Pasó otra semana antes de que Pedro se decidiera al fin a invitar a Hector a cenar en Acción de Gracias. No estaba convencido de que fuera buena idea, pero Paula se había empeñado y él había decidido complacerla.
Hector no estaba en el despacho del motel. Pedro salió a la parte de atrás y escuchó. Un momento después oyó ruido en uno de los bungaloes al lado del lago y se acercó allí.
Encontró a su hermano destejando la casita. A pesar del frío que hacía, no llevaba anorak y tenía un cigarrillo entre los labios.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó al verlo.
—Yo también me alegro de verte. Paula ha insistido en que te invite a una cosa.
—¿No has oído hablar del teléfono?
—Pasaba por aquí. ¿Y qué narices haces fumando?
Hector se quitó el cigarrillo de los labios. Tenía aspecto de no haberse afeitado en varios días.
—Es una recaída —dijo—. ¿Paula todavía vive contigo?
—Por el momento, sí. Trabaja para mí en la consulta para compensar.
—Aja —Hector apagó el cigarrillo en el tejado con la punta de la bota—. ¿Y qué quiere?
—Invitarte a la comida de Acción de Gracias.
Hector lo miró fijamente.
—No va en serio.
—No ha sido idea mía. Se ha empeñado en sentarnos a los tres a la misma mesa...
—Olvídalo.
—No, no lo voy a olvidar. Y tú tampoco. Sólo serán dos horas de tu vida, así que podrás soportarlo.
Hector lo miró un rato en silencio y se acercó a la escalera de mano apoyada a un lado.
—Si no te conociera, diría que esto significa mucho para ti.
—Significa mucho para ella, que es lo que importa. Supongo que lleva tanto tiempo sin celebraciones como nosotros.
—Todo eso son tonterías —gruñó Hector.
—Pues vete haciendo a la idea.
Hector lo miró con ademán tormentoso.
—Yo no celebro fiestas, ¿vale? Y menos ésa. Y si tu chica se siente herida, lo siento, pero lo superará.
Pedro lo agarró del brazo para impedir que se alejara.
—Paula no es mi chica —dijo en voz baja—. Y me importa un bledo que sigas sufriendo después de dos años, pero ha llegado el momento de empezar a superarlo.
Hector se soltó de él y apretó los puños.
—Lo dice el hombre cuya novia lo dejó hace más de cinco años. Y ella está viva.
El dolor de Hector resultaba palpable. Pedro respiró hondo y puso los brazos en jarras. Se le encogió el estómago al ver la angustia que se leía en los ojos de su hermano.
—Paula querrá saber por qué no vienes.
Hector maldijo.
—Pues dile que... No, me importa un bledo lo que le digas mientras todos me dejéis en paz.
****
A mediados de noviembre, los días coloridos del otoño dieron paso a un invierno prematuro y muy frío, pero el tiempo era la menor de las preocupaciones de Paula, que estaba muy ocupada buscando una mujer por la que pudiera interesarse Pedro.
Y sin mucha suerte.
Aparcó el coche en la casa de convalecencia a la que había ido Nicolas al abandonar del hospital y salió con un suspiro.
Tenía que haber una mujer que lo quisiera lo suficiente para contrarrestar lo que quiera que fuera que le impedía llevar una vida plena. Alguien que no tuviera tres hijos y un tío abuelo gruñón.
—¡Quiero irme a casa, maldita sea! —gritó Nicolas en cuanto la vio.
Paula dejó su lata de galletas en la mesilla con un suspiro.
Como de costumbre, él veía la televisión, vestido con un mono y una camisa de franela a cuadros.
—No puedes irte a casa —dijo—. Todavía necesitas cuidados. Además, tu casa es una pocilga.
—A mi casa no le ocurre nada.
—Sí le ocurre y tú lo sabes, así que ¿podemos dejar esa conversación?
Vio sorprendida que los ojos del viejo se llenaban de lágrimas.
—La comida de aquí no sería buena ni para los cerdos —dijo.
Paula no quería ni imaginar lo que habría comido cuando estaba solo. Por lo menos allí se recuperaba bien. Tardaría en volver a la normalidad, pero mejoraba bastante bien para sus años. Las enfermeras decían que se movía sin problemas con el andador.
