sábado, 6 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 27





Al día siguiente, Pedro invitó a todos a una barbacoa y ella tuvo que comprar y cocinar para todos: Emilia y Hernan, Nico y Georgia, todos los niños, George Caudwell, el padre de Georgia, y Liz, la madre de Nico, Julieta y Andres Alfonso, los padres de Pedro y Emilia, a los que Iona nunca había conocido.


Finalmente, cuando ya todos habían terminado de comer, Hernan se sentó en la hierba junto a la silla de Paula y le dijo con una sonrisa:
—Tengo entendido que has viajado mucho. Dime dónde has estado.


Ella le estuvo contando cosas sobre Perú, África, Papua Guinea, y Borneo, y él le contó sobre Irak, Kosovo e Indonesia. Al ver que Emilia la miraba pensativa, Paula pensó: «¡Espero que no piense que me gusta su marido! Si Pedro se acercara a darme un abrazo…». Pero Pedro parecía evitarla, así que, al ver que Liz estaba cerca, se volvió hacia ella y le preguntó por su pintura.


—Oh, sólo pintarrajeo —dijo ella, restándose importancia.


Hernan se rió.


—Eres una mentirosa. Paula, tú has visto sus obras. ¿La marina del pasillo? ¿El tríptico del salón?


—¿Son tuyos? —preguntó Paula sorprendida—. ¡Guau! ¡Ojalá yo pintarrajeara así!


—¿A alguien le apetece un té? —preguntó Emilia.


—Yo lo haré —dijo Paula, y se movió para ponerse en pie.


Emilia se lo impidió.


—Nada de eso. Tú siéntate y habla con Hernan de política internacional, que sabes de eso más que yo, y mientras mi madre y yo prepararemos el té. ¿Verdad, mamá?


La señora Alfonso siguió a su hija hasta la casa y Paula se volvió hacia Hernan y dijo:
—¿Política internacional? ¿De veras?


Él se rió.


—¿De qué más te gustaría hablar?


Y como nunca había sabido morderse la lengua, Paula dijo:
—¿Quién era Carmen?


Al ver que Hernan ponía una expresión sombría, se arrepintió de sus palabras. Él miró hacia el mar y contestó:
—Mi primera esposa. Bueno, técnicamente. Me casé con ella para salvarla de una situación insostenible, y ella murió en un accidente. Estaba embarazada, y yo terminé teniendo que cuidar de Kizzy. Ahí fue cuando vi a Emilia otra vez. No la había visto desde hacía años.


—Pero la querías desde hacía mucho tiempo.


—Sí —la miró—, ¿Te lo ha contado ella?


Paula negó con la cabeza.


—No, pero tenéis ese tipo de confianza en vuestra relación que sólo se consigue cuando la pareja se conoce desde hace años. Os envidio. Yo nunca he tenido eso con nadie.


—Supongo que tendrá que ver con que siempre has vivido en sitios diferentes —dijo él—. ¿No crees que podrías asentarte en un sitio?


—Si alguna vez estuviera en el sitio adecuado en el momento adecuado.


—¿Y es éste?


Ella miró a otro lado.


—No lo sé. Puede que lo sea para mí. No sé para Pedro.


—No sé lo que sucedió con Kate, pero le hizo mucho daño. Sé buena con él, Paula. Es un buen chico.


—Lo sé.


Pedro se acercó a ellos y Hernan se puso en pie.


—Voy a buscar un té —dijo, y los dejó a solas.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro al mirar a Paula.


—Estoy bien.


—¿Estás segura? Pareces dudosa. ¿Estás cansada? Puedes ir a tumbarte si te apetece. No tiene que quedarte aquí.


¿Era una manera de decirle que prefería que se fuera?


—No —dijo él, acuclillándose frente a ella y tomándola de las manos—. No era una indirecta. Sólo trataba de cuidarte.


¿De veras podía leer su mente?


—¿Quieres asegurarte de que descanse para esta noche? —dijo ella.


—Es una idea. Tuya, no mía, pero interesante —se puso en pie y le acarició el hombro—. Te ha dado el sol. Iré a por crema protectora.


Pero fue Georgia quien se la puso sobre los hombros y Hernan quien le llevó el té. Emilia se sentó a su lado y le dijo:
—Siento lo de la gata. No lo sabía… Pedro acaba de contármelo. Deberías haberlo dicho. Me parecía que estabas triste.


Y la abrazó, y Paula cerró los ojos y la abrazó también.


