lunes, 21 de agosto de 2017
LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 23
-CÓMO has podido?
Paula y Pedro entraron en el estudio y cerraron la puerta.
Era una noche ventosa y podía oírse cómo las ramas y las hojas se caían de los árboles afuera. También, se percibía el ruido de algún trueno distante.
Paula estaba perpleja y furiosa, a pesar de que su madre había recibido la noticia con efusivo entusiasmo antes de quedarse en silencio, al ver la expresión de su hija.
–Os dejaré solos –había señalado Maria, entonces, y se había ido al cuarto de los niños.
–Es lo que tú me habías dicho –repuso él, recostándose en la silla delante del escritorio–. Me dijiste que no tuviera en cuenta tus tonterías, pues podías ser muy cabezota a veces. ¿Recuerdas? –añadió, arqueando una ceja con gesto sardónico, y le dio un trago a la copa de coñac que se había servido.
Allí en el estudio de Pedro, sentada al otro lado del escritorio
delante de él, Paula no pudo evitar que habían vuelto a su antigua relación de jefe y empleada. Y ello la hirió profundamente.
–Me acuerdo muy bien –contestó ella con frustración y respiró hondo–. También recuerdo que hace unas pocas horas nada más estábamos haciendo el amor con pasión, aunque después te hayas empezado a comportar como si fueras de hielo. Lo último que esperaba escuchar era que yo lo hubiera planeado todo para casarme contigo.
–Pero así es, ¿no, Paula? Por Sol.
Paula se puso pálida.
–Eso tú ya lo sabías –susurró ella–. Incluso tú mismo afirmaste que necesitabas una madre para Armando y yo necesitaba seguridad para Sol.
Pedro se puso en pie, de pronto, y se acercó a uno de los cuadros que colgaban de la pared. Se quedó mirándolo.
Era el de un pesquero con el nombre de Miranda.
–No sabía que me iba a sentir así.
Ella se quedó callada mientras Pedro observaba el cuadro con una mano en el bolsillo y el rostro impregnado de tensión.
–¿Cómo?
Él se giró hacia ella.
–Como si me hubiera llevado mi merecido. Después de haber tenido una vida de placer, en lo que se refiere a las mujeres, y de poder disfrutar de ellas sin ningún compromiso, al final, me he enamorado de la que no puedo tener.
–¿N-no me puedes tener? –preguntó ella con los ojos como
platos.
Pedro sonrió un momento, aunque sin alegría.
–Otra vez haces lo mismo, Paula. Estás repitiendo lo que yo he dicho.
–Porque no puedo creerlo. Tú… me tienes… No sé cuánto más quieres de mí –replicó ella con lágrimas de frustración.
Pedro se sentó delante de ella.
–Pensé que bastaría con tenerte bajo mis propias condiciones, Paula. Por eso, te convencí para que aceptaras el trabajo aquí, en Yewarra. Por eso… incidí en que necesitabas ofrecerle a Sol más seguridad. Y lo que he conseguido es que aceptes casarte conmigo sólo por el bien de tu hija, no por mí. No quería eso.
Paula soltó un grito sofocado y no pudo evitar recordar la primera vez que habían hecho el amor… la primera noche que habían pasado en el barco y la pesadilla que había tenido. Recordó la resistencia inicial que él había mostrado y que ella había preferido ignorar.
–Debiste haberme dicho esto entonces.
–Casi lo hice. Te dije que no era de piedra –contestó él con tono seco–. No fui capaz de admitir que me sentía como un tonto, que no sabía lo que me estaba pasando.
–¿Y qué te pasó esta mañana? –quiso saber ella.
–¿Esta mañana? Lo que quería esta mañana era oírte decir que me querías con locura.
Paula soltó un largo suspiro.
–Lo que no entiendo es por qué le has dicho a mi madre que
íbamos a casarnos.
–Me dejé llevar por mi diablo interior. Pero estoy dispuesto a
darte la protección de mi apellido si crees que eso te ayudará a proteger a Sol de su padre. Pero será un matrimonio de conveniencia –afirmó él y se encogió de hombros.
