sábado, 19 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 14




UN MES después de empezar a trabajar en Yewarra, Paula se había acomodado en la casita de empleados, que no estaba lejos de la casa principal. Aunque era pequeña, era muy acogedora y tenía su propio jardín. Además, era bastante pintoresca, con plantas trepadoras verdeando las blancas paredes. Tenía también un balancín para dos personas, muy agradable para descansar bajo la sombra de los árboles.


Después de haber vivido toda la vida en un piso, Sol estaba
encantada con el jardín. Y Paula estaba muy contenta porque podía trabajar desde su casa, después de haber convertido en despacho un cuarto. Así, podía vigilar a Sol por la ventana mientras la niña jugaba.


Por otra parte, Paula ganó una nueva sensación de libertad.


Aunque, a veces, aceptaba la invitación de la señora Preston para comer en la casa, también disfrutaba cocinando para Sol y para ella.


–¡Tú me tienes a mí y yo tengo a Jenny Penny! ¡Tenemos mucha suerte! –le había dicho Sol a su madre una mañana.


–Cariño, ¡tengo tanta suerte de tenerte que, en ocasiones, me cuesta creerlo! –le había contestado Paula, dándole un millón de besos.


En cuanto al trabajo, Paula sabía que estaba siendo observada, en una especie de periodo de prueba. La señora Preston y Bob, a pesar de ser muy amables y amistosos con ella, no dejaban de vigilar sus progresos, sobre todo en lo relativo a Armando.


A Paula no le molestaba. Le parecía lógico.


Maria había ido a visitarlas un par de fines de semana y parecía satisfecha con el cambio de vida de su hija y su nieta. Al mismo tiempo, a Paula le había encantado ver a su madre tan animada y llena de ideas para el vestuario que estaba diseñando. Además, sospechaba que había algún hombre en su vida, pues Maria había empezado a hacer comentarios sobre un tal Martin.


Maria también había visto a Pedro un par de veces y había
quedado impresionada. Era de esperar, pensaba Paula. Además, estaba segura de que su madre intuía algo sobre la atracción que su jefe despertaba en ella.


Maria no había dicho nada, sin embargo, y Paula se alegraba de no tener que hablar del tema.


En cuanto a sus nuevas tareas, había revisado todo lo que necesitaba reparación en la casa, reemplazando y renovando cosas.


Había hecho pavimentar de nuevo una parte del establo y se había encargado de supervisar en persona la reparación de las vallas de Yewarra.


Lo había hecho en una yegua muy tranquila que Bob le había ofrecido para que montara siempre que quisiera. Y había gozado como una niña subiéndose al caballo y dejándose envolver por el aroma y el paisaje.


Preparar un programa informático para llevar registro de los
movimientos en el establo había sido fácil para ella. Además, Sol y Armando lo habían pasado en grande acompañándola a ver a los potrillos recién nacidos. Los niños les habían puesto nombres, observando sus progresos y cómo ganaban fuerza en cuestión de días.


También había tenido momentos de incomodidad, era cierto. 


De vez en cuando, las sombras del pasado habían enturbiado sus momentos de alegría y satisfacción…


Una voz en su interior solía decirle que no debía acostumbrarse demasiado a aquella felicidad. Ni debía sentirse demasiado a gusto, pues antes o después tendría que dejar aquello.


Sobre todo, había tenido aquellos pensamientos cuando Pedro había estado en la casa, entreteniendo a sus invitados en alguna de sus fiestas. Una cosa era trabajar con la señora Preston para que todo saliera a pedir de boca. Y otra, muy distinta, era observarlo todo tras bambalinas, sintiéndose como una especie de Cenicienta.


Para colmo, no podía dejar de observar a su jefe… Y había desarrollado una especie de sexto sentido para adivinar cada vez que él estaba en casa. La piel se le ponía de gallina cuando que él estaba cerca…


Luego, estaba Armando.


Era un niño serio y sensible, con ojos grises y pelo moreno y
rebelde, que se preocupaba por toda clase de cosas: cuando los cinco cachorritos de Wenonah se fueron a su nuevo hogar, se pasó todo el día sin comer y sin dormir. Cuando no podía estar con él, Pedro le enviaba cartas, postales y todo tipo de regalos maravillosos desde distintas partes del país y del mundo. El pequeño las guardaba como tesoros en un armario de su dormitorio.


–No son cosas apropiadas para un niño de cinco años –le había comentado la niñera de Armando, revisando los tesoros del pequeño–. Por ejemplo, esto –había añadido, sacando un boomerang–. Armando no sabía que no se podía jugar con él dentro de casa y rompió una ventana. Se puso muy triste y el señor Alfonso le encontró una canción de un boomerang que no regresaba. Cuando Armando la escucha, se anima mucho.


