miércoles, 13 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 7





—Quiero un batido de chocolate con mucha nata y té frío grande.


Paula levantó la cabeza del inventario al reconocer la voz del otro lado del mostrador. Dejó el papel en el pequeño escritorio del minúsculo despacho y se asomó por la puerta.


Sí. Era Pedro, mucho más elegante y no menos atractivo, con camisa negra y pantalones negros. Ella volvió a meterse en el despacho antes de que la viera, como una tortuga nerviosa que se escondiera dentro de su caparazón.


¿Qué hacía él allí?


Se miró en el espejo que Helena, la encargada de Entregranos, había colgado en la pared. Al menos su pelo estaba contenido en una coleta. Más o menos. Y esa mañana se había maquillado antes de salir de casa.


Se riñó a sí misma. Él no había ido allí a verla. Lo único que había hecho era pedir una bebida para su hijo y para él.


Se mordió el interior del labio y adelantó la cabeza unos centímetros hasta que pudo ver de nuevo por la puerta.


—¿Paula?


Se enderezó como una flecha cuando la mirada de él se posó en ella a través de las bandejas de pastas y galletas de chocolate exhibidas encima del mostrador.


Pedro —salió del despacho y se colocó al lado de Doreen, que preparaba el pedido de él—. ¡Qué sorpresa! —sonrió al chico que estaba a su lado y miraba con avidez una enorme galleta de chocolate—. Hola, Ivan —el niño llevaba pantalones marrones y camisa de polo azul, claramente un uniforme escolar.


Ivan gruñó un saludo.


—¿Me pides una galleta de chocolate? —preguntó a su padre.


—A tu madre le dará un ataque cuando sepa que has tomado chocolate con nata —Pedro le dio al niño el cambio que acababa de entregarle Doreen y señaló las sillas que rodeaban un videojuego antiguo en un rincón del pequeño café—. Pero puedes jugar a eso.


Al parecer, el cambio resultaba satisfactorio, pues Ivan tomó las monedas y se acercó al rincón vacío. Unos segundos después, los pitidos electrónicos del juego hacían compañía a la música funky que sonaba ya en el local. Paula observó a Doreen poner una capa generosa de nata batida encima
del batido de chocolate.


—¿Para el chico? —preguntó Doreen.


Pedro asintió y la mujer le pasó el vaso de té con hielo y llevó el batido a Ivan.


Paula no podía reprimir más tiempo la curiosidad.


—¿Qué te trae por aquí? —preguntó.


Él echó azúcar en el té y la miró a través de sus espesas pestañas.


—¿Tomar un té?


—Obviamente —ella jugó con la cinta estrecha de su delantal marrón oscuro. No había vuelto a verlo desde el día en que le arreglara la puerta, aunque la noche anterior, al volver a casa desde el bistró, se había encontrado con que el linóleo estropeado de su minúsculo cuarto de baño había sido reemplazado por baldosas relucientes y él le había dejado una nota en el espejo donde decía que volvería pronto a terminarlo—. Nunca te había visto por aquí.


—He venido a buscar a Ivan a la escuela. Va a la Academia 
Brandlebury.


Era una escuela privada muy prestigiosa. Ella pasaba todos los días por delante de sus paredes cubiertas de hiedra de camino al café. Y desde luego, estaba en la zona.


Lo que implicaba que Pedro no había ido allí en su busca.


Como no quería reconocer la decepción que la embargaba, sonrió más ampliamente que nunca.


—Algunos nietos del tío Abel también van a Brandlebury —dijo—. Creo que es una escuela excelente.


Pedro enarcó las cejas.


—Con lo que cuesta, ya puede serlo. ¿Esos nietos no son primos tuyos?


—Abel no es mi tío de verdad, es un amigo de la familia.


Doreen hizo una mueca al regresar al mostrador. Tomó el trapo que había usado para limpiar el mostrador de cristal.


—Ya nos gustaría a todos tener a Abel Hunt como amigo de la familia.


Pedro miró a Paula con curiosidad.


—¿Tu tío Abel es Abel Hunt?

Paula lanzó a Doreen una mirada de irritación; su compañera de trabajo no se inmutó, pero, afortunadamente, salió de detrás del mostrador, se acercó al escaparate que daba a la acera y empezó a limpiar los cristales. Doreen sólo conocía a Abel por el café que Paula le llevaba varias veces a la semana.


