Pedro corrió durante veinte minutos y regresó a la casa.
No era demasiado, pero lo justo para distraerse durante un rato y para no pensar demasiado.
La luz de la cocina estaba encendida y Paula lo estaba mirando por la ventana. No podía ver la expresión de su rostro, pero sí que tenía los brazos llenos de ropa para lavar o algo parecido, y que llevaba la bata que se había puesto la noche anterior.
Él caminó los últimos pasos hasta la puerta y entró. Murphy hizo lo mismo, pero estaba lleno de barro y mojado.
—¡Túmbate! —le ordenó ella al perro, y el animal se dirigió a su camastro, que estaba bajo la escalera.
—¿Es a él, o yo también tengo que hacer lo mismo? —preguntó Pedro.
Paula sonrió y lo miró.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Hemos dado una buena carrera…
Ella lo agarró por el brazo y lo miró a los ojos, de esa manera que hacía que él se sintiera incómodo y vulnerable.
—¿De veras estás bien?
—Estoy bien —contestó Pedro, porque era cierto. Sólo era que aquel DVD había conseguido emocionarlo y él odiaba perder el control de sus sentimientos.
—He preparado un té —dijo ella.
Pedro estuvo a punto de decirle que no quería más té, pero sonrió y asintió.
—Gracias. ¿Las niñas ya se han despertado?
Ella negó con la cabeza.
—No. Se despertarán pronto. ¿Por qué?
—Por curiosidad. Necesito darme una ducha, pero no quiero
molestarlas. Me tomaré el té y esperaré un poco, si puedes
aguantarme todo sudoroso y lleno de barro.
Ella lo miró de arriba abajo y se rió, pero mientras se volvía, él se percató de que se había sonrojado. ¿De veras? ¿Todavía tenía ese efecto sobre ella?
—Estoy segura de que puedo aguantarte mientras te tomas el té —dijo ella, y comenzó a doblar pañales como si su vida dependiera de ello.
Él pensó en el beso que le había dado y sintió que una oleada de calor lo invadía por dentro. Deseaba hacerlo de nuevo, deseaba abrazarla y acariciar su cabello alborotado. Besarla hasta que gimiera de deseo y le suplicara más…
—Pensándolo bien, será mejor que vaya a buscar la ropa que voy a ponerme después de la ducha —dijo él, y se dirigió a la puerta antes de quedar en ridículo.
—¿Qué pasa con la ropa que te compraste ayer? —preguntó
Paula.
Él se detuvo al pie de la escalera.
—Nada. Sólo que no estaba seguro de si sería adecuada para lo que vamos a hacer hoy.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó asombrada.
—Llevar a las niñas al mar —dijo él, improvisando—. Hace un día precioso y la previsión es que haga sol todo el día.
—En ese caso, los pantalones vaqueros y la sudadera te irán estupendamente. Siéntate y tómate el té. Si empiezas a moverte en la habitación contigua a estas horas, se despertarán y, sinceramente, me gusta disfrutar de la tranquilidad.
Él tragó saliva para aplacar el deseo que sentía. Pero no debería haberse preocupado, porque Paula se dirigió al cuarto de la lavadora. Él se llevó el té al sofá que estaba junto a la ventana y se sentó. Cuando ella regresó, lo tenía todo bajo control.
Pedro tenía razón, hacía un día precioso.
Llevaron a las niñas a Felixstowe, aparcaron el coche y
caminaron por el paseo marítimo. Pedro empujaba el carrito y ella disfrutaba de la libertad de mover los brazos al caminar.
—¿Sabes que aparte de los viajes de negocios que hemos hecho al extranjero, ésta es la primera vez en seis años que hemos ido a la playa?
Él la miró de reojo y ella hizo una mueca.
—Supongo que tienes razón. No se me había ocurrido hacerlo, al menos no en Inglaterra. Y nunca me han gustado las vacaciones en la playa.
