domingo, 20 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 18





A la mañana siguiente, Paula se miró en el espejo del baño y se encogió. Tenía ojeras, estaba pálida y parecía atormentada.


Se dio una ducha caliente y se puso unos pantalones cortos
azules y una camiseta blanca. Ni siquiera tenía a Sol para distraerse, pensó, mientras se hacía el café y se servía una taza.


Después del café se sentiría mejor, se dijo para animarse y tomó el teléfono para llamar a la casa grande. Dos minutos después, esperó a que la señora Preston colgara y estampó el auricular contra el receptor, sin importarle lo más mínimo si el aparato no volvía a funcionar nunca más.


Se llevó el café a la mesa de la cocina y, para su espanto, se
puso a llorar otra vez. Se limpió las lágrimas de los labios, intentando decidir qué hacer.


Su plan había sido ofrecerle su dimisión a Pedro Alfonso por
teléfono y no aceptar un no por respuesta. Sin embargo, eso no era posible, porque él se había ido de Yewarra la noche anterior, según la señora Preston.


¿Le había dejado algún mensaje? ¿Instrucciones? ¿Había dicho cuándo iba a volver? No, no y no, habían sido las respuestas de la señora Preston. Lo único que había dejado había sido una nota, diciendo que se iba.


Era típico de un hombre arrogante como Pedro, reflexionó Paula con amargura. ¿Cómo podía haber ignorado que, con aquella sencilla observación, la había hecho sentir barata la noche anterior? ¿Cómo podía no saber que, cuando se entregaba a un hombre, no era sólo para tener sexo? Ella se entregaba en cuerpo y alma. Así era y la difícil experiencia que había vivido se lo había demostrado.


Por otra parte, ¿acaso tenía derecho su jefe a estar enfadado con ella?


Intentando detener sus pensamientos, Paula se puso en pie y se acercó a la ventana de la cocina. La mañana estaba nublada, tan gris como ella se sentía. No sólo gris, sino hundida y… sin esperanza.


¿Qué habría pasado si no se hubiera apartado de él? ¿Se habría pasado la vida temiendo que lo suyo se acabara y que Pedro se fuera con otra mujer?


Encogiéndose por dentro, reconoció que no podía volver a
sentirse segura con un hombre nunca más, aunque no fuera una decisión racional. Formaba parte de ella. Para Paula Chaves, no había término medio, admitió con amargura. 


¿Podría cambiar algún día?


Siempre habría algo que se lo impediría. A menos que…


Mirando absorta por la ventana, Paula se dio cuenta de algo.


¡Claro!


Era su reputación lo que la inquietaba tanto. ¿Podría alguna vez soportar el hecho de vivir una relación informal con un hombre?


Además de eso, la situación no le daría la seguridad que necesitaba en caso de que el padre de Sol, que estaba sólidamente casado, quisiera reclamar a su hija.


Paula se abrazó a sí misma, intentando con desesperación
encontrar alguna solución.


Si no aceptaba tener una aventura con Pedro Alfonso, ¿qué diablos podía hacer? ¿Irse de allí? ¿Dejar a Sol sin aquel lugar idílico? ¿Separarse de Armando? ¿Volver a vivir con su madre, que sin duda había encontrado pareja y estaba disfrutando como nunca de su trabajo de diseñadora de moda? ¿Pero cómo podía quedarse?


Tomando el teléfono otra vez, marcó el número de móvil de Pedro Alfonso. No podía dejarlo colgado sin más. Tal vez, debía avisarle con una semana de antelación, para que pudiera organizarse.


La contestó el buzón de voz, informando de que ese día Pedro Alfonso no estaba disponible y que, si era algo urgente, debían contactar con Rogelio Woodward. Ni siquiera era su voz. Era la de Rogelio.


Paula apretó los labios mientras dejaba el teléfono. ¡De acuerdo! No le quedaba otra posibilidad más que seguir trabajando allí… al menos, por el momento.



****


Varios días después, Pedro miró a su alrededor en su despacho.


