sábado, 27 de mayo de 2017
EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 11
Paula deseó no haber mencionado la palabra «casarme», porque hizo que Matias saliera disparado de la bañera sin más comentarios que un tajante «cierra los ojos» mientras se envolvía en una toalla de cintura para abajo. Ella, por supuesto, había mirado. Él murmuró algo sobre ir a buscar un poco de vino y desapareció dentro de la casa.
Ella le había hablado de boda, extraño cuando había acudido a la casa de Hunter's Landing espantada por esa misma idea. Pero en esos momentos, la idea de estar con él le provocaba una extraña sensación de perfección. Curioso, por que ella nunca lo había sentido en otras ocasiones junto a él, aunque la sensación en sí misma le resultaba familiar.
El día que había conocido a su compañera de habitación en la universidad, había sabido que serían amigas para toda la vida.
Una hora después de empezar a trabajar en su primera editorial, para la que aún trabajaba, supo que había encontrado su lugar.
¿Funcionaría igual con el hombre con el que se iba a casar?
De ser así, ¿por qué no lo había sentido antes, al bailar con Matias en el Bar Jewel, o cuando le pasaba el pan durante las cenas familiares?
A lo mejor había sido la visión de sus empapados músculos la que había provocado esa sensación. Para ser sincera, las dos caras de su cuerpo eran espectaculares. A pesar de su obsesión por el trabajo, por fuerza tenía que dedicarle unas cuantas horas al gimnasio. La anchura de los hombros podría ser genética, pero no los fibrosos músculos que los rodeaban. Y luego estaban sus pectorales. Ella no era una gran experta en una determinada parte del cuerpo masculino, pero a lo mejor tenía que cambiar esa opinión que tenía de sí misma. A lo mejor sí que tenía buen ojo para los pectorales.
Tras observar esos pectorales definidos, aunque no exagerados, a la luz de la luna, tenía que reconocer su atractivo.
También había echado una ojeada a su trasero mientras él se envolvía en la toalla. ¡Chica mala!, pero, en realidad, observaba sus hombros por detrás cuando, de repente, su mirada se había deslizado hacia abajo hasta su bonito y redondeado trasero.
Pudiera ser que su negativa a ese matrimonio se hubiera transformado en un «quizás», por obra y arte del aspecto de su prometido empapado en agua.
Pero eso no explicaba la atracción que había sentido por él la noche anterior, ni lo mucho que había disfrutado con el desayuno y el paseo por la ciudad, a pesar del numerito competitivo en el salón de juegos. Él se lo había tomado a risa y ese desprecio humorístico hacia sí mismo resultaba tan encantador como su sonrisa, y su interés por Catalina, y su actitud comprensiva hacia la negativa de ella de lanzarse sin más a su cama sin conocerlo mejor, con o sin compromiso.
Sin compromiso. Eso era lo que ella quería, pero en ese momento tenía miedo de equivocarse también en eso. En ese instante lo que quería era estar con él.
¿Y dónde estaba él? No se tardaba tanto en ir a buscar una simple botella de vino.
Una punzada de inquietud recorrió su columna. Salió de la bañera y se envolvió en la toalla. Él seguía sin aparecer y ella decidió entrar en la casa.
—¿Matias? —gritó—. ¿Va todo bien?
Las copas de cristal estaban sobre el mostrador de la cocina, junto a un sacacorchos. Pero faltaba el vino y el hombre. Ella recordó dónde estaba la bodega y se encaminó en esa dirección.
Sus pies desnudos no hacían ruido alguno sobre los peldaños enmoquetados que conducían al piso inferior. Giró a la derecha y se encontró en una pequeña habitación forrada de estanterías repletas de botellas. En medio de la habitación había una pequeña mesa, y lo que parecía un Merlot descansaba en un extremo. Era evidente que Matias se había olvidado de todo, concentrado en una docena de
fotografías extendidas sobre la superficie de madera.
Ella recordó las fotos colgadas en el pasillo de la planta superior. No les había dedicado más que una ojeada, suficiente para decidir que se trataba de fotos de unos jovenzuelos desaliñados que presumían de ser samuráis. Sospechó que sobre la mesa había más de lo mismo.
—¿Matias? —dijo Paula en voz baja, para no asustarlo.
—Aquí está —dijo su prometido, sin volverse, mientras señalaba una de las fotos.
—¿Quién? —ella entró en la habitación—. ¿Es una foto tuya?
