domingo, 14 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 12





A las ocho y media de la mañana del lunes, Pedro salió del ascensor y se encontró a su hermano sentado en la silla de su secretaria. Aquello lo puso todavía de peor humor.


—¿Qué quieres a estas horas de la mañana?


Se dio cuenta de que Julieta se ruborizaba y fingía estar ocupada, así que se dijo que tal vez Adrian no hubiese ido a verlo a él. Frunció el ceño y entró en su despacho.


Se había pasado todo el fin de semana dándole vueltas a la pelea que había tenido con Paula, aunque no entendía nada. Recordó las acusaciones que le había hecho, y la ira con la que le había pedido que la dejase en paz.


Pues así sería. Abrió el maletín encima del escritorio, contento de haber terminado con aquello. Al menos ya no tendría que mentir a nadie acerca de los viernes por la tarde.


Todavía no se había quitado la chaqueta cuando oyó a Julieta exclamar:
—¡Espere!


Levantó la vista y vio al objeto de sus pensamientos entrar por la puerta. Paula avanzó hacia él y dejó el periódico que llevaba en la mano encima de la mesa.


Julieta apareció detrás de Paula.


Pedro, lo siento.


—Déjanos solos, por favor.


Paula estaba muy erguida, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes.


—¿A qué demonios estás jugando?


Pedro hizo un esfuerzo para apartar la mirada de su rostro y fijarla en el periódico que tenía delante. En la fotografía aparecía Paula saliendo del hotel. El pie de foto rezaba:
Paula Chaves se toma un descanso después del juicio que enfrenta a su padre con Rogelio Chaves, tan elegante como siempre, con un vestido negro.


Era la misma fotografía que le habían enviado a casa, así que sí se la había hecho alguien dispuesto a publicarla.


¿Pero qué tenía que ver todo eso con él?


—¿Qué se supone que he hecho ahora? —le preguntó.


—No te hagas el tonto —bramó ella—. Has hecho que me sigan, que me vigilen. Tu hombre ni siquiera se ha inmutado cuando lo he pillado.


Pedro la miró fijamente, no entendía nada.


Ella suspiró.


—El gorila con el que te vi el viernes. 


Pedro sacudió la cabeza y se quitó la chaqueta para dejarla en el respaldo de su silla.


—¿Qué gorila?


—El que estaba en la recepción del hotel.


La observó mientras se remangaba la camisa. No la había visto enfadada hasta el viernes anterior. Dos minutos antes, no le habría importado no volver a verla, ni a hablar con ella nunca más. Y en ese instante, todo su ser estaba traicionándolo.


—Paula, ¿qué motivo tendría yo para hacerte seguir?


—Quiero que pares, Pedro —le pidió ella, echándose hacia delante y golpeando el periódico—. Hasta mi madre me está haciendo preguntas, gracias a esto.


¿Creía que había sido él quien había enviado la fotografía al periódico? Le dieron ganas de sonreír, pero sabía que, si lo hacía, ella se enfadaría todavía más.


Así que la miró a los ojos.


—¿Por qué no te sientas y me lo cuentas todo? —le sugirió—. Pediré que nos traigan un café y…


—No quiero café, y no quiero hablar. Sólo quiero que me dejes en paz.


Pedro empezó a preocuparse. Allí había algún error. Paula estaba a punto de llorar, más disgustada de lo que él había pensado. Tenía los ojos brillantes y le temblaba la voz…


—Paula… —le dijo, dando la vuelta al escritorio, pero ella se giró y fue hacia la puerta.


Pero no podía dejarla marchar sin defenderse antes. La siguió y la agarró del brazo.


—No te marches…


—¡Mantente alejado de mí! —gritó ella.


La puerta se abrió y allí estaba Adrian, que al parecer había estado escuchando. Ambos lo miraron. Al menos, tuvo la decencia de apartarse y poner cara de circunstancias.


Paula se volvió hacia Pedro.


—De hecho, quiero que mantengas a toda tu familia alejada de mí.


Justo en ese momento salió Rogelio Alfonso de su despacho, y se quedó de piedra al ver a Paula.


Ésta lo miró con desdén.


—Le alegrará saber que no va a tener que ir al juicio esta mañana. El caso ha sido suspendido.


Pedro miró a su padre con dureza. Esperaba que no fuese a meter la pata otra vez.


—Mi padre tuvo un infarto el viernes —continuó Paula—. Lo han operado y sigue en el hospital.


Pedro se acercó a ella.