¿Sería cierto que aquella mujer que tanto había dudado de ella la semana anterior podría convertirse en una amiga para toda la vida? Eso sería estupendo. Si ella se atreviera a creerlo.


Pedro la miró y le guiñó un ojo, y ella sintió que una ola de placer recorría su cuerpo.


Era demasiado bueno como para ser cierto, pero quizá le había llegado el turno de encontrar la felicidad.


Entonces, George Cauldwell se puso en pie y llamó la atención de los presentes.


—Tengo algo que deciros. Sobre todo a Nico, porque siento que esto he de hacerlo bien. Le he pedido a Elizabeth que me haga el honor de convertirse en mi esposa, y ella ha aceptado, así que con tu consentimiento, Nico, nos gustaría
casarnos.


Nico los miró boquiabierto y abrazó a su madre y a su suegro.


—¡Granuja! —dijo por fin, y tomó a su madre en brazos y la volteó.


Después, le dio una palmadita a George en la espalda. Y justo cuando Paula pensaba que aquello no podía ser mejor, Pedro se acercó a ella y se inclinó para rodearla por los hombros y besarla en la sien.


—¡Qué bonito! ¿Verdad? —murmuró él—. Pensé que nunca llegarían a hacerlo. Me pregunto si David vendrá para la boda.


—¿David?


—El hermano de Georgia. Está en Australia. Él también me pegó cuando la besé.


—No me extraña que no volvieras a intentarlo —dijo ella con una sonrisa.


Él se rió y la abrazó, y después se enderezó dejando las manos sobre sus hombros.


Y Hernan, mirándola a los ojos, arqueó una ceja de forma casi imperceptible y sonrió.



****


Ese fin de semana fue el ejemplo de las siguientes semanas. 


Durante el día, Pedro trabajaba en el estudio de casa o iba al hotel, e Paula recogía la casa y preparaba la cena.


A veces, Pedro aparecía con los demás e improvisaban una barbacoa, o iban a la playa a jugar con los niños.


Ella se hizo muy amiga de Emilia y de Georgia, y ellas la aconsejaban sobre la maternidad. Paula no estaba segura de si sabían algo acerca de la relación que mantenía con Pedro, pero ella no iba a ser la que se lo contara. Sin embargo, tenía la sensación de que Emilia sospechaba algo.


—Eres buena para él —le dijo un día—. No puedo creer que haya cambiado tanto en tan poco tiempo. Es mucho más abierto.


Pero no dijo nada más, y Paula tampoco. Si Pedro quería que su hermana se enterase, se lo diría. Hasta entonces, ella se conformaba con disfrutar del tiempo que pasaban juntos en privado.


Hacía un verano maravilloso y ella se sentía tranquila y descansada.


Hasta que fue a hacerse una revisión y le dijeron que tenía alta la tensión.


—¿Estás preocupada por algo?


«Conscientemente, no», pensó ella. Pero su futuro era incierto y quizá eso la inquietaba. Todavía tenía pendiente el tema de la herencia y la prueba del ADN, pero no había querido pensar en ello.


—Puede ser. Pero nada grave.


—Tienes que descansar —le dijeron, así que ni siquiera continuó recogiendo la casa.


Pedro empezó a pasar más tiempo en casa, y ella empezó a pasar más tiempo en el jardín, tumbada en el banco y sintiéndose culpable por no hacer nada mientras esperaba a que naciera su bebé.


Y entonces, nació la pequeña. Dos semanas después de que Pedro montara la cuna en la otra habitación, provocando que terminara su bonito idilio.


Eran las cuatro de la mañana, y el sol comenzaba a asomar por el horizonte cuando ella notó la primera contracción.


Salió de la cama sin molestar a Pedro y bajó al piso inferior. 


Habían comenzado a dormir en la habitación de Pedro porque él tenía el teléfono y el despertador junto
a la mesilla, pero ella seguía utilizando la suya para descansar durante el día. Se dirigió allí y se sentó en la cama con las piernas cruzadas para observar la salida del sol.


A las cinco, empezó a encontrarse peor y, a las siete, estaba en el coche de camino al hospital.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro después de una contracción.


—Estoy bien —contestó ella con una sonrisa.






viernes, 5 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 26




Algo lo despertó.


Pedro tardó un minuto en saber dónde estaba y en darse cuanta de que estaba solo. De pronto oyó el ruido otra vez. 


