domingo, 24 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 15




PEDRO ESTABA sentado a la larga mesa en uno de sus extremos, frente a su abuelo. No era una colocación muy íntima: podrían haber acomodado al menos a veinte personas a lo largo de la reluciente superficie de caoba. 


Tiempo atrás, Pedro recordaba haber visto ese mismo número de invitados, y el ambiente había sido festivo en esas ocasiones. Aquella noche, no lo era.


Jugó con la copa de cristal vacía que tenía junto al plato.


—¿Comes aquí cuando estás solo?


—A algunos nos gusta mantener las buenas costumbres —Edgar Alfonso contempló con apenas velada desaprobación el atuendo informal de su nieto. Hacía tiempo que Pedro era inmune a la desaprobación de su abuelo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que coma con una bandeja delante de la televisión?


Pedro hizo una mueca. ¡Qué escándalo sería! Había observado cómo la tez del anciano oscurecía durante la comida desde que aceptara el vino que su nieto había rechazado... ¿Estaría bebiendo por los dos? Pedro se preguntó cómo tendría la presión sanguínea últimamente. No se lo preguntó, sabía que su preocupación no sería bien recibida. Lo irónico era que, en realidad, se preocupaba por su abuelo.


—Sí, la temible tele, ha extinguido el arte de la conversación, ¿verdad? —repuso Pedro con marcado sarcasmo. Habían compartido una comida de cuatro platos y no habían intercambiado más de media docena de palabras antes de que les sirvieran el café.


«Habría sido mejor que me quedara con Paula», pensó, y no por primera vez. En realidad, lo habría hecho si ella no lo hubiese echado, alegando que quería enfrentarse con Chloe sin distracciones.


—¿Has tenido noticias de papá?


Su padre llevaba viviendo un lujoso exilio con su esposa en el sur de Francia desde que lo sorprendieran robando. En realidad, la malversación de fondos fue sofisticada... German Alfonso podía ser codicioso e impaciente, pero también astuto. Claro que no tanto como su padre, al parecer.


Al descubrir el robo, Edgar utilizó su propio dinero para solventarlo y se encargó de suavizar los daños. Cómo no, corrieron rumores, pero el honor de la familia salió indemne del incidente, y eso era lo único que importaba, reflexionó Pedro con cinismo. A continuación, Edgar le notificó a su hijo que ya no era bien recibido en el país, y German sabía que Edgar tenía poder suficiente para convertir su vida en un infierno si no obedecía aquel edicto.


Pedro no lamentaba la marcha de su padre, pero sintió una punzada de pesar a medida que la tez rubicunda de Edgar se intensificaba. Contra toda lógica, sentía afecto por el anciano déspota e intolerante que nunca había sentido por su propio padre ni, para el caso, por su hermano. La madre de Pedro se alegró y emocionó mucho al verlo cuando él la buscó al cumplir la mayoría de edad, pero Natalie no podía dar marcha atrás en el tiempo. Pedro no le guardaba rencor. 


Sabía que ella tenía una nueva familia y se alegraba sinceramente de que hubiese conocido a alguien que le hiciera feliz. No, Edgar y él tendrían que tolerarse mutuamente.


—He recibido noticias de tu padre. Le preocupa que pueda haberlo desheredado —Edgar elevó sus pesados párpados y le brindó una tensa sonrisa.


—¿Y lo has desheredado? —preguntó Pedro con naturalidad.


—Te gustaría, ¿verdad? —lo acusó Edgar.


—Si crees que me importa lo más mínimo tu dinero y esta mansión, no podrías estar más equivocado —le dijo Pedro con frialdad.


El rostro de Edgar Alfonso delató la frustración que sentía al saber que su nieto decía la verdad.


El pitido estridente del móvil de Pedro irrumpió en sus pensamientos, que ya habían derivado de nuevo a El Nogal. Bajo la mirada severa de su abuelo, extrajo el teléfono del bolsillo.


—Paula.


Podía verla con tal nitidez que era como si estuviera delante de él. Le temblaron las aletas de la nariz, ya que casi podía oler la suave fragancia de su cuerpo. Teniendo en cuenta que su imaginación había olvidado suministrar la ropa, era una suerte para el bienestar de su abuelo que la imagen solo fuera fruto de su fértil y erótica imaginación.


