Paula subió las escaleras de madera que conducían al apartamento de encima del garaje. Una por una, fue cerrando las ventanas que había abierto esa misma mañana para airear el interior, y encendió rápidamente los calentadores. Inhaló profundamente y sonrió. Todo olía a fresco y a limpio. Había barrido, pasado la aspiradora y limpiado el polvo antes de ir a Marshallton a su primera cita con el médico.
Entró en el dormitorio con las sábanas limpias y las colocó
primorosamente. Tras hacer la cama, retrocedió e inspeccionó su trabajo. Aquél iba a ser el dormitorio de Pedro durante el siguiente año. Iba a dormir en aquella cama todas las noches... tan cerca de ella y, al mismo tiempo, tan lejos.
Podía imaginarlo en aquella habitación, echado en la cama.
¿Dormiría en ropa interior? ¿Con pijama? ¿Desnudo? El pensamiento de Pedro desnudo en la cama le produjo escalofríos. Era alto y musculoso, aunque tenía las caderas y el vientre perfectamente lisos. Recordó el aspecto que solía tener de adolescente, con nada puesto salvo un par de tejanos cortos, cuando lavaba el coche o cortaba el césped.
Ya entonces poseía un cuerpo increíblemente atractivo.
¿Cuántas veces se había quedado mirándolo durante tanto tiempo, que Sofia y Teresa habían tenido que sacarla de su ensueño? Conforme crecía, fue resultándole más fácil ocultar su obsesión por Pedro, hasta el punto de que, con el tiempo, pudo verlo y hablar con él sin evidenciar el menor atisbo de interés.
Tía Alicia le había advertido que los hombres como Pedro Alfonso no se casaban nunca. Los chicos inteligentes, guapos y ambiciosos como Pedro usaban a las mujeres y luego las tiraban. Tía Alicia lo sabía por propia experiencia.
Había entregado su corazón a un hombre, y él se lo había devuelto hecho mil pedazos.
—No confíes en la pasión, Paula —le había dicho Alicia Williams más de una vez—. Cuando un hombre hace que estés dispuesta a vender tu alma para estar a su lado, aléjate de él. Al final te partirá el corazón y te dejará como si fueras basura.
Paula había combatido sus sentimientos por Pedro Alfonso desde que podía recordar. Se había apartado de él, sabiendo que su tía tenía razón. Aunque hubiera podido conseguir que Pedro se fijara en ella y la deseara, jamás hubiera podido esperar de él la vida que quería vivir... Una vida de felicidad junto a un marido y unos hijos. Con
Pedro podría haber conocido la pasión; podría haber volado a lo más alto entre sus brazos, pero, ¿a qué precio?
Paula no había estado dispuesta a arriesgarlo todo por un romance con él. Casarse con Leonel había sido lo mejor... o, al menos, eso había pensado.
En realidad, no había conseguido olvidar a Pedro. Cada vez
que Lowell le hacía el amor, ella deseaba estar con Pedro Alfonso. Había privado al hombre más gentil y cariñoso del mundo del legítimo lugar que le correspondía en su corazón.
Y se había sentido culpable durante los dos años que estuvieron casados.
Pero la culpa era una emoción inútil. Las cosas eran así y no podían cambiarse.
Lo curioso era que Leonel hubiese deseado que ella fuese feliz. Y si Pedro Alfonso era el hombre que podía darle la felicidad, Pedro Alfonso hubiera aprobado la unión de ambos.
¿Qué unión?, se preguntó. No estaba casada con Pedro ni era probable que lo estuviese nunca. Ya empezaba a hablar la Paula tímida y cobarde, se dijo. Sabía que no debía escucharla. Estaba harta de hacerlo. Al fin y al cabo, estaba embarazada de Pedro. Del hombre al que amaba. Al que siempre había amado. ¿No iba siendo hora de que fuese valiente y aprovechase la oportunidad?
Quizá no fuese la mujer más guapa y excitante que él había conocido.
Quizá fuera cierto que no deseaba casarse ni tener hijos.
Pero ella podía hacerle cambiar de opinión. Podía lograr que la amase. Podía...
Paula se enjugó las lágrimas que empezaban a deslizarse por sus mejillas. Se sentó en el borde de la cama, se llevó ambas manos al vientre y se concentró en su hijo aún no nacido.
—Si no tengo valor para hacerlo por mí, tendré que hallar la valentía necesaria para hacerlo por ti, cariño mío. Mereces tener un padre. Leonel Chaves hubiera sido un padre maravilloso para ti. Pero ya no está con nosotros. Sólo nos queda Pedro Alfonso. Con suerte, serás niño y te parecerás a él. Y todos sabrán que es tu padre.
Paula se levantó de un salto, puso apresuradamente toallas limpias en el cuarto de baño y, por fin, echó un último vistazo al salón y a la pequeña cocina. Nada del otro mundo. Pero estaba limpio y resultaba acogedor.
Tras consultar el reloj, exhaló un suspiro de alivio. Aún tendría tiempo de preparar la cena, poner la mesa y tomar un relajante y largo baño de burbujas. Esa noche daría el primer paso en su plan de conquistar el corazón de Pedro Alfonso.