—Paula…


—No te atrevas a decirme que lo sientes —lo increpó ella. Luego, los miró a todos de modo recriminatorio—. Manteneos alejados de nosotros.


Fue hasta el ascensor, lo llamó y se marchó.


Nadie habló durante unos segundos, todos seguían con la mirada clavada en el ascensor. Hasta Julieta parecía impactada. Pedro se dio la vuelta y volvió a su escritorio, intentando asimilar lo que acababa de ocurrir. Paula pensaba que la estaba siguiendo, que quería chantajearla. Y su padre había sufrido un infarto. ¿Cuánto más daño podían hacerle a su familia?


Adrian y su padre entraron en su despacho.


—¿Qué estaba haciendo ella aquí? —inquirió Rogelio Alfonso.


—Ha venido por su padre —contestó Pedro.


Adrian se aclaró la garganta y tomó asiento. Pedro prefirió no mirarlo, ya que imaginaba que había escuchado más de lo que debía.


Se sentó él también y se frotó la cara.


—Dios santo, un infarto —se sentía en cierto modo responsable y, a juzgar por la expresión de su padre, Rogelio también—. Esto tiene que parar, papá. Me da igual si no volvéis a daros la mano, ni a miraros a la cara, pero ya ha sido suficiente.


—Fue él quien empezó…


—No, esta vez has empezado tú. Él sólo ha respondido.


—Ése hombre lleva años insultándome y calumniándome. Tuve paciencia y fui tolerante durante mucho tiempo porque tu madre me lo pidió…


Pedro levantó la mano y su padre se calló. Se sentía frustrado, indignado por las acusaciones de Paula y enfadado con su padre.


Era el momento de dejar algunas cosas claras.


—Papá, quiero que anuncies que vas a retirarte en tu fiesta de cumpleaños.


—¡Es el mes que viene! —exclamó su padre sorprendido.


—Vas a cumplir setenta años. Ya es hora de que te marches.


—Tengo buena salud —dijo Rogelio—, y las cosas todavía no están arregladas —añadió, mirando de reojo a Adrian.


Los dos hermanos lo miraron con el ceño fruncido.


—Adrian todavía no ha decidido…


—Sí, lo he decidido, papá —lo interrumpió Adrian—. Y te lo he dicho en repetidas ocasiones.


—Quiero a mis dos hijos aquí —insistió su padre.


Pedro se miró las manos. Tenía treinta y cuatro años y era quien llevaba las riendas de aquella empresa. Estaba cansado de aguantar, y de que su padre intentase constantemente enfrentarlo a su hermano. Tenía que demostrar la fuerza y el poder de su posición. Rogelio valoraba la fuerza por encima de todo.


—Vamos a solucionar esto ahora mismo —dijo, apoyándose en el respaldo de la silla—. Asúmelo, papá. Adrian no va a venir a trabajar a Alfonso's.


—Lo haría si tú se lo pidieses.


—Tal vez. Pero no lo he hecho, y no lo haré.


—¿Estás celoso de tu hermano, Pedro?


Él sonrió.


—En absoluto —miró a Adrian, que parecía pensativo—. Y él lo sabe. Pero si sigues insistiendo, se irá a Londres y no volverá nunca más.


Aunque Pedro esperaba que no fuese así y que su hermano decidiese instalarse en Nueva Zelanda algún día.


Su padre se volvió hacia Adrian.


Pedro tiene razón —dijo éste—. Estoy haciendo lo que quiero hacer.


—Esta empresa es mi legado para los dos… —empezó Rogelio.


Pedro suspiró. Había oído aquello muchas veces.


—¿No estás contento con mi trabajo? —le preguntó a su padre.


—Por supuesto que sí. Estás haciendo un buen trabajo.


—En ese caso, quítate del medio. Dame el reconocimiento que me merezco por llevar cinco años al frente de todo esto.


Rogelio se puso en pie.


—¿Y acaso yo interfiero en algo? ¡No! ¿Por qué no te conformas con lo que tienes y esperas a que Adrian entre en razón?


—¿Te habrías conformado tú? —preguntó Pedro, aunque ya conocía la respuesta. Rogelio Alfonso nunca había sido el segundo en nada en toda su vida.


—¿No lo harías ni siquiera por respetar el último deseo de tu madre? —dijo Rogelio volviéndose hacia Adrian.


Pedro pensó que su padre lo hacía muy bien. Llevaba los dos últimos años poniendo todas las excusas imaginables cuando en realidad la verdad era que quería mantenerlos en vilo hasta el final. No le gustaba que nadie se sintiese demasiado cómodo o seguro en su posición.