También sabía que Paula no deseaba anunciar esa relación a los cuatro vientos.


Cuando la gente se enteraba de que era prácticamente familia de uno de los hombres más ricos del país, tendía a esperar cosas de ella, cosas que no podía ofrecer.


Apartó aquello de su mente y se concentró en Pedro, que la miraba todavía sorprendido.


—Sí —admitió—. Abel Hunt es mi tío Abel.


—Fiona no me ha dicho nada de eso —murmuró Pedro.


—¿Y por qué iba a hacerlo? Ni el tío Abel ni HuntCom tienen nada que ver con su agencia.


Pedro parecía divertido.


—Teniendo en cuenta lo mucho que habla de ti, me sorprende que no haya salido en la conversación.


Ahora le tocaba a ella sorprenderse.


—¿Fiona te habla de mí?


—Eres una de sus personas favoritas. Sí, habla bastante de ti —no usó una pajita para tomar el té, sino que alzó la tapa y bebió del vaso—. Está bueno.


Vendían muchos litros de aquel té todos los días, así que Paula asumía que debía de ser pasable.


—Fiona también es una de mis personas favoritas —dijo con sinceridad.


Pedro la miró por encima del vaso.


—Entonces tenemos algo en común.


Paula empezó a organizar la colección de tapas de vasos de café y palitos para remover el azúcar que había en el mostrador.


—¿Siempre recoges a tu hijo de la escuela?


Él se puso serio.


—No.


Paula se humedeció los labios y sacó más tapas de debajo del mostrador.


—Gracias por el trabajo que hiciste en el baño. Las baldosas han quedado muy bien.


—Aún tengo que echarle la lechada. Iré el sábado por la mañana, si te parece bien.


—Sí.


—Papá —Ivan había dejado el videojuego y estaba al lado de su padre—. ¿Puedo tomar más nata batida? —levantó su vaso.


—Te han puesto suficiente.


El chico juntó las cejas y Paula se dio cuenta de que tenía algo más de su padre que sólo el color de sus ojos. Tenía las mismas expresiones.


—No importa —dijo con suavidad. Sacó el recipiente de nata del frigorífico y lo levantó en alto.


La mirada de Pedro pasó de Paula a su hijo y de nuevo a ella.


—De acuerdo —tomó el vaso de Ivan y se lo tendió—. Pero sólo esta vez


La expresión de sorpresa de Ivan dio a entender a Paula que Pedro no solía cambiar de idea a menudo una vez que había tomado una decisión. Añadió más nata y pasó el vaso a Pedro, deseando que su interés por él no aumentara con
cada encuentro que tenían. No quería cambiar nada en su situación amorosa, pues sentía todavía las heridas del rechazo de Leonardo.


—¿Qué se dice? —preguntó Pedro a su hijo.


—Gracias —repuso éste antes de volver al videojuego.


Doreen había desaparecido en el almacén de atrás y no había nadie más en el café. Pero eso no era razón suficiente para que Paula se sintiera de pronto como si Pedro y ella fueran las dos últimas personas sobre la Tierra. 


Solos… Juntos.


No pudo evitar que aquella idea tonta le hiciera sonreír.


—¿Qué?


Ella negó con la cabeza.


—Nada —volvió a dejar las tapas debajo del mostrador, pues todos los vasos estaban ya cubiertos. Metió las manos en los bolsillos del delantal para no juguetear nerviosamente con ellas. Él tenía su té frío y su hijo el batido de chocolate con nata. ¿Por qué no se iban?


—¿Hay algo más que pueda hacer por ti? —preguntó.


Pedro no le sucedía a menudo que se quedara sin palabras.


Desgraciadamente, aquel día le había pasado dos veces. La primera había sido cuando había oído el consejo de su abogado de que se buscara pronto una esposa. Y la segunda vez en aquel momento, cuando se dio cuenta de que Paula podía ayudarle a esquivar al abogado.


Miró por encima del hombro. Ivan estaba inmerso en el juego. Miró de nuevo a Paula, que lo observaba con aquellos ojos grises suyos tan cambiantes.


—¿Quieres cenar conmigo esta noche?


Ella entreabrió los labios.