Estaba ante un problema grave y lo sabía.


Acababa de firmar el documento de compra de otra compañía y no le importaba ni un pimiento.


Peor aún, odiaba haber añadido otra carga a su vida… una vida que ya estaba sobrecargada y llena de insatisfacción. 


Había tenido razón cuando se había preguntado qué pasaría si no pudiera tener a la única mujer que quería tener.


Se había convertido en un adicto al trabajo, más que nunca.


Se había transformado en un monstruo. Y…


Sumido en sus pensamientos, Pedro lanzó el bolígrafo en la mesa y apretó los dientes. No había conseguido conquistar a Paula. Sabía que ambos sentían atracción física, que no era sólo por su parte. ¿Pero cómo podía convencerla de que había mucho más? ¿Cómo podía hacerla ver que la necesitaba?


Encogiéndose de hombros, pensó que Paula Chaves se había instalado en su corazón desde el momento en que la había sorprendido escalando por la pared de su casa. Así había sido y no había nada que él pudiera hacer para cambiarlo.


Y lo más irónico era que Paula amaba Yewarra y a Armando…


Pedro regresó para hacer una fiesta en la casa.


Era una fiesta que había estado prevista desde hacía tiempo y se le había pasado por alto cancelarla. Paula y la señora Preston sólo habían sido avisadas con dos horas de antelación para prepararlo todo para seis invitados que se quedarían a pasar la noche.


En cuanto a sus problemas personales, es decir, cómo
enfrentarse a Pedro Alfonso, Paula no tenía ni idea de la solución. Pero se consoló pensando que, al menos, podía quedarse tras bambalinas, como solía hacer siempre que él estaba con sus invitados.


Una hora antes de que se sirviera la cena, Paula se enteró de que ni siquiera tendría ese respiro.


Recibió una llamada urgente de la señora Preston con la noticia de que Rosa, la camarera que solían contratar para esas ocasiones, se había cortado una mano y no podía trabajar. El ama de llaves le pidió que dejara a Sol con Daisy esa noche y ocupara su lugar.


Paula titubeó un momento pero, por el tono de voz de la señora Preston, adivinó que la cocinera estaba muy agobiada.


–Claro –contestó Paula–. Deme media hora.


Paula se duchó, se puso un vestido corto negro y zapatos planos.


Dudó un momento delante del espejo del baño, se recogió el pelo en un moño apretado y no se maquilló. Pensó en ponerse gafas en vez de lentillas, pero decidió que no necesitaba llegar a esos extremos.


Luego, corrió a la casa grande con Sol y todo lo que
necesitaba. A Armando le encantó el plan inesperado y salió a recibirlas muy contento.


Paula se agachó delante de él y le rodeó con su brazo. Sol se acercó y abrazó a su madre por el otro lado. Ella los besó en la frente.


–Buenas noches a los dos. ¡Que durmáis bien! –les deseó y los abrazó–. Los he llevado a correr por los pastos esta tarde y a ver a los potrillos, así que seguro que van a caer rendidos –le comentó a Daisy.


La señora Preston estaba parada en medio de la cocina, tiesa como una estatua, con los puños apretados y los ojos cerrados.


–¡Señora Preston! ¿Qué ocurre? –preguntó Paula al entrar y
sorprenderla así–. ¿Está usted bien?


El ama de llaves abrió los ojos y estiró las manos.


–Estoy bien, querida. Debe de ser por el poco tiempo que hemos tenido para prepararnos, me he agobiado un poco. Y, por supuesto, me ha afectado que Rosa se hiciera ese corte en la mano…


–Dígame qué hacer. ¡Entre las dos, podemos hacer cualquier cosa!


Aunque su voz sonó fuerte y descansada, Paula tragó saliva,
admitiendo para sus adentros que no sabía quién estaba peor, si ella o la señora Preston.


–¿Qué delicia ha preparado para deleitar hoy a los invitados?


La señora Preston se esforzó en recuperar la compostura.


