viernes, 18 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 52




Pedro se despertó abrazado a Paula, sintiendo su cuerpo desnudo contra el suyo. Apartó lentamente el brazo y se levantó, teniendo mucho cuidado de no despertarla. Habían hecho el amor durante dos noches consecutivas. Y la segunda noche había sido tan excitante como la primera.


Pedro no esperaba que las cosas sucedieran de aquel modo. Jamás se habría creído capaz de deslizarse tan fácilmente hasta aquella intimidad. Pero en realidad, así habían sido las cosas con Natalia. Él estaba metido hasta el cuello en un caso de asesinato, tan concentrado en él que ni siquiera se había dado cuenta de que se estaba acercando a una relación.


Y allí estaba otra vez, intentando resolver un caso que apenas le dejaba tiempo para respirar y durmiendo con una periodista. En su cama. Entre sus brazos.


Pedro salió de la casa para ir a revisar la cerradura de la puerta del sótano. No sabía cómo se había roto la ventana, pero sí que la habían roto recientemente. En caso contrario, el sótano habría estado lleno de hojas y desechos.


Además, Pedro sabía que había un coche patrulla vigilando de cerca la casa y en ningún momento había comentado que hubiera una ventana rota.


Eso significaba que era muy posible que el hombre que estaba acosando a Paula estuviera haciendo un esfuerzo por ir más allá de las notas y llamadas. Y si hubiera podido romper completamente la ventana, podría haber sido él y no un gato, el que hubiera estado esperándola en el sótano cuando Paula se había decidido a abrir la puerta.


Aquella imagen puso en tensión todos los nervios de Pedro. El estómago le ardió como si hubiera bebido puro ácido. Las respuestas tenían que estar en alguna parte. Y él sólo tenía que encontrarlas. En aquel momento, sus mayores posibilidades de éxito estaban en manos de Josephine. Y hasta entonces, tendría que mantener a Paula a salvo.


Y tenía que intentar concentrarse. Eran los detalles insignificantes los que normalmente ayudaban a resolver un caso como aquél.


Repasó mentalmente el correo electrónico que Paula había recibido aquella noche. Ese hombre estaba obsesionado con Paula. Odiaba que Pedro se quedara a dormir con ella y había mencionado su nombre. ¿Podría tratarse de alguien a quien Pedro conocía? ¿Alguien a quien hubiera arrestado en el pasado? ¿Alguien como RJ.?


Probablemente no, pero Pedro nunca descartaba ninguna posibilidad. Bebió un vaso de agua, buscó en el refrigerador y sacó un pedazo de queso. Los cuchillos estaban sobre el mostrador, en un soporte de madera. Alargó la mano hacia él, pero se detuvo al oír pasos en el pasillo.


Pero al reconocer la suavidad de las pisadas, el corazón volvió a latirle en el pecho.


—Creía que estabas dormida —dijo cuando Paula apareció en la puerta.


—Lo estaba, pero me he despertado y te he echado de menos.


Toda la concentración de Pedro desapareció.


Paula se había puesto la misma bata de seda amarilla de la noche anterior, pero en aquella ocasión la llevaba semiabierta, permitiendo vislumbrar sugerentes fragmentos de su cuerpo. 


La suavidad de sus senos. La tersura de su piel fundiéndose con un triángulo de vello oscuro y rizado. El queso se le cayó de las manos.


—Si tienes hambre, puedo prepararte algo.


Pedro no era capaz de apartar la mirada de ella. 


Apenas podía hablar, y cuando lo hizo, su voz sonó grave y enronquecida por el deseo.


—Tengo hambre, pero lo que quiero ya está preparado.


—Entonces ven a la cama, Pedro.


Pero la sangre de Pedro estaba corriendo ya a una velocidad vertiginosa por sus venas. Todo su cuerpo temblaba con un hambre que ni siquiera le parecía suya. La estrechó entre sus brazos y devoró sus labios mientras deslizaba la bata por sus hombros.