—No puedo. Lo siento —bajó un momento las pestañas sedosas—. Esta semana sustituyo a alguien en el bistró de mi hermana —lo miró y se ruborizó—. ¿Quizá otro día?


Él no podía permitirse esperar una semana.


—¿A qué hora terminas en el bistró?


—Normalmente, entre las diez y las once.


—¿Y dónde está? Puedo llevarte a casa.


Ella achicó los ojos un poco. Su voz se enfrió, entrando en el mismo territorio donde estaba cuando lidiaba con su pretendiente Omar.


—Tengo coche.


—Creo que no me explico bien —suspiró Pedro—. No pretendo parecer un acosador.


Ella colocó las manos en el mostrador brillante. Sus dedos eran largos y finos, con las uñas cortas y sin pintar. La única joya que llevaba era un reloj estrecho de pulsera con una correa de cuero también estrecha.


—¿Y por qué no me dices lo que es esto?


—Hay algo de lo que me gustaría hablarte. En un lugar algo más privado.


—¿Fiona está bien?


—Sí. Tan bien como siempre. Esto no tiene que ver con ella —Pedro bajó la voz—. En realidad, se trata de mis hijos.


Ella miró a Ivan.


—¿Qué pasa con ellos? Supongo que Fiona te ha dicho que trabajé de niñera hace unos años, pero…


—No, no me lo ha dicho. Pero no es una niñera lo que busco.


—Entonces, ¿qué?


—Te lo diré todo, pero no aquí. Ahora no.


Ella bajó la vista al mostrador, a la mano de él que acababa de cubrir con las suyas. Volvió a alzar los ojos y se encogió levemente de hombros.


—De acuerdo —sacó las manos de debajo de la de él y las metió de nuevo en los bolsillos del delantal—. Si no puede esperar hasta que vengas a trabajar en el suelo el sábado, ven esta noche al Corner Bistró —le dio la dirección—. Si
quieres la mejor comida que has probado nunca, ven pronto, antes de que cierre la cocina.


A él no le preocupaba conseguir una buena cena. Le preocupaba perder a sus hijos definitivamente.


—Gracias. Nos vemos esta noche.


Apartó a Ivan del juego y salió del café.






martes, 12 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 6




Zeus echó a un lado la cabeza dorada y la miró como si supiera bien la cantidad de veces que había escondido cosas a su madre. Ella le pasó la mano por la cabeza sedosa y le lanzó el hueso de goma que le gustaba morder. Se pasó luego las manos por el pelo, en un intento vano por alisarlo, tiró de la camiseta larga por debajo de las caderas y volvió a la sala de estar.


Pedro estaba acuclillado al lado de la puerta abierta, trabajando en la cerradura y el picaporte, y sus muslos musculosos abultaban contra los vaqueros desgastados. Paula respiró hondo y consiguió sonreírle cuando la mirada de él se volvió hacia ella.


—Tu madre, supongo.

Paula asintió con la cabeza. Se sentía más como una colegiala que como una mujer adulta.


—Parece que las noticias viajan deprisa.


Paula se ruborizó. Sintió un calor intenso en la cara y el cuello.


—Sí —se frotó las manos en los muslos—. Supongo que me has oído.


—He intentado no hacerlo —él parecía divertido. Miraba de nuevo la cerradura—. Pero este espacio es pequeño.


Y parecía más pequeño a cada momento que pasaba.


—Lo siento.


—¿Por qué?


Paula se encogió de hombros.


—Por haber mezclado tu nombre en todo esto.


—Como tú has dicho, sólo es un malentendido. No pasa nada —él terminó de apretar un tornillo, probó el picaporte unas cuantas veces y se puso en pie—. Y sé cómo pueden ser las madres —cerró la puerta y giró la cerradura. La miró—. Creo que ahora estarás segura aquí.


—Debería pagarte la cerradura.


—No es necesario —él volvió a abrir la puerta y entró una corriente de aire frío y húmedo—, Fiona tiene una larga lista de cosas que quiere arreglar o cambiar aquí. Una cerradura no supondrá mucha diferencia —se inclinó a guardar sus herramientas en la caja y su camiseta se estiró en la espalda.


Paula pasó rápidamente la vista de sus músculos a la puerta abierta y agradeció el aire fresco.