—Lo siento —él se quedó helado, antes de darse la vuelta con las manos extendidas, como si intentara ocultar lo que había estado mirando—. Te he dejado ahí fuera.
—No pasa nada —la curiosidad la empujó a acercarse a la mesa—. ¿Qué estás mirando?
Durante un segundo él no se movió y ella se preguntó por qué protegía tanto lo que había sobre la mesa.
—¿Qué es? —dijo ella mientras intentaba ver algo—. Espero que no te haya descubierto repasando el material que tienes preparado para los chantajes.
—Casi —un simulacro de sonrisa apareció en su rostro—. Son más fotos de los siete samuráis en la universidad. Tropecé con la caja.
—¿Puedo verlas? —la caja blanca de cartón estaba bajo la mesa y llevaba una etiqueta sobre la que se leía «Anibal-Samurai». Ella tuvo la clara sensación de que él quería negarse, pero luego se hizo a un lado para permitírselo—. No me voy a escandalizar, ¿verdad?
—Dímelo tú —él se encogió de hombros.
A pesar de haber confesado su incapacidad para relajarse, a Paula no le pasó desapercibido el aumento de la tensión en su cuerpo. Del mismo modo que no le pasó desapercibida la falta de motivos para ello tras una primera ojeada a las fotos.
—Veamos —dijo ella mientras miraba a Matias de reojo—. Si tuviera que adivinar, yo diría que los siete os graduasteis en cerveza, baloncesto y afición por las curvas.
Cierto, aunque nada de lo que ella veía explicaba su tensión.
Había muchas sonrisas, algunas ebrias, sobre los rostros de los jóvenes universitarios que posaban con sus amigos y unas chicas larguiruchas. ¿Todas las chicas tenían las piernas largas a los veinte años?
Matias estaba en la mayoría de ellas, casi siempre junto a un chico rubio y atractivo de ojos risueños. Su carisma traspasaba el papel, el espacio y el tiempo.
—Deja que lo adivine, ¿Anibal? —Paula eligió un primer plano del rostro sonriente.
—Sí —Matias tomó la foto y esbozó una leve sonrisa mientras acariciaba la fotografía con el pulgar—. Anibal. Era capaz de convertir una noche de estudio en toda una aventura. Ponía el despertador cada hora, y cuando sonaba nos daba diez minutos para buscar algún objeto inverosímil.
Esa breve interrupción, junto con la subida de adrenalina, agudizaba nuestra concentración durante los siguientes
cincuenta minutos de estudio.
La manera en que hablaba de Anibal le hizo pensar a Paula que su recuerdo no era el motivo de la agitación que mostraba. Ella volvió a contemplar las fotografías, hasta que descubrió una, más grande, debajo de las demás.
De repente se dio cuenta de algo en lo que no había reparado al contemplar las fotografías del pasillo. Sobre la mesa había muchas fotos de un joven Matias, pero al ver la foto grande cayó en la cuenta de que seguramente no eran todas de él.
Porque esa fotografía mostraba dos rostros que se disputaban el objetivo de la cámara. Dos rostros idénticos.
Ella ya sabía que tenía un hermano gemelo, Pedro, pero hasta ese momento no había pensado en lo mucho que se podían parecer. En ese momento lo supo. Se acercó un poco más a la foto y confirmó su primera impresión. Eran idénticos.
Y, al menos en esa fotografía, parecían encantados de estar juntos. Por el rabillo del ojo vio a Matias que estudiaba su rostro en lugar de fijarse en la fotografía.
—¿Cuál de los dos eres tú? —dijo ella volviéndose hacia él.
—No importa —contestó él mientras se encogía de hombros.
—Supongo que no —ella imitó su gesto—. Los dos parecéis idénticamente…
—¿Borrachos?
—No lo creo —ella volvió a contemplar la foto—. Tenéis un balón de baloncesto, y parece como si acabarais de disputar un partido.
—Seguramente la hizo Anibal —él asintió—. Formábamos equipo en un torneo de baloncesto de tres jugadores. Ganamos nosotros.
—¿Tu hermano y tú formabais equipo?
—Con Anibal.
—¿Tu hermano y tú estabais en el mismo equipo? —ella insistió.
—Al menos lo estábamos en la universidad.
Durante aquellos años habían logrado mantener al margen la enfermiza rivalidad promovida por su padre durante la infancia. ¿Había sido la influencia de Anibal o simplemente el amor fraternal lo que había permitido que brillara el sol lejos de la presencia de su padre?
