miércoles, 10 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 11





LAS niñas eran muy lindas.


Dulces, con personalidad, y lindas. Y aburridas.


No cuando estaban despiertas, pero cuando dormían y Pau
dormía también, y la casa estaba tranquila, Pedro deseaba gritar.


Y se le ocurrió que él era el único que estaba en proceso de
adaptación.


¿Era justo? En absoluto, pensó, y no había sido idea suya que Pau lo apartara de su vida.


Hasta el momento, después de llevar allí treinta horas, había
aprendido a bañar a las pequeñas, a programar la lavadora, a darles de comer y a no beber té. Ésa había sido la primera lección y creía que no la olvidaría jamás.


Pero a las once de la noche, cuando normalmente seguiría
trabajando tres horas más, Paula se había acostado, las niñas dormirían hasta el día siguiente y él no tenía nada que hacer.


No había nada interesante en la televisión y no podía ponerse en contacto con Yashimoto ni con nadie de Nueva York, a pesar de que sabía que ellos seguirían en la oficina.


Paseó de un lado a otro de la cocina, preparó un té, lo tiró por el sumidero porque había bebido mucho durante el día y pensó en la botella de vino que había comprado en el pub el día anterior. Sólo había tomado un par de copas, así que todavía tenía casi dos botellas.


Pero él nunca bebía solo. Era peligroso.


Entonces, pensó en el pub.


Abrió la puerta trasera para dejar salir a Murphy al jardín y, de paso, ver si las luces del pub estaban encendidas.


No era así. El pub era una especie de restaurante y cerraba a las nueve. Así que ni siquiera podía ir allí a ahogar sus penas. ¡Y había tanto silencio!


Excepto por el grito que oyó en la distancia. Lo había oído
momentos antes y, desde el jardín, volvía a oírlo con claridad. Era un sonido helador. Murphy tenía el lomo erizado y gruñía ligeramente. Pedro lo llamó para que entrara y cerró la puerta.


Después, subió hasta la habitación de Paula y llamó con los nudillos.


Ella abrió momentos más tarde. Estaba medio dormida y llevaba un pijama con estampado de gatos.


—Hay un ruido —dijo él, sin más preámbulos—. Un grito. Creo que están atacando a alguien.


Ella ladeó la cabeza, escuchó y sonrió.


—Es un tejón —respondió Paula—. O un zorro. Ambos gritan de noche. No estoy segura de cuál es cuál, pero en esta época del año probablemente sea un tejón. Los zorros hacen más ruido en primavera. ¿Te ha despertado? —entonces, miró a Pedro y suspiró—. Oh, Pedro… Todavía no te has acostado, ¿verdad? Tienes que dormir. Estás agotado.


—No estoy agotado. Nunca duermo a estas horas.


—Pues deberías —lo regañó. Después entró de nuevo en la
habitación y salió poniéndose una bata—. ¿Quieres un té?


Él no quería té. Lo último que le apetecía era un té, pero habría bebido cualquier cosa con tal de estar en su compañía.


—Suena bien —dijo él, y la siguió al piso de abajo.


No debía de ser fácil para él. Nunca había sido una persona que necesitara dormir mucho, y sin nada que hacer por la noche, más que pensar, debía de darle vueltas y vueltas al tema de las gemelas.


«Bien», pensó ella, «a lo mejor así se da cuenta de sus errores. O quizá vuelva a alejarse de mí».


—¿Hay leña en la chimenea? —preguntó ella.


Él se encogió de hombros.


—No lo sé. Había. He puesto la rejilla protectora. ¿Se queda
encendida toda la noche?


—Normalmente no la enciendo —confesó ella—. Con las niñas paso la mayor parte del tiempo en la cocina.


—¿Y por qué lo preguntas?


—Porque tengo muchos DVDs de las niñas, justo desde su
nacimiento. Incluso de antes. Tengo un DVD de la ecografía en 4D. Es impresionante.


—¿En 4D?


—Mmm… En 3D y en tiempo real. Lo llaman 4D.
Puedes ver cómo se mueven, es sorprendente. Y tengo muchas cosas de cuando estuvieron en cuidados especiales, y todo lo que les hacen, las huellas dactilares de la mano y de los pies, las bandas con sus nombres, las tablas de peso y cosas de ésas. Pensé que, si hacía calor allí, podíamos verlas, pero probablemente te parezca aburrido.


—¡No! No. Me encantaría verlo —dijo él.


—Bien. Ve a ver si puedes reavivar el fuego y yo prepararé el té.


