lunes, 21 de agosto de 2017
LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 22
A la mañana siguiente, cambiaron de sitio el barco. Lo anclaron en una bahía protegida del viento. Nadaron y pescaron. Se fueron a la playa en una lancha hinchable y se subieron a una colina, desde donde contemplaron vistas panorámicas de Whitesundays. Bucearon en el arrecife de coral. Navegaron en las canoas que había en el Leilani.
Paula se pasaba todo el día en su biquini azul. Con una gorra y una camisa de manga larga para protegerse del sol de vez en cuando. O con su sombrero de paja. Reservaba el vestido largo para la noche.
Lo único que no volvieron a hacer fue hablar de matrimonio de nuevo.
A Paula le inquietaba. Por una parte, ella no se atrevía a sacar el tema y, por alguna razón, Pedro tampoco lo hacía. De hecho, en un par de ocasiones, lo sorprendió mirándola con el ceño fruncido, como si estuviera decidiendo qué hacer. Ella se había sentido un poco incómoda en esos momentos. Pero él era un compañero tan agradable que, enseguida, a ella se le olvidaban sus reservas y no le costaba nada disfrutar de su compañía en aquel precioso barco.
Lo que más le gustaba era ver cómo él se relajaba. Pedro Alfonso necesitaba que lo rescataran de sí mismo. ¿Podía hacerlo ella? ¿Podía ofrecerle una vida juntos tan satisfactoria como para apartarlo de la estratosfera de trabajo que solía habitar?
Al pensar, Paula esbozó una sonrisa de amargura. ¿Cómo sabía que sus propios demonios le permitirían compartir su vida con él?
–No hay nadie más anclado aquí hoy –comentó él de pronto.
Estaban tumbados en las hamacas en cubierta. Paula miró a su alrededor.
–Es verdad –repuso ella y se incorporó, frunciendo el ceño–. Lo dices como si fuera importante.
Pedro se subió las gafas de sol a la cabeza.
–Es por una fantasía que tengo –repuso él, encogiéndose de
hombros–. Tiene que ver con las sirenas.
Paula lo miró, mientras él tenía los ojos fijos en el agua.
–Sigue. ¿Qué tiene que ver con que no haya nadie más que
nosotros?
–¿Podríamos bañarnos desnudos?
Ella contuvo el aliento.
–Pero no somos sirenas.
–Mucho mejor.
–Pedro…
–Paula, lo que pasa es que… me gustaría ver tu precioso cuerpo desnudo en el agua.
Paula se miró a sí misma.
–El biquini que llevo no es que me tape mucho…
–Aun así…
Paula miró hacia el agua. Tenía un aspecto muy apetecible, bajo el cielo azul y el sol radiante.
¿Por qué no?
Sin decir nada, Paula se levantó, se quitó el biquini y se tiró al agua antes de que Pedro tuviera tiempo de ponerse en pie.
–Ven –llamó ella–. Está buenísima.
Se estaba de maravilla en el agua, era cierto. Pero no tanto como cuando él se tiró y la tomó entre sus brazos, pensó ella.
–¿A que era una buena idea? –preguntó él, desnudo, mojado y bronceado.
–Muy buena –aceptó ella–. Me siento como una sirena –confesó, flotando boca arriba.
–Pareces una –comentó él, le rozó los pechos y la sujetó de la cintura.
Paula rió, rodeándole los hombros con los brazos. Luego, se liberó de su abrazo y salió nadando con gesto provocativo.
–Nadas como un pez –gritó él–. Y haces el amor como una sirena. Vamos al barco.
–¿Ahora?
–Sí, ahora –afirmó él.
Paula rió y obedeció, nadando hacia el barco.
Pedro la siguió por la escalerilla y, cuando llegaron a cubierta, la tomó en sus brazos, chorreando, y la llevó al dormitorio, donde la tumbó sobre la cama.
–Pedro, estamos mojándolo todo –protestó ella.
–No importa –rugió él, tumbándose a su lado–. Lo que necesito hacer contigo ahora mismo… es sólo para nuestros ojos.
–No hay nadie más fuera. Además, fue idea tuya.
–Tal vez, pero esto, no. ¿Estás cómoda así? –preguntó Pedro, colocándola encima de él.
Paula jadeó, mientras él se colocaba entre sus caderas, moviéndose contra ella.
–No sé si ésa es la palabra adecuada. Es… –comenzó a decir ella, mordiéndose el labio–. Sensacional.
Pedro le acarició el pelo, haciendo que cayera una lluvia de gotas de mar. Los dos rieron y se pusieron serios al instante, cuando empezaron a besarse y a frotarse el uno contra el otro con desesperación.
Tras el orgasmo, ambos aterrizaron juntos, jadeando.
Paula estaba perpleja por la fuerza del deseo que los había poseído.
Su respiración todavía era entrecortada cuando se tumbaron uno junto a otro, abrazándose con fuerza.
–¿Y-y esto por qué? –preguntó ella con voz ronca, cubriéndose con la manta.
–Por ti. Porque eres una sirena –repuso él, acariciándole el pelo.
–¿Y tú qué eres? ¿Un sireno?
–No creo que existan.
–Da igual. ¿De verdad crees que soy una sirena? Es la segunda vez que me acusas de algo similar.
Pedro se encogió de hombros, aunque no dijo nada. Lo cierto es que a Paula le dio la sensación de que estaba un poco preocupado. Por la forma en que la miraba, parecía estar esperando algo…
Paula se incorporó sobre un codo.