–Crema de puerros con picatostes, pato asado con tomates y mi flan de chocolate para postre. La mesa está puesta. Trincharé el pato y lo serviremos con las verduras en la mesa grande, al estilo bufé, para que cada uno se ponga lo que quiera. ¿Puedes ser tan amable de ir a ver cómo está la mesa, Paula? Ah, y lleva los canapés.


–¡A la orden!


La mesa del comedor estaba preciosa. Estaba vestida con un mantel de damasco color crema con servilletas a juego. Un centro de mesa de lirios azules adornaba el conjunto entre dos candelabros de plata.


Paula hizo un rápido repaso de la cubertería, los vasos y la
porcelana y le pareció que no faltaba nada y todo estaba correcto.


Luego, llevó las bandejas con canapés a la terraza acristalada.


Había delicados bocados de caviar, negro y rojo, y de anchoas.


También, había aceitunas y pinchos de albóndigas, con una salsa picante en un salsero de plata. Había salchichón picante y pedazos de queso Edam. Y gambas que podían untarse en la salsa verde de un bol de cristal.


Al ver las gambas, Paula recordó que hacían falta servilletas para los canapés. Fue a buscarlas y corrió a la sala acristalada para llevarlas. No iban mal de tiempo, pero tenía la sensación de que cuanto menos tiempo dejara sola a la señora Preston esa noche, mejor.


Al dejar las servilletas, se giró y chocó de bruces con Pedro Alfonso.


–¡Vaya! –dijo él y la agarró de los hombros, como había hecho en una ocasión en las calles de Sídney.


A Paula le pareció que había pasado una eternidad desde entonces.


–¡Oh! –exclamó ella y, a pesar de su esfuerzo de no hacerlo, se quedó sin habla, mientras su cuerpo se estremecía como siempre que su jefe la tocaba.


–¿Paula? –preguntó él, frunciendo el ceño, con aspecto de no ser inmune a ella tampoco–. ¿Qué estás haciendo?


–Eh… –dijo ella y tomó aliento–. ¡Hola! Estoy sustituyendo a Rosa. Ha tenido un accidente… se ha cortado la mano.


Pedro posó los ojos en su moño apretado y en sus zapatos planos.


–¿Vas a hacer de camarera?


Ella asintió.


–No te preocupes. ¡No me importa! La señora Preston necesita que alguien le eche una mano y…


–No –interrumpió él.


–¿No? Pero…


–No –repitió él.


–¿Por qué no? –preguntó ella, mirándolo confundida.


Pedro llevaba una camisa blanca impecable y pantalones
ajustados color caqui. Llevaba el pelo todavía húmedo de la ducha y Paula podía percibir su loción para después del afeitado con aroma a limón.


–Porque vas a asistir a esta cena como invitada.


Pedro le quitó las manos de los hombros y, con una seguridad pasmosa, le soltó el moño de la cabeza y le entregó los pasadores.


Paula soltó un grito sofocado.


–¿Cómo…? ¿Por qué…? No puedes… ¡No puedo hacerlo! –le espetó ella–. No voy vestida para la ocasión –añadió y se quedó callada, llena de frustración.


–Estás bien así –afirmó él, inspeccionando su vestido negro–. Tal vez, no es un atuendo impresionante, pero puede valer.


Ella se quedó con la boca abierta, cuando Daisy irrumpió en la sala, llamándola.


–¡Aquí estás, Paula! Oh, lo siento, señor Alfonso… Estaba buscando a Paula para decirle que tenía razón. ¡Tanto Armando como Sol se han quedado dormidos al momento!


–Una excelente noticia, Daisy –señaló Pedro–. Daisy, tengo que pedirte un enorme favor –añadió–. Al parecer, andamos mal de empleados… ¿Te importaría ayudar a la señora Preston con la cena esta noche? Paula iba a hacerlo, pero yo quiero que asista a la cena.


A Daisy casi se le salieron los ojos de las órbitas, pero reaccionó con rapidez.


–Claro que no me importa. Pero… –comenzó a decir Daisy y miró a Paula con gesto ansioso.


