni siquiera soy padre. Y se lo digo ahora porque es ahora cuando, gracias a P.E. Chaves, he aprendido lo que es la sinceridad y la integridad —se detuvo un instante. El corazón le latía a tal velocidad que temía que fuera a salírsele del pecho.
Paula lo miraba con ojos húmedos. No quedaba ni rastro de rabia o dolor en su rostro. Al mirarla, Pedro sintió que le inundaba una gran calma. Todavía no había dicho lo más importante, pero ahora le iba a resultar muy fácil.
—Y quiero decir que la amo. Solo espero que ella me corresponda.
Paula parpadeó. Abrió la boca, pero fue incapaz de articular palabra. Su expresión, sin embargo, se hizo más dura.
Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal: aquella no era en absoluto la reacción que él esperaba. ¿En qué se había equivocado?
«El Segador» les lanzó una aviesa mirada.
—Este es un tema que no debe ser discutido en esta reunión —declaró tajante—. Os ruego que salgáis fuera.
—Espera un minuto —protestó Paula cuando Pedro le asió por un hombro.
—Fuera—repitió «el Segador».
Paula lanzó una mirada a Pedro, se levantó por fin y tras alisarse la falda lo siguió hasta la puerta. El joven podía sentir la rabia que le salía por todos los poros de la piel.
—Por cierto —añadió «el Segador» cuando estaban a punto de traspasar el umbral—. Estáis despedidos. Los dos.
—Yo también tengo una noticia que darle, asno estúpido: no te la mereces —dijo Pedro antes de cerrar la puerta.
Encerrada en el cubículo de su despacho, Paula estaba sentada detrás de la mesa, hablando por teléfono con Flasher. Se sentía un poco culpable por haberle dejado abandonado en Virginia, y le alegraba enterarse de que ya estaba de vuelta.
Ojalá lo tuviera delante, ojalá no estuviera en el otro extremo de la ciudad, descansando en su apartamento después de haberse pasado la noche conduciendo. Por lo menos, uno de los dos iba a dormir bien, ya que ella no había conseguido conciliar el sueño en toda la noche.
Y se le notaba: tenía ojeras, le dolían la cabeza y los músculos. También tenía revuelto el estómago, así que había vuelto a echar mano de las tabletas antiacidez.
Pero todo eso no le afectaba lo más mínimo en comparación con el agudo dolor en su corazón.
Sufría bajo los efectos de una explosiva mezcla de pena y amargura, a la que se añadía una buena dosis de vergüenza y humillación.
Se metió un puñado de pastillas, y tapó el auricular para disimular.
—Te oigo masticar. ¿Te estás mordiendo las uñas? —preguntó Flasher.
—No, ya no me queda ninguna. He empezado una dieta a base de tabletas antiacidez.
—Mmmm… No duermes, te has devorado las uñas y el estómago te arde por los cuatro costados… No quiero ni imaginarme la pinta que tienes.
—Imagínate lo peor. Y encima no te tengo aquí para ayudarme con el maquillaje.
—Debes tener unas ojeras de muerte.
—Horribles.
—Y seguro que tienes ese tono ceniciento en la piel…
—Efectivamente, y los ojos rojos —añadió Paula
—Olvídate del maquillaje entonces. Lo mejor que puedes hacer es volver a casa antes de que alguien te vea.
—No puedo. Tengo una reunión importante dentro de quince minutos.
—Si la memoria no me falla, todos tus problemas comenzaron precisamente en una de esas importantes reuniones.
—Y acabarán en esta, te lo aseguro —dijo, aunque la voz no le salió tan firme como hubiera querido—. Pienso dar un informe completo y después presentar mi dimisión.
—¡Guau! Oye, oye, rebobina, por favor: para empezar, una reunión de alto nivel no es el lugar más adecuado para hacer confesiones… sean profesionales o de cualquier otro tipo. Y en segundo lugar, no tiene ningún sentido que presentes la dimisión. Sigues siendo la mejor editora que ha tenido nunca la revista. Y en tercer lugar…
—En tercer lugar, la he pifiado. He consentido que nuestros lectores vivan en un fraude.