—Nicolas, lo siento. No puedes volver a ese cobertizo.
—¿Y puedo ir a tu casa contigo?
Paula se quedó sin aliento. Cierto que el viejo estaba desesperado, pero...
—Si estuviera en una casa propia, podrías venir ahora mismo, pero todavía estaré mes y medio más con el doctor Alfonso—le tomó una mano—. Lo siento. Me gustaría poder hacer algo.
La miró como un niño que acabara de descubrir que habían cancelado la Navidad y asintió con la cabeza. Paula le tendió la lata con las galletas de arándanos que había hecho.
—Aquí no se está tan mal, ¿verdad? Y tienes una habitación para ti solo...
—Nunca había pisado un hospital —gruñó él; mordió una galleta—. Y ahora no puedo salir de uno.
—Esto no es un hospital.
—Como si lo fuera —masticó despacio y miró a su alrededor con tristeza—. El único miedo que he tenido en mi vida es que me dejaran morir en un sitio así.
Paula sintió que se le partía el corazón.
—Veré lo que puedo hacer para sacarte de aquí, ¿vale? Pero no puedo prometerte nada.
—Sólo serían seis semanas, menos si pueden darme la casa antes de Año Nuevo.
Después de pensar cómo podía abordar el tema con Pedro toda la tarde, Paula había optado por el enfoque directo. Ana dormía, Pedro amontonaba hojas en el jardín con el rastrillo y los niños corrían y jugaban cerca de allí.
Se apoyaba en el rastrillo y todavía no había dicho nada.
Paula se lamió los labios.
—Sé que no tengo derecho a pedirle nada más, pero su seguro no pasará más de un par de semanas y no puede volver a su cobertizo.
Bueno, aquello no era cierto del todo, pero no podía decir simplemente que a Nicolas no le gustaba estar allí, ¿verdad?
¿Pero por qué no decía nada?
—Puede quedarse en el dormitorio de abajo, que tiene baño propio y...
—Paula.
—¿Qué?
—Nicolas es veterano de guerra. El Estado cubre todos sus gastos médicos.
—¡Oh! —se sonrojó ella—. Perdón.
—¿Por qué? ¿Por contarme una historia o por querer ayudar a Nicolas?
—Por meterlo más en mis problemas. Debería ser capaz de...
—Deberías ser capaz de sentir que puedes pedirme ayuda —volvió a juntar hojas con calma—. Sin tener miedo. No me importa que Nicolas se quede aquí.
—Oh. Gracias.
—De nada.
Paula, confusa, empezó a alejarse.
—Por cierto —dijo él—. Te toca tu revisión de las seis semanas.
Ella se volvió con la cara roja.
—¿De verdad cree que...?
—Supongo que preferirás que la haga Ines —dijo él a las hojas.
—Sí. Gracias.
—De nada.
Oyó a los niños gritar y reír. Y sin pensar lo que hacía, tomó un montón de hojas de un montón cercano y se las echó a Pedro por la cabeza.
—¿Qué demoni...?
—¡Te la quedas! —gritó ella. Echó a correr.
Sabía que a él no le costaría mucho alcanzarla si se lo proponía. Miró por encima del hombro y soltó un grito.
Iba tras ella con un montón de hojas en ambas manos. Y la expresión de su cara denotaba que tenía intención de vengarse. Paula se echó a reír y siguió corriendo alrededor de la casa. Se agachó detrás de un seto y fingió que se consideraba ya perdida hasta que él se acercó, lo esquivó en el último momento y volvió a correr sin dejar de reír.
Y él también se reía.
—¡Ven aquí, enana!
—¿A quién llamas enana? —gritó ella. Gritó al ver que se acercaba lo bastante para lanzarse las hojas, algunas de las cuales le entraron en la boca. Sin dejar de reír y de escupir, se armó de hojas, volvió a echar a correr... y tropezó con una raíz de árbol saliente. Pedro, que estaba demasiado cerca para parar, chocó con ella y los dos cayeron al suelo.