Un gemido, ahogado por el viento y la distancia, pero que provocaba que aflorara su instinto protector a pesar de que estuviera dormido. Se dirigió al salón y vio que la puerta del jardín estaba abierta.


Paula estaba arrodillada junto al lilo, llorando.


Era injusto. ¿Cuánto más tendría que soportar? Él no sabía si acercarse o no.


«No», pensó. Ella había esperado hasta quedarse a solas.


 Debía respetarla.


Pedro la observó hasta que ella se puso en pie y se dirigió al final del jardín, para sentarse en los escalones con vistas al mar. Parecía tan triste que él no pudo soportarlo más y se acercó a ella, sentándose a su lado. Al principio, ella no dijo nada. Después, lo miró y sonrió con tristeza.


—Lo siento —le dijo—. Sé que esto es patético, pero últimamente ya he tenido bastante y lo de la gata ha sido la gota que colmó el vaso. Era muy linda y voy a echarla mucho de menos.


—Por supuesto que la vas a echar de menos, y nada es patético. Creo que has sido muy valiente —la rodeó por los hombros y la estrechó contra su cuerpo.


Ella apoyó la cabeza en su hombro, haciéndole cosquillas en la oreja con el cabello.


Él le acarició el pelo y se lo retiró del rostro. Era suave como la seda. Precioso.


Ella levantó la cabeza y lo miró, bajo la luz de la luna. De pronto, sintió como si todo hubiera cambiado, e incluso parecía que el mar estuviera conteniendo la respiración.


Paula le acarició el rostro y él volvió la cabeza, la besó en la palma de la mano y la miró a los ojos.


—¿Paula?


Había hablado tan bajito que no estaba seguro de que lo hubiera oído. Ella le acarició el cabello y lo atrajo hacia sí para que la besara en los labios.


—Oh, Paula —murmuró él, y sujetándole el rostro la besó de nuevo, una y otra vez, hasta que el ardor se apoderó de ambos.


Pedro se puso en pie y la ayudó a levantarse. La guió hasta su dormitorio y dejó la puerta abierta para que pudieran oír el mar. Entonces, la abrazó y la besó con delicadeza, sujetándole los hombros con las manos y mirándola a los ojos. Ella se puso de puntillas y lo besó también.


Pedro deslizó las manos por sus brazos hasta que sus dedos se entrelazaron.


—¿Estás segura? —preguntó él para cerciorarse.


—Bastante segura —dijo ella.


—Tendrás que decirme qué tengo que hacer. Nunca he hecho el amor con una mujer embarazada.


Ella se rió.


—Te lo diré cuando lo descubra. ¿Quieres llamar a un amigo?


Él se rió.


—Estoy seguro de que nos las arreglaremos —empezó a quitarle el camisón.


Ella levantó los brazos para ayudarlo. Pedro dejó la prenda en el suelo y le acarició la suave curvatura de su vientre.


—Eres preciosa —dijo él—. Tengo miedo de hacerte daño.


—No me harás daño. Se supone que es bueno para mi.


—¿De veras? —sonrió—. ¿Cómo las vitaminas y cosas así?


—Algo así —ella le bajó los pantalones.


Pedro terminó de quitárselos y permitió que lo mirara.


—Guau —dijo ella, acariciándole los costados antes de colocar la mano sobre su corazón—. Supongo que no puedo decirte que eres precioso, ¿verdad?


Él soltó una carcajada y la abrazó, disfrutando al sentir su cuerpo de mujer contra el suyo. Sintió que un fuerte deseo recorría su cuerpo y, con la respiración entrecortada, la besó de manera apasionada.



*****


Paula se sentía de maravilla.


Nunca se había sentido tan querida, tan mimada, ni tan deseada. Entre los brazos de Pedro se sentía estupendamente. Se movió para poder verlo mejor, tumbado a su lado, con un brazo por encima de la cabeza y una rodilla doblada hacia ella.


Tenía un cuerpo estupendo. Fuerte y musculoso, con una pizca de vello sobre el torso que continuaba hasta su impresionante…


—¿Siempre observas a la gente mientras duerme?


Ella se rió avergonzada y tiró de la colcha para cubrir sus cuerpos.


—Normalmente estoy sola —señaló.


Pedro se volvió para besarla.


—Yo también —le dijo—. Bueno, durante un tiempo.


Ella le acarició el torso y le dijo:
—Háblame de Kate.


Él se quedó inmóvil.


—No hay nada que decir. No quiero pensar en ella.