—¡Lo superarán, no te preocupes! Habrá unos pocos que dejen de comprar la revista, pero el resto se olvidará enseguida de lo ocurrido. ¿Y sabes por qué? Aunque la mayoría empezaron a comprar la revista cuando apareció la columna, seguirán haciéndolo por otros reportajes.
—Razón de más para dimitir.
—Paula. Paula, Paula…. esto no tiene nada que ver con los lectores, ¿verdad? Lo haces por lo que ha pasado con Pedro.
—Bajé la guardia, Flasher, y eso es algo que no puedo soportar. Si no hubiera estado tan quedada, le hubiera hecho más preguntas, habría estado más alerta y…
—La única diferencia es que te habrías enterado antes de la verdad. Y entonces, ¿qué habrías hecho?
«Para empezar, no me hubiera acostado con él. No me hubiera enamorado». El dolor que sentía era casi insoportable. Las lágrimas se apelotonaron detrás de sus párpados; no, no quería llorar más. Ya había tenido suficiente dosis de llanto, y no podría soportar que los ojos se le pusieran peor.
—¿Sabes que intentó sobornarme?
—Sí, me lo contó.
—¿Te lo contó? ¿Cuándo?
—En el camino hasta aquí. Tuvimos mucho tiempo, así que hablamos de un montón de cosas.
—¿Pedro está en Chicago?
El corazón se le puso a mil por hora: Pedro no estaba en el otro extremo del país, sino muy cerca. A pesar de todo lo ocurrido, no pudo evitar una oleada de excitación.
Sin embargo, logró controlarse casi de inmediato. Probablemente lo único que querría sería salvar su trabajo, convencerla para que apoyara su historia. Pues no pensaba ni recibirlo.
—¿Y tú te consideras mi mejor amigo? ¿Cómo has podido venir con él? No me digas que también le has dado alojamiento en tu casa…
—No —replicó Flasher—. Me dejó en la puerta y se marchó. Dijo algo acerca de acampar delante de tu apartamento.
—¿Le diste mi dirección? —¿es que nadie estaba libre del virus de la traición?—. Si cuando regrese a casa me lo encuentro allí, te juro que… Lo… Lo mato.
—Es un tipo que merece mucho la pena, pero, claro, a lo mejor no llega al nivel exigido por la sublime Paula, la pura y perfecta Paula.
—Eso es una crueldad… Yo nunca he dicho que fuera perfecta, solo que…
—Solo que no vas a perdonar a Pedro por no serlo.
—Es un mentiroso.
—Y tú también lo eres, mi querida Paula Esther. Cada vez que entras en la oficina y te conviertes en Doña Paula Esther Chaves, estás mintiendo.
—Eso es diferente, lo hago simplemente para protegerme, para trabajar mejor.
—Lo mismo se puede decir de Pedro: presentó a la revista una idea única, y decidió «protegerse» para salvaguardar su puesto. ¿Cómo podía imaginarse que ibas a llamar un día a su puerta?
—¿Acaso me estás echando la culpa de lo ocurrido?
—No se trata de buscar culpables… Ya hay demasiados conflictos como para que yo quiera añadir uno más. Además, ¿no sabías que con su trabajo ayuda económicamente a su hermana y los niños?
—A lo mejor esa no es más que otra de sus mentiras.
—Pues será una mentira de Ana entonces… —Te quedaste a solas con ellos apenas un par de horas. ¿Cómo es que has conseguido enterarte de tantas cosas?
—Es fácil, sobre todo cuando se prescinde de los puñetazos en el estómago del tío favorito…
Así que también le habían contado aquello.
Debería sentirse avergonzada… A decir verdad, se sentía como un gusano.
—¿Y qué más te dijo Pedro? —preguntó.
—Que te quiere —respondió Pedro—. Y que hay unas cuantas cosas que le gustaría discutir contigo.
—No quiero escucharle.