–¿Estoy fatal así? –adivinó Paula.


–¡No, claro que no! –se apresuró a negar Daisy–. Siempre estás guapa. Aunque necesitas peinarte un poco. ¡Iré a por un cepillo! – exclamó, se dio media vuelta y salió.


Paula se quedó sola de nuevo con su jefe, presa de una mezcla de perplejidad e incredulidad.


–¿Por qué haces esto? –preguntó ella con voz ronca por la
sorpresa y la incertidumbre.


–Porque, si aceptas vivir conmigo, Paula Chaves, no quiero que nadie diga que antes eras mi criada. Lo digo por ti. A mí me da igual.




sábado, 19 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 17





VA BIEN, Paula –afirmó él con tono seco.


–No irá bien si seguimos… –dijo ella y se interrumpió.


–¿Deseándonos? –adivinó él.


Paula le dedicó una mirada irónica.


–Querida Paula, no siempre eres fácil de comprender –señaló él–. Por ejemplo, cuando llegué a tu jardín esta tarde, estabas fría como el hielo conmigo… como si quisieras mantener las distancias al máximo. Como si estuvieras dispuesta a… sacarme los ojos si me acercaba demasiado.


Paula soltó un grito sofocado.


–¡Eso no es cierto!


Él se encogió de hombros.


–Pero estabas tensa.


Ella no pudo negarlo.


–¿No crees que ya es hora de que admitas que eres humana? – sugirió él, observándola con atención–. Ya sé que sufriste una terrible traición, ¿pero no te das cuenta de que no puedes seguir rechazando cualquier atracción que sientas durante el resto de tu vida?


–¿Acaso… acaso…? –repuso ella con voz temblorosa–. ¿Acaso crees que estoy siendo melodramática o ridícula?


Por primera vez, Paula suprimió los formalismos y, sin siquiera darse cuenta, habló a su jefe de tú.


–Yo no he dicho eso, pero me parece que debes enfrentarte a ello. Lo único que quiero decir es que seas valiente.


–¿Y tenga una aventura contigo? –replicó ella con un nudo en la garganta–. Yo…


–Paula, yo no voy a dejarte embarazada y abandonarte –aseguró él–. No podemos seguir así. Yo no puedo seguir así. Te deseo. Sé que dije que no lo haría, pero… –añadió y se interrumpió, frustrado.


–Lo estropearíamos todo.


–¿Por qué?


Ella se humedeció los labios.


–Bueno, tendríamos que llevarlo en secreto y…


–¿Por qué diablos? Tú eres la única que no cree que pueda salir bien –señaló él, arqueando una ceja–. ¿Por qué crees que nos han dejado solos en un jardín a la luz de la luna?


Paula abrió los ojos como platos.


–¿Quieres decir que la señora Preston y Daisy…?


Él asintió.


–Las dos me han dado a entender que tú y yo hacemos buena pareja.


–¿Te lo han dicho así? –preguntó ella, estupefacta.


Pedro meneó la cabeza con gesto divertido.


–No, pero a la menor ocasión aprovechan para alabar nuestras cualidades. Y lo mismo le pasa a Bob. Hasta a Harmish –aseguró él, refiriéndose a Harmish, el jardinero–. Me ha dicho que no estás mal para ser una chica. Eso es todo un cumplido, viniendo de él.


Paula apretó los labios, pensando en lo que debían de haber estado hablando a sus espaldas.


–Y Sol y Armando son demasiado pequeños como para que les afecte –prosiguió él–. Si quieres continuar con tu trabajo desde mi casa, no veo por qué no podrías seguir haciéndolo.


Paula se levantó y comenzó a dar vueltas por el jardín, con los brazos cruzados y el vaso en una mano.


Pedro la observó en silencio.


–Paula –susurró él–. Tranquila. Por una vez, déjate llevar. Lo último que quiero es lastimarte –afirmó Pedro, dejó el vaso en el césped y se levantó–. Dame eso –pidió y le quitó a ella su vaso de las manos. A continuación, la rodeó con sus brazos y la acercó a él con suavidad.