–¿Pasa algo? –preguntó ella, acariciándole los hombros.
–Tienes razón –dijo él, mirándola a los ojos con gesto inexpresivo–. Lo hemos mojado todo. Quitemos las sábanas y hagamos la cama de nuevo. Pero, primero, podemos darnos una ducha –añadió, se destapó y se levantó.
Paula titubeó, sintiéndose como si hubiera entrado en un campo de minas.
Durante un momento, ella se le quedó mirando la espalda,
mientras Pedro buscaba ropa limpia en los cajones. Luego, intentando recuperar la compostura, se puso en pie y pasó de largo junto a él, en dirección a su dormitorio. A continuación, cerró la puerta, algo que no solía hacer.
Pedro no hizo nada.
Después, hicieron la cama en silencio.
Paula se había puesto unos pantalones cortos amarillos y una blusa color crema y se había recogido el pelo. Él también se había puesto pantalones cortos, con una camiseta negra. La tensión que pesaba sobre ellos era palpable.
¿Cómo? ¿Por qué?, se preguntó Paula.
Antes de que pudiera encontrar respuestas, el teléfono de Pedro sonó. Era Rogelio y, por el gesto de su jefe y las pocas preguntas que hizo, ella supo que se trataba de algo serio.
Ella se llevó la mano a la garganta.
–¿Sol está bien?
–Sí –afirmó él–. Y Armando. Pero la señora Preston ha sido ingresada con problemas de corazón. Le hice que me prometiera que iría a revisarse cuando me contaste lo que había pasado.
Paula bajó la mano.
–Oh –dijo ella con mezcla de alivio y preocupación.
–Y hay más. Daisy está con gripe.
–¡Oh, no! Entonces, ¿quién?
–Tu madre ha tomado el mando con ayuda de la esposa de Bob, pero creo que deberíamos volver cuanto antes.
–Claro –dijo Paula, sintiéndose impotente–. ¿Pero cuánto
tardaremos?
Pedro marcó otro número en su teléfono.
–Rogelio va a preparar un vuelo desde Hamilton –informó él a Paula–. ¿Rob? –dijo al auricular–. Escucha, amigo, necesito volver a casa con urgencia. Prepara un helicóptero para que nos recoja en la playa Whiteheaven. Ven tú en él, luego llevarás el Leilani de vuelta a Hamilton.
Paula se quedó boquiabierta al oír aquellas instrucciones. Pero no tuvo oportunidad de decir nada.
–De acuerdo –dijo Pedro–. Voy a levar el ancla. Tardaremos una media hora en llegar a Whiteheaven.
–¿Y si no hay ningún helicóptero disponible?
Pedro la miró, como si no diera crédito a lo que acababa de
escuchar.
–Pues Rob comprará uno.
–¡Anda ya! ¿No esperarás que me crea eso?
–Créalo o no, señorita Chaves, no sería la primera vez –afirmó e hizo una pausa–. ¿Te importa hacer las maletas de los dos?
Paula se quedó mirándolo y, ante su mirada autoritaria, no discutió.
–Claro –dijo ella en voz baja, dándose la vuelta.
Paula no se percató de que él la miró, apretando la mandíbula, antes de irse.
Ella se quedó parada un momento.
Oyó cómo se encendían los motores. Oyó el sonido metálico de la cadena del ancla subiendo. Sonidos todos que ya conocía.
Sintió la vibración del barco bajo los pies mientras él lo ponía
rumbo a la playa…
Paula se lamió un par de lágrimas del labio… porque algo había pasado y ella no tenía ni idea de qué era.
Él había vuelto a llamarla señorita Chaves y, por su tono, no había sido en broma. ¿Por qué?
¿Y por qué aquella terrible urgencia por regresar a casa?
Era cierto que, cuando tomaba una decisión, Pedro Alfonso la ponía en práctica a cien por hora. A ella tampoco le molestaba volver cuanto antes a casa, pero…
¿Ya no iban a volver a estar a solas? ¿Qué pasaba con el modo apasionado con el que habían hecho el amor? ¿Cómo encajaba en todo aquello?
Sumida en su confusión, Paula se tapó la cara con las manos.
Llegaron a Yewarra después de que oscureciera aquel mismo día.
Rogelio les había preparado un vuelo en un jet privado desde la isla de Hamilton, con un vehículo de un socio de Pedro. El socio lo acompañaba, así que Paula y su amante no tuvieron oportunidad de mantener ninguna conversación privada. Y volaron desde Sídney a Yewarra en el helicóptero de la compañía… también en silencio.
Ella no estaba segura de qué pensar.
Tanto Sol como Armando estaba ya dormidos, pero Maria Chaves los estaba esperando. Les informó de que Daisy se estaba recuperando y la señora Preston también, aunque seguía en el hospital.
Paula abrazó a su madre y Pedro le estrechó la mano.
–Muchas gracias por ocuparse de todo, señora Chaves –dijo
Pedro, haciendo que la madre de Paula se sonrojara ante sus encantos–. Espero que se haya mudado a la casa grande.
–Sí, con Sol–repuso Maria–. Nos mudamos a la zona infantil.
Supongo que tú también te quedarás, ¿no, Paula?
–Bueno… –dijo Pedro–. Lo cierto es que Paula y yo tenemos una noticia. Hemos decidido casarnos.
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