–¿Crees que es eso lo que quiero? –musitó ella, pálida.
–¿Me equivoco? –replicó él, arqueando una ceja.
Con labios temblorosos, Paula se levantó despacio.
Quería negar aquella acusación, decirle que no era eso lo que pretendía. ¿Pero por qué no podía confesarle que se había enamorado de él de pies a cabeza?
Tal vez, porque no tenía pruebas, pensó ella. Se dio cuenta de que, desde fuera, podía parecer que lo había planeado todo para pescarlo, por el bien de Sol.
O, quizá, la razón era que todavía no se sentía preparada para desnudar su alma delante de ningún hombre.
–No, no es lo que quiero –negó ella con voz apenas audible–.Pedro. Lo nuestro se ha terminado. No podría funcionar. Hay demasiados obstáculos –señaló y meneó la cabeza, mientras dos lágrimas le corrían por las mejillas–. En una ocasión, te dije que sería una locura tener algo juntos. Tenía razón. Aunque no te culpo por todo esto… Yo soy la única culpable –añadió y se giró–. Por favor, déjame ir – rogó.
–Paula…
Pero ella salió corriendo del estudio.
LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 22
A la mañana siguiente, cambiaron de sitio el barco. Lo anclaron en una bahía protegida del viento. Nadaron y pescaron. Se fueron a la playa en una lancha hinchable y se subieron a una colina, desde donde contemplaron vistas panorámicas de Whitesundays. Bucearon en el arrecife de coral. Navegaron en las canoas que había en el Leilani.
Paula se pasaba todo el día en su biquini azul. Con una gorra y una camisa de manga larga para protegerse del sol de vez en cuando. O con su sombrero de paja. Reservaba el vestido largo para la noche.
Lo único que no volvieron a hacer fue hablar de matrimonio de nuevo.
A Paula le inquietaba. Por una parte, ella no se atrevía a sacar el tema y, por alguna razón, Pedro tampoco lo hacía. De hecho, en un par de ocasiones, lo sorprendió mirándola con el ceño fruncido, como si estuviera decidiendo qué hacer. Ella se había sentido un poco incómoda en esos momentos. Pero él era un compañero tan agradable que, enseguida, a ella se le olvidaban sus reservas y no le costaba nada disfrutar de su compañía en aquel precioso barco.
Lo que más le gustaba era ver cómo él se relajaba. Pedro Alfonso necesitaba que lo rescataran de sí mismo. ¿Podía hacerlo ella? ¿Podía ofrecerle una vida juntos tan satisfactoria como para apartarlo de la estratosfera de trabajo que solía habitar?
Al pensar, Paula esbozó una sonrisa de amargura. ¿Cómo sabía que sus propios demonios le permitirían compartir su vida con él?
–No hay nadie más anclado aquí hoy –comentó él de pronto.
Estaban tumbados en las hamacas en cubierta. Paula miró a su alrededor.
–Es verdad –repuso ella y se incorporó, frunciendo el ceño–. Lo dices como si fuera importante.
Pedro se subió las gafas de sol a la cabeza.
–Es por una fantasía que tengo –repuso él, encogiéndose de
hombros–. Tiene que ver con las sirenas.
Paula lo miró, mientras él tenía los ojos fijos en el agua.
–Sigue. ¿Qué tiene que ver con que no haya nadie más que
nosotros?
–¿Podríamos bañarnos desnudos?
Ella contuvo el aliento.
–Pero no somos sirenas.
–Mucho mejor.
–Pedro…
–Paula, lo que pasa es que… me gustaría ver tu precioso cuerpo desnudo en el agua.
Paula se miró a sí misma.
–El biquini que llevo no es que me tape mucho…
–Aun así…
Paula miró hacia el agua. Tenía un aspecto muy apetecible, bajo el cielo azul y el sol radiante.
¿Por qué no?
Sin decir nada, Paula se levantó, se quitó el biquini y se tiró al agua antes de que Pedro tuviera tiempo de ponerse en pie.
