martes, 12 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 6




Zeus echó a un lado la cabeza dorada y la miró como si supiera bien la cantidad de veces que había escondido cosas a su madre. Ella le pasó la mano por la cabeza sedosa y le lanzó el hueso de goma que le gustaba morder. Se pasó luego las manos por el pelo, en un intento vano por alisarlo, tiró de la camiseta larga por debajo de las caderas y volvió a la sala de estar.


Pedro estaba acuclillado al lado de la puerta abierta, trabajando en la cerradura y el picaporte, y sus muslos musculosos abultaban contra los vaqueros desgastados. Paula respiró hondo y consiguió sonreírle cuando la mirada de él se volvió hacia ella.


—Tu madre, supongo.

Paula asintió con la cabeza. Se sentía más como una colegiala que como una mujer adulta.


—Parece que las noticias viajan deprisa.


Paula se ruborizó. Sintió un calor intenso en la cara y el cuello.


—Sí —se frotó las manos en los muslos—. Supongo que me has oído.


—He intentado no hacerlo —él parecía divertido. Miraba de nuevo la cerradura—. Pero este espacio es pequeño.


Y parecía más pequeño a cada momento que pasaba.


—Lo siento.


—¿Por qué?


Paula se encogió de hombros.


—Por haber mezclado tu nombre en todo esto.


—Como tú has dicho, sólo es un malentendido. No pasa nada —él terminó de apretar un tornillo, probó el picaporte unas cuantas veces y se puso en pie—. Y sé cómo pueden ser las madres —cerró la puerta y giró la cerradura. La miró—. Creo que ahora estarás segura aquí.


—Debería pagarte la cerradura.


—No es necesario —él volvió a abrir la puerta y entró una corriente de aire frío y húmedo—, Fiona tiene una larga lista de cosas que quiere arreglar o cambiar aquí. Una cerradura no supondrá mucha diferencia —se inclinó a guardar sus herramientas en la caja y su camiseta se estiró en la espalda.


Paula pasó rápidamente la vista de sus músculos a la puerta abierta y agradeció el aire fresco.


—Le dije a Fiona que no tiene que arreglar nada. Aparte de la puerta que se atascaba, todo lo demás está bien —y el alquiler era muy bajo.


—No digas eso —gruñó él—. Tal y como está la situación, necesito todo el trabajo que pueda conseguir.


Ella abrió la boca, sin saber muy bien lo que iba a decir


Pero él sonreía ya.


—Es broma. Hacer de manitas para mi abuela no es muy difícil. Y después de todas las horas que paso ahora en el despacho, me ayuda a no olvidar cómo empecé —alzó la caja de herramientas—. Si mañana no llueve, pondré tejas nuevas en el tejado. Si llueve, haré el suelo del cuarto de baño.


Paula tuvo miedo de que quisiera verlo, pues estaba lleno de lencería colgada a secar en la ducha.


—Cuando Fiona me dijo que enviaría a alguien a arreglar la puerta, no esperaba que fuera a ti.


De hecho, la anciana había dado a entender que iría algún empleado de la empresa de construcción de su nieto, no el nieto en persona. Por lo que había oído hablar a Fiona de su familia a lo largo de los años, muy pocos de ellos trabajaban con las manos. La mayoría eran doctores, abogados o administradores.


Sólo su nieto había ido en contra de la tradición familiar y entrado en la construcción. Y ahora tenía sucursales en Colorado, Texas y por todo el estado de Washington. Aquello lo sabía por Fiona, claro. La mujer no intentaba disimular lo orgullosa que estaba de él.


—Me temo que tendrás que arreglarte conmigo —dijo él—. Todos mis empleados están trabajando en este momento.


—Pero eso es bueno, ¿verdad? —ella sabía que la construcción había resultado muy perjudicada con la crisis económica—. ¿Un anticipo de tiempos mejores?


Él miró la puerta.


—Eso espero.


Algo en su voz llamó la atención de Paula, pero no tuvo tiempo de pensarlo mucho por que sonaron pasos en el camino y un momento después dos niños, un niño y una niña, subían corriendo al porche.


—Hemos elegido la película —dijo el niño de pelo revuelto—. Pero empieza dentro de veinte minutos.


—Y todavía tengo que cambiarme —añadió la chica. Llevaba mallas negras con una falda rosa pálido y el pelo rubio recogido en una coleta a la espalda.


—De acuerdo —Pedro miró a Paula—. Pero primero saludad a la señorita Chaves. Éstos son mi hija Valentina y mi hijo Ivan.


Por supuesto. Tenía hijos. Fiona había hablado de ellos. Y también había mencionado que su padre hacía todo lo posible por conseguir una custodia parcial de ellos.


—Encantada de conoceros —dijo—. Llamadme Paula, por favor.


Ambos niños tenían los ojos azules brillantes de su padre, pero nada más.


El pelo de él era castaño oscuro y el de ellos rubio. Los rasgos también eran distintos, menos afilados, aunque Ivan suponía que eso podía deberse a la diferencia de edad.


—Hola —Todd fue el primero en hablar—. Tienes el pelo más rizado que he visto nunca.


—¡Ivan! —Valentina soltó un gemido y puso los ojos en blanco.


—¡Pero es verdad! —se defendió el niño.


Paula se echó a reír.


—Es muy rizado —asintió—. Siempre he querido tener el pelo rubio liso como el de tu hermana y el tuyo.


Valentina se llevó la mano a la coleta y apartó la vista con timidez.


—Mi madre no me deja cortarlo —comentó.


—Vale —intervino Pedro—. Basta de hablar de pelo. Subid a la camioneta, yo voy en un segundo —sonrió a Paula—. Nos vamos al cine.


—Que lo disfrutéis —ella tiró de la puerta—. Un momento. ¿Tienes llave para la cerradura nueva?


Él negó con la cabeza.


—La he arreglado para que sirva la llave de la otra.


Paula se dio cuenta de que le miraba otra vez los labios.


—Gracias de nuevo —sonrió con incomodidad. Como si él pudiera leerle el pensamiento.


Y tal vez podía, pues su sonrisa se hizo más amplia.


—El placer ha sido mío.


Se volvió y se alejó.


Y por segunda vez aquel día, Pedro Alfonso dejó a Paula con el corazón galopante.







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