Pedro se asombró del inmenso placer que le produjo oír su voz. Se asombró aún más de la reacción lujuriosa de su cuerpo. El placer se disipó con celeridad al detectar la angustia en la voz de Paula.


—¿Mi grupo sanguíneo? —Pedro frunció las cejas con perplejidad mientras le proporcionaba el dato que ella pedía—. Sí, tan raro como los dientes de gallina, al menos, eso me han dicho —su expresión se ensombreció al escuchar la explicación balbuciente de Paula—. En el hospital. Allí estaré —consultó la hora en su reloj metálico de pulsera—. Dentro de veinte... No, de quince minutos.


Colgó y se puso en pie.


—¿Sabías...? —luchando por contener la furia, se cernió sobre el anciano con aire amenazador.


—¿El qué? —Edgar Alfonso no estaba acostumbrado a que lo miraran como si tuviera algo contagioso. No le agradaba.


Por una vez, a Pedro no le resultó divertida la actitud sarcástica del anciano. De repente, ya no le hacía gracia ser el objeto de la reprobación de su abuelo.


—¿Sabías que tu adorado Ale había tenido un hijo bastardo con una de las jóvenes de la aldea? —una de las pocas cosas que había tenido en común con su difunto hermano era su insólito grupo sanguíneo. Al parecer, Ale había transmitido ese mismo grupo sanguíneo a su hijo Benjamin, que estaba esperando a ser intervenido en el hospital de la ciudad más cercana. Paula debía de estar fuera de sí... Y Pedro quería estar con ella, no le apetecía perder tiempo con el viejo.


Edgar Alfonso se puso en pie con ímpetu, olvidándose de la artritis de su rodilla. Lanzaba chispas por los ojos.


—¿Cómo te atreves?


—Claro —contestó Pedro en tono burlón, mientras se ponía la chaqueta—. No hay que hablar mal de los muertos y él valía diez veces más que yo, pero no digas que no sabías que el santo de Ale engañaba a la pobre Anabel siempre que podía —rió con aspereza cuando el rubor bañó las mejillas ya enrojecidas de su abuelo—. Por supuesto que lo sabías, pero la engañaba con una discreción tan exquisita y con tan buen gusto que hacías la vista gorda.


—¿A dónde crees que vas, chico? —gritó Edgar a la espalda rígida del único nieto que le quedaba—. ¿Crees que habría dado la espalda a un hijo de Ale si hubiese sabido que existía?


La voz trémula del viejo detuvo a Pedro. Se dio la vuelta.


—Cualquier heredero sería preferible a mí, ¿no es cierto? —contempló el rostro del anciano—. Eso pensaba.


—¡Pedro!


—¡Cierra la boca! Si no llego pronto al hospital, te quedarás sin heredero —le espetó con furia, sin apenas volver la cabeza.


Era la primera vez que alguien le ordenaba a Edgar Alfonso que se callara. Tardó varios momentos en recuperarse de la conmoción, pero ¡y tanto que se recuperó!





sábado, 23 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 14





-¿QUÉ HACES? —protestó Paula cuando Pedro la levantó a ella, y todas las prendas que estaban a su alcance, en brazos.


Estaba a gusto... bueno, un poco más que a gusto, en realidad, sintiendo el cuerpo pesado y sudoroso de Pedro sobre el de ella, disfrutando de la extraordinaria intimidad de la calma que sucedía a la tormenta.


¡Y qué tormenta! Paula nunca había imaginado que se encontraría en una situación, o con un hombre, que le hiciera olvidar sus inhibiciones naturales y comportarse con total y maravilloso abandono.


El recuerdo de la acuciante necesidad de ser poseída todavía tenía una nota de irrealidad. Sin embargo, la tibieza de la satisfacción que sentía en su bajo vientre distaba de ser irreal. La certeza de que Pedro había sido una víctima igual de indefensa de sus deseos no le hacía sentirse ni vencedora ni vencida. Más bien, tenía la difusa sensación de que debía sentirse avergonzada. «Quizá lo haga», se dijo, «cuando pueda pensar en lo ocurrido con objetividad».


—Llevarte a la cama.