Rogelio salió del despacho a grandes zancadas.


Adrian esperó a que la puerta estuviese cenada para hablar.


—Menuda actuación —comentó—. Aunque la tuya tampoco ha estado mal.


—¿Te he parecido poco razonable? —le preguntó Pedro.


—No. Papá ya no hace nada aquí.


—Y a mí no me importa que venga cuando quiera, pero ahora yo estoy al mando. Él mismo me ha animado a llegar donde estoy. Podría seguir haciéndolo.


—Lo conseguirás, Pedro —le dijo Adrian, levantándose y yendo hasta la ventana—, pero también tienes otras opciones.


Pedro se puso al lado de su hermano y lo miró con curiosidad. Se parecían mucho físicamente, tenían la misma altura y color de tez, aunque Pedro era más ancho de hombros. Se parecía a su padre, mientras que la complexión de Adrian era como la de Melanie, de huesos más finos, facciones más pronunciadas y labios más gruesos. Se frotó la nariz de manera ausente mientras recordaba algunas peleas que habían tenido. A pesar de ser más delgado, Adrian tenía un buen gancho.


—Tal vez me esté cansando de viajar, de las mujeres y la emoción —comentó Adrian haciendo una mueca—. Estoy montando una empresa. La gente con sentido común y grandes ideas requiere financiación y orientación, y estoy pensando en levantar algo grande, a escala mundial, con el apoyo de personas importantes.


—Me parece que has visto demasiada televisión últimamente —le dijo Pedro, aunque la idea le parecía interesante—. ¿Quiénes son tus inversores?


Adrian nombró a varios peces gordos de la industria y la informática.


—Le tengo echado el ojo a un par de tipos importantes, que le darían experiencia y notoriedad a la empresa, además de dinero. Si todo sale tal y como lo tengo planeado, estaré listo a principios del año que viene. Aunque me vendría bien tener a alguien bueno aquí. Nueva Zelanda es el lugar adecuado para este tipo de oportunidades —se volvió hacia Pedro con los ojos brillantes—. No es tan distinto a lo que haces ahora, salvo que la mayoría de tus clientes son jubilados y granjeros —bostezó—. Hay que empezar desde el principio, con ideas innovadoras, ése es el futuro del país. Pedro sonrió.


—¿Te acuerdas de cuando papá nos traía aquí los sábados por las mañanas antes de ir a jugar al rugby? Me gustaba observarlo, ver cómo hablaba con los clientes, cómo trabajaba para ellos. A pesar de ser un poco brusco, sabe cómo tratar a las personas.


—Tú también, pero eres más refinado.


Pedro volvió a su escritorio y se sentó.


—Gracias, Adrian. Aprecio tu oferta, pero me pasa como a ti, que me gusta lo que hago. 


Adrian asintió.


—Lo sé. Sólo quería decirte que tenías otras opciones —fue hacia la puerta, pero se dio la vuelta antes de salir—. ¿Vas a contarme qué hay entre Paula Chaves y tú?


Sin querer, Pedro miró la fotografía del periódico. Mientras su padre estuviese en el hospital, no podría seguir adelante con su plan, ya que Paula no lo vería bien.


Pero aquélla seguía siendo su mejor opción, en especial, teniendo en cuenta la intransigencia de su padre. Miró a los ojos a su hermano y sonrió.


—Nada. Nada en absoluto.


—Ya, claro —murmuró Adrian con escepticismo antes de marcharse—. Hasta luego, hermano.




sábado, 13 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 11





Paula llevó la taza de chocolate a la cocina y la tiró por el fregadero. Después, se sirvió una copa de vino. Se sentía frustrada, confundida, no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido durante la última media hora.


Todo le parecía vergonzoso, empezando porque Pedro la hubiese pillado con una mascarilla de aguacate, pepino y leche en polvo en la cara. ¡Qué elegante! Y había terminado de humillarse cuando él la había tocado y besado. Pedro había dicho que era como una droga, pero había conseguido excitarla en un momento.


Por suerte, había parado a tiempo. Pedro Alfonso estaba ocupando demasiados de sus pensamientos últimamente. 


Pensaba en él varias veces a la semana, y siempre se estremecía de deseo al hacerlo. Además, a excepción del viernes, el resto de los días de la semana le parecían un aburrimiento.


Lo que le faltaba era tener su imagen también allí, en su salón, desnudo, haciéndole el amor.