—¿Aunque acampe delante de tu puerta? Creo que te costará evitarlo.
—Me iré a un hotel, compraré ropa nueva. No volveré nunca más a mi apartamento.
No, ese plan no funcionaría nunca. Pero no quería volver a ver a Pedro nunca más. No podría soportar el dolor. Él tenía razón en muchas de las cosas que le había dicho, y ahora todo eso se había echado a perder.
Puede que lograra evitar volver a verlo, pero nunca podría superar el hecho de que nunca en su vida volvería a encontrarse con alguien tan especial.
—¿Por qué has tenido que traerlo hasta aquí? —le preguntó con la voz rota por la pena.
—Porque tú vives aquí. De acuerdo: el hombre hizo algo realmente estúpido, casi ilegal si quieres. «El Segador» empezará a afilar la guadaña en cuanto se entere.
—¿Tú crees que la revista le llevará a juicio? —preguntó Paula alarmada.
—Yo creo que se esforzarán por tapar todo el asunto, para evitar la publicidad negativa y todo eso.
Paula suspiró aliviada. Flasher tenía razón. Por lo menos, Pedro y su familia quedarían a salvo de aquella humillación. No quería que pasaran por eso. Y entonces… ¿qué era lo que quería?
Recordaba los besos de Pedro, la forma tan perfecta en la que se habían unido sus cuerpos… Salió de su ensoñación solo al oír que Flasher le estaba diciendo algo.
—… Pero eso no borra de un plumazo sus buenas cualidades: cometió un error, es cierto, pero no caigas tú en otro cerrándole las puertas. Por lo menos escúchale, no le mandes al patíbulo solo porque no sea perfecto.
—Yo no quiero a alguien perfecto.
—¿Desde cuándo?
—Desde que me abrió los ojos una chica de trece años.
Tal vez la semana anterior solo habría aceptado a alguien así, pero eso había sido antes de su charla con Belen. La niña tenía razón. La gente demasiado perfecta hacía que los demás parecieran subnormales.
—Dime por qué debería hacerte caso —le pidió a su amigo.
—Porque en este caso, soy yo el que tengo razón.
Porque solo le movía la mejor de las intenciones, y porque, además era una de las pocas personas que la conocía bien. A decir verdad, solo había otro hombre que la entendiera mejor, y ese era Pedro. Estaba claro que no había sido su intención herirla deliberadamente, que se había metido en aquella farsa antes de conocerla.
Había intentado decirle la verdad en cuanto pudo, justo cuando su relación se había convertido en algo realmente serio… pero ella no había querido escucharle.
Paula suspiró hondamente. Podía entender que lo había hecho por pura ambición, y eso podía perdonárselo.
Lo que no podía disculpar era la forma en que había intentado engatusarla para que apoyara sus mentiras. Eso nunca.
Si hubiera tenido las agallas de confesar su error, de asumir su responsabilidad… por lo menos eso habría demostrado qué clase de hombre era. Ella no podía amar a un hombre que se conformara con menos que eso…
—Está bien: cuando esta noche regrese a casa, te prometo que no daré una patada al animal que me encuentre agazapado en el felpudo —dijo. «Pero tampoco le dejaré entrar». Le llevaría a la cafetería de la esquina, allí podrían charlar, en territorio neutral. Se despedirían y ahí acabaría todo.
Paula colgó el teléfono y sacó un espejito del bolsillo para mirarse. Tenía un aspecto horrible: los ojos rojos, el cabello sin brillo, la tez de un color gris mate…
Y encima se suponía que tenía que presentar su mejor aspecto en aquella maldita reunión. Por desgracia, ni siquiera el mejor maquillaje del mundo podría ayudarla a conseguirlo.
Por otra parte, su aspecto exterior le preocupaba menos que su capacidad psicológica para enfrentarse a aquel momento crucial.