—Pero acabas de hacerlo. Cuando dijiste que habías estado solo durante un tiempo, ella apareció en tu cabeza.


—Vas a insistir hasta que te lo cuente, ¿verdad? —dijo él.


—Probablemente —admitió ella, acariciándole la mejilla.


Él suspiró con fuerza y se colocó boca arriba otra vez, atrayéndola contra el lateral de su cuerpo.


—Éramos pareja. Trabajamos juntos durante tres años en varios proyectos y durante dieciocho meses ella se estuvo acostando con otro miembro del equipo.


Paula se incorporó sobre un codo y lo miró.


—Oh, cielos. ¿Y tú trabajabas con los dos? ¿No deseaste matarlo?


—A ella.


—¿A ella?


—A ella. Angie. ¿Y cómo se compite con algo así? Si se trata de otro hombre, uno juega al mismo nivel. Se tiene un coche mejor, más ingresos… Lo que sea. ¿Pero con una mujer? ¿Por dónde se empieza?


—¿Y por dónde empezaste? —preguntó ella.


—Me fui. Vendí, me mudé y regresé aquí.


—Y no se lo contaste a nadie.


—¿Cómo lo sabes?


—Porque les he preguntado por Kate y no sabían nada. Emilia dijo que tenías que contarlo tú, y que me deseaba suerte porque nadie había conseguido que lo hicieras —lo acarició—. Es una faena. Acostarse con los dos y no decírtelo. Mentirte de esa manera, durante años. Terrible. No me extraña que huyeras.


—No huí. Me fui despacio. Y ella trató de seguirme y yo le dije que se fuera al infierno. Y después, su novia la dejó.


—¿Y por qué no os contó lo que sentía? ¿Por qué fingía?


Él se encogió de hombros.


—Su padre era pastor en una iglesia. Que viviera conmigo ya era bastante malo. Vivir con una mujer habría supuesto el fin. No podía decírselo. Y supongo que la coartada le servía.


—Así que ¿te utilizó de coartada?


—Supongo que sí.


—Es una locura.


—Sí. Pero bueno, ya está superado.


Paula no pensaba que fuera cierto. Él le había dicho que no era lo que ella necesitaba. Y eso significaba que no se consideraba lo bastante bueno.


¿Por el daño que le habían hecho?


Además, él debía de haber amado a Kate.




*****


Al día siguiente, como era fin de semana y Pedro no tenía que trabajar, fueron a comprar ropa para el bebé. Ella le dijo que era demasiado pronto, pero él insistió.


—Nunca se sabe cuándo puede nacer —dijo él, y la convenció.


Compraron todo tipo de cosas. Un carrito, una cuna, y ropa. No para el bebé, ya que Georgia y Emilia le habían dejado todo tipo de prendas. Compraron ropa interior para ella.


Sujetadores, como uno que le había prestado Georgia, y algunas bragas.


«Algo bonito para que Pedro pueda quitármelo», pensó ella, y se sonrojó.


—Si estás pensando lo mismo que yo, podrían detenernos —le murmuró Pedro al oído, provocando que ella se sonrojara aún más.


—Basta —dijo ella.


Ambos empezaron a reírse tontamente y tuvieron que salir de la tienda para que no les llamaran la atención. Entraron en otra tienda y ella se compró varias prendas de ropa interior. Paula protestó por el precio, pero él sonrió con picardía y dijo que eran cosas para él, y no para ella, y ella bromeó acerca de lo ridículo que se vería con esas prendas puestas.


Era un día fabuloso. Comieron frente al mar y dieron un paseo por la playa, donde contemplaron la polémica escultura con forma de vieiras que había hecho Maggi Hambling's.


—Me encanta —dijo ella, acariciando el metal.


—Y a mí. Hay mucha gente que la odia, o a quienes no les gusta dónde está situada. Dicen que cambia el paisaje de la playa, pero a mí me encanta. Es fluida. Y bonita.


Continuaron hasta las marismas y después regresaron al coche para volver a casa.


«Casa», pensó Paula. Era curioso cómo se había 
acostumbrado a esa palabra.


Al salir del coche, Pedro le entregó la bolsa de ropa interior mirándola con brillo en los ojos, y después estuvieron entretenidos un buen rato.


Salieron a cenar al restaurante chico en el que habían comprado comida para llevar la primera noche, una semana antes, y después se sentaron en el mismo banco, agarrados de la mano. Paula se sorprendía al pensar que sólo había pasado una semana.


Y tenía la sensación de que llevaban juntos una eternidad.