No había connotación sexual en aquella respuesta prosaica, pero Paula sintió una oleada de calor. Por absurdo que pareciera, no podía negar que la voz grave de Pedro bastaba para provocar un estremecimiento de deseo por todo su cuerpo.


—¿No es un poco tarde para eso? —Paula tragó saliva para suavizar la sequedad de su garganta mientras contemplaba cómo Pedro cerraba la puerta con llave.


—¿Te apetece que entre cualquiera y te vea tumbada sobre la mesa de la cocina? —inquirió Pedro. Paula sintió los primeros aleteos de la inquietud que amenazaba con echar a perder su languidez. Y no era de extrañar, pensó. Pedro había logrado conjurar una imagen dolorosamente cruda.


—Es un comentario de muy mal gusto —protestó.


—Sí, pero preciso —declaró Pedro antes de arrojarla sobre la cama.


Paula permaneció tumbada, hecha un ovillo de pálidos miembros desnudos, cuando la expresión intensa del rostro delgado de Pedro le hizo reparar en cada centímetro de piel desnuda que estaba exhibiendo.


Por supuesto que Pedro la miraba con intensidad: era una mujer y estaba desnuda. Si se presentaba la oportunidad, ¿acaso la mayoría de los hombres no miraría fijamente a una mujer desnuda? A cualquier mujer desnuda. La testosterona prevalecería siempre sobre los buenos modales.


—Deja de mirarme así —le dijo con un ceño reprobador.


—¿Cómo? —preguntó Pedro, sin desviar la mirada.


—Como si estuvieras babeando.


Una carcajada emergió de su garganta.


—Espero que no de forma visible.


—¿Tú haciendo algo antiestético? No lo creo —debía de ser la criatura más elegante que había visto nunca, decidió Paula. Más aún, su gracia era espontánea, una parte intrínseca de él—. Estoy segura de que estarías sensacional con huevo en la cara.


Aunque el comentario parecía más una crítica que un cumplido, Paula lo estaba devorando con la mirada. 


Pequeños detalles insignificantes la fascinaban, como el lunar de forma oval que Pedro tenía justo encima del pezón derecho, y la forma en que... «Cielos, cualquiera diría que estás enamorada». Abrió los ojos con angustia. «No, no puede ser. Ahora no. Con Pedro, no».


—¿Te encuentras bien? —preguntó Pedro con el ceño fruncido. Paula había palidecido de forma tan drástica que, por un momento, creyó que iba a desmayarse. Las mujeres no solían tener aspecto de estar a punto de vomitar después de que Pedro les hiciera el amor.


—Estoy bien... muy bien —exclamó, y le salió un gallo cómico en la última palabra.


Aquella respuesta chillona no hizo sonreír a Pedro, que apretó la mandíbula con resolución. Se negaba en redondo a creer que Paula estuviera lamentando lo ocurrido. ¡No se lo permitiría!


—Es normal que babee un poco, Paula, cuando estás exhibiendo tu hermoso cuerpo de esa manera —la fiera sonrisa burlona hizo que Paula, incapaz de seguir tolerando el escrutinio, se deslizara bajo las sábanas con las mejillas ardiendo—. No era una queja. Sin embargo —reconoció Pedro con un suspiro de pesar—, así nos resultará más fácil hablar, y tenemos que hablar.


¿Más fácil para quién?, se preguntó Paula. Pedro se había puesto los pantalones, aunque no se hubiera atado el cinturón, pero no llevaba camisa. Un torso lleno de pectorales perfectos impedía que una mujer se concentrara.


—¿De qué quieres hablar? —no del comienzo de una relación profunda y sincera, por supuesto. Paula hizo caso omiso de la insatisfacción que empezaba a formarse en su pecho. A Pedro debía de temer que ella se pusiera sentimental y pegajosa—. No tienes por qué preocuparte, Pedro, sé que no ha significado nada. Estoy segura de que ya tienes bastantes problemas y no necesitas ninguna otra complicación... Yo, desde luego, me siento así —en aquellos momentos, debía dedicar toda su energía al dilema sobre Benjamin. Era el momento más inoportuno para satisfacer sus propios placeres egoístas—. Al menos, no tendremos que preocuparnos por un embarazo no deseado.