Cayeron en un montón de hojas jadeando y riendo con tanta fuerza que a Paula le faltaba aire en los pulmones. Apenas si fue consciente de la proximidad de los niños y de que Karen le preguntaba si se encontraba bien.
Pero sí era muy consciente de la pierna de Pedro encima de la suya y de su rostro manchado de hojas a poca distancia del de ella.
—¿Estás bien? —preguntó él con preocupación.
—Sí —dijo ella, aunque no podía pensar y, por lo que sabía, podía tener una docena de huesos rotos. En ese momento sólo existía el cuerpo de él encima del suyo, fuerte, cálido y seguro, y los dedos que retiraban hojas de su pelo.
Y algo en los dulces ojos azules de Pedro que hacía que su corazón quisiera creer de nuevo en sueños. Lo miró con atención.
—¡Tienes una araña en la ceja!
Pedro se puso de rodillas con rapidez y se llevó una mano a la frente.
—¡La tengo!
—Quiero verla —gritaron los niños. Cuando Pedro se la enseñó, hicieron muecas de asco y se alejaron corriendo para seguir jugando.
Paula se incorporó despacio y empezó a quitarse las hojas del pelo como si fuera lo más natural del mundo, como si no temblara por dentro como una posesa.
—Sólo a ti se te ocurre empezar a jugar con un hombre que ha olvidado cómo se juega.
—Pensé que ya era hora de que alguien te refrescara la memoria.
Pedro suspiró. Y recorrió despacio la mejilla de ella con los nudillos.
—No nos convenimos nada el uno al otro, Paula.
La joven vaciló y lo miró a los ojos.
— ¿Por qué? —dijo, con voz que le costaba mucho mantener firme—. ¿Porque te hago reír?
—Sí. Porque me haces reír.
Exasperada de pronto, con él, consigo misma y con el mundo en general, se sacudió las hojas del trasero y echó a andar hacia la casa.
Pedro había pensado más de una vez en ir hasta el rancho de Mario para ver lo que ocurría, pero se había contenido porque sabía que era una reacción infantil y no quería dar ideas equivocadas a la gente.
Pero estaba de muy mal humor.
Por primera vez en meses, había tenido una tarde entera sin llamadas, lo que implicaba que había estado solo todo el tiempo. Disfrutando de la tranquilidad como solía hacer antes de que llegara Paula. Como a él le gustaba.
El reloj del vestíbulo dio la hora. Fuera ladró un perro. Un coche pasó de largo. La casa crujió.
Pedro se acercó a la ventana y miró un rato la calle. Volvió a su mesa y miró con rabia el diario médico que intentaba leer.
Un minuto después, la casa se estremeció de un portazo, oyó voces de niños y el llanto de Ana. Y Paula reía por encima de todo aquello.
Resistió el impulso de salir corriendo a recibirlos.
—¡Doctor! ¡Doctor! — Karen entró en su despacho con las mejillas coloradas y el pelo rubio revuelto y se subió a sus rodillas. Olía a aire frío, a champú infantil y a su madre—. Tenemos calabazas gigantes y hemos montado en poni y había gatitos en el granero y el tío Mario ha dicho que podemos llevarnos uno cuando mamá tenga su casa...
—¡Karen! —Paula apareció en el umbral con Ana en los brazos. Las tres chicas llevaban monos vaqueros —. Deja en paz al doctor.
Tenía los ojos brillantes, casi tanto como su sonrisa. Se apartó un mechón de pelo de la cara con gesto relajado. Lo había pasado bien esa tarde con Mario.
¿Y por qué quería él privarla de unas horas de placer inocente?
—Espere que dé de comer a Ana —dijo ella—. Y he dejado hamburguesas descongelándose. ¿Prefiere espaguetis o tacos?
—Lo que tú prefieras —repuso él, cortante. Al ver la mirada confusa de ella, se forzó a preguntar— : ¿Lo has pasado bien?
—Muy bien. Y Mario me ha prestado el mantel que usabais en las fiestas para la comida de Acción de Gracias.
—¡Oh, Dios mío!
—No muestre tanto entusiasmo —sonrió ella—. ¿Ha invitado ya a Hector?