Hicieron el amor de pie. Paula con la espalda apoyada contra la pared y Pedro hundiéndose en ella. Fue un acto ardiente, febril, húmedo y primario. Tan salvaje, que por un instante Pedro pensó que el corazón iba a salírsele del pecho.


Terminó tan rápido como había empezado. 


Aferrándose el uno al otro con la respiración convertida en una sucesión de jadeos.


Paula enterró el rostro en el pecho de Pedro.


—¡Vaya! No sabía que podías llegar a ser tan apasionado, detective.


—Yo tampoco, señorita periodista. Yo tampoco.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 51




Pedro estaba otra vez con ella. La estaba tocando con sus repugnantes manos de policía. 


Pero Paula y él tenían un vínculo, que Pedro jamás podría tener con ella. Y cuando Paula supiera quién era él, también lo comprendería. Habría una muerte más. Y después, Paula sería suya para siempre.


Fijó la mirada en aquella vieja casona mientras la última luz se apagaba, y odió a Pedro Alfonso con toda su alma.

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 50




Pedro redujo la velocidad al pasar por delante de la casa de Paula. Era tarde, pero las luces continuaban encendidas. Se preguntó qué diría si llamaba a su puerta a esa hora de la noche. Y lo más importante, qué le diría él.


En realidad, sólo quería estar con ella. Y si Paula no quería verlo, siempre podía echarlo. 


De modo que aparcó y corrió hacia la casa.


Llamó al timbre de la puerta y esperó. Volvió a llamar. Continuaba sin recibir respuesta, pero estaban encendidas las luces de toda la casa. 


Paula tenía que estar allí.


Llamó directamente a la puerta.


—¡Paula!


Su instinto de policía activó inmediatamente la adrenalina. Tenía las llaves de la casa de Paula en alguna parte. Buscó en los bolsillos hasta encontrarlas, y mientras abría la puerta, volvió a llamarla.


El salón estaba vacío, pero la puerta del sótano estaba abierta. Corrió hacia ella y se detuvo bruscamente. Paula estaba sentada en los escalones, con un vestido blanco a su alrededor y la cabeza apoyada en la barandilla.


Pedro corrió hacia ella y la levantó en brazos.


—¿Pedro? —preguntó Paula, con los ojos abiertos como platos.


—Soy yo, estoy aquí, cariño.


—¿Cómo has llegado hasta aquí?


—He decidido parar al pasar por delante de tu casa. Y tenía la llave —no había sangre y estaba hablando, aun así, parecía confundida, como si acabara de salir de un extraño trance—. ¿Qué te ha pasado, Paula? ¿Te has caído?


—Creo que me he resbalado, pero no me acuerdo.


—¿Y qué hacías a oscuras en las escaleras del sótano?


—He oído un ruido. Parecía un bebé llorando, como el que aparece en mis pesadillas. Pero sabía que no podía ser real.


—Así que has decidido venir a comprobarlo.


—La bombilla estaba fundida.


—¿Alguna vez te has quedado en blanco de esta forma?


—No, pero creo que lo que me ha pasado es por culpa de toda esta locura. De pronto, he empezado a tener pensamientos extraños, como si estuviera recordando algo ocurrido hace mucho tiempo. Creo que son recuerdos de cuando estuve en Meyers Bickham.


—Otra secuela de ese estúpido artículo.


—Supongo que sí. Comentaban el lugar en el que estuve, y un compañero de trabajo me lo ha mencionado hoy.


Pedro comenzó a subir los escalones. Pero de pronto, sintió que Paula se tensaba al oír algo. 


Algo que también había oído él, aunque nunca hubiera estado en Meyers Bickham. Dejó a Paula en la escalera y sacó la pistola, pero cuando la sombra salió de la oscuridad, no disparó.


—Un gato —susurró Paula—. He estado a punto de volverme loca de terror por un gato.


Paula acariciaba al gato mientras Pedro investigaba en el sótano. Se había quitado el vestido de novia para ponerse una bata de seda. El gato estaba ronroneando en su regazo, satisfecho.