Necesitaba imperiosamente presentarse en la reunión con total seguridad en sí misma, fría profesionalidad, que todo en su expresión denotara la gran pérdida que la revista iba a sufrir con su marcha. Sin embargo, estaba hundida, completamente desmoralizada. Incapaz de reunir el aplomo que le había hecho merecer el apodo de Dama de Hierro, intuía que, entre otras sorpresas, aquel día sus compañeros iban a conocer por fin a Paula Esther, la pusilánime.
Tras hacer unos pequeños ejercicios de relajación, salió por fin del despacho, intentando andar con calma y confianza. Cuando llegó a la sala de reuniones, no vaciló: asió el tirador y entró sin dudar.
Tres rostros se volvieron para mirarla.
«Y yo que pensaba que tenía mal aspecto», murmuró para sus adentros, observando las caras desencajadas de sus compañeros.
—¿Dónde está Smith? —preguntó al ver su silla vacía.
Jones hizo un gesto como si le hubieran rebanado el pescuezo.
—Es reconfortante ver que no ha cambiado nada —comentó, sentándose en su sitio. A pesar de su aparente dureza, le temblaban las piernas.
Por desgracia, ni tiempo tuvo para recomponerse un poco: se abrió la puerta casi inmediatamente y entró «El Segador», con su pavorosa expresión de reptil. Se sentó presidiendo la mesa, dirigió una mirada a los tres hombres y enseguida centró en ella toda su atención.
—Creía que estabas en Richmond escribiendo ese reportaje sobre el papá perfecto.
—Ya he terminado. No había razón para quedarme ni un día más.
—Me alegra oír que has terminado un reportaje de una semana en cuatro días —replicó su jefe.
—No, no quiero que me entiendas mal: con lo que he terminado es con mi compromiso con esta revista —declaró Paula con voz firme y serena—. Sospechabas que uno de nuestros autores era un fraude, pensabas que se limitaba a firmar unos artículos que, en realidad, escribía una mujer, alguna estúpida ama de casa, creo que dijiste. Estabas equivocado… Y tenías razón.
—No te pagamos para que vengas aquí con acertijos. Espero que hayas hecho un buen trabajo —«El Segador» estaba enfadándose por momentos.
—No he escrito el artículo: fui a Virginia esperando encontrarme con un hombre dedicado a educar a sus tres hijos. Y eso fue lo que encontré. Si hubiera investigado un poco más, habría descubierto muchas más cosas. Por desgracia, el señor Pedro Alfonso, el hombre al que nuestros lectores conocen como Pedro Garcia…
Se abrió la puerta de la sala con estrépito. Todos se volvieron sobresaltados.
—Acaba de llegar y espero que a tiempo —dijo Pedro, plantado en el umbral. Dirigió una mirada a todos y cada uno de los presentes y, al llegar a ella, se detuvo.
Paula. se quedó como paralizada. Abrió la boca para tomar aire, pero lo único que consiguió fue atragantarse. Por suerte, uno de sus compañeros le dio unas palmaditas en la espalda que le hicieron volver en sí.
—¿No te alegras de verme, cariño? —preguntó Pedro.
¿Cómo se atrevía a presentarse de aquel modo, interrumpiendo la reunión, cuando se suponía que la estaba esperando en su apartamento?
Sin embargo, había algo en él que le hacía parecer diferente al hombre que ella conocía.
El traje. Se había puesto un traje. Paula, nunca lo había visto de aquella guisa, pero enseguida decidió que los vaqueros y las camisetas le quedaban mejor. Cuando se fijó en su cara, se dio cuenta de que tenía unas ojeras aún peores que las suyas.
Debía estar agotado después de haberse pasado la noche en la carretera. No era de extrañar que tuviera un aspecto tan mustio, pálido y desencajado.
Se le derritió el corazón al verlo. Casi sin querer, le dedicó una cálida sonrisa.
Él se quedó en el umbral, como si pasar dentro de la sala fuera más de lo que podía soportar.
Sin embargo, consiguió devolverle la sonrisa. Y era idéntica a todas las que le había dedicado aquellos días, y el efecto que tuvo sobre ella fue exactamente el mismo.