Bromear sobre aquel asunto era lo más difícil que Paula había hecho en la vida. ¿Y qué obtenía a cambio? Pedro ni siquiera parecía aliviado.


—A decir verdad, no tengo interés en comentar lo vacío y sin sentido que te ha parecido nuestro abrazo.


—¡Yo no he dicho eso! —protestó Paula.


—Me identifico con ese sentimiento —replicó Pedro en tono sombrío. La sometió a un escrutinio severo y se apresuró a sacar a colación el tema que más le preocupaba en aquellos momentos—. ¿Desde cuándo no has estado con un hombre? —preguntó con engañosa naturalidad.


Nada podía haber parecido más espontáneo que la respuesta de Paula... quizá demasiado espontánea.


—Desde hace tiempo —Paula jugó con el fleco de su colcha de alegres colores antes de colocarla de forma artística sobre la sábana blanca.


—¿Mucho tiempo? ¿Quieres dejar la colcha en paz? —gritó Pedro con brusquedad. Le arrancó la tela de los dedos y se sentó en el borde de la cama.


—Tal vez —concedió con desafío.


Pedro contempló la expresión que asomó al rostro de Paula y maldijo. No parecía posible, pero en el fondo había sabido contra todo pronóstico que tenía razón. Peor aún, la parte políticamente incorrecta, la parte Neandhertal de su ser había sentido un placer primitivo al saber que había sido el primero.


—¡No hace falta que maldigas! —lo regañó Paula.


Pedro lo consideraba muy necesario.


—¿Mucho tiempo quiere decir nunca?


—¿Y qué? —lo desafió Paula, y elevó su rostro enrojecido—. No hace falta que abras una investigación.


Pedro apretó sus labios sensuales hasta reducirlos a una delgada línea.


—¡No puedo creer que hayas tirado por la borda con tanta frivolidad algo que tanto valoras!


Pedro, precisamente Pedro, ¿iba a darle lecciones de moral?


—¡No ha sido frívolo! —gritó Paula, al tiempo que se ponía de rodillas y tiraba de la sábana hacia la barbilla. El recelo de la mirada sagaz de Pedro le hizo comprender lo fácilmente que se podían malinterpretar sus palabras. ¿O no?—. Quiero decir, que no ha sido del todo frívolo —se contradijo enseguida—. Solo diferente. Y no es como si hubiese estado esperando a que el hombre ideal apareciera en mi vida.


—No me digas.


—Para tu información —replicó Paula en tono desafiante—, hace unos años mantuve una relación bastante seria y estaba a punto de... tirarlo por la borda, como tú dices con tan buen gusto —le espetó—, cuando el médico me dijo que no podía... ya sabes. Así que se lo dije a Tomas. No es que fuéramos a casarnos ni nada parecido, pero pensé que tenía derecho a saberlo —una mirada distante empañó sus ojos al recordar lo ocurrido cinco años atrás.


—¿Y qué hizo Tomas? —preguntó Pedro en un tono engañosamente lánguido.


—Dijo que lo sentía, pero que...


—¡El muy cretino te dejó! —masculló Pedro con fiereza. 


Paula se encogió de hombros.


—Le daba miedo la enfermedad. No es que estuviera enferma, exactamente, pero...


—Ahora ya sé de dónde sacas todas esas ideas absurdas.


—¿Qué ideas absurdas?


—Siempre hablas como si fueses una minusválida... no una mujer completa.


Aquella acusación fue muy dolorosa.


—Solo intento ser realista. Lo siento si eso te incomoda.


—¡Realista! —respondió Pedro con furia—. Más bien, autocompasiva, pero no esperes que te haga ninguna concesión por tu incapacidad. Miles de personas llevan una vida feliz y productiva con incapacidades reales. No puedes tener hijos...


—¿Y qué? —saltó Paula. ¿Cómo podía un hombre, sobre todo alguien tan egoísta e insensible como Pedro, empezar a comprender?—. ¿Es eso lo que quieres decirme?


—Lo que quiero decir es que la vida no es justa, pero es así. El que no puedas tener hijos es parte de lo que eres, como el color de tus ojos, pero no eres tú —la voz de Pedro se había vuelto sorprendentemente tierna y Paula sintió un nudo de emoción en la garganta—. La cuestión es que a mí, desde luego, me has parecido toda una mujer.