–Ven –llamó ella–. Está buenísima.
Se estaba de maravilla en el agua, era cierto. Pero no tanto como cuando él se tiró y la tomó entre sus brazos, pensó ella.
–¿A que era una buena idea? –preguntó él, desnudo, mojado y bronceado.
–Muy buena –aceptó ella–. Me siento como una sirena –confesó, flotando boca arriba.
–Pareces una –comentó él, le rozó los pechos y la sujetó de la cintura.
Paula rió, rodeándole los hombros con los brazos. Luego, se liberó de su abrazo y salió nadando con gesto provocativo.
–Nadas como un pez –gritó él–. Y haces el amor como una sirena. Vamos al barco.
–¿Ahora?
–Sí, ahora –afirmó él.
Paula rió y obedeció, nadando hacia el barco.
Pedro la siguió por la escalerilla y, cuando llegaron a cubierta, la tomó en sus brazos, chorreando, y la llevó al dormitorio, donde la tumbó sobre la cama.
–Pedro, estamos mojándolo todo –protestó ella.
–No importa –rugió él, tumbándose a su lado–. Lo que necesito hacer contigo ahora mismo… es sólo para nuestros ojos.
–No hay nadie más fuera. Además, fue idea tuya.
–Tal vez, pero esto, no. ¿Estás cómoda así? –preguntó Pedro, colocándola encima de él.
Paula jadeó, mientras él se colocaba entre sus caderas, moviéndose contra ella.
–No sé si ésa es la palabra adecuada. Es… –comenzó a decir ella, mordiéndose el labio–. Sensacional.
Pedro le acarició el pelo, haciendo que cayera una lluvia de gotas de mar. Los dos rieron y se pusieron serios al instante, cuando empezaron a besarse y a frotarse el uno contra el otro con desesperación.
Tras el orgasmo, ambos aterrizaron juntos, jadeando.
Paula estaba perpleja por la fuerza del deseo que los había poseído.
Su respiración todavía era entrecortada cuando se tumbaron uno junto a otro, abrazándose con fuerza.
–¿Y-y esto por qué? –preguntó ella con voz ronca, cubriéndose con la manta.
–Por ti. Porque eres una sirena –repuso él, acariciándole el pelo.
–¿Y tú qué eres? ¿Un sireno?
–No creo que existan.
–Da igual. ¿De verdad crees que soy una sirena? Es la segunda vez que me acusas de algo similar.
Pedro se encogió de hombros, aunque no dijo nada. Lo cierto es que a Paula le dio la sensación de que estaba un poco preocupado. Por la forma en que la miraba, parecía estar esperando algo…
Paula se incorporó sobre un codo.
–¿Pasa algo? –preguntó ella, acariciándole los hombros.
–Tienes razón –dijo él, mirándola a los ojos con gesto inexpresivo–. Lo hemos mojado todo. Quitemos las sábanas y hagamos la cama de nuevo. Pero, primero, podemos darnos una ducha –añadió, se destapó y se levantó.
Paula titubeó, sintiéndose como si hubiera entrado en un campo de minas.
Durante un momento, ella se le quedó mirando la espalda,
mientras Pedro buscaba ropa limpia en los cajones. Luego, intentando recuperar la compostura, se puso en pie y pasó de largo junto a él, en dirección a su dormitorio. A continuación, cerró la puerta, algo que no solía hacer.
Pedro no hizo nada.
Después, hicieron la cama en silencio.
Paula se había puesto unos pantalones cortos amarillos y una blusa color crema y se había recogido el pelo. Él también se había puesto pantalones cortos, con una camiseta negra. La tensión que pesaba sobre ellos era palpable.
¿Cómo? ¿Por qué?, se preguntó Paula.
Antes de que pudiera encontrar respuestas, el teléfono de Pedro sonó. Era Rogelio y, por el gesto de su jefe y las pocas preguntas que hizo, ella supo que se trataba de algo serio.
Ella se llevó la mano a la garganta.
–¿Sol está bien?