—Cosita preciosa, ¿cómo has podido meterte en el sótano? No pasa nada, seguramente estabas tan asustado como yo.


—Parece que haces rápidamente amigos —comentó Pedro al volver a la cocina.


—Me llevo muy bien con los animales.


—Y supongo que ese plato de leche que hay en el suelo no tiene nada que ver con eso.


—Me habría llevado bien con él de todas formas. Pero ahora me llevo todavía mejor. ¿Ya has averiguado por dónde ha entrado?


—Sí. Tienes una ventana rota.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—¿La habrá roto el asesino?


—Puede haber sido cualquiera de los niños del barrio. O un vulgar ladrón.


—No te creo, Pedro, y tampoco tú te crees lo que estás diciendo.


—Bueno, si ha sido Billy Smith, pronto podrás dejar de preocuparte. No tardaremos en encarcelarlo. Y mañana mismo te arreglaré el cristal.


—¿Puedo arriesgarme a preguntar cómo va la búsqueda de Billy Smith?


—Hay muchísimos Billy Smith en Georgia.


—¿Y qué pensáis hacer? ¿Investigarlos a todos hasta encontrar algo que indique quién podría ser el asesino?


—La mejor especialista en retratos robot de San Antonio llegará aquí mañana por la mañana.


—Supongo que un buen retrato puede suponer una gran diferencia.


—Sobretodo si ese tipo está fichado. Y estoy prácticamente seguro de que lo está.


—Estupendo. Porque yo estoy convencida de que en cuanto ese retrato esté circulando, podremos arrestar al asesino en menos de una hora.


—Espero que tengas razón. Y te agradecería que estuvieras mañana en el hospital cuando vaya la retratista. Tamara parece estar más relajada cuando te tiene cerca.


—Me ha tomado mucho cariño.


—Es fácil encariñarse de ti.


Pretendía que fuera un cumplido, pero eligió las palabras menos adecuadas.


—Aparentemente demasiado fácil. Esta noche ha vuelto a decírmelo.


Pedro cruzó la cocina y posó las manos en sus hombros. Sabía perfectamente a quién se refería.


—¿Has podido grabarle la voz?


—Esta vez no ha sido una llamada de teléfono. Me ha enviado un correo electrónico. De todas formas es una buena pista, ¿no? Puedes intentar localizar la dirección desde la que lo ha mandado.


—Pero son muy pocas las probabilidades que hay de que esté utilizando su propia cuenta de correo. Habrá utilizado una biblioteca o un café con Internet. Pero ahora veamos ese correo.


Paula suspiró. El gato saltó de su regazo.


Pedro la siguió hasta el estudio y Paula le mostró el mensaje. En cuanto lo leyó, Pedro dio un puñetazo en la mesa.


—¿Crees que es de Billy? —le preguntó Paula.


—Podría no ser Billy, pero es evidente que está obsesionado contigo y es obvio que te vigila. Sabe que ayer pasé la noche aquí. 
Probablemente sepa que estoy aquí en este momento.


Paula posó la mano en el brazo de Pedro.


—¿Crees que la ventana que han roto es suficientemente grande como para que entre un hombre?


—Si es flaco…


—¿Y un hombre de complexión normal?


—Me aseguraré de que mañana mismo vuelvan a colocar esas rejillas.


—¿Y esta noche?


Pedro la tomó por la barbilla y le hizo inclinar la cabeza para mirarla a los ojos. Paula vio preocupación en lo suyos, pero también deseo. 


El mismo deseo que se apoderaba de ella cuando estaba cerca de Pedro.


—Si duermes con un policía —le dijo él—, siempre estarás a salvo.


—¿Estás pensando en algún policía en particular?


Pedro le respondió con un beso. Paula se derritió contra él. Adoraba sentir sus fuertes brazos a su alrededor y poder apoyarse en su sólido pecho.


Siempre estaría a salvo durmiendo con un policía.