Un hombre que se había acostado con una mujer virgen y vulnerable debía sentirse como un canalla de primera clase, y Pedro así se sentía, pero el sentimiento estaba desvaneciéndose con rapidez al mismo tiempo que su interés sexual se estimulaba. En realidad, «estimulaba» no acertaba a describir el ansia que empezaba a crear nudos tortuosos en su vientre. De repente, tuvo una vivida visión de un hombre sin rostro que retomaba lo que él había dejado, y los músculos de su vientre se contrajeron con fiero rechazo. 


No era propio de él dejar algo inacabado.


—Para mí, desde luego, no ha sido gran cosa. No me siento desflorada ni nada parecido —con una carcajada destinada a ilustrar que no albergaba neurosis de ningún tipo, Paula rechazó con firmeza la idea—. Para que lo sepas, me siento liberada... fortalecida incluso —le explicó, y alzó las manos con expresividad. El gesto se volvio contra ella en el momento en que la sábana resbaló a su cintura. No se sintió especialmente fortalecida cuando corrió a cubrirse de nuevo—. Debería haberlo hecho hace años —masculló con resuelto buen humor.


Pedro la estaba observando con aquella expresión sombría, reflexiva y enigmática tan propia de él.


—No tenías más que pedirlo.


—¡Ja! —la carcajada de Paula fue genuina, aunque impregnada de amargura—. Menuda bola. Nunca te habías fijado en mí —lo cual debía de ser la única razón por la que su amistad hubiese sobrevivido a la pubertad—. ¿Lo ves? —se burló, y lo señaló con el dedo—. ¡No puedes negarlo!


Pedro atrapó el dedo y, sin dejar de mirarla a los ojos, se lo llevó a los labios. Besó la yema con suavidad antes de metérselo lentamente en la boca. Lo lamió.


Todos los músculos del estómago de Paula, además de los tanto tiempo desatendidos, se contrajeron al unísono.


—Ya te he dicho que algunas cosas cambian.


El tono sensual de la voz de Pedro, no. Ese era uno de los rasgos eternos de la vida.


—No tanto —graznó en un susurro rencoroso mientras retiraba el dedo con brusquedad. Sospechaba que Pedro se estaba riendo de ella.


—Entonces —preguntó con una sagacidad imperdonable—, ¿por qué estás temblando?


—No digo que no seas atractivo... Sobre todo —añadió con ironía—, cuando te esfuerzas tanto por serlo.


—Te lo recordaré la próxima vez que hagamos el amor —repuso Pedro en tono enigmático.


—¿No estarás sugiriendo que hagamos esto...?


—¿Con regularidad? —la cama de metal tembló cuando Pedro se colocó cómodamente junto a ella—. No se me ocurre ninguna razón sensata que lo impida.


—Yo sí. A mí se me ocurren cientos de razones.


—He dicho una razón sensata. Los dos tenemos necesidades que ninguna otra persona está satisfaciendo en este momento.


—¡Como proposición, tiene todo el encanto de una encuesta demográfica! Prefiero morir antes que esperarte con los brazos abiertos siempre que te apetezca pasarte por aquí. ¡Es tan humillante! —Paula se estremeció con desagrado y no se percató de que se había puesto rígido de furia—. Creo que lo que necesitas es una querida como las de antes.


Pedro se tumbó de costado de repente y le arrancó la sábana de las manos. Con la misma firmeza, le agarró el muslo y tiró de ella hasta que quedaron cara a cara. Sus ojos oscuros llameaban con fiera determinación mientras recorría el cuerpo trémulo de Paula con la mirada.


—Lo que necesito eres tú.


El calor inundó el vientre de Paula. Unos minúsculos puntos rojos bailaron ante sus ojos.


—Y tú me necesitas a mí —anunció Pedro con la misma autoridad—. Sé que no lo hemos buscado, pero ha pasado —Pedro sintió el estremecimiento que la recorría mientras tomaba uno de sus senos en la mano—. Yo, desde luego, no buscaba olvidar mis problemas con una especie de frenesí sexual —admitió con voz ronca.


