sábado, 19 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 17





VA BIEN, Paula –afirmó él con tono seco.


–No irá bien si seguimos… –dijo ella y se interrumpió.


–¿Deseándonos? –adivinó él.


Paula le dedicó una mirada irónica.


–Querida Paula, no siempre eres fácil de comprender –señaló él–. Por ejemplo, cuando llegué a tu jardín esta tarde, estabas fría como el hielo conmigo… como si quisieras mantener las distancias al máximo. Como si estuvieras dispuesta a… sacarme los ojos si me acercaba demasiado.


Paula soltó un grito sofocado.


–¡Eso no es cierto!


Él se encogió de hombros.


–Pero estabas tensa.


Ella no pudo negarlo.


–¿No crees que ya es hora de que admitas que eres humana? – sugirió él, observándola con atención–. Ya sé que sufriste una terrible traición, ¿pero no te das cuenta de que no puedes seguir rechazando cualquier atracción que sientas durante el resto de tu vida?


–¿Acaso… acaso…? –repuso ella con voz temblorosa–. ¿Acaso crees que estoy siendo melodramática o ridícula?


Por primera vez, Paula suprimió los formalismos y, sin siquiera darse cuenta, habló a su jefe de tú.


–Yo no he dicho eso, pero me parece que debes enfrentarte a ello. Lo único que quiero decir es que seas valiente.


–¿Y tenga una aventura contigo? –replicó ella con un nudo en la garganta–. Yo…


–Paula, yo no voy a dejarte embarazada y abandonarte –aseguró él–. No podemos seguir así. Yo no puedo seguir así. Te deseo. Sé que dije que no lo haría, pero… –añadió y se interrumpió, frustrado.


–Lo estropearíamos todo.


–¿Por qué?


Ella se humedeció los labios.


–Bueno, tendríamos que llevarlo en secreto y…


–¿Por qué diablos? Tú eres la única que no cree que pueda salir bien –señaló él, arqueando una ceja–. ¿Por qué crees que nos han dejado solos en un jardín a la luz de la luna?


Paula abrió los ojos como platos.


–¿Quieres decir que la señora Preston y Daisy…?


Él asintió.


–Las dos me han dado a entender que tú y yo hacemos buena pareja.


–¿Te lo han dicho así? –preguntó ella, estupefacta.


Pedro meneó la cabeza con gesto divertido.


–No, pero a la menor ocasión aprovechan para alabar nuestras cualidades. Y lo mismo le pasa a Bob. Hasta a Harmish –aseguró él, refiriéndose a Harmish, el jardinero–. Me ha dicho que no estás mal para ser una chica. Eso es todo un cumplido, viniendo de él.


Paula apretó los labios, pensando en lo que debían de haber estado hablando a sus espaldas.


–Y Sol y Armando son demasiado pequeños como para que les afecte –prosiguió él–. Si quieres continuar con tu trabajo desde mi casa, no veo por qué no podrías seguir haciéndolo.


Paula se levantó y comenzó a dar vueltas por el jardín, con los brazos cruzados y el vaso en una mano.


Pedro la observó en silencio.


–Paula –susurró él–. Tranquila. Por una vez, déjate llevar. Lo último que quiero es lastimarte –afirmó Pedro, dejó el vaso en el césped y se levantó–. Dame eso –pidió y le quitó a ella su vaso de las manos. A continuación, la rodeó con sus brazos y la acercó a él con suavidad.


Paula se puso rígida pero, al mirarle a la cara bajo la luz de la luna, supo que no podía resistirse a él.


Titubeando, ella levantó la mano y le tocó la cara, junto a los labios. Un pequeño gesto que había deseado hacer desde hacía mucho tiempo. Igual que ardía en deseos de lanzarse a las llamas de la pasión con aquel hombre excitante y tentador…


Pedro la besó en los dedos y le recorrió la espalda con las manos, luego le acarició las caderas. Con respiración entrecortada, ella se sintió recorrida por los más deliciosos temblores.


Entonces, él inclinó la cabeza y la besó.


Minutos después, Pedro la tomó en sus brazos y la llevó al
balancín. Se sentó con ella en su regazo.


–Perdona, pero llevaba tiempo queriendo hacer esto –confesó él–. Y adivino que tú también. Tal vez, deberíamos concentrarnos sólo en eso, ¿no crees? –añadió, tomando la cara de ella entre sus manos.


Paula entreabrió los labios, con los ojos como platos.


Si se había sentido afectada por su presencia en las calles de Sídney, en su coche, en su despacho o en su casa, aquello no era nada comparado con las poderosas sensaciones que la recorrían en ese momento.


Podía sentir cómo su cuerpo se iluminaba al estar en contacto con Pedro. Y, perpleja, reconoció la urgencia de echarse a sus brazos, entregarle su boca, sus pechos, todo su ser, para que él hiciera lo que quisiera con ellos.


Paula cerró los ojos y, cuando sintió los labios de él sobre los suyos le rodeó el cuello con los brazos, acercándolo.


Pedro le acarició el pelo y el cuello. Fue una sensación agradable.


Pero, cuando le deslizó la mano debajo de la camiseta y debajo del sujetador, fue más que agradable. Exquisito. Tanto que ella pensó que no lo podría soportar.


Como si lo hubiera notado, Pedro apartó la mano y dejó de besarla un momento.


–Esto puede ser un juego de dos, ya sabes.


Paula sonrió y deslizó las manos debajo de la camisa de él.


El contacto le resultó delicioso. Su calidez la inundó al tocarlo. La sensación de intimidad le hizo olvidar todos sus años de soledad. La combinación de sus cuerpos, su intercambio de caricias era un maravilloso preámbulo al acto final que ambos ansiaban con desesperación.


Pero allí residía el peligro y Paula lo sabía. No sólo por las
consecuencias que podía traerle… ella nunca dejaría que le volviera a suceder lo mismo que con el padre de Sol. Lo que le preocupaba eran las consecuencias intangibles, el hecho de entregarle su alma a un hombre que, tal vez, iba a deshacerse de ella después.


Paula titubeó entre sus brazos.


–¿Paula? –dijo él, levantando la cabeza. Sonrió–. No eres una dama de hielo en absoluto. En todo caso, lo contrario.


De golpe, ella se apartó y se puso en pie.


–¡Paula! –llamó él, intentando capturarla–. ¿Qué pasa?


Ella evadió sus manos y se recolocó la camiseta.


–Lo dices como si estuviera acostumbrada a hacer estas cosas.


–Yo no he dicho eso.


–No hacía falta –repuso ella, pasándose los dedos por el pelo.


–Paula, no seas ridícula –rogó él y se levantó también del balancín–. Mira, sé que tienes razones para dudar de lo que los hombres puedan pensar de ti, pero…


–¡Claro que sí! –exclamó ella y dio unos pasos atrás–. Lo siento, ¡pero yo soy así!


–¿A pesar de que te enciendes como una bengala entre mis brazos? No –dijo él, mientras ella soltaba un grito sofocado–. No voy a disfrazar las cosas porque tú hayas tenido una mala experiencia.


–Haz lo que quieras, no me importa. ¡Me voy a casa! –gritó ella y salió corriendo.


Pedro no hizo amago de seguirla.




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