martes, 29 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 21




Pasó otra semana antes de que Pedro se decidiera al fin a invitar a Hector a cenar en Acción de Gracias. No estaba convencido de que fuera buena idea, pero Paula se había empeñado y él había decidido complacerla.


Hector no estaba en el despacho del motel. Pedro salió a la parte de atrás y escuchó. Un momento después oyó ruido en uno de los bungaloes al lado del lago y se acercó allí. 


Encontró a su hermano destejando la casita. A pesar del frío que hacía, no llevaba anorak y tenía un cigarrillo entre los labios.


—¿Qué haces tú aquí? —preguntó al verlo.


—Yo también me alegro de verte. Paula ha insistido en que te invite a una cosa.


—¿No has oído hablar del teléfono?


—Pasaba por aquí. ¿Y qué narices haces fumando?


Hector se quitó el cigarrillo de los labios. Tenía aspecto de no haberse afeitado en varios días.


—Es una recaída —dijo—. ¿Paula todavía vive contigo?


—Por el momento, sí. Trabaja para mí en la consulta para compensar.


—Aja —Hector apagó el cigarrillo en el tejado con la punta de la bota—. ¿Y qué quiere?


—Invitarte a la comida de Acción de Gracias.


Hector lo miró fijamente.


—No va en serio.


—No ha sido idea mía. Se ha empeñado en sentarnos a los tres a la misma mesa...


—Olvídalo.


—No, no lo voy a olvidar. Y tú tampoco. Sólo serán dos horas de tu vida, así que podrás soportarlo.


Hector lo miró un rato en silencio y se acercó a la escalera de mano apoyada a un lado.


—Si no te conociera, diría que esto significa mucho para ti.


—Significa mucho para ella, que es lo que importa. Supongo que lleva tanto tiempo sin celebraciones como nosotros.


—Todo eso son tonterías —gruñó Hector.


—Pues vete haciendo a la idea.


Hector lo miró con ademán tormentoso.


—Yo no celebro fiestas, ¿vale? Y menos ésa. Y si tu chica se siente herida, lo siento, pero lo superará.


Pedro lo agarró del brazo para impedir que se alejara.


—Paula no es mi chica —dijo en voz baja—. Y me importa un bledo que sigas sufriendo después de dos años, pero ha llegado el momento de empezar a superarlo.


Hector se soltó de él y apretó los puños.


—Lo dice el hombre cuya novia lo dejó hace más de cinco años. Y ella está viva.


El dolor de Hector resultaba palpable. Pedro respiró hondo y puso los brazos en jarras. Se le encogió el estómago al ver la angustia que se leía en los ojos de su hermano.


—Paula querrá saber por qué no vienes.


Hector maldijo.


—Pues dile que... No, me importa un bledo lo que le digas mientras todos me dejéis en paz.



****


A mediados de noviembre, los días coloridos del otoño dieron paso a un invierno prematuro y muy frío, pero el tiempo era la menor de las preocupaciones de Paula, que estaba muy ocupada buscando una mujer por la que pudiera interesarse Pedro.


Y sin mucha suerte.


Aparcó el coche en la casa de convalecencia a la que había ido Nicolas al abandonar del hospital y salió con un suspiro. 


Tenía que haber una mujer que lo quisiera lo suficiente para contrarrestar lo que quiera que fuera que le impedía llevar una vida plena. Alguien que no tuviera tres hijos y un tío abuelo gruñón.


—¡Quiero irme a casa, maldita sea! —gritó Nicolas en cuanto la vio.


Paula dejó su lata de galletas en la mesilla con un suspiro. 


Como de costumbre, él veía la televisión, vestido con un mono y una camisa de franela a cuadros.


—No puedes irte a casa —dijo—. Todavía necesitas cuidados. Además, tu casa es una pocilga.


—A mi casa no le ocurre nada.


—Sí le ocurre y tú lo sabes, así que ¿podemos dejar esa conversación?


Vio sorprendida que los ojos del viejo se llenaban de lágrimas.


—La comida de aquí no sería buena ni para los cerdos —dijo.


Paula no quería ni imaginar lo que habría comido cuando estaba solo. Por lo menos allí se recuperaba bien. Tardaría en volver a la normalidad, pero mejoraba bastante bien para sus años. Las enfermeras decían que se movía sin problemas con el andador.


—Nicolas, lo siento. No puedes volver a ese cobertizo.


—¿Y puedo ir a tu casa contigo?


Paula se quedó sin aliento. Cierto que el viejo estaba desesperado, pero...


—Si estuviera en una casa propia, podrías venir ahora mismo, pero todavía estaré mes y medio más con el doctor Alfonso—le tomó una mano—. Lo siento. Me gustaría poder hacer algo.


La miró como un niño que acabara de descubrir que habían cancelado la Navidad y asintió con la cabeza. Paula le tendió la lata con las galletas de arándanos que había hecho.


—Aquí no se está tan mal, ¿verdad? Y tienes una habitación para ti solo...


—Nunca había pisado un hospital —gruñó él; mordió una galleta—. Y ahora no puedo salir de uno.


