domingo, 16 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 20




Pedro corría con paso pesado sobre la tierra de la granja de su hermana. Debería estar exhausto. Después de que Paula lo despertara, en la cadena de televisión había surgido una cosa tras otra. Un trabajo intenso durante el mes de noviembre significaba que Entre nosotras seguiría atrayendo más números de telespectadores y que el director de la cadena podría subir las tarifas de publicidad, algo que a ese hombre le hacía muy feliz.


Pedro no había tenido tiempo de pensar en Paula. Cuando no estaba dirigiendo la producción del programa, estaba preparando sus respuestas para el cuestionario que Julia les había dado a los ganadores de la lotería. Odiaba rellenar documentación y papeleo. Las preguntas lo hacían ponerse a la defensiva, pero lo peor de todo era que le recordaban todo lo que podía perder si su ex mujer se enteraba de lo del dinero. No tenía duda, si había dinero de por medio, Amalia volvería.


Maldijo para sí y comenzó a avanzar más deprisa. El sol de la mañana se filtraba por los altos pinos de Georgia. Las mañanas ahora eran más frías, pero necesitaba hacer ejercicio. 


Necesitaba correr para recargar energía.


Pasaba la mayoría de los fines de semana en la casa de su hermana, en los campos de Georgia, no demasiado lejos de donde habían crecido. 


Jorge era su segundo marido, pero Ana siempre se refería a él como un premio por haber soportado a su primer marido. Se había visto recompensada con un hogar, un marido estupendo y una encantadora hija. Yanina sólo era un año mayor que sus hijas y una de las razones por las que había dejado a las niñas con su hermana al empezar el colegio.


Después de que Amalia lo abandonara, lo había intentado todo para que los tres pudieran vivir juntos en la ciudad. Cuando el colegio acabó durante el verano, Ana había invitado a las niñas a la granja para que estuvieran con Yanina y él iba a visitarlas los fines de semana. A las gemelas les sentó de maravilla el aire libre y se acostumbraron a la tranquila y apacible vida en el campo.


Cuando el colegio comenzó en otoño, todos coincidieron en que lo mejor era dejar a Solange y a Sofia con Ana y Jorge. Las chicas habían hecho muchos amigos nuevos.


En Atlanta, él había vendido su piso y se había mudado a un apartamento más pequeño para ahorrar hasta el último centavo y poder comprar una casa lo suficientemente grande para darles un hogar a sus hijas. No era la situación ideal, pero si el dinero de la lotería…


Se obligó a desviar el curso que estaban tomando sus pensamientos y aumentó el ritmo. 


El dinero no era suyo y a cada día que pasaba, más iba disminuyendo con los costes legales. 


Pero hacerse ilusiones no iba a cambiar nada y ya había tenido bastante con todos los sueños y especulaciones de Amalia. Resultaba irónico que él apenas hubiera jugado a la lotería. Se había hartado de ver a su ex mujer gastarse el dinero del alquiler, el de la compra e incluso el del cumpleaños de las niñas para jugar a cualquier juego de azar con el que hacerse rica al instante.


En la universidad, solo y alejado de todo lo que había conocido, había visto a Amalia colocando libros en la biblioteca. A los dos les habían dado un empleo allí para pagarse los estudios. Ella era preciosa, rubia y con los ojos azules, pero lo más importante era que en esa chica él había reconocido a alguien que estaba tan hundido como lo había estado él. A los diecinueve años, había querido tener a alguien a quien salvar y sin duda eso lo había encontrado en Amalia. En Thrasher nadie lo consideraría nunca un héroe.


Pero resultó que su mujer no quería que nadie la salvara.


Al principio habían sido bastante felices. Por fin se habían alejado de sus infancias turbulentas y se limitaban a vivir el momento. Pero así no se podía vivir para siempre y Amalia nunca quiso renunciar a la diversión y a los juegos ni aceptar una responsabilidad real.


Al final, Pedro había accedido a hacerse cargo de todas las deudas de Amalia para sacarla de sus vidas. La mejor decisión que había tomado en su vida. Y en toda una vida llena de errores, necesitaba saber que había hecho una elección de la que no se arrepentiría.