—¿Qué sucedió al acabar la universidad?
—No creo que quieras saberlo.
Por supuesto que quería, sobre todo por el escalofrío que sintió ante la frialdad de su voz. Esa era justo la clase de cosas que quería saber sobre él.
—Estás helada —dijo él—. Volvamos al baño caliente.
Ella estaba helada y desnuda. Él tampoco llevaba nada más que una toalla, y dejaba al descubierto una buena cantidad de musculatura. Pero a Paula ni siquiera le llamó la atención, porque la desnudez que le interesaba en ese momento era de índole emocional, la clase de desnudez que un hombre compartía con la mujer que iba a ser su esposa.
—¿Qué sucedió entre tu hermano y tú, Matias?
—Matias —murmuró él—. Malditos Matias y Pedro. Podríamos habernos llamado Caín y Abel.
—Matias…
—Olvídalo, ¿de acuerdo?
—No. Yo…
—He dicho que lo olvides —él se dirigió hacia la puerta. En un instante habría desaparecido.
Y la oportunidad también.
—Espera. Espera. Contéstame sólo a una pregunta.
—¿Cuál? —él se paró mientras le daba la espalda.
—¿Por qué? ¿Por qué odias a tu hermano?
Él no se volvió para mirarla, pero tampoco hizo falta. Paula no necesitaba ver la expresión de su rostro. Le bastaba con la fría rabia en su voz.
—Porque, que Dios me perdone, con demasiada frecuencia él obtiene lo que yo deseo. Ahora, dejémoslo estar.
Tras esas palabras, la dejó sola en la bodega. Sola y con una firme convicción.
Ella había querido conocerlo mejor, y lo había conseguido. Y había comprendido que hablar de su gemelo era sobrepasar los límites.
Con un suspiro, Paula dejó el vino y las fotografías esparcidas por la mesa.
Desgraciadamente, sospechaba que en lo que más necesitaba él abrirse era en la relación con su hermano.
EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 10
Una hora más tarde, Pedro todavía no se explicaba cómo había sido capaz de descubrir los detalles de su infancia en la casa Alfonso. Incómodo por sus propias revelaciones, se había levantado del sofá de un salto a la primera oportunidad y se había dirigido a la cocina.
—¡Hay comida de sobra en la nevera y el congelador! —había gritado hacia Paula, que seguía en el salón—. Te llamaré cuando esté preparada.
Cuando estuviera él preparado para enfrentarse de nuevo a ella.
Paula pareció habérselo imaginado, porque no lo molestó mientras él calentaba otra cena preparada de Clearwater's en el microondas, y sólo se acercó al comedor para poner la mesa.
«Chica lista», pensó Pedro mientras salía de la cocina con un plato en cada mano. Ella había dispuesto dos sitios, uno a cada extremo de la mesa, dejando una distancia de seguridad en medio.
Él necesitaba ese espacio para aclarar sus ideas. No había querido jugársela cuando casi se habían tropezado con Nicolas y su alcaldesa por la mañana, y había tenido que llamar a su amigo para excusarse por la tarde. Y no quería jugársela en ese momento.
El tiempo que iban a pasar juntos no debía servir para que Pedro hablara sobre la manera de criar a los hijos de su despiadado padre. Ni para explorar la química entre ellos, esa química que ella intentaba reglamentar con tanto ahínco.
No. Él la había animado a quedarse por Matias. Se trataba de aprovechar el encuentro casual con Paula para vengarse por lo que Matias le había hecho siete años atrás, y por lo que parecía estar maquinando en ese momento.
Una vez terminada la cena, Pedro contempló a su compañera de mesa. ¿Qué sabía Paula sobre los planes de Maty y su padre? ¿Cómo podría sonsacárselo?
—¿Qué te parece un remojón en la bañera de hidromasaje de la terraza? —dijo él mientras empujaba el plato vacío.
—Pues…
Agua caliente. Burbujas relajantes. La combinación ideal para que ella confesara los detalles del dúo Chaves-Alfonso.
—Yo no… un baño caliente…
Por la expresión de espanto en su rostro, se diría que él le había propuesto algo pornográfico en el centro del pueblo.
—Ya te he dicho que cualquier contacto físico entre nosotros dependerá de ti, Paula —dijo él con una sonrisa—. Puedes confiar en mí.
—Pues…
—O al menos puedes arriesgarte a descubrir hasta qué punto soy de fiar.