¡Frenesí! ¿De verdad había dicho esa palabra? Nunca se había considerado la clase de mujer capaz de inspirar frenesí en nadie. Era gratificante comprobar que no había sido la única que se había sentido así. Se retorció y pronunció su nombre con suavidad cuando él le acarició el pezón tenso y rígido.


Las siguientes palabras de Pedro sugerían que él también estaba perplejo por lo ocurrido.


—Y tampoco esperaba sentir esta clase de atracción por alguien tan deprisa y, mucho menos, por ti.


Paula se sentía como si tuviera hiél en la boca. Estaba furiosa consigo misma por mantenerse pasiva y dejar que Pedro la acariciara como quisiera. En el fondo, la idea de dejar que Pedro la acariciara a placer era una perspectiva vertiginosa y excitante. Le puso las manos en los hombros y lo empujó, pero fue en vano.


—Esa es la ventaja que yo tengo sobre ti, Pedro. Siempre he sabido que eras superficial, pero veo que a ti la revelación te ha dejado conmocionado.


—Podrías pasarlo muy bien explorando mis superficies —le prometió con un brillo perverso en la mirada.


Paula profirió un gemido de preocupación y desistió de su intento por apartarlo.


—¿No crees que esto se está poniendo un poco... serio para ser una aventura inofensiva?


—Se puso serio en cuanto empezaste a rasgarme la ropa.


—¡Fuiste tú el que rasgaba!


—Por cierto —Pedro alargó el brazo y le desabrochó el sostén arrugado que había dejado de sostener hacía algún tiempo. Sostuvo en alto la franja de encaje negro antes de tirarla al suelo.


—Es evidente que estás despechado —sugirió Paula, que trataba de ver la parte cómica de todo aquello. El hecho de que sus palabras sonaran como un jadeo se debía a que Pedro le estaba acariciando la piel suave de los glúteos. Sus palabras habrían tenido más impacto si no hubiera respondido con tanto entusiasmo al beso largo y lánguido que Pedro le dio en los labios.


—Es mucho menos peligroso que me despeche contigo que con una extraña que pueda creer...


—Que significa algo —concluyó Paula en tono inexpresivo, y se pasó el dorso de la mano por los labios recién besados. 


No podía borrar el sabor de Pedro de su boca.


—Por supuesto que significa algo —Pedro dibujó arabescos con los dedos en la parte inferior de la espalda de Paula. El deseo, agudo y dulce, se apoderó de ella—. Significa que yo te deseo y que tú me deseas a mí.


—¿No estás dando demasiadas cosas por hecho? —con los ojos entrecerrados contempló con impotencia cómo Pedro estudiaba sus senos henchidos y estos reaccionaban visiblemente al escrutinio. ¡No era de extrañar que se mostrara prepotente!


—¿Tú crees?


No era el momento más adecuado para descubrir que no podía mirarlo a la cara y mentir.


—Haces que todo parezca tan sencillo...


Incluso mientras protestaba, Paula tenía la sensación de que los dos sabían que era inútil. Había cosas inevitables en la vida, y ella había descubierto, bastante avanzada la suya, que cuando Pedro decía que la deseaba, era absurdo resistirse. ¿Podría ser un defecto genético?, se preguntó.


—De eso nada. Hasta hora, lo único que hemos hecho ha sido discutir.


—Nosotros siempre discutimos.


—Y, normalmente, a mí me importa un comino.


Paula contempló la expresión pensativa que empañaba su mirada. Ahogó un grito de enojo y se mordió la lengua.


—Escúchame, Pedro —empezó a decir, y tomó una almohada que estaba por encima de su cabeza y la colocó entre ambos. Sus senos protestaron pero, aunque constituía una defensa endeble, era mejor que nada—. Valoro nuestra amistad, pero nunca la recuperaremos...


—¿Si somos amantes? ¿No eres un poco perversa? Lo mismo dices que lo único que hacemos es discutir como afirmas que merece la pena que conservemos nuestra amistad a cualquier precio... ¡incluida mi cordura!


La sorpresa le hizo olvidar lo peligroso que era mirarlo directamente a los ojos. Solo hicieron falta dos segundos de exposición a aquella mirada intensa y llameante para que Paula quedase paralizada de deseo.