Paula, por ejemplo, también era una buena elección. La temperatura de su cuerpo subió y aminoró la marcha. Pensar en ella lo excitó. La deseaba. Mucho.


Y ella lo deseaba a él. Recordó esos pequeños gemidos cuando llegó al éxtasis, el movimiento de sus caderas pidiéndole más. Se estremeció. 


¡Qué bien se sentía!


Cuando llegó al porche, se quitó los zapatos, como era costumbre antes de entrar en casa de Ana. Al abrir la puerta trasera que conducía a la cocina, el aroma del beicon y de algo dulce lo recibieron.


—Hay algo que huele genial —dijo.


—Ni siquiera te he visto… —Ana, que estaba lavando una manzana en la pila, se giró y su expresión pasó de la preocupación a lo cómico—. Estás sonriendo… Oh, Dios mío, por fin te has acostado con alguien.


¿Cómo iba a saber él que estaba sonriendo?


—Es que yo sonrío —dijo algo a la defensiva y evitando esos ojos avellana que tanto se parecían a los suyos.


Ana sacudió la mano como para protegerse de un ataque.


—Ey, me parece genial que por fin hayas vuelto a estar en el juego.


Un sexo genial. Una mujer genial. Sólo había tardado año y medio en volver al juego y encima le había tocado la lotería.


Ana puso otra silla junto a la mesa de la cocina y se sentó.


—Háblame de ella.


De ningún modo lo haría. Además, Ana conocía a Paula y querría invitarla a su casa.


—No es lo que crees. No es… una relación.


Su hermana dejó de cortar la manzana y lo miró estrechando los ojos.


—Ya. Claro.


—No es más que una aventura.


—¿Sólo un poco de sexo por despecho? Recuerda que yo acabé casándome con el hombre con el que me fui por despecho —dijo con una sonrisa.


Jorge le sacaba doce años y AnA ni siquiera le había hablado a su hermano sobre él al pensar que la relación no iría a ninguna parte, que no era más que una persona que la hacía sentirse bien consigo misma otra vez. Pedro pudo hablar con jorge por teléfono justo antes de que Ana y él fueran a casarse en Las Vegas.


—¿Y qué sientes por ella? —le preguntó Ana.


Si hubiera sabido que habría tenido que acabar hablando sobre sus sentimientos, habría evitado a Paula desde el principio.


No, no lo habría hecho.


El reloj que había sobre la encimera sonó y Ana se levantó.


—Las magdalenas están listas, estás de suerte, Pedro. ¿Puedes decirle a todos que bajen y se laven las manos? Ah, por cierto, tus hijas me han ayudado a hacer la masa, así que tal vez podrías decir algo al respecto.


Él asintió y una vez más se sintió agradecido de que su hermana interfiriera en su vida. 


Agradecido en lo que respectaba a las niñas, ya que apenas sabía cómo desenvolverse con los llantos, con las Barbies y con los disfraces de princesa. Sin embargo, eso de que interfiriera en su vida privada era algo nuevo.


Cinco minutos después, todos estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina y riéndose con una de las historias de Sofia. A la más pequeña de las gemelas, por tres minutos, le gustaba tener a la familia entretenida. El corazón se le llenó al mirarlas a las dos. Eran rubias, como su madre, pero tenían sus ojos color avellana. A pesar de ser prácticamente iguales, sus personalidades no podían haber sido más distintas.


Sofia podía inventarse historias sobre cualquier cosa que hubiera en un bosque. Hablaba de hadas que cubrían las hojas de rocío o de lo que había en realidad al final de un arcoíris y le encantaba hacer reír a su padre.


Solange era más tímida. Juntos daban largos paseos por el bosque y ella sentía curiosidad por todo, desde el liquen que crecía en un árbol, hasta cómo se cocinaba sobre una hoguera.


Pedro le dio un mordisco a su desayuno.


—Umm, estas tortitas están deliciosas. ¿Las has hecho tú, Ana?


—No podría haberlas hecho sin la ayuda de Solange y Sofia.