–Sí –afirmó él–. Y Armando. Pero la señora Preston ha sido ingresada con problemas de corazón. Le hice que me prometiera que iría a revisarse cuando me contaste lo que había pasado.
Paula bajó la mano.
–Oh –dijo ella con mezcla de alivio y preocupación.
–Y hay más. Daisy está con gripe.
–¡Oh, no! Entonces, ¿quién?
–Tu madre ha tomado el mando con ayuda de la esposa de Bob, pero creo que deberíamos volver cuanto antes.
–Claro –dijo Paula, sintiéndose impotente–. ¿Pero cuánto
tardaremos?
Pedro marcó otro número en su teléfono.
–Rogelio va a preparar un vuelo desde Hamilton –informó él a Paula–. ¿Rob? –dijo al auricular–. Escucha, amigo, necesito volver a casa con urgencia. Prepara un helicóptero para que nos recoja en la playa Whiteheaven. Ven tú en él, luego llevarás el Leilani de vuelta a Hamilton.
Paula se quedó boquiabierta al oír aquellas instrucciones. Pero no tuvo oportunidad de decir nada.
–De acuerdo –dijo Pedro–. Voy a levar el ancla. Tardaremos una media hora en llegar a Whiteheaven.
–¿Y si no hay ningún helicóptero disponible?
Pedro la miró, como si no diera crédito a lo que acababa de
escuchar.
–Pues Rob comprará uno.
–¡Anda ya! ¿No esperarás que me crea eso?
–Créalo o no, señorita Chaves, no sería la primera vez –afirmó e hizo una pausa–. ¿Te importa hacer las maletas de los dos?
Paula se quedó mirándolo y, ante su mirada autoritaria, no discutió.
–Claro –dijo ella en voz baja, dándose la vuelta.
Paula no se percató de que él la miró, apretando la mandíbula, antes de irse.
Ella se quedó parada un momento.
Oyó cómo se encendían los motores. Oyó el sonido metálico de la cadena del ancla subiendo. Sonidos todos que ya conocía.
Sintió la vibración del barco bajo los pies mientras él lo ponía
rumbo a la playa…
Paula se lamió un par de lágrimas del labio… porque algo había pasado y ella no tenía ni idea de qué era.
Él había vuelto a llamarla señorita Chaves y, por su tono, no había sido en broma. ¿Por qué?
¿Y por qué aquella terrible urgencia por regresar a casa?
Era cierto que, cuando tomaba una decisión, Pedro Alfonso la ponía en práctica a cien por hora. A ella tampoco le molestaba volver cuanto antes a casa, pero…
¿Ya no iban a volver a estar a solas? ¿Qué pasaba con el modo apasionado con el que habían hecho el amor? ¿Cómo encajaba en todo aquello?
Sumida en su confusión, Paula se tapó la cara con las manos.
Llegaron a Yewarra después de que oscureciera aquel mismo día.
Rogelio les había preparado un vuelo en un jet privado desde la isla de Hamilton, con un vehículo de un socio de Pedro. El socio lo acompañaba, así que Paula y su amante no tuvieron oportunidad de mantener ninguna conversación privada. Y volaron desde Sídney a Yewarra en el helicóptero de la compañía… también en silencio.
Ella no estaba segura de qué pensar.
Tanto Sol como Armando estaba ya dormidos, pero Maria Chaves los estaba esperando. Les informó de que Daisy se estaba recuperando y la señora Preston también, aunque seguía en el hospital.
Paula abrazó a su madre y Pedro le estrechó la mano.
–Muchas gracias por ocuparse de todo, señora Chaves –dijo
Pedro, haciendo que la madre de Paula se sonrojara ante sus encantos–. Espero que se haya mudado a la casa grande.
–Sí, con Sol–repuso Maria–. Nos mudamos a la zona infantil.
Supongo que tú también te quedarás, ¿no, Paula?
–Bueno… –dijo Pedro–. Lo cierto es que Paula y yo tenemos una noticia. Hemos decidido casarnos.
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