****
¿Por qué diablos estaba tan nervioso? Parecía un quinceañero en su primera cita. Y no se trataba de una cita, se dijo, sino de una cena con una amiga.
«Una amiga que, casualmente, está embarazada de ti.»
No podía desterrar de su mente aquel hecho, por mucho que lo intentara. Paula Chaves estaba embarazada. Y nadie era culpable de la situación. Ni él, ni Paula, ni siquiera Leonel.
Ninguno de ellos podía haber previsto el futuro.
Pedro alargó el brazo por encima del asiento, tomó el ramo de flores que había adquirido en la única floristería de Crooked Oak, y luego abrió la portezuela.
La luz del porche resplandecía como un faro de bienvenida.
El viento otoñal lo azotó conforme se aproximaba a la puerta.
Si lograba superar la cena con Paula sin ceder a sus más bajos instintos, aún tendría esperanza de pasar los siguientes doce meses sin aprovecharse de la viuda de su mejor amigo. Paula necesitaba su amistad y su apoyo durante el período de embarazo. Pero nada más.
Pedro llamó al timbre. Sus instintos le dijeron que huyera.
Que huyera rápidamente.
Paula abrió la puerta, flanqueada por sus dos perros.
—Pasa. Hace fresco, ¿verdad? Dicen que esta noche caerá otra helada.
El permaneció inmóvil, mirándola, con la mandíbula tensa y los ojos abiertos como platos.
Estaba encantadora. Absolutamente encantadora. Radiante, delicada y femenina con su falda rosa de pana y su jersey a juego. El largo pelo castaño le caía suelto sobre la espalda y sobre un hombro.
— ¿Sucede algo? —preguntó Paula.
—No, no pasa nada —Pedro entró en el vestíbulo, cerró la puerta y alzó el ramo de flores.
— ¿Son para mí?
—Leonel me dijo una vez que las lilas son tus flores favoritas —Pedro se aclaró la garganta—. Recuerdo que llevabas lilas en tu boda. Tú y las damas de honor.
Paula se acercó el ramo de lilas rosas y blancas al pecho.
—Son preciosas. Gracias. Me sorprende que te fijaras en las flores que llevaba en mi boda.
—Soy muy observador. Me han enseñado a fijarme en los detalles.
«Como, por ejemplo, en lo nerviosa que estás, aunque no lo
aparentes. O en que abriste la puerta en cuanto llamé, lo que
significa que me estabas esperando ansiosamente.»
—Por favor, acompáñame a la cocina. No veo razón para que cenemos en el salón. Al fin y al cabo, esto no es una cita. Sólo somos dos amigos que cenan juntos.
«A quién intentas convencer, cariño? ¿A mí o a ti misma?»
—Mmm, huele estupendamente —dijo Pedro al entrar en la cocina.
—Estofado de pollo —informó Paula mientras vertía la comida en dos enormes tazones—. He hecho pan de maíz para acompañarlo, pero si prefieres pan de molde...
— ¿Pan de maíz? —Pedro se relamió—. Aún recuerdo el pan de maíz que hacía tu tía Alicia.
—Sí, utilizo su receta —Paula colocó los tazones en la mesa, sirvió dos tazas de café y luego puso la bandeja con rebanadas de pan. A continuación introdujo las lilas en un jarrón y las colocó en el centro de la mesa. Pedro le retiró la silla para que se sentara. Ella le sonrió, y él tuvo que hacer un esfuerzo para no tomar su rostro con ambas manos y besarla hasta dejarla sin aliento.
¿Tenía idea de lo dulce y vulnerable que le resultaba? ¿De lo tentado que se sentía de borrar aquella inocencia casi virginal de sus ojos? ¿Y cómo era posible que una mujer que había estado dos años casada aún proyectara semejante aura de inexperiencia?
—Te acuerdas de la tarta de manzana de tía Alicia? —preguntó Paula.
— ¿Bromeas? La tarta de manzana de Alicia Williams era famosa en todo el condado de Marshall —Pedro contempló la embriagadora sonrisa de Paula—. No estarás sugiriendo que has preparado una tarta.
—He pensado que puedes llevarte la mitad al apartamento y tomarla con café por la mañana.
—No suelo desayunar mucho, pero en este caso haré una excepción.
La comida de Paula estaba deliciosa, y Pedro comió hasta sentirte repleto. No podía recordar cuándo fue la última vez que comió tanto.
Pero, claro, tampoco recordaba cuál fue la última mujer que le preparó una comida.
En cuanto Paula empezó a quitar la mesa, él se levantó de un salto y le quitó los platos de las manos.
—Espera, deja que te ayude.
—Déjalos en el fregadero —indicó ella—. Yo los pondré en el
lavavajillas. Me imagino que querrás ver el apartamento. ¿Has traído tus cosas?
Pedro amontonó los platos en el fregadero, se secó las manos en un paño y luego se giró hacia la mujer que lo observaba con ojos ávidos.
«No me mires así, cariño», quiso decirle. Pero no estaba seguro de que ella supiera lo fácil que le resultaba interpretar su tórrida mirada.