–La conozco –había contestado Paula, sonriendo. ¡Eso lo explicaba!, había pensado.


En cuanto a Sol, a pesar de que echaba de menos a su abuela, estaba encantada con Daisy Kerr, la niñera de Armando. Daisy era una joven práctica y responsable, con un toque de romanticismo e ingenuidad que la hacía perfecta para entrar en el mundo mágico de los niños.


Al principio, Sol había tenido un poco de recelo hacia Armando.


Era normal que él se comportara como el niño mayor de Yewarra, además de como propietario y arquitecto de la casita de los animales.


Sol lo había sobrellevado con resignación hasta el día en que Armando le quitó un juguete. La niña se puso a gritar como loca, intentando recuperarlo, y le pegó un empujón a Armando.


–¡Sol! –la reprendió su madre, levantando del suelo a Armando.


–¡Mío! –declaró Sol, agarrando el juguete con fuerza y dándole un puntapié al suelo.


–Bueno… –dijo Paula, sintiéndose impotente.


–De tal palo, tal astilla –comentó Pedro, haciendo que Paula se volviera sorprendida.


–¡No sabía que estaba aquí!


–Acabo de llegar –explicó él, apoyado en el quicio de la puerta del cuarto de los juguetes–. Así que la pequeña Sol también tiene su genio, ¿eh?


–Parece ser que sí –contestó su madre, haciendo una mueca–. Nunca la había visto reaccionar así –añadió y se giró hacia la pequeña–. Sol, no debes portarte así. Armando, ¿estás bien?


–Seguro que sí, ¿verdad, Armando? –intervino Daisy–. Tenemos que ser todos amigos. Ya sé… vamos a ver a Wenonah y su cachorro.


Paula y Pedro vieron cómo los tres se iban a los establos, en paz y armonía.


–Lo siento –dijo Paula–. Suelen llevarse bien, pero…


–No importa. A Armando le vendrá bien aprender cuanto antes que las mujeres pueden ser muy… impredecibles.


Paula abrió la boca, pero no dijo nada. Rió.


–Pero debe admitir que yo no voy por ahí dando empujones a nadie. Ni gritando.


Pedro la miró con gesto de escepticismo y los dos se dirigieron juntos a la cocina.


–Bueno, tal vez lo haya amenazado una vez –admitió ella–. Pero usted me provocó. Además, no grité –añadió y no pudo evitar soltar una risita–. Aunque me habría gustado –admitió–. Bueno. Hay algunas cosas de las que quería hablarle. ¿Cuándo tiene tiempo para hacer un tour por la casa?


–Ahora estoy bastante cansado. ¿Qué te parece mañana por la mañana?


–Bien –repuso ella y lo observó con atención.


–¿Qué pasa?


–¿Se siente bien? –inquirió ella–. Le noto un poco bajo de energía y no es normal en usted.










LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 13



PAULA LLEGÓ tarde al trabajo a la mañana siguiente gracias a una rabieta de Sol, algo muy poco habitual en ella. No había querido vestirse, ni había querido desayunar, no había querido hacer ninguna de las cosas que hacía todos los días.


Como la pequeña no había tenido fiebre ni otros síntomas, Paula había pensado que su hija habría captado su estado de ánimo inquieto después de otra noche de insomnio.


–Vete –había indicado Maria–. Bueno, termina de vestirte primero. La niña estará bien conmigo. Y recuerda lo que te he dicho –había añadido.


Así que Paula se había terminado de vestir a toda prisa, eligiendo un vestido sencillo negro, con cuello cuadrado, cinturón y falda corta. Se había puesto unos zapatos de tacón, dos pulseras y el bolso para salir corriendo a tomar el autobús.


Sólo llegó quince minutos tarde, y eso después de pasarse por el baño para ponerse el maquillaje y retocarse el pelo. Por eso, se llevó una sorpresa cuando Monica Swanson le dijo, al verla entrar, que su jefe la estaba esperando.


–¿E-esperando? –balbuceó ella–. No creí que él fuera a venir hoy. Al menos, no por la mañana.


–Lleva aquí una hora. Agarra la agenda –recomendó Monica.


Paula obedeció y, tras respirar hondo varias veces, llamó a la puerta del despacho de Pedro Alfonso y entró.


Él estaba hablando por teléfono y, al verla, la indicó con la mano que se sentara.


Paula dejó la agenda sobre la mesa y aprovechó que él estaba hablando de espaldas a ella para recomponerse lo mejor que pudo.