—Están riquísimas, chicas —algo verde que estaba metido en la tortita le llamó la atención. Después vio un poco de azul. Y luego algo de rojo—. ¿Qué son todos estos colores?


—Virutas de caramelo —dijeron las niñas al unísono.


Ana le guiñó un ojo.


—Las virutas de caramelo hacen que todo esté mejor.


Pedro dio otro mordisco. A él le sabían como cualquier otra tortita que hubiera probado. Las chicas eran distintas; geniales, pero distintas. Gran parte del tiempo pensaba que estaba criando a una especie completamente diferente.


Si hubieran sido chicos, habría sabido mejor cómo tratar con ellos. Un hijo no le llevaría una taza en miniatura llena de un té invisible para que fingiera bebérselo.


Sin embargo, él no cambiaría a sus hijas por nada. Ni siquiera cambiaría el daño que Amalia le había causado si con ello hacía que sus hijas nunca hubieran estado en su vida.


Después de recoger el desayuno, las niñas y él pasaron el resto del día juntos, dando paseos y buscando pájaros y otros bichos. Un fin de semana se habían llevado la pequeña barca después de haber tapado unos cuantos agujeros. Quería que las niñas aprendieran a arreglar cosas ellas solas, a valerse por sí mismas para no tener que depender de nadie nunca. Excepto de su padre. A él siempre podrían acudir.


Miró a sus hijas, lo mejor de su vida. Quería que estuvieran preparadas para salir al mundo, ser capaces de enfrentarse a cualquier cosa, pero también las protegería.


No tendrían una infancia como la que había tenido él. Pedro no había podido darles la vida familiar que había deseado, pero las niñas siempre sabrían que las quería.


Esa noche, mientras las niñas se estaban duchando y él estaba sentando en la cocina repasando unos informes, Ana se sentó junto a él.


—Sé que te pensabas que ya se me había olvidado lo de esa nueva mujer, pero no es así.


—No pensaba que se te hubiera olvidado —se echó atrás sobre la silla, preparado para el ataque, pero sin mostrar preocupación alguna. 


Su hermana podía ser implacable y dar muestras de debilidad sería su primer error.


Ana le dio una patadita por debajo de la mesa.


—Entonces escupe. Podrías invitarla a venir el fin de semana que viene para que conozca a las niñas.


—No es como crees. Acabamos de conocernos. Además, no voy a permitir que por la vida de mis hijas pase una mujer tras otra. No voy a someter a las niñas a su presencia hasta que no sepa que la relación durará.


Ana emitió un sonido de indignación.


—¿Someter a las niñas a su presencia? Asegúrate de emplear esa frase exacta cuando se lo cuentes a ella. Estoy segura de que le gustará mucho.


—Como te he dicho, esto no es una relación… ni siquiera ha querido que me quedara a pasar la noche —esa mañana había tardado en reaccionar, pero después de darse una ducha y de afeitarse, vio cada vez más claras las intenciones de Paula. Pero él no tenía tan claro lo que opinaba de ellas.


Ana estrechó los ojos.


—¿Así que tienes una mujer que te está usando para tener relacione sexuales? Eso no tiene precio. Es más, tal vez sea lo mejor.


Dicho así, Pedro no tenía motivo para quejarse. 


Una mujer sexy y deseable quería tener relaciones con él y no pedía nada a cambio… 


Sí, ningún motivo para quejarse.


Su hermana se puso seria.


—Mamá ha vuelto a llamarme.


Pedro suspiró.


—¿Por qué no puede entender que no me interesa?


—Sólo intenta reparar el daño que hizo. Explicarlo.


La única cosa peor que ser el hijo de Manuel Alfonso era estar casada con él.


Pero lo que Pedro no podría entender nunca era que su madre los hubiera abandonado a Ana y a él y los hubiera dejado con ese hombre. Ana se casó con la primera persona que se lo pidió y después se alejó corriendo de Thrasher todo lo que pudo. Pero sabía que su hermana se sentía muy culpable por haber dejado a Pedro solo con su padre, especialmente después de saber lo que ocurrió. Mientras ella vivió con ellos, Manuel sólo había dado gritos y puñetazos a las paredes. Las palizas a Pedro no comenzaron hasta que su padre no perdió el trabajo.