A menos que le destrozara el corazón.



jueves, 17 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 49





Paula aparcó el coche en el garaje, agarró su maletín y salió. Lo peor del invierno era llegar a casa cuando había anochecido. A ella le gustaba estar al aire libre, trabajando en el jardín o dando largos paseos por el barrio.


Las casas antiguas avivaban su curiosidad. 


Tenían mucha más personalidad que aquellas que parecían brotar cada noche en los barrios nuevos. Todas ellas tenían historia, y raíces. 


Mientras que sus únicas raíces estaban en un contenedor de basura y en Meyers Bickham.


Una vieja iglesia. Un sótano oscuro. Ratas grises. Parecía un escenario más propio de una película de terror que un lugar para niños abandonados.


Cuando todo aquello terminara, viajaría hasta allí, para ver si de esa forma podía poner fin a sus pesadillas. Seguramente vería ese lugar de forma diferente a cuando tenía siete años.


Pero de momento, tendría que seguir viviendo con sus miedos.


Comenzó a dirigirse hacia la puerta de atrás de su casa y de pronto se detuvo.


Había vuelto a caerse la tapa del cubo de basura. Afortunadamente, contaba con las luces exteriores que Pedro había insistido en instalar en aquella zona. Levantó la tapa y volvió a colocarla sobre el cubo de plástico. Y justo en aquel momento algo se movió entre los arbustos.


El corazón pareció subírsele a la garganta para desplazarse de nuevo hasta un pecho que parecía demasiado tenso para sostenerlo.


Pero sólo era el viento.


Una vez dentro, Paula se preparó una ensalada que comenzó a comer sentada a la mesa de la cocina. En la misma mesa en la que Pedro y ella habían desayunado esa misma mañana.


Se llevó el plato al pequeño estudio que tenía en la cocina y encendió el ordenador. No iba a perder toda la noche pensando en si Pedro iba a llamarla o no.


Se sentó con su plato de ensalada a medio comer y bajó el correo electrónico. Tenía veinticinco mensajes. Pero no iba a leerlos todos.


Casi sin pensar, tecleó Meyers Bickham e inició una búsqueda por Internet. Dudaba que pudiera encontrar algo, pero después de haberse enterado de que había vivido allí durante algún tiempo, le interesaba saber algo más sobre aquel lugar.


Revisó la lista de entradas y pronto encontró lo que estaba buscando: Hogar Infantil Meyers Bickham. Era un artículo escrito en mil novecientos noventa y cuatro. Lo marcó y comenzó a leer: A La Sombra Del Chapitel.


Era un título extraño para un artículo sobre un orfanato. Paula lo leyó rápidamente y volvió a leerlo otra vez, mientras los miedos familiares comenzaban a invadirla.


El orfanato estaba situado en una iglesia, en una colina de Georgia. Para una persona de fuera, era un lugar en el que los niños jugaban y corrían bajo el sol, pero para los niños que vivían en él, era un infierno regido por infinitas normas y durísimos castigos para aquél que se atrevía a quebrantarlas. Un lugar en el que eran pocas las risas, y muchas las noches de invierno largas y oscuras.


El artículo había sido escrito poco después de que el orfanato hubiera cerrado sus puertas. El autor decía que estaba basado en los recuerdos de los dos años que había pasado allí, pero todo escritor tendía a permitirse ciertas licencias. 


Seguramente el orfanato no era tan siniestro como lo describía.


Aun así, el amigo de Ron había dicho algo parecido. Y si de verdad era tan horrible, eso podía explicar las pesadillas que la habían perseguido durante veinte años. Una vieja iglesia. Escalones oscuros. Un bebé llorando…
Paula estaba cada vez más triste. Se arrepentía de haber leído aquel artículo. Se acercó a la cocina, tiró el resto de la ensalada a la basura y subió al segundo piso, donde Frederick Lee evocaba un pasado mucho más hospitalario.


Abrió el armario y sacó la caja en la que había encontrado el vestido de satén. El vestido lo había colgado en su armario, pero estaba segura de que había otros muchos tesoros esperando a ser descubiertos y ayudarla a cambiar de ánimo en una noche que debería ser de celebración.