Se colocó el pelo detrás de las orejas, se alisó la falda y cruzó los tobillos. Hizo algunos discretos ejercicios faciales, enderezó los hombros y entrelazó las manos sobre el regazo.


–¿Lista?


Ella levantó la vista y, avergonzada, se percató de que, al
parecer, Pedro Alfonso llevaba un tiempo observándola. No se había dado cuenta de cuándo había terminado la llamada.


–Eh… sí. Siento llegar tarde.


–¿No esperabas que me presentara en la oficina?


–No ha sido por eso. Sol se ha portado un poco mal –explicó
ella–. Además, no esperaba que usted estuviera aquí –reconoció.


–He decidido que no quiero que me tomen por un tipo que lo deja todo para irse a pescar –dijo él tras un silencio.


Paula se sonrojó un poco.


–Yo… no les habría dicho eso –murmuró ella.


–Ayer por la tarde, sí lo habrías dicho.


Paula se retorció incómoda, sin decir nada.


Él se puso en pie y se acercó a las ventanas.


–¿Has tomado alguna decisión?


–Bueno, lo he hablado con mi madre y ella… –comenzó a decir Paula y se interrumpió, carraspeando–. No. Yo quiero aceptar el puesto… si usted no ha cambiado de idea.


–¿Por qué iba a hacerlo?


–Por lo que le dije ayer de irse a pescar –sugirió ella, haciendo una mueca.


Él esbozó una sonrisa fugaz.


–Fui muy poco considerado. Tal vez, me lo merecí. No, no he
cambiado de idea. ¿Qué me decías? Parece que quieres que crea que eres tú y no tu madre quien ha tomado la decisión…


–Sí –admitió ella y bajó la vista–. Si le soy honesta, no podría rechazarla. Para empezar, me ayudará mucho en lo económico. Y será como trabajar desde casa y no tendré que trabajar a media jornada durante los fines de semana. Desde el punto de vista profesional, como usted ha señalado, será bueno para mi currículum. Me permitirá estar mucho más tiempo con Sol y… –enumeró e hizo una pausa, tragando saliva–. Sobre todo, me permitirá ser mejor madre a la vista de todos.


–¿En el caso de que el padre de Sol decida reclamarla?


Ella asintió.


–¿Se lo vas a decir a él?


–No, pero… –balbuceó Paula–. Se ha mudado a Sídney –añadió y le explicó cómo lo había averiguado–. Así que ésa es otra razón por la que prefiero vivir en otro sitio.


–No puedes seguir huyendo de él, Paula.


–Lo sé –admitió ella, extendiendo las manos–. Lo que pasa es que es más fácil así. Además, creo que un buen trabajo como el que me ofrece me hará tener mejor autoestima…


–¿Y tu madre? ¿Qué opina?


–Ella me apoya. Aunque me ha costado mucho convencerla de que se quede aquí y retome su trabajo de diseñadora de ropa. Pero tiene sólo cincuenta años y necesita tener una vida propia. Por supuesto, dice que vendrá a visitarnos… si a usted le parece bien.


–Claro –repuso él y apretó los labios–. ¿Tienes ganas, entonces? Todas las razones lógicas para aceptar el trabajo no te van a servir de nada si, luego, odias el lugar o no te sientes cómoda allí.


–¿Odiar el lugar? –repitió Paula con tono burlón–. Eso iba a ser difícil.


–O si te sientes sola.


Sus miradas se encontraron cuando Pedro pronunció esas
palabras. Por la forma en que él lo dijo y por cómo la observaba, Paula se sintió atrapada en sus ojos.


Se humedeció los labios.


–Planeo estar demasiado ocupada como para sentirme sola.


Pero, de inmediato, Paula se dio cuenta de que ésa no era la
respuesta correcta. No contestaba la pregunta indirecta que él le había hecho… La corriente eléctrica que cargaba el aire entre ellos estaba allí, envolviéndolos otra vez. Sin poder evitarlo, ella se preguntó cómo se sentiría si él la tomara entre sus brazos.


Al pensarlo, Paula notó cómo se le ponía la piel de gallina.


Entonces, las palabras de él resonaron en su mente. 


Sentirse sola, se dijo, tomando aliento.


Llevaba años sintiéndose sola, ansiando tener un amante y un compañero. Y no tenía ninguna duda de que Pedro Alfonso podía desempeñar ambos roles de forma brillante. 


¿Pero cuánto tiempo pasaría hasta que otra Portia se cruzara por su camino?


–¿Paula? ¿Vas a seguir negándolo?