Y galletas de chocolate, y un poco de queso con galletitas, porque sabía que él estaría hambriento y, además, necesitaba ganar peso.


Cuando ella entró, Pedro estaba en cuclillas frente al fuego,
soplando las brasas para tratar de reavivar la llama. Paula dejó la bandeja sobre la mesa y, en ese momento, uno de los troncos se prendió.


—¡Estupendo! Bien hecho. Toma, he traído queso y galletas — dijo, y buscó los DVDs en el armario que había junto al televisor—. ¿Vemos la ecografía primero? —sugirió ella.


Él asintió y Paula metió el DVD en el aparato. Después se sentó en el suelo, apoyada contra el sofá, junto a las piernas de Pedro.


—¿De cuántos meses estabas embarazada cuando te la
hicieron? —preguntó él, con un tono que ella nunca había oído en su voz.


—De veintiséis semanas —contestó, volviéndose para mirarlo asombrada.


Pedro puso una expresión sombría, apretó los labios y miró la pantalla como si su vida dependiera de ello. Ella se volvió de nuevo y continuó mirando las imágenes, pero consciente de la tensión que él desprendía y que nunca antes había sentido. Cuando terminó el DVD y ella lo sacó, notó que Pedro se relajaba y que se apoyaba en el respaldo del sofá para beber un poco de té. Le temblaban las manos.


Era extraño. A Pedro nunca le temblaban las manos. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Y, sin embargo, siempre había insistido en que no quería tener hijos, en que sus vidas estaban completas sin ellos. Entonces, ¿por qué lo habían conmovido las imágenes de antes de que nacieran sus hijas?


Murphy se acercó a Pedro y apoyó la cabeza contra sus piernas.


Pedro se agachó y le acarició las orejas, con expresión ausente.


—Creo que tienes un nuevo amigo —dijo ella.


Pedro sonrió y continuó acariciando al perro.


—Eso parece. Supongo que echa de menos a Joaquin.


—Me temo que quiere las galletitas que tienes en el plato.


Pedro se rió y ella se relajó un poco.


—Bueno… ¿Y ahora qué? —preguntó él.


Paula puso la primera película de las niñas, justo después de
nacer.


—Aquí tenían dos días. Nacieron a las treinta y tres semanas, porque habían dejado de crecer. Juana y Pablo vinieron y las grabaron. Se portaron tan bien… Me apoyaron mucho.


—Yo también te habría apoyado —dijo él, provocando que ella se sintiera culpable.


—No lo sabía, Pedro. Siempre habías estado en contra de tener hijos. Cuando mencionaba la fecundación in vitro, perdías los estribos. ¿Cómo iba a suponer que querías implicarte en esto?


—Podías habérmelo preguntado. Podías haberme dado la
opción. 


Podía haberlo hecho, pero no lo había hecho. Y ya era demasiado tarde para cambiarlo.


—Lo siento de veras —dijo ella, mirándolo a los ojos y consciente del dolor que había en su mirada—. ¿Pedro? —susurró.


Él se puso en pie.


—A lo mejor podemos verlo en otro momento —dijo él, y salió sin decir ni una palabra más.


Ella oyó que se dirigía al piso de arriba, que cerraba la puerta del baño y que abría el grifo de la ducha. Tras un suspiro, apagó el DVD y el televisor, puso de nuevo la rejilla en la chimenea y recogió los platos y las tazas.


Después, dejó salir a Murphy otra vez, antes de encerrarlo en la cocina y dirigirse ella también al piso de arriba.


Cuando entró en su dormitorio, oyó que Pedro cerraba la ducha y que salía del baño para dirigirse a su habitación.


Paula tardó horas en dormirse y, cuando despertó, oyó que Pedro abría la puerta trasera y llamaba al perro.


Acababa de amanecer y, al mirar por la ventana, vio que él se dirigía hacia el puente del río vestido con pantalón de chándal, zapatillas de deporte y camiseta. Y que Murphy corría a su lado.


No sabía qué sucedía, pero tenía la sensación de que algo iba mal y de que no era lo evidente. Tenía la sensación de que ocurría algo más, algo que no sabía, y tampoco sabía si podía preguntar.


Probablemente no. La noche anterior, Pedro había estado muy distante. A lo mejor se lo contaba cuando llegara el momento. Pero había una cosa evidente: Pedro no estaba a gusto, y vivir con él durante dos semanas iba a resultar interesante. Por no mencionar frustrante, descorazonador y doloroso.


Sólo esperaba que mereciera la pena.



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