Dos bultos envueltos en toallas entraron correteando en la cocina y salvaron a Pedro del examen de sentimientos al que le habría sometido su hermana.


—Pues dile que no hace falte que me explique nada ni que se disculpe —y era verdad. En ese momento no necesitaba ninguna explicación de esa mujer. Ya sabía suficiente y el resto podía imaginárselo. Sencillamente, no quería tener ninguna relación con ella.


—Papi, es hora de arroparte —no podía recordar cómo habían dado comienzo a ese ritual, pero él las arropaba los viernes por la noche y ellas tomaban el relevo los sábados.


—Estaré listo cuando os cepilléis el pelo y os pongáis el pijama —las niñas salieron corriendo de la cocina.


Ana se levantó y le dio un beso en la mejilla.


—Me gusta volver a ver que estás vivo. Sé que lo sabes, pero no todas las mujeres son como Amalia y ahí afuera está la mujer perfecta para ti. Puede que no sea ésta, pero aun así disfruta del momento.


Pedro vio a su hermana alejarse. Ella era la prueba de que las grandes chicas no salían de los cuentos de hadas. Imaginaba que Solange sería así.


Pero sabía la verdad… y la verdad era que a él no estaba esperándolo la mujer perfecta.


Fue hacia el dormitorio que Ana le había preparado para los fines de semana.


Los sábados por la noche eran tranquilos, los tres se acurrucaban en el sillón azul de la esquina y las niñas se situaban cada una a su lado y se turnaban para leerle un libro.


Las gemelas entraron en el dormitorio y saltaron al sillón.


—Ey, esperad un minuto. Estáis aplastándome la chaqueta.


Las niñas se reían mientras él ponía la chaqueta sobre la cama. Después, los tres se sentaron en el sillón; Sofia se acurrucó a su derecha y Solange lo hizo a su izquierda.


—¿Qué es ese olor? —preguntó él.


—Arándano —respondió Solange.


Sofia, que no quería quedar relegada, dijo:
—Fresa. La tía Ana nos ha llevado a una perfumería y nos ha dejado elegir una crema con purpurina —alargó un diminuto brazo que, por supuesto, brillaba—. La tía Ana dice que es importante oler como una chica. Yanina la eligió de pera.


Él sonrió mientras inhalaba el aroma. No estaba mal. Esas visitas a la perfumería y la crema de purpurina habían sustituido el olor de la crema de bebés.


—¿Quién empezó a leer la última vez?


—Solange—Sofia abrió el libro. Había empezado a interesarse por las obras de divulgación y le contó una historia sobre cómo los renacuajos se convierten en ranas.


Solange eligió una historia sobre un oso que, por accidente, se había subido a un vagón de metro.


Estaban creciendo. Ya leían con mucha más seguridad y sólo necesitaban su ayuda en alguna ocasión y con alguna palabra. Sus preciosas sonrisas estaban siendo sustituidas por unas adorables sonrisas sin dientes y recibían muchas visitas del Ratoncito Pérez. Algún día dirían que eran demasiado mayores como para contarle historias a su padre. Algún día dejarían de llamarle «papi» y se estremeció al pensarlo.


Las niñas se quedaron dormidas en su cama. 


Durante un rato se quedó mirándolas, asombrado por el hecho de que algo tan extraordinario hubiera sido fruto de un matrimonio tan desastroso con Amalia. Pensó en cuánto echaría de menos que dejaran de ser pequeñas, pero sabía que cada año les daría algo diferente.


De una en una, fue llevando a las niñas a su dormitorio, y con cuidado de no despertarlas, las tendió sobre las literas y las arropó.


Cerró la puerta con una sonrisa.


En lugar de dirigirse a su dormitorio, optó por ir a dar un paseo. Debería haberse marchado directamente a la cama; las noches que se había quedado trabajando hasta tarde en la cadena y estar con Paula había hecho estragos en su rutina diaria. Normalmente le afectaban la falta de sueño o una agenda frenética, pero algo había cambiado y sentía una fuerza renovada recorriéndole el cuerpo.