—No. No he tenido ocasión.
—Bueno, todavía hay tiempo —miró a los niños—. Podéis ver la tele un rato mientras amamanto a Ana y luego cenaremos tacos.
Salieron los tres entre gritos.
Y volvió el silencio, aunque no tan intenso como antes. Pedro los oía todavía en la otra parte de la casa, sentía su presencia a su alrededor, dentro de él. Se acercó de nuevo a la ventana y miró al exterior hasta que su cerebro dejó de hacer el tonto y decidió cooperar.
Paula Chaves era la clase de mujer que había nacido para casarse, aunque no con él, sino con alguien que la apreciara y no sintiera su presencia como una invasión. Y él esperaba que encontrara pronto a alguien, porque cada día la deseaba más y eso no era bueno.
No era bueno querer lo que no se podía tener. Y todo sería mucho más fácil si ella se interesaba por otro. Un hombre sólido y estable que pudiera estar a su lado todas las noches y ser un marido de verdad.
Que la amara como ella merecía que la quisieran.
Durante la cena, Paula sólo podía pensar en su conversación con Mario y en que Pedro parecía estar muy raro y no dejaba de mirar a los niños como si quisiera memorizar sus rasgos.
Pero a ella apenas la miraba.
Cuando Noah y Karen terminaron la comida y fueron a la sala de estar a ver su media hora de tele antes de acostarse, ella empezó a recoger la mesa.
—¿Tanto lo ha molestado que haya ido a casa de su hermano? —preguntó.
Pedro pareció sobresaltarse. Se levantó también y la ayudó a meter los platos en el microondas que había comprado la semana anterior.
—¿Por qué iba a molestarme? A donde vayas no es asunto mío
—¿Ni siquiera a casa de Mario?
—No.
Paula se puso de puntillas para alcanzar un recipiente para el queso que había sobrado. Pedro se acercó a ayudarla y sus cuerpos se rozaron un segundo. Pero bastó para que las hormonas de ella se pusieran en acción.
—No sé por qué le digo esto —comentó, alejándose—, pero le juro que no hay nada ahí. Mario me cae bien, pero no me atrae.
—Paula —la miró a los ojos —. No me importa que veas a mi hermano.
Volvió a los platos y ella lo miró confusa. Mario tenía razón, Pedro necesitaba dejar entrar a otra mujer en su vida.
No a ella, claro, pero sí a alguien. Quizá actuaba raro porque tener niños cerca lo había hecho darse cuenta de lo mucho que había sacrificado por su carrera.
Contuvo el aliento. Tal vez ella había llegado allí para salvarlo de su soledad... tenía que haber al menos una mujer soltera por allí lo bastante altruista para casarse con un médico rural.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Paula lo miró a los ojos.
—Muy bien —se secó las manos en un paño de cocina—. ¿Qué tal se le da vaciar calabazas?
—Es muy hermoso —Paula acarició el mantel de encaje que llevaba doblado al brazo y miró al hermano pequeño del doctor—. ¿Seguro que no te importa prestármelo?
Habían recorrido la granja acompañados por un par de pastores australianos, un collie y otro perro de varias razas mezcladas. Luego los niños montaron en poni y ahora estaban en la parte de atrás, en un extremo del huerto que cultivaba Ethel, el ama de llaves de Mario. En la tierra no quedaban ya muchas cosas en esa época, pero todavía había lechugas de invierno, coles de Bruselas y calabazas. Y los niños inspeccionaban estas últimas una por una con ayuda de los perros.
—Nadie lo ha usado desde que murió mamá —dijo Mario—. Está ahí recogiendo polvo. Y gracias por invitarme.
—De nada.
—¿Qué le ha parecido la idea a Pedro?
—No lo sé, aunque creo que piensa que estoy loca.
Mario se echó a reír.
—¿Sabes? No estaba seguro de que vinierais hoy.
Paula miró a los niños.
—Yo tampoco.
—¿Y por qué habéis venido?
—Porque he pensado que a los niños les gustaría. Y porque... —se ruborizó.
—¿Porque Pedro te dijo que no vinieras?