—Deberías ir a ver a tu abuelo —le costaba articular las palabras—. Y yo...


—Te quedarás aquí sola, dándole vueltas a la cabeza. Creo que mi idea es mejor. Sabes cómo herir los sentimientos de un hombre, Paula. Aquí estoy yo, ofreciéndote mi cuerpo y mi vasta experiencia...


Quizá pareciera una broma, pero Pedro hablaba muy en serio. Sabía que Paula había disfrutado de su primera y frenética unión; sus reacciones habían sido más elocuentes que cualquier palabra de elogio. Pedro se sorprendía deseando enseñar... ¡No, deseando, no! Queriendo enseñarle las sutilezas, lo gratificante que podía ser la contención. Se contendría tanto que ella le suplicaría que la poseyera, decidió, y sonrió con sombría determinación. Él también suplicaría un poco, solo para demostrarle que no tenía nada de malo pedir.


—¡Serás presumido! —Paula prorrumpió en carcajadas.


—No ha sido un alarde sin sentido —Pedro tomó la almohada que Paula acababa de arrojarle a la cabeza.


—Estoy segura de que tienes experiencia, pero ahórrate los detalles.


—Comparado contigo, Paula, un gatito recién nacido tiene más experiencia, pero eso está a punto de cambiar —tomó la barbilla de Paula entre el dedo pulgar e índice y se negó a consentir que desviara la vista.


—No sé si quiero cambiar.


—¿Qué vas a hacer? ¿Fingir que no hemos hecho el amor? ¿Que no te ha gustado? ¿Que no deseas repetir la experiencia tanto como yo? —movió la cabeza con reprobación de lado a lado—. Demasiada farsa para una sola mujer. Cambia tu costumbre de toda una vida, Paula. Vive el momento...


—Esa es una filosofía muy peligrosa —aunque no añadió que atractiva y tentadora.


—Eres una mujer cálida y sensual, Paula.


Paula sabía que no era cierto, pero Pedro insuflaba autoridad a sus palabras. El hecho de que su mano estuviera acariciándole el pecho de nuevo acrecentaba el engaño. 


Paula se sentía como si todas sus dudas se estuvieran disolviendo.


—¿Tan obvio ha sido, Pedro? —susurró, incapaz de reprimir su curiosidad. Pedro le rozó el pezón con el pulgar y ella gimió.


—Era obvio que estabas hecha para hacer esto conmigo —respondió con voz ronca—. Solo Dios sabe por qué no me di cuenta antes.


—¿Hacer el qué?



—Esto —Pedro tomó su mano, la apretó contra él, y Paula comprendió enseguida.


—Te sientes...


—Demasiado vestido.


—Eso también —accedió ella con voz ronca.


—Podrías hacer algo para remediarlo. ¿Te apetecería? —preguntó Pedro, y retiró los gruesos mechones de pelo de su mejilla.


—Me apetece tanto que no puedo respirar —confesó


Paula, con precipitación y voz entrecortada. La respuesta de Pedro fue música para sus oídos.


—Puedes hacer todo lo que quieras —inspiró profundamente su aroma de mujer y empezó a salpicar besos por su rostro y cuello. Hundió los dedos en su melena y le ladeó la cabeza hasta que no quedó ni un centímetro de piel que sus labios no hubieran besado.


Lo único que Paula quería hacer era amar a aquella persona que había conocido durante casi toda su vida pero que nunca había visto de verdad hasta aquel día. ¿Habría cambiado ella? ¿Habría cambiado él? No importaba. Lo que importaba era que nunca había estado tan segura de algo en toda su vida. «Claro que no me sirve de mucho», pensó con tristeza, «cuando amarlo es lo único que no puedo hacer».


—No sé cómo hacerlo.


Pedro dejó de jugar a que besaba y la besó como era debido.


—Yo sé cómo, te enseñaré. Lo único que tienes que hacer es decirme lo que te gusta.


—No puedo —susurró Paula.


—Nunca te ha dado miedo decirme lo que piensas —Pedro acarició un pezón tenso rítmicamente con el pulgar. 


Paula profirió un gemido agónico.


—Eso es diferente.


—Hermoso y diferente, como tú.


Y lo fue.