—Esto no es un hospital.


—Como si lo fuera —masticó despacio y miró a su alrededor con tristeza—. El único miedo que he tenido en mi vida es que me dejaran morir en un sitio así.


Paula sintió que se le partía el corazón.


—Veré lo que puedo hacer para sacarte de aquí, ¿vale? Pero no puedo prometerte nada.


—Sólo serían seis semanas, menos si pueden darme la casa antes de Año Nuevo.


Después de pensar cómo podía abordar el tema con Pedro toda la tarde, Paula había optado por el enfoque directo. Ana dormía, Pedro amontonaba hojas en el jardín con el rastrillo y los niños corrían y jugaban cerca de allí.


Se apoyaba en el rastrillo y todavía no había dicho nada. 


Paula se lamió los labios.


—Sé que no tengo derecho a pedirle nada más, pero su seguro no pasará más de un par de semanas y no puede volver a su cobertizo.


Bueno, aquello no era cierto del todo, pero no podía decir simplemente que a Nicolas no le gustaba estar allí, ¿verdad?
¿Pero por qué no decía nada?


—Puede quedarse en el dormitorio de abajo, que tiene baño propio y...


—Paula.


—¿Qué?


—Nicolas es veterano de guerra. El Estado cubre todos sus gastos médicos.


—¡Oh! —se sonrojó ella—. Perdón.


—¿Por qué? ¿Por contarme una historia o por querer ayudar a Nicolas?


—Por meterlo más en mis problemas. Debería ser capaz de...


—Deberías ser capaz de sentir que puedes pedirme ayuda —volvió a juntar hojas con calma—. Sin tener miedo. No me importa que Nicolas se quede aquí.


—Oh. Gracias.


—De nada.


Paula, confusa, empezó a alejarse.


—Por cierto —dijo él—. Te toca tu revisión de las seis semanas.


Ella se volvió con la cara roja.


—¿De verdad cree que...?


—Supongo que preferirás que la haga Ines —dijo él a las hojas.


—Sí. Gracias.


—De nada.


Oyó a los niños gritar y reír. Y sin pensar lo que hacía, tomó un montón de hojas de un montón cercano y se las echó a Pedro por la cabeza.


—¿Qué demoni...?


—¡Te la quedas! —gritó ella. Echó a correr.


Sabía que a él no le costaría mucho alcanzarla si se lo proponía. Miró por encima del hombro y soltó un grito.


Iba tras ella con un montón de hojas en ambas manos. Y la expresión de su cara denotaba que tenía intención de vengarse. Paula se echó a reír y siguió corriendo alrededor de la casa. Se agachó detrás de un seto y fingió que se consideraba ya perdida hasta que él se acercó, lo esquivó en el último momento y volvió a correr sin dejar de reír.


Y él también se reía.


—¡Ven aquí, enana!


—¿A quién llamas enana? —gritó ella. Gritó al ver que se acercaba lo bastante para lanzarse las hojas, algunas de las cuales le entraron en la boca. Sin dejar de reír y de escupir, se armó de hojas, volvió a echar a correr... y tropezó con una raíz de árbol saliente. Pedro, que estaba demasiado cerca para parar, chocó con ella y los dos cayeron al suelo.


Cayeron en un montón de hojas jadeando y riendo con tanta fuerza que a Paula le faltaba aire en los pulmones. Apenas si fue consciente de la proximidad de los niños y de que Karen le preguntaba si se encontraba bien.


Pero sí era muy consciente de la pierna de Pedro encima de la suya y de su rostro manchado de hojas a poca distancia del de ella.


—¿Estás bien? —preguntó él con preocupación.


—Sí —dijo ella, aunque no podía pensar y, por lo que sabía, podía tener una docena de huesos rotos. En ese momento sólo existía el cuerpo de él encima del suyo, fuerte, cálido y seguro, y los dedos que retiraban hojas de su pelo.


Y algo en los dulces ojos azules de Pedro que hacía que su corazón quisiera creer de nuevo en sueños. Lo miró con atención.


—¡Tienes una araña en la ceja!


Pedro se puso de rodillas con rapidez y se llevó una mano a la frente.


—¡La tengo!


—Quiero verla —gritaron los niños. Cuando Pedro se la enseñó, hicieron muecas de asco y se alejaron corriendo para seguir jugando.


Paula se incorporó despacio y empezó a quitarse las hojas del pelo como si fuera lo más natural del mundo, como si no temblara por dentro como una posesa.


—Sólo a ti se te ocurre empezar a jugar con un hombre que ha olvidado cómo se juega.


—Pensé que ya era hora de que alguien te refrescara la memoria.


Pedro suspiró. Y recorrió despacio la mejilla de ella con los nudillos.


—No nos convenimos nada el uno al otro, Paula.


La joven vaciló y lo miró a los ojos.


— ¿Por qué? —dijo, con voz que le costaba mucho mantener firme—. ¿Porque te hago reír?


—Sí. Porque me haces reír.


Exasperada de pronto, con él, consigo misma y con el mundo en general, se sacudió las hojas del trasero y echó a andar hacia la casa.







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