—No me lo dijo. Por lo menos con esas palabras.
Mario se echó a reír.
—¿Podemos llevarnos ésta? —preguntó Noah, señalando una calabaza muy grande.
—Claro que sí. Ayuda a tu hermana a elegir otra y las cargamos en el coche de tu madre.
Los niños se alejaron un poco más.
—O sea que has venido para provocar a mi hermano —dijo Mario.
—¡Claro que no! Bueno, un poco sí. ¿Y qué tiene tanta gracia?
—Nada. Sólo que creo que me gustará tenerte de cuñada.
—Cuña... —Paula lo miró sorprendida—. Te has vuelto loco. ¿Por qué dices eso?
—Por la actitud de mi hermano, por ejemplo.
—Sólo se muestra protector, porque...
—¿Porque trabajas para él y vives con él. ¡Ah, vamos! Él no advierte a otras mujeres en mi contra. Y tú vas lo provocas adrede. ¿Qué nos dice eso?
—¿Qué soy libre de ir adonde quiera?
—No. Que quieres darle celos.
—¡Eso es una locura!
Los ojos verdes de Mario brillaban como esmeraldas.
—Olvidas quién es el experto aquí. No hay ningún juego entre hombre y mujer que yo no haya jugado en algún momento —se inclinó hacia ella—. Conozco todos los movimientos y sé que mi hermano no ha mirado a una chica como a ti desde... —se detuvo.
—¿Susana?
—¿Lo sabes?
—Lo que me ha contado Ines. Tu hermano no habla de ella.
—No, claro —sacó una navaja para cortarle el rabo a la calabaza elegida por Noah—. Lo siento, pero ni él ni Hector llevan una vida normal. Y si tú puedes hacer que su corazón lata otra vez...
Cargó la calabaza en la carretilla con un gruñido.
—Olvidas algo importante —dijo ella.
Mario empujó la carretilla en dirección a los niños.
—¿Cuál?
—Que estás loco.
Mario se echó a reír. Paula lo siguió.
—Vale, puede que sea hora de que tu hermano salga de su caparazón, pero yo no soy mujer para él.
Mario cargó la segunda calabaza en la carretilla.
—¿Por qué dices eso?
—Soy mucho más joven. Él es médico y yo... yo sólo puedo oír cierta cantidad de música clásica antes de ponerme a gritar.
—Sí, ésa es una objeción —sonrió él.
Paula acercó el mantel a su pecho y frunció el ceño.
—No negaré que me gusta —dijo—. Ha sido muy bueno con nosotros. Pero eso no cambia nada. En todo caso, tengo que irme de su casa antes de que...
—¿Antes de qué?
Ella movió la cabeza.
—En otro tiempo creía en los sueños, pero he aprendido que no tiene sentido desear que las cosas no ocurran. La gente no puede evitar ser como es y ningún sueño va a cambiar eso. No sé lo que pasó entre Susana y él, pero creo que sigue sufriendo por ella.
Mario guardó silencio un momento.
—Yo tengo algo que decir sobre sueños — señaló la casa por encima del hombro—. Mi padre soñaba con comprar esta granja cuando aún no tenía ni dos chelines a su nombre. Yo soñé con convertirla en un rancho de caballos aunque nadie creía que lo conseguiría. No, los sueños no se hacen realidad por desearlos, pero pueden ser la chispa que haga que ocurran cosas. Aunque sólo tengan sentido para nosotros mismos, eso no les quita valor. Y sin ellos, es mejor morir.
Habían llegado al coche. Mario abrió el maletero para cargar las calabazas. La joven miró los pastos.
—Quieres a tus hermanos, ¿verdad?
—No me lo ponen muy fácil, pero sí. Eran mis ídolos de niño y me pone enfermo ver lo que ha sido de ellos en los últimos años. Me gustaría verlos felices.
Paula lo miró.
—¿Y cuáles son tus sueños ahora, Mario Alfonso?
El sonrió.
—Ah, mi mamá me dijo que a veces tienes que conservar tus sueños cerca de tu corazón, cuidarlos y saber que florecerán a su tiempo — le guiñó un ojo—. Siempre que no renuncies a ellos.