Había conseguido conservar su trabajo, Tamara estaba recuperándose, y le había proporcionado a Pedro una información vital para arrestar al asesino de los parques de Prentice. Y había disfrutado de una maravillosa noche de amor. 


Ocurriera lo que ocurriera entre Pedro y ella, siempre conservaría aquel recuerdo.


En aquella ocasión, sacó una de las cajas de la parte de atrás del armario. La abrió y encontró en su interior un álbum de recortes. El tiempo había amarilleado sus páginas, pero estaban llenas de antiguos recortes de periódico. Y de una fotografía de boda. La novia estaba guapísima, vestida con un sencillo pero exquisito traje blanco salpicado de diminutas perlas.


Margie Billingham se casó con el reverendo Thomas Cleary el 18 de febrero de 1904. Y la boda se había celebrado en esa misma casa. 


Paula podía imaginarse a la novia bajando las escaleras bajo la atenta mirada de su familia y amigos, mientras se dirigía a casarse con el hombre de sus sueños.


—Engendraste una gran familia, Frederick Lee.


Se sentó en el sofá y hojeó el álbum, cuidando de no dañar las ajadas páginas. Bajo el álbum había un paquete de cartas, atadas con un cordel.


Sacó la primera. Era una carta de amor de Thomas. Cautivada por la dulzura de sus palabras y la intensidad de sus sentimientos, Paula las leyó todas.


Pero en la caja había algo más, envuelto en capas y capas de papel de seda. Paula apartó el papel y fue tirando y tirando hasta sacar el mismísimo vestido que aparecía en la fotografía. 


El tiempo lo había amarilleado, pero continuaba siendo maravilloso.


Se desnudó en un tiempo récord y se puso el vestido por encima de la cabeza. Le estaba un poco estrecho en las caderas y demasiado suelto en la cintura, pero se sentía como si hubiera retrocedido hacía el pasado.


Permaneció frente al espejo. Como siempre, el cristal ondulado distorsionaba su imagen, haciéndola parecer un fantasma de otros tiempos.


Dio media vuelta y bajó con el vestido puesto las escaleras. Aquella maravilla estaba pidiendo a gritos una copa de vino. Se sirvió una copa y regresó al estudio.


Volvió a conectarse a Internet y revisó el correo. 


Tenía tres mensajes más. El último era de alguien a quien no conocía, pero el asunto del mensaje le llamó la atención: Para mi dulce Daphne.


Aquellas palabras la aterrorizaron. Podrían ser de cualquiera que hubiera leído el periódico en el que hablaban de su cambio de nombre. 


Debería borrar el mensaje, pero no se atrevía. 


Porque también podía ser del asesino. De un asesino al que de una u otra forma, tendrían que detener.


De modo que leyó el mensaje.


«Hola, Daphne:
Estoy pensando en ti, aunque no me gustó que ayer pasaras la noche con Pedro Alfonso. Esperaba que fueras sólo para mí. Pero en realidad no me conoces todavía. Pronto lo harás. Y descubrirás lo mucho que tenemos en común. Mucho más de lo que tienes con Pedro. Él no ha sufrido tanto como nosotros. Pero lo hará. Confía en mí, lo hará.
Cuídate, Daphne. El destino nos unirá.»


¡Estaba loco! Aquel tipo era un auténtico depravado. ¿Qué demonios le hacía pensar que ella se podía parecer a él?


Paula quería gritar, arrojar algo contra la pared. 


Pero ni siquiera podía borrar aquel repugnante mensaje. Pedro querría leerlo.


Marcó inmediatamente el número de Pedro


Estaba comunicando. Se apartó del ordenador, intentando alejarse todo lo posible de aquel mensaje. Salió del estudio y se dirigió a la cocina, para volver a llenar la copa de vino. 


Pasó a toda velocidad por la puerta del sótano, como siempre. Pero aquella vez sintió algo más que una ráfaga de aire glacial. Se oía un llanto.