—Le dije a Fiona que no tiene que arreglar nada. Aparte de la puerta que se atascaba, todo lo demás está bien —y el alquiler era muy bajo.


—No digas eso —gruñó él—. Tal y como está la situación, necesito todo el trabajo que pueda conseguir.


Ella abrió la boca, sin saber muy bien lo que iba a decir


Pero él sonreía ya.


—Es broma. Hacer de manitas para mi abuela no es muy difícil. Y después de todas las horas que paso ahora en el despacho, me ayuda a no olvidar cómo empecé —alzó la caja de herramientas—. Si mañana no llueve, pondré tejas nuevas en el tejado. Si llueve, haré el suelo del cuarto de baño.


Paula tuvo miedo de que quisiera verlo, pues estaba lleno de lencería colgada a secar en la ducha.


—Cuando Fiona me dijo que enviaría a alguien a arreglar la puerta, no esperaba que fuera a ti.


De hecho, la anciana había dado a entender que iría algún empleado de la empresa de construcción de su nieto, no el nieto en persona. Por lo que había oído hablar a Fiona de su familia a lo largo de los años, muy pocos de ellos trabajaban con las manos. La mayoría eran doctores, abogados o administradores.


Sólo su nieto había ido en contra de la tradición familiar y entrado en la construcción. Y ahora tenía sucursales en Colorado, Texas y por todo el estado de Washington. Aquello lo sabía por Fiona, claro. La mujer no intentaba disimular lo orgullosa que estaba de él.


—Me temo que tendrás que arreglarte conmigo —dijo él—. Todos mis empleados están trabajando en este momento.


—Pero eso es bueno, ¿verdad? —ella sabía que la construcción había resultado muy perjudicada con la crisis económica—. ¿Un anticipo de tiempos mejores?


Él miró la puerta.


—Eso espero.


Algo en su voz llamó la atención de Paula, pero no tuvo tiempo de pensarlo mucho por que sonaron pasos en el camino y un momento después dos niños, un niño y una niña, subían corriendo al porche.


—Hemos elegido la película —dijo el niño de pelo revuelto—. Pero empieza dentro de veinte minutos.


—Y todavía tengo que cambiarme —añadió la chica. Llevaba mallas negras con una falda rosa pálido y el pelo rubio recogido en una coleta a la espalda.


—De acuerdo —Pedro miró a Paula—. Pero primero saludad a la señorita Chaves. Éstos son mi hija Valentina y mi hijo Ivan.


Por supuesto. Tenía hijos. Fiona había hablado de ellos. Y también había mencionado que su padre hacía todo lo posible por conseguir una custodia parcial de ellos.


—Encantada de conoceros —dijo—. Llamadme Paula, por favor.


Ambos niños tenían los ojos azules brillantes de su padre, pero nada más.


El pelo de él era castaño oscuro y el de ellos rubio. Los rasgos también eran distintos, menos afilados, aunque Ivan suponía que eso podía deberse a la diferencia de edad.


—Hola —Todd fue el primero en hablar—. Tienes el pelo más rizado que he visto nunca.


—¡Ivan! —Valentina soltó un gemido y puso los ojos en blanco.


—¡Pero es verdad! —se defendió el niño.


Paula se echó a reír.


—Es muy rizado —asintió—. Siempre he querido tener el pelo rubio liso como el de tu hermana y el tuyo.


Valentina se llevó la mano a la coleta y apartó la vista con timidez.


—Mi madre no me deja cortarlo —comentó.


—Vale —intervino Pedro—. Basta de hablar de pelo. Subid a la camioneta, yo voy en un segundo —sonrió a Paula—. Nos vamos al cine.


—Que lo disfrutéis —ella tiró de la puerta—. Un momento. ¿Tienes llave para la cerradura nueva?


Él negó con la cabeza.


—La he arreglado para que sirva la llave de la otra.


Paula se dio cuenta de que le miraba otra vez los labios.


—Gracias de nuevo —sonrió con incomodidad. Como si él pudiera leerle el pensamiento.


Y tal vez podía, pues su sonrisa se hizo más amplia.


—El placer ha sido mío.


Se volvió y se alejó.


Y por segunda vez aquel día, Pedro Alfonso dejó a Paula con el corazón galopante.