—No es mala idea —ella sonrió tímidamente—, pero no he traído traje de baño.
—Yo tampoco —él se encogió de hombros—. Haremos nudismo.
—Yo…
—¿No te atreves? No tienes de qué preocuparte. Lo sabes. No encenderé las luces. Nos taparemos con toallas y las dejaremos caer cuando el otro cierre los ojos.
—Pero…
—¿Estabas dispuesta a casarte con un francés en la cima de la Torre Eiffel, pero no eres capaz de meterte en una bañera de agua caliente en Tahoe con tu prometido? ¿Dónde está tu sentido de la aventura, Paula?
—Haces que a una mujer le resulte muy difícil decirte que no —ella frunció el ceño y él rió.
—¿Eso es un sí? —él volvió a reír.
Lo era, aunque media hora más tarde él dudaba seriamente de su poder de persuasión. Ella había salido a la terraza envuelta en una toalla de playa, pero en esos momentos él dudaba de la sensatez de su idea. Tal y como había prometido, no encendió las luces, pero incluso en medio de la oscuridad que rodeaba la casa, y gracias a la luna, los hombros de ella brillaban como una perla y sus rubios cabellos parecían una llama en la noche.
Él recordó su cuerpo bajo la bata y cómo estaba hecho de acuerdo con sus gustos personales.
Pechos rotundos, trasero rotundo, curvas peligrosas… muy peligrosas.
—Cierra los ojos —ordenó ella mientras se acercaba a la bañera de madera.
De poco le servía obedecerla. Incluso con los ojos firmemente cerrados, podía imaginarse todo mientras oía el sonido de la toalla al caer. Ella estaría desnuda.
Después escuchó el suave movimiento del agua mientras Paula se hundía en la bañera, pantorrillas, rodillas, muslos, caderas, los rosados pezones que desaparecían de su imagen de fantasía…
Su cuerpo reaccionó en justa correspondencia, levantándose una parte de él mientras se imaginaba a Paula sumergida en el húmedo y sedoso calor. Aunque sabía que la noche ocultaría su reacción, se alejó de ella.
—Ya puedes abrir los ojos —dijo ella tras emitir un leve suspiro.
A lo mejor no debería. A lo mejor debería dejarlos cerrados para poder concentrarse en la información que quería sacarle. «No pienses en su cuerpo», se recordó. «No pienses en su cuerpo curvilíneo, desnudo y mojado».
«Piensa en salvar Eagle Wireless».
«Y en la venganza».
—Cuéntame —él carraspeó mientras se hundía más en el agua y le imprimía un tono desenfadado a la pregunta—. ¿Hasta qué punto estás implicada en la empresa de tu padre?
—¿Te refieres a Chaves Industries?
—¿Tiene más de una?
—No —ella rió—. Supongo que no puede tener más de una empresa si no tiene más de un objetivo de negocios.
—Humm —Pedro volvió a probar con el tono desenfadado—. ¿Habla mucho de negocios en casa? Ya sabes, sobre la marcha de la empresa, posibles nuevos negocios, esa clase de cosas…
—Nunca lo escucho cuando lo hace.
—¿Nunca?
—Si crees que escuchar la incesante charla de mi padre que impide que nadie más intervenga, ni siquiera su hija adolescente, resulta apropiado o divertido, entonces necesitas comer más a menudo en casa de los Chaves.
—Entiendo…
—En mi opinión, las conversaciones durante la cena Chaves son tan apropiadas como hablar sobre mi padre y su empresa en una preciosa noche de primavera y dentro de una bañera de agua caliente, en lugar de quedarse simplemente en silencio para apreciar el increíble cielo estrellado y las sombras de los árboles que nos rodean.
Pedro pestañeó.
Si no se equivocaba, ella acababa de decirle que cerrara el pico.
Que se callara y se relajara.
Recordó su comentario durante el recorrido matutino por Hunter's Landing: «¿Nunca has oído hablar de los paseos?»
Al parecer, ella esperaba que la noche también fuera un paseo. De acuerdo.
Levantó los brazos y miró hacia arriba. Muy bien, ahí estaban esas estrellas que ella había mencionado. Esa luna.
«¿Qué demonios estará haciendo mi hermano en estos momentos?».
La pregunta asaltó su mente y, en lugar del cielo, empezó a ver hojas de cálculo.
A pesar del calor del agua, sus músculos se quedaron rígidos.
«Si Matias estropea mi negocio en Alemania, estaré arruinado».