Puso la televisión y volvió a apagarla, al fin y al cabo, pensar en tener sexo con él era mejor que pensar en tener cualquier otra cosa. Al haber empezado la relación sólo con sexo, no había cabida para nada más. Pedro nunca la conocería de verdad, no se la tomaría en serio. Si hasta su padre, que era su mayor admirador, pensaba en ella como en un adorno. A pesar de sus esfuerzos por cambiar su modo de vida y de demostrar al mundo quién era en realidad, era más sencillo aceptar el cinismo y seguir adelante. No obstante, tenía derecho a proteger su corazón en el proceso.


El martes, Paula estuvo a punto de verse implicada en un accidente de tráfico, aunque le dio poca importancia hasta que, diez minutos más tarde, se dio cuenta de que había un coche gris que la estaba siguiendo. La siguió al supermercado y a casa de sus padres. Divertida, le dio la vuelta a la manzana varias veces. Y el coche la siguió. 


Paula se detuvo y abrió la puerta. Y el coche gris aceleró y torció la esquina. Al pasar por su lado, Paula vio que era un hombre de pelo oscuro, con las gafas de sol en la cabeza y anchos hombros.


Intentó olvidarse de él, pero no pudo. Al día siguiente, mientras esperaba el ascensor en su edificio, vio a un hombre gigante salir de él. Llevaba un traje negro, gafas de sol y la cabeza casi afeitada. A pesar de no verle los ojos, hubo algo en su expresión cuando la miró, que la hizo estremecerse.


Una vez dentro de su apartamento, siguió con aquella extraña sensación. Corrió las cortinas, se sirvió un refresco y empezó a prepararse la cena sin dejar de darle vueltas al tema.


Estaba comportándose como una tonta y no sabía si era por las fotos, o porque se temía que, si descubrían lo suyo con Pedro, tendrían que dejar de verse.


Siempre se había sentido segura en su casa. No había portero a la entrada, aunque sí una persona. Roben, que se ocupaba del mantenimiento del edificio. Además, los residentes utilizaban una tarjeta para acceder, aunque tal y como le había demostrado Pedro el sábado, cualquiera podía hacerlo.


Cuando salió a la mañana siguiente le preguntó a Roben si había visto al hombre corpulento con el que se había encontrado en el edificio el día anterior.


—¿Un hombre grande, con traje y gafas de sol? —preguntó él.


Paula asintió.


—No lo vi en el edificio, pero hubo un tipo en la acera de enfrente durante casi todo el día de ayer, sentado en un coche o apoyado en él. Me dio la sensación de que estaba vigilando el edificio y pensé que tal vez era un policía.


—¿Qué coche tenía?


—Un Mercedes. Plateado.


Paula no tenía ni idea de qué coche la había seguido el día anterior, pero la diferencia entre plateado y gris se podía interpretar de muchas maneras.


Más tarde ese mismo día, volvió a ver el mismo coche que la seguía de vuelta a casa. Aparcó en cuanto pudo, entró en una cafetería y pidió algo de beber. Unos minutos más tarde entraba en el local el mismo hombre corpulento, con gafas de sol, que se sentó con un periódico delante de la cara.


Paula decidió aclarar las cosas, no quería quedarse con la duda y, además, era un buen sitio, ya que estaban rodeados de gente.


Vació su taza, se levantó y fue hasta su mesa.


—¿Es éste? —le preguntó en voz alta—. ¿El periodicucho para el que trabaja?


El hombre bajó el periódico y la miró con las gafas de sol todavía puestas.


—¿Perdone?


—Quiero saber para quién trabaja —repitió Paula.


El hombre tomó su taza y bebió.


—Sólo estoy haciendo tiempo, leyendo el periódico —contestó.


Paula frunció el ceño. ¿Por qué no le respondía?


—¿Niega haber estado siguiéndome por toda la ciudad?


La mujer que había en la mesa de al lado los miró con curiosidad al reconocer a Paula.


—No sé de qué está hablando, señorita Chaves —respondió el hombre con insolencia.


Paula suspiró. No estaba consiguiendo nada, salvo montar un espectáculo, pero al menos el tipo sabía que lo había pillado.


—Déjeme en paz —murmuró Paula antes de salir de la cafetería.


Mientras volvía al coche pensó que debía de ser un periodista. O eso, o un detective privado. ¿Pero quién iba a querer investigarla a ella?


Se acordó de la demostración de celos que le había hecho Pedro al llegar a su casa, pero la idea le pareció ridícula. Cada uno tenía su vida y no había un compromiso entre ambos. Las fotografías que le habían enviado habían hecho que dejase correr su imaginación y se volviese paranoica.