Ella se estremeció un momento. Al instante, se dijo que nunca había sido deshonesta con Pedro Alfonso y que no iba a empezar a serlo.


–¿Se refiere a si voy a negar que existe cierta atracción entre nosotros? No. Pero… –comenzó a decir ella e hizo una pausa–. No puedo dejar que me afecte. Ya he cometido un terrible error en nombre del amor, que terminó siendo sólo una atracción pasajera. Todavía no me he recuperado del todo y sigo hecha pedazos, no sólo mi corazón, sino también mi autoestima.


Paula se calló un momento, ignorando la terrible tensión que
delataban sus ojos. Intentó quitarle hierro a la conversación.


–Igual cree que cinco años deberían haber bastado para
superarlo, pero no es así –admitió ella y esbozó una rápida sonrisa–. Además, si me disculpa, señor Alfonso, usted también tiene lo suyo.


–Sigue –la invitó él con tono seco–. ¿O quieres que lo adivine? ¿Dudas de que mis intenciones sean honestas? –preguntó e hizo una pausa–. Te aseguro que no soy tan despiadado como para dejarte embarazada y abandonarte.


–Fui yo quien… lo dejó –susurró ella.


–Paula, ahora tienes veinticuatro años. Eso significa que sólo tenías diecinueve cuando sucedió, ¿no es así?


–Bueno, sí, pero…


–¿Cuántos años tenía él? –inquirió Pedro–. Supongo que era mayor.


–Él… tenía treinta y cinco.


–¿Y quién era? No quiero nombres –puntualizó él con expresión tempestuosa–. ¿Quién era él para ti?


–Uno de mis tutores.


–Es una vieja historia, Paula. Un hombre mayor con autoridad. Una joven impresionable e ingenua. Él no debió desaparecer de tu vida sin mirar atrás cuando encontró a otra mujer.


Paula jugueteó con sus pulseras un momento.


–Mire –dijo ella con voz tensa–. Por la razón que sea, legítima o no, no estoy preparada para pasar por eso de nuevo.


–Entonces, ¿por qué aceptas el trabajo?


–Es la única oportunidad que se me ha presentado hasta el
momento de salir del agujero en que Sol y yo nos encontramos. Y…


–¿Y?


–Puede que suene raro, pero al verle con Armando… me resultó más fácil decidirme. Sin embargo, si va a ser… –contestó ella y titubeó, deteniéndose a mitad de la frase.


–¿Va a ser qué? ¿Incómodo para mí? –adivinó él.


–Yo… no quiero… –balbuceó ella y se mordió el labio.


Pedro Alfonso se dejó caer en su silla.


–Tal vez, si me siento incómodo, pueda quemar energías
cortando madera –sugirió él.


–En serio, igual es mejor que nos olvidemos de todo esto…


Pedro la miró a los ojos con gesto frío y serio.


–No. Tú pareces convencida de poder manejar la situación, así que yo haré lo mismo.


–Sigo sin entender bien por qué me ha ofrecido el puesto si… – comenzó a decir Paula y se interrumpió, sintiéndose impotente.


–¿Si no es para llevarte a la cama? –dijo él, terminando la frase por ella–. Creo que es por mi hermana. Su historia era parecida a la tuya. Estaba angustiada y sentía que había sido traicionada. Cuando Armando tenía tres años, murió en una avalancha en la nieve, cuando estaba esquiando.


–Oh. Lo siento.


Pedro se encogió de hombros.


–Bueno, ¿entonces, aceptas, Paula Chaves?


Ella titubeó.


–No te preocupes. No te obligaré a hacer nada que no quieras.


Aquella promesa le provocó a Paula un escalofrío… aunque decidió ignorarlo.


–De acuerdo.


–Bien. Lo prepararé todo. Ahora, veamos qué tengo en la agenda para hoy.


Despacio, Paula tomó la agenda y repasaron las citas del día una por una. Luego, Pedro Alfonso le encargó varias cosas para los siguientes días.


Justo cuando iba a llegar a la puerta, Pedro Alfonso la llamó.


–Puedes hablar conmigo siempre que quieras… o lo necesites – aseguró él en voz baja.


Paula se quedó mirándolo y, sin poder evitarlo, se le saltaron las lágrimas.


–Gracias –dijo ella con voz ronca–. Gracias.


Entonces, se dio medio vuelta, rezando porque él no se hubiera dado cuenta de cómo la habían conmovido aquellas simples palabras de amabilidad…


Tumbada en su cama esa noche, Paula se preguntó, sin embargo, si había sido la inesperada amabilidad de su comentario lo que le había llegado al alma. No, debía de ser algo más. Algo que la atraía de manera irresistible.