Paula se puso rígida pero, al mirarle a la cara bajo la luz de la luna, supo que no podía resistirse a él.


Titubeando, ella levantó la mano y le tocó la cara, junto a los labios. Un pequeño gesto que había deseado hacer desde hacía mucho tiempo. Igual que ardía en deseos de lanzarse a las llamas de la pasión con aquel hombre excitante y tentador…


Pedro la besó en los dedos y le recorrió la espalda con las manos, luego le acarició las caderas. Con respiración entrecortada, ella se sintió recorrida por los más deliciosos temblores.


Entonces, él inclinó la cabeza y la besó.


Minutos después, Pedro la tomó en sus brazos y la llevó al
balancín. Se sentó con ella en su regazo.


–Perdona, pero llevaba tiempo queriendo hacer esto –confesó él–. Y adivino que tú también. Tal vez, deberíamos concentrarnos sólo en eso, ¿no crees? –añadió, tomando la cara de ella entre sus manos.


Paula entreabrió los labios, con los ojos como platos.


Si se había sentido afectada por su presencia en las calles de Sídney, en su coche, en su despacho o en su casa, aquello no era nada comparado con las poderosas sensaciones que la recorrían en ese momento.


Podía sentir cómo su cuerpo se iluminaba al estar en contacto con Pedro. Y, perpleja, reconoció la urgencia de echarse a sus brazos, entregarle su boca, sus pechos, todo su ser, para que él hiciera lo que quisiera con ellos.


Paula cerró los ojos y, cuando sintió los labios de él sobre los suyos le rodeó el cuello con los brazos, acercándolo.


Pedro le acarició el pelo y el cuello. Fue una sensación agradable.


Pero, cuando le deslizó la mano debajo de la camiseta y debajo del sujetador, fue más que agradable. Exquisito. Tanto que ella pensó que no lo podría soportar.


Como si lo hubiera notado, Pedro apartó la mano y dejó de besarla un momento.


–Esto puede ser un juego de dos, ya sabes.


Paula sonrió y deslizó las manos debajo de la camisa de él.


El contacto le resultó delicioso. Su calidez la inundó al tocarlo. La sensación de intimidad le hizo olvidar todos sus años de soledad. La combinación de sus cuerpos, su intercambio de caricias era un maravilloso preámbulo al acto final que ambos ansiaban con desesperación.


Pero allí residía el peligro y Paula lo sabía. No sólo por las
consecuencias que podía traerle… ella nunca dejaría que le volviera a suceder lo mismo que con el padre de Sol. Lo que le preocupaba eran las consecuencias intangibles, el hecho de entregarle su alma a un hombre que, tal vez, iba a deshacerse de ella después.


Paula titubeó entre sus brazos.


–¿Paula? –dijo él, levantando la cabeza. Sonrió–. No eres una dama de hielo en absoluto. En todo caso, lo contrario.


De golpe, ella se apartó y se puso en pie.


–¡Paula! –llamó él, intentando capturarla–. ¿Qué pasa?


Ella evadió sus manos y se recolocó la camiseta.


–Lo dices como si estuviera acostumbrada a hacer estas cosas.


–Yo no he dicho eso.


–No hacía falta –repuso ella, pasándose los dedos por el pelo.


–Paula, no seas ridícula –rogó él y se levantó también del balancín–. Mira, sé que tienes razones para dudar de lo que los hombres puedan pensar de ti, pero…


–¡Claro que sí! –exclamó ella y dio unos pasos atrás–. Lo siento, ¡pero yo soy así!


–¿A pesar de que te enciendes como una bengala entre mis brazos? No –dijo él, mientras ella soltaba un grito sofocado–. No voy a disfrazar las cosas porque tú hayas tenido una mala experiencia.


–Haz lo que quieras, no me importa. ¡Me voy a casa! –gritó ella y salió corriendo.


Pedro no hizo amago de seguirla.