Durante el resto de la semana no volvió a pasar nada y el viernes, cuando llegó al hotel a las dos de la tarde, ya se le había olvidado el tema y sólo pensaba en volver a ver a Pedro.


Normalmente Pedro pedía la llave de la habitación y la esperaba allí, así que iba de camino a los ascensores cuando vio en recepción a dos hombres que le daban la espalda. Uno de ellos era Pedro. Paula se quedó un momento detrás de una planta y decidió que lo mejor sería esperar a que él subiese e ir detrás, por si alguien la reconocía.


Entonces, Pedro se dio la vuelta y habló con el hombre que tenía al lado. Era un hombre grande, con la cabeza afeitada y gafas de sol.


Paula se quedó helada. Era él, el hombre de la cafetería. 


Estaba segura.


Casi ni se dio cuenta de que Pedro iba hacia los ascensores.


Su mirada siguió clavada en el otro hombre, que se había quedado donde estaba, observando a Pedro.


Se dijo a sí misma que tenía que permanecer tranquila, pensar con la cabeza fría. El hombre le estaba dando la espalda, así que decidió escapar. Condujo hasta casa medio aturdida y subió a su apartamento. Una vez allí, empezó a temblar.


¿Podía ser cierto? ¿Pretendía Pedro desestabilizarla? ¿Estaba haciendo que la siguieran porque creía que se estaba acostando con Jeronimo? Estuvo dándole vueltas durante una hora, hasta que sonó el teléfono y se preparó para lo peor, pensando que era él.


Pero era su madre. Saul había sufrido un infarto y se lo habían llevado al hospital. Paula corrió, olvidándose de Pedro Alfonso por completo. Al salir de casa en coche vio a Roben, que la saludó con la mano. Un segundo después oyó un estruendo, como una explosión.


Con el corazón latiéndole a toda velocidad por el miedo y la impresión, miró por el espejo retrovisor y vio detrás de ella un coche gris, la puerta del pasajero estaba abollada. Buscó a Roben con la mirada y se sintió más tranquila al verlo cruzar la calle, en dirección a ella. Abrió la puerta.


En ese momento vio a Pedro Alfonso saliendo del coche gris. Su Mercedes gris.


Se quedó helada, con la boca abierta, inmóvil.


—¿Estás bien? —le preguntó él, que había llegado a su lado en dos zancadas y parecía preocupado.


—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó, apretando los puños.


—¿Está bien, señorita Chaves? —quiso saber también Roben.


Ella lo ignoró y miró fijamente a Pedro.


—¿Por qué no miras por dónde vas? —le dijo éste en tono airado—. Podías haberte hecho daño…


—Me has encerrado tú, a propósito. ¿Por qué me estás siguiendo?


—He venido a ver dónde estabas. Te he estado esperando durante casi una hora.


—Ya tenías a tu gorila para hacerte compañía. Ahora, quítate de mi camino, tengo prisa —volvió a su coche y abrió la puerta.


—¡De eso nada! —exclamó él, agarrándola del brazo.


Roben protestó en voz baja.


—No pienso quedarme esperándote, Paula. Es la segunda vez que me das plantón. Será mejor que tengas un buen motivo.


Ella se zafó de él, desesperada por marcharse y ver a su padre.


—Me estás siguiendo, estás vigilándome. Y quiero que dejes de hacerlo —le dijo, metiéndose en el coche, pero Pedro no dejó que cerrase la puerta.


—¿De qué estás hablando?


—¡Mantente alejado de mí, Pedro! —le advirtió casi a gritos. Luego, miró a Roben—. Tengo un testigo. Me estás acosando y quiero que me dejes en paz.


—Con mucho gusto —contestó él sin soltar la puerta—. Te crees demasiado buena, Paula Chaves.


Dicho aquello cerró la puerta con fuerza y volvió a su coche.


Lo arrancó y se marchó de allí.


Paula apoyó la frente en el volante, estaba temblando. Por increíble que fuese, su ira había desaparecido con Pedro, y en ese momento se sentía confundida. No obstante, no tenía tiempo para pensar en aquello. Tenía que ir al hospital.


Roben golpeó la ventanilla.


—Lleva la luz trasera rota, señorita Chaves. Tendrá que llevarla a arreglar.


Ella hizo una mueca.


—Luego, Roben. ¿Era ese coche el que habías visto enfrente del edificio esta semana, en el que estaba el tipo fuerte con gafas de sol?


Roben negó con la cabeza.


—No, señora. Era un Mercedes, pero plateado, no gris.