sábado, 13 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 11





Paula llevó la taza de chocolate a la cocina y la tiró por el fregadero. Después, se sirvió una copa de vino. Se sentía frustrada, confundida, no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido durante la última media hora.


Todo le parecía vergonzoso, empezando porque Pedro la hubiese pillado con una mascarilla de aguacate, pepino y leche en polvo en la cara. ¡Qué elegante! Y había terminado de humillarse cuando él la había tocado y besado. Pedro había dicho que era como una droga, pero había conseguido excitarla en un momento.


Por suerte, había parado a tiempo. Pedro Alfonso estaba ocupando demasiados de sus pensamientos últimamente. 


Pensaba en él varias veces a la semana, y siempre se estremecía de deseo al hacerlo. Además, a excepción del viernes, el resto de los días de la semana le parecían un aburrimiento.


Lo que le faltaba era tener su imagen también allí, en su salón, desnudo, haciéndole el amor.


Puso la televisión y volvió a apagarla, al fin y al cabo, pensar en tener sexo con él era mejor que pensar en tener cualquier otra cosa. Al haber empezado la relación sólo con sexo, no había cabida para nada más. Pedro nunca la conocería de verdad, no se la tomaría en serio. Si hasta su padre, que era su mayor admirador, pensaba en ella como en un adorno. A pesar de sus esfuerzos por cambiar su modo de vida y de demostrar al mundo quién era en realidad, era más sencillo aceptar el cinismo y seguir adelante. No obstante, tenía derecho a proteger su corazón en el proceso.


El martes, Paula estuvo a punto de verse implicada en un accidente de tráfico, aunque le dio poca importancia hasta que, diez minutos más tarde, se dio cuenta de que había un coche gris que la estaba siguiendo. La siguió al supermercado y a casa de sus padres. Divertida, le dio la vuelta a la manzana varias veces. Y el coche la siguió. 


Paula se detuvo y abrió la puerta. Y el coche gris aceleró y torció la esquina. Al pasar por su lado, Paula vio que era un hombre de pelo oscuro, con las gafas de sol en la cabeza y anchos hombros.


Intentó olvidarse de él, pero no pudo. Al día siguiente, mientras esperaba el ascensor en su edificio, vio a un hombre gigante salir de él. Llevaba un traje negro, gafas de sol y la cabeza casi afeitada. A pesar de no verle los ojos, hubo algo en su expresión cuando la miró, que la hizo estremecerse.


Una vez dentro de su apartamento, siguió con aquella extraña sensación. Corrió las cortinas, se sirvió un refresco y empezó a prepararse la cena sin dejar de darle vueltas al tema.


Estaba comportándose como una tonta y no sabía si era por las fotos, o porque se temía que, si descubrían lo suyo con Pedro, tendrían que dejar de verse.


Siempre se había sentido segura en su casa. No había portero a la entrada, aunque sí una persona. Roben, que se ocupaba del mantenimiento del edificio. Además, los residentes utilizaban una tarjeta para acceder, aunque tal y como le había demostrado Pedro el sábado, cualquiera podía hacerlo.


Cuando salió a la mañana siguiente le preguntó a Roben si había visto al hombre corpulento con el que se había encontrado en el edificio el día anterior.


—¿Un hombre grande, con traje y gafas de sol? —preguntó él.


Paula asintió.


—No lo vi en el edificio, pero hubo un tipo en la acera de enfrente durante casi todo el día de ayer, sentado en un coche o apoyado en él. Me dio la sensación de que estaba vigilando el edificio y pensé que tal vez era un policía.


—¿Qué coche tenía?


—Un Mercedes. Plateado.


Paula no tenía ni idea de qué coche la había seguido el día anterior, pero la diferencia entre plateado y gris se podía interpretar de muchas maneras.


Más tarde ese mismo día, volvió a ver el mismo coche que la seguía de vuelta a casa. Aparcó en cuanto pudo, entró en una cafetería y pidió algo de beber. Unos minutos más tarde entraba en el local el mismo hombre corpulento, con gafas de sol, que se sentó con un periódico delante de la cara.


Paula decidió aclarar las cosas, no quería quedarse con la duda y, además, era un buen sitio, ya que estaban rodeados de gente.


Vació su taza, se levantó y fue hasta su mesa.


—¿Es éste? —le preguntó en voz alta—. ¿El periodicucho para el que trabaja?


El hombre bajó el periódico y la miró con las gafas de sol todavía puestas.


—¿Perdone?


—Quiero saber para quién trabaja —repitió Paula.


El hombre tomó su taza y bebió.


—Sólo estoy haciendo tiempo, leyendo el periódico —contestó.


Paula frunció el ceño. ¿Por qué no le respondía?


—¿Niega haber estado siguiéndome por toda la ciudad?


La mujer que había en la mesa de al lado los miró con curiosidad al reconocer a Paula.


—No sé de qué está hablando, señorita Chaves —respondió el hombre con insolencia.


Paula suspiró. No estaba consiguiendo nada, salvo montar un espectáculo, pero al menos el tipo sabía que lo había pillado.