—No me refiero a las vacaciones en la playa —dijo ella—. Me refiero a dar un paseo junto al mar, con la brisa alborotándome el cabello y los restos de sal sobre mi piel. Es estupendo, saludable… ¡Maravilloso!
Entonces lo miró y vio que él la contemplaba con una mirada
inquietante que ya conocía. Se sonrojó y miró a otro lado.
—Oh, mira, está entrando un barco —dijo Paula. Era un
comentario ridículo porque habían entrado montones, pero al ver que Pedro esbozaba una sonrisa, sintió un nudo en la garganta.
Él no tenía derecho a hacerle eso, a provocarle tantos recuerdos con sólo una sonrisa. Quizá no hubieran paseado por la playa, pero habían hecho el amor montones de veces en la azotea de su apartamento, mirando al Támesis. Y ella sabía, con sólo mirarlo, que él estaba recordando lo mismo.
—Comprobaré que las pequeñas están bien —dijo ella, y se
acercó al carrito para taparlas. Después, caminó junto a él y se fijó en que parecía un padre de verdad, y no un hombre obligado a pasar tiempo con sus hijas.
—¿Pau? —él se detuvo, soltó el carrito y se volvió hacia ella—. ¿Qué ocurre?
Ella se encogió de hombros, él la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
—Eh, todo va a salir bien —murmuró Pedro.
Pero ella no estaba tan segura. Habían pasado menos de dos días y él ya había roto las normas, robándole el teléfono y tratando de localizar el suyo. Nadie sabía qué más podía hacer cuando ella no estaba presente. Pasaba despierto la mitad de la noche. ¿Habría usado el teléfono? ¿Y a ella le importaba? Mientras Pedro estuviera con ella durante el día, ¿le importaba que la engañara? ¡Sí! O no, mientras aprendiera a compaginar la vida laboral y la familiar.
—Vamos a tomar un café. He visto una cafetería cerca del coche. He traído la comida de las niñas y a lo mejor pueden calentársela.
—¿Cómo? —dijo él.
Ella pensó en su sudadera nueva y sonrió.
—No te preocupes. Si quieres, yo les doy de comer —prometió—. Pero tú pagas.
—Será un placer —tras suspirar aliviado, agarró el carrito y
continuó empujándolo el resto del camino hasta el coche.
Aquella noche, las niñas estaban cansadas.
—Debe de ser la brisa marina —dijo Pau, mientras les calentaba la cena.
—¿Eso tiene todos los nutrientes necesarios? —preguntó él, al ver la comida.
Ella lo miró como si estuviera loco.
—Es comida, no papilla preparada. Tiene pollo asado, brécol, zanahorias, patatas, caldo… Por supuesto que tiene todos los nutrientes.
—¿Y lo has cocinado tú?
—¡Pues claro! —dijo ella—. ¿Quién si no?
Él se encogió de hombros.
—Lo siento. Es sólo… Casi nunca te he visto cocinar, y no pensé que supieras hacer asados.
—No, por supuesto que no. Nunca teníamos tanto tiempo como para hacer algo tan insignificante.
—¡Basta, Pau! Yo sólo estaba…
—¿Qué? ¿Criticando cómo cuido a mis hijas?
—¡También son mis hijas!
—Pues aprende a cocinar para ellas —dijo enfadada, y le lanzó un libro de recetas—. Ahí tienes. En el congelador hay pechuga de pollo, carne picada, filetes de salmón, gambas y chuletas de cerdo. Elige lo que quieras. Puedes ir preparando la cena mientras yo acuesto a las niñas.
Y salió de allí con una pequeña en cada brazo.
Cielos, pensó Pedro. Él podía preparar café, tostadas y huevos revueltos como mucho. Y también sabía meter cosas en el microondas o descolgar el teléfono y hacer un pedido.
Pero, ¿cocinar? ¿Con ingredientes de verdad? Eso hacía años que no lo hacía. ¿Quince?