Pedro se puso en pie de un salto, pero cuando Paula emitió un agudo chillido, volvió a sentarse de golpe.
—Por Dios —dijo él—. Qué susto me has dado. ¿Qué sucede?
—Tú. Tú me has asustado.
—¿Qué?
—Te has puesto en pie de golpe y estabas… eh… mojado.
Mojado y desnudo. No se había dado cuenta. Al pensar en su maldito gemelo había sentido el impulso de agarrar el móvil y reservar un billete de avión a Alemania para ir a retorcerle el cuello.
Pero no podía hacerlo. No podía abandonar esa casa durante el resto del mes, no cuando se trataba de la última voluntad de Anibal.
Mientras gruñía de frustración, apoyó la nuca sobre el borde de la bañera e intentó relajar la tensión en el cuello, espalda y piernas. «Tómatelo con calma, Pedro. Relájate».
—¿Estás bien? —preguntó Paula.
—No —él hizo una mueca—. Escucha, ya sé que la idea del baño fue mía, pero lo cierto es que todo esto de la relajación no se me da bien. No me echo siestas, no medito. Y por lo que sé, ni siquiera respiro hondo.
—¿Puedo hacer algo para ayudarte? —ella rió.
—Háblame, Paula —él se volvió hacia ella. Sus ojos brillaban a la luz de las estrellas. Estaba tan bonita…—. De lo contrario, creo que este silencio me volverá loco.
—Es cuestión de acostumbrarse.
Él volvió a gruñir.
—De acuerdo, de acuerdo —ella rió—. ¿De qué quieres que te hable, de mi padre o…?
—Catalina —contestó él, sorprendiéndose a sí mismo—. Háblame de tu hermana.
—Catalina —Paula se retorció y se hundió un poco más en el agua. Debió de haber estirado las piernas, porque el sedoso movimiento del agua le indicó a Pedro que sus pies estaban muy cerca—. Mi indignante, adorable y superdotada hermana pequeña.
—¿Superdotada?
—Pertenece al club Mensa —Paula volvió a cambiar de posición y, en esa ocasión, rozó claramente el pie de Pedro con el suyo.
Él fingió no haberlo notado.
—Catalina aterroriza a mis padres.
—¿Y a ti no?
—A mí también, pero cuando ella les señala sus debilidades y defectos, ellos reaccionan a la defensiva.
—¿Y qué haces tú? —él deslizó un pie hasta el fondo de la bañera y se encontró con el sedoso tobillo de ella, al que
propinó un suave empujón.
—Reconozco humildemente que tiene razón y prometo esforzarme más la próxima vez.
—No me dejes así —Pedro volvió a empujarla ante su repentino silencio—. ¿Cuál ha sido su última crítica sobre ti?
—Digamos que no le gustan los vestidos de dama de honor.
La pequeña Catalina pensaba que la boda de su hermana con él era una mala idea.
No. Ella se refería a la boda de su hermana con Matias.
—Me temo que si los Chaves y los Alfonso se fusionan —el recuerdo lo irritó—, tendré mi propia dosis de Catalina. ¿Tiene aspiraciones dentro de la empresa de tu padre?
—Sus aspiraciones consisten en conquistar el mundo. Paz global para las masas y Justin Timberlake para todas las adolescentes —ella movió de nuevo la pierna y rozó con su sedosa piel la rugosa pierna de Matias—. En serio, yo la veo como la directora ejecutiva de Chaves en un futuro no muy lejano.
—¿Y qué pasa contigo? —él se estiró un poco más para poder enganchar el tobillo de ella con su pie. Estaban enlazados, pero a ella no parecía molestarle.
—¿Qué pasa conmigo?
—¿Tienes algún interés en implicarte en el negocio familiar? —¿era su imaginación o ella parecía estar sin aliento?
—Estás de broma, ¿no? —Paula rió—. Mi padre no encontraría ninguna utilidad en Chaves Industries para mis conocimientos de español y francés.
¿Qué pasaba con el alemán? ¿También hablaba ella alemán? Pedro tuvo que recordarse que su intención era sonsacar cualquier cosa que ella supiera sobre los negocios de su hermano, no concentrarse en encontrar la pierna de Paula bajo el agua.
—Paula…
—No me digas que te sorprende. Seguro que mi padre ya lo ha dejado claro. La primera y única vez que aprobó algo hecho por mí fue cuando accedí a casarme con Matias Alfonso.
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