—Déjeme en paz —murmuró Paula antes de salir de la cafetería.


Mientras volvía al coche pensó que debía de ser un periodista. O eso, o un detective privado. ¿Pero quién iba a querer investigarla a ella?


Se acordó de la demostración de celos que le había hecho Pedro al llegar a su casa, pero la idea le pareció ridícula. Cada uno tenía su vida y no había un compromiso entre ambos. Las fotografías que le habían enviado habían hecho que dejase correr su imaginación y se volviese paranoica.


Durante el resto de la semana no volvió a pasar nada y el viernes, cuando llegó al hotel a las dos de la tarde, ya se le había olvidado el tema y sólo pensaba en volver a ver a Pedro.


Normalmente Pedro pedía la llave de la habitación y la esperaba allí, así que iba de camino a los ascensores cuando vio en recepción a dos hombres que le daban la espalda. Uno de ellos era Pedro. Paula se quedó un momento detrás de una planta y decidió que lo mejor sería esperar a que él subiese e ir detrás, por si alguien la reconocía.


Entonces, Pedro se dio la vuelta y habló con el hombre que tenía al lado. Era un hombre grande, con la cabeza afeitada y gafas de sol.


Paula se quedó helada. Era él, el hombre de la cafetería. 


Estaba segura.


Casi ni se dio cuenta de que Pedro iba hacia los ascensores.


Su mirada siguió clavada en el otro hombre, que se había quedado donde estaba, observando a Pedro.


Se dijo a sí misma que tenía que permanecer tranquila, pensar con la cabeza fría. El hombre le estaba dando la espalda, así que decidió escapar. Condujo hasta casa medio aturdida y subió a su apartamento. Una vez allí, empezó a temblar.


¿Podía ser cierto? ¿Pretendía Pedro desestabilizarla? ¿Estaba haciendo que la siguieran porque creía que se estaba acostando con Jeronimo? Estuvo dándole vueltas durante una hora, hasta que sonó el teléfono y se preparó para lo peor, pensando que era él.


Pero era su madre. Saul había sufrido un infarto y se lo habían llevado al hospital. Paula corrió, olvidándose de Pedro Alfonso por completo. Al salir de casa en coche vio a Roben, que la saludó con la mano. Un segundo después oyó un estruendo, como una explosión.


Con el corazón latiéndole a toda velocidad por el miedo y la impresión, miró por el espejo retrovisor y vio detrás de ella un coche gris, la puerta del pasajero estaba abollada. Buscó a Roben con la mirada y se sintió más tranquila al verlo cruzar la calle, en dirección a ella. Abrió la puerta.


En ese momento vio a Pedro Alfonso saliendo del coche gris. Su Mercedes gris.


Se quedó helada, con la boca abierta, inmóvil.


—¿Estás bien? —le preguntó él, que había llegado a su lado en dos zancadas y parecía preocupado.


—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó, apretando los puños.


—¿Está bien, señorita Chaves? —quiso saber también Roben.


Ella lo ignoró y miró fijamente a Pedro.


—¿Por qué no miras por dónde vas? —le dijo éste en tono airado—. Podías haberte hecho daño…


—Me has encerrado tú, a propósito. ¿Por qué me estás siguiendo?


—He venido a ver dónde estabas. Te he estado esperando durante casi una hora.


—Ya tenías a tu gorila para hacerte compañía. Ahora, quítate de mi camino, tengo prisa —volvió a su coche y abrió la puerta.


—¡De eso nada! —exclamó él, agarrándola del brazo.


Roben protestó en voz baja.


—No pienso quedarme esperándote, Paula. Es la segunda vez que me das plantón. Será mejor que tengas un buen motivo.


Ella se zafó de él, desesperada por marcharse y ver a su padre.


—Me estás siguiendo, estás vigilándome. Y quiero que dejes de hacerlo —le dijo, metiéndose en el coche, pero Pedro no dejó que cerrase la puerta.


—¿De qué estás hablando?


—¡Mantente alejado de mí, Pedro! —le advirtió casi a gritos. Luego, miró a Roben—. Tengo un testigo. Me estás acosando y quiero que me dejes en paz.


—Con mucho gusto —contestó él sin soltar la puerta—. Te crees demasiado buena, Paula Chaves.


Dicho aquello cerró la puerta con fuerza y volvió a su coche.


Lo arrancó y se marchó de allí.


Paula apoyó la frente en el volante, estaba temblando. Por increíble que fuese, su ira había desaparecido con Pedro, y en ese momento se sentía confundida. No obstante, no tenía tiempo para pensar en aquello. Tenía que ir al hospital.


Roben golpeó la ventanilla.


—Lleva la luz trasera rota, señorita Chaves. Tendrá que llevarla a arreglar.


Ella hizo una mueca.


—Luego, Roben. ¿Era ese coche el que habías visto enfrente del edificio esta semana, en el que estaba el tipo fuerte con gafas de sol?


Roben negó con la cabeza.


—No, señora. Era un Mercedes, pero plateado, no gris.




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