Se quedó muy quieta, completamente paralizada, mientras el corazón le latía violentamente. Estaba perdida. Había dejado que un asesino peligroso la volviera completamente loca.


Pero volvió a oír el llanto. Era el llanto de un bebé. Suave, pero inconfundible. Era el llanto de sus pesadillas. Pero sus pesadillas no eran reales. Las pesadillas no podían hacerle daño, a menos que perdiera la cordura.


Y ella no iba a perderla. Rodeó el pomo de la puerta del sótano con la mano y la abrió. Intentó encender la luz, pero la bombilla parecía haberse fundido. Aun así, la luz del pasillo era suficiente para poder ver los estrechos escalones que conducían al sótano.


No vio a ningún bebé, pero algo se movió entre las sombras y volvió a gritar. La oleada de miedo que la sacudió fue más fuerte y profunda y la empujó violentamente hacia el pasado. A la oscuridad de aquel lugar sombrío en el que los niños lloraban.


«Estrechémonos las manos. Si permanecemos juntas, no nos harán daño. Y no os mováis».


Paula permanecía quieta. Pero el bebé continuaba llorando. Y fuera lo que fuera lo que se había movido entre las sombras, cada vez estaba más cerca de ella




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 48





Georgia parecía desbordada de hombres llamados Billy Smith. De todas las edades. Y colores. Y religiones. De todos los grupos sociales. Pero no había ningún Billy Smith que viviera en La Grange o en Grantville. Así que aquel hombre no sólo era un violador y un presunto asesino, sino que también era un mentiroso.


—¡Dios! Es frustrante —dijo Mateo, frotándose el cuello—. Cuando por fin conseguimos una pista decente, nos quedamos empantanados con una montaña de números de teléfono.


—Necesitamos algo más. Alguna muestra de ADN, una huella dactilar. O una fotografía de ese hombre.


—¿No dijiste que conocías a una especialista en retratos robot de San Francisco?


—Sí, y voy a ponerme en contacto con ella esta misma noche. Me gustaría que viniera para hablar con Tamara mañana mismo. Si hay alguien capaz de crear una imagen a partir de la descripción de Tamara, ésa es Josephine.


—Por lo menos esta noche no hay luna llena —dijo Mateo.


—No ha vuelto a haber luna llena desde la noche que mataron a Sally.


—Tienes razón, y con luna llena o sin ella, tengo el horrible presentimiento de que ese tipo quiere volver a actuar.


—A eso se le llama intuición.


—¿Tú también lo crees?


—Sí. A ese tipo le encanta todo el circo de los medios de comunicación y poco a poco está perdiendo audiencia.


Mateo dejó escapar un suspiro.


—Y por supuesto, es muy probable que haya mentido sobre su nombre. Podría ser cualquiera.


—Cualquiera con una navaja afilada y la costumbre de acercarla al cuello de las mujeres.


Pedro estaba pensando en voz alta, más que conversando.


Y sobretodo, estaba pensando en Paula y en la tendencia del asesino a hacerle saber que la estaba vigilando. Si los periódicos lo hubieran sabido, habrían hecho el agosto. Y hubieran puesto a ese tipo al borde del delirio.


—¿Piensas quedarte a trabajar hasta tarde? —le preguntó Mateo.


—Me quedaré un rato más. Supongo que tú tendrás una tórrida cita.


—Digamos que una cita prometedora, ¿y tú? ¿Sigues saliendo con tu periodista?


—Yo no tengo a ninguna periodista.


Pero a pesar de sus palabras, estaba imaginándose a Paula en ese mismo instante, alzando sus enormes ojos castaños hacia él.


Aquello no iba a funcionar. Debería apartarse de su lado. Él no era bueno para Paula.


Esperó a que Mateo se marchara para sacar la fotografía de Natalia del cajón.


—Te abandoné. Te prometí que encontraría al asesino y no lo he conseguido. Y era lo menos que podía hacer por ti…


La había querido mucho, pero se había ido. Y lo único que deseaba ya Pedro, era que también lo abandonara la culpa.