Durante año y medio no había hecho otra cosa que vivir el día a día, pero eso ya había acabado.


Estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido. 


El tiempo que no había pasado con Paula.



AÑOS ROBADOS: CAPITULO 19




Paula se estiró entre las suaves sábanas de algodón. Su cuerpo estaba absolutamente saciado y sus músculos tan relajados que creía con firmeza que jamás volvería a necesitar un masaje.


Pero esa sensación física no podía competir con cómo se sentía por dentro, como si hubiera vuelto a nacer con una energía completamente renovada.


Cerró los ojos y saboreó esa sensación.


Se le hizo un nudo en el estómago. Sus músculos se tensaron. ¿Qué demonios…?


Bruscamente, se incorporó en la cama. ¿Se daba cuenta de lo que estaba pensando?


Miró al hombre que dormía a su lado. Tan desnudo… tan guapo…


Tan… No, tenía que marcharse. Tenía que sacarlo de la cama. Sacarlo de su casa. ¡Y tenía que hacerlo ya!


¿Pero cómo? Su gran cuerpo prácticamente cubría todo el colchón y estaba dormido como un tronco… o como alguien que acaba de tener un orgasmo. Paula esbozó una pequeña sonrisa. Aunque por otro lado, él le había provocado dos y merecía que lo dejara dormir. 


Tras recuperar el aliento, habían entrado en su
dormitorio y ella se había dejado caer sobre la cama sin ni siquiera quitar las cosas de adorno que tenía encima.


Pedro se movió mientras dormía y buscó el brazo de Paula para tirar de ella hacia sí.


Ella le dejó y se acurrucó contra él; adoraba ese aroma a cítricos y menta tan masculino. 


Entonces Pedro empezó a acariciarle los muslos y pensó que tal vez podía dejar que se quedara allí, en su cama, un rato más.


¿Pero en qué demonios estaba pensando?


Miró el reloj. Eran más de las cinco de la mañana y ese día tenía otro caso en el que trabajar, eso sin contar que después tendría que preparar el viaje de dos días a Memphis que tenía previsto y que en algún momento tendría que solucionar el problema de las fotografías que había tomado horas antes en el parque.


Una calidez la invadió al pensar en el parque, en cómo la había besado Pedro en el tiovivo, en cómo la había acariciado en el columpio. Era el segundo lugar donde había afirmado categóricamente que nunca tendría relaciones sexuales: un parque.


Primero el aparcamiento y después el parque. 


Ya de paso podría llevarse a Pedro a una biblioteca y hacerlo allí; así echaría por tierra todas esas normas.


Umm, eso no sonaba tan mal.


Pero sin duda estaba mal. Debía de estar loca si pensar en la biblioteca municipal estaba excitándola.


Se apartó el pelo de los ojos. «Vamos, levántate, vístete y sácalo de aquí».


Una aventura era una aventura y, según sus reglas, uno no se quedaba a dormir en casa del otro. «Despiértalo. No le ofrezcas café y nunca, nunca, le des un beso de despedida».


Le dio unas palmaditas en el hombro ignorando cuánto le gustaba sentir su piel bajo sus dedos. 


Él se giró hasta quedar bocarriba y ella contuvo el aliento; la sombra de su barba se veía más oscura todavía y esos labios sensuales, esos labios que le habían hecho todas esas cosas…


Sí, quería que saliera de su cama, pero eso no significaba que no pudiera admirarlo mientras aún dormía. Pedro era todo un hombre, ya no quedaba rastro alguno de aquel chico que había conocido.


Por aquel entonces, le había gustado como chico y había soñado durante las clases de educación cívica sobre cómo de suaves serían sus labios. Ahora esos labios eran algo más toscos y su barbilla fuerte. Sus pómulos, antes planos, ahora estaban más rellenos, al igual que el resto de su cuerpo, como sus anchos hombros o sus musculosos brazos.


En conjunto, un hombre macizo.