Abrió el libro y hojeó las páginas. ¿Qué era lo que servían en el pub? Pechuga de pollo con brie y beicon, o algo así. Había cheddar en la nevera. ¿Serviría?
Quizá. ¿Y habría beicon?
Se levantó e investigó el contenido de la nevera.
No había beicon, y quedaba muy poco cheddar.
Pero había pesto, y le parecía haber visto pasta en el armario de la cocina.
¿Pasta con pollo y pesto? Y ensalada con pipas tostadas.
No había ensalada. Y probablemente, tampoco tuviera pipas.
Sacó algunas cosas que había visto servir con platos similares.
Las dejó sobre la mesa de la cocina y trató de buscar una receta con esos ingredientes. Eligió una.
Buscó un cuchillo, la tabla de cortar y una sartén. Eso era lo que necesitaba, según la receta.
Partió el pollo, lo frió con aceite de oliva, cebolla y pimiento, abrió el pesto y descubrió que tenía moho.
¡Maldita fuera!
Pero también había arroz, y gambas… ¿Y si hacía una paella?
Agarró el libro de nuevo, preguntándose cuánto tiempo tardaría Pau en regresar a la cocina. ¡El suficiente para que él estropeara todos los ingredientes que tenía en la casa!
Más fácil. Pediría algo por teléfono. Pero se suponía que debía cocinar él, y no era su estilo rechazar un reto.
Así que… Paella. No podía ser tan difícil de cocinar.
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—¡Oh! ¿Risotto? —dijo ella dubitativa después de mirar y
olisquear.
—Paella —le aclaró él—. El pesto estaba malo.
—Ah, puede ser. Había otro bote en el armario.
—Vaya. Bueno, me las he apañado —dijo, satisfecho consigo mismo.
Paula volvió a olisquear.
—¿Cuánto ajo le has puesto?
—No lo sé. Ponía dos dientes. Me parecía mucho, así que sólo eché uno.
—¿Diente o cabeza?
Él frunció el ceño.
—¿Cuál es la diferencia?
—La cabeza es el conjunto de dientes. Están todos juntos,
envueltos en una fina capa de piel blanquecina. El diente es cada cosa de las que hay dentro.
Él frunció el ceño de nuevo y miró a otro lado.
—Bueno, si ibas a quejarte, deberías haber estado aquí.
—Eh, no me he quejado.
—Todavía no la has probado.
—Bueno, quizá tenga mucho ajo. ¿Y qué? No voy a besar a
nadie, ¿no? —dijo ella.
Pedro se volvió y la miró.
—Se puede solucionar —murmuró, mirándola de arriba abajo como si fuera a quitarle la ropa.
—En tus sueños —masculló ella, y sacó dos cuencos—. Toma, sirve. Iré a buscar algo de beber. ¿Te apetece un poco de vino?
—El blanco, quizá. El tinto puede ser un poco fuerte.
—Oh, no lo sé —dijo ella—. Quizá para equilibrar el exceso de ajo…
«Idiota». Pedro tiró la cuchara de servir en la olla y salió al pasillo, desapareciendo por la puerta principal y dando un portazo mientras se ponía la chaqueta.
Vaya. No tenía que haberse metido con él. Sabía que Pedro no tenía ni idea de cocinar, y que lo había hecho lo mejor que había podido. Y, aparte de que había puesto mucho ajo y de que estaba demasiado hecho, no tenía mal aspecto.
Pedro arrancó el coche y salió derrapando en la grava.
Ella suspiró, tapó la olla y se sentó a esperar. O bien regresaba, en cuyo caso le pediría perdón, o no regresaba, en cuyo caso…
¿Qué? ¿Las niñas perderían a su padre y ella al único hombre que había amado, sólo por no ser capaz de mantener la boca cerrada?
«Maldita sea». Y ni siquiera podía llamarlo para pedirle disculpas.