—Sí, me gustaría verlo. Y sí, he traído mis cosas.
—Entonces, vamos. Te enseñaré tu nueva casa —Paula se volvió y señaló con el índice a sus dos perros, que los habían seguido entusiasmados hasta la puerta trasera—. No, Fred. Ricky y tú no podéis acompañarnos. Os quedaréis aquí.
— ¿Fred y Ricky? —Pedro dejó escapar una risita mientras observaba a los animales—.Unos nombres curiosos.
Tras subir las escaleras del apartamento, Paula abrió la puerta, entró y encendió la luz.
Pedro inspeccionó toda la habitación con una sola mirada.
Acogedor.
Limpio. Pequeño. Su apartamento de Alexandria era tres veces mayor. Probablemente se sentiría constreñido al principio, pero acabaría habituándose.
—Es bonito.
—Ya sé que es pequeño. Pero tiene un dormitorio aparte y un bonito aseo con ducha. Además, la entrada es independiente.
— ¿ay algún motivo para que creas que deseo una entrada
independiente?
—Pues no, la verdad es que no —Paula se sonrojó levemente—. Lo decía por si alguna vez decides traer compañía...
— ¿Compañía femenina, quieres decir?
—Sí, compañía femenina. Vas a vivir en Crooked Oak un año entero, así que imagino que saldrás de vez en cuando.
—De vez en cuando —repitió él. Luego cruzó los brazos y miró directamente a Paula—. ¿Te importaría, como mi casera, claro, que trajera mujeres al apartamento?
Al parecer, la pregunta la pilló desprevenida. Abrió la boca para responder, pero luego la cerró y se aclaró la garganta.
—No es asunto mío si decides traer aquí a las mujeres con las que salgas.
—¿A pasar la noche? —Pedro sabía que debía avergonzarse del placer que sentía al fustigar así a Paula. Parecía verdaderamente apurada.
—Pedro, yo... yo...
—Seré muy discreto.
—Gracias. Te lo agradecería.
—Si quieres puedo llevar a la mujer en cuestión a tu casa para que le eches un vistazo. Si la apruebas, se quedará a pasar la noche. Si no, la llevaré a su casa.
Paula se quedó mirándolo, sin habla, durante varios segundos antes de echarse a reír.
— ¡Pedro Alfonso, debería despellejarte vivo! ¡Me estabas tomando el pelo! —riéndose como una colegiala, avanzó hacia él y le dio una palmadita en cada brazo. El prorrumpió en carcajadas y la abrazó. En ese momento, bruscamente, las risas cesaron, y Pedro se percató de lo íntimamente que la estaba abrazando, de lo quieta que ella se había quedado de pronto.
Bajó la mirada para ver sus ojos en el mismo instante en que Paula alzaba la cabeza para mirarlo a él. Sólo pudo percibir el deseo que se reflejaba en aquellos hermosos ojos azules, la tentación que constituían aquellos labios suaves y rosados.
Ella deseaba besarlo, ¿verdad? Si no, ¿por qué lo miraba de aquel modo?
Sería lo más fácil del mundo tomarla en brazos y llevarla al
dormitorio. Pero un hombre no se acostaba con Paula a menos que estuviera dispuesto a ofrecerle un compromiso.
El compromiso de una vida junta.
Pedro le posó un beso suave en la frente y a continuación la soltó.
—Será mejor que vaya por el equipaje. Aparte de la maleta, he traído un par de cajas llenas de trastos.
— ¿Necesitas ayuda?
—No quiero que levantes peso —dijo él—. Aunque aún no se te note, estás embarazada.
—El doctor Farr dice que estoy sana como un caballo.
— ¿Quién es el doctor Farr?
—Mi ginecólogo.
— ¿Y cuándo lo has visitado?
—Hoy ha sido la primera vez. Tengo otra cita dentro de un mes. Y, alrededor del quinto mes, me dirán si es niño o niña.
—De modo que el doctor Farr dice que estáis bien. Tanto tú como el niño.
—Perfectamente.
— ¿Qué prefieres que sea, niño o niña? —preguntó Pedro.
—Lo cierto es que no me importa. Leonel y yo nos alegramos tanto con la noticia del embarazo... —Un pesado silencio se cernió entre ambos durante varios segundos.
Por fin Paula sonrió y siguió diciendo—: Cuando quieras
acompañarme a una de las citas con el médico, serás bienvenido. Bueno, será mejor que te deje para que puedas subir tus cosas. Ha sido un día muy largo y estoy agotada. ¿Hasta mañana, pues?
—Espera, te acompañaré...
—No será necesario. Conozco el camino.
Pedro permaneció en lo alto de las escaleras y la observó hasta que hubo entrado en la casa.
¿En qué diablos se había metido? No había previsto los sentimientos que le inspiraría Paula... ni el abrasador deseo que le provocaría...
Pedro decidió que lo primero que haría tras instalarse sería buscarse a una mujer dispuesta. Sólo conseguiría mantenerse apartado de la viuda de Leonel mitigando su deseo... con otra persona.