Paula sacudió la cabeza. No era bueno soñar con él. Si no tenía cuidado, en lugar de garabatear su nombre en su cuaderno de clase, se pondría a manipular con el Photoshop las fotos que tenían juntos y a intentar ensamblar imágenes de sus futuros hijos. Todo seguía igual que antes, lo único que había cambiado eran la tecnología y las herramientas.


Ahora sería un buen momento para una dosis de realidad.


Se trataba de sexo. Increíble, pero sexo al fin y al cabo. De hecho, ni siquiera era tan bueno. Lo que sentía era fruto de lo que había estado deseando todos esos años, mezclado con una pequeña angustia adolescente. De verdad, ¿qué hombre podía encontrar el punto G y el clítoris a la primera?


Volvió a darle una palmadita en el hombro. Él abrió los ojos, que en ese momento eran más verdes que avellana.


Una lenta sonrisa fue extendiéndose por su rostro.


—Buenos días —murmuró, con una deliciosa y adormecida voz.


—No quería que llegaras tarde al trabajo —le dijo ella.


Él se sentó sobresaltado.


—¿Qué hora es?


—Casi las seis.


—Sí, gracias —respondió frotándose la cara con la mano.


La cama se hundió bajo su peso y Pedro apartó las sábanas con la pierna. Se puso de pie y ella estuvo a punto de replantearse lo de ofrecerle café. El sol de la mañana apenas entraba en la habitación, pero podía ver su cuerpo desnudo con claridad porque las palmas de sus manos prácticamente lo habían memorizado horas antes.


Durante unos instantes, consideró pedirle que se quedara.


Se recostó sobre la almohada y lo miró a través de unos ojos medio cerrados.


—¿No vas a levantarte? —le preguntó él.


Ella se encogió de hombros.


—¿Por qué? Estoy disfrutando de las vistas y además, no tengo que ir a trabajar hasta dentro de unas horas.


Él sonrió, al parecer no le incomodaba lo más mínimo que ella se lo estuviera comiendo con los ojos. Paula suspiró y se preguntó si las mujeres alguna vez llegarían a tener esa desinhibición que poseían los hombres en lo que respectaba a sus cuerpos. Ella en particular, desearía tenerla, pero mientras tanto decidió ir al tocador y sacar un camisón. Después de ponerse la prenda de seda púrpura, se colocó delante de Pedro.


—Pero, sí. Te acompañaré abajo. De todos modos, la alarma está puesta y tengo que desactivarla —le dijo guiñándole el ojo.


Él entrelazó sus dedos con los de ella y Paula casi dio un paso atrás. «Cálmate. Cálmate. No es que haya intentado besarte».


Fueron de la mano hasta las escaleras. La escena del crimen. La ropa de Pedro estaría en la entrada. «Llévalo allí ahora mismo». A Paula le palpitaba el corazón tanto como cuando lo esperaba en el instituto para ir a estudiar juntos.


Pero él no se detuvo en el rellano y le soltó la mano cuando llegaron al último escalón. Paula se apoyó contra la pared mientras lo veía vestirse. El sonido de su cremallera marcó el final de su interludio.


De ahí en adelante, entraban en una nueva era de situaciones embarazosas e incómodas. La primera la habían evitado, afortunadamente, porque los dos habían tenido un orgasmo.


Pero ahora se veían inmersos en la situación incómoda número dos. Esa primera despedida tras el sexo que podía sellarse con…


Un incómodo abrazo.


Un breve e impersonal roce de labios.


O con lo que ella más odiaba, con esa frase nada entusiasta que decía: «Te llamaré».


Desvió la mirada. Pedro no parecía en absoluto incómodo; es más, parecía tener una actitud increíblemente segura cuando avanzó hacia ella. 


De pronto todas sus terminaciones nerviosas recordaron el placer que ese hombre le había dado y quisieron volver a experimentarlo. Él le puso el dedo en la barbilla y le alzó la cara para que lo mirara. Y cuando comenzó a acariciarle el labio, todos los sentidos de Paula despertaron.


Entonces él se dio la vuelta, fue hacia la puerta y se marchó.


Paula se quedó boquiabierta. ¿Eso era todo? 


Las reglas de una aventura dictaban que no podía haber despedidas románticas y por eso ella no la necesitaba, pero aun así…