martes, 4 de abril de 2017
DESCUBRIENDO: CAPITULO 17
Pau estaba terminando de desayunar cuando se le ocurrió que la ausencia de Pedro era una buena oportunidad para llamar por teléfono a Eloisa Burton y hacerle alguna pregunta acerca de Pedro, cosa que debía haber hecho antes de llegar a Savannah.
Por desgracia, Eloisa se echó a reír cuando le hizo la primera pregunta.
—¿Que quieres saber más cosas de Pedro? Pau, querida, eso es estupendo.
—A mí me parece sólo de sentido común —replicó ella—. Al fin y al cabo, voy a pasar varias semanas a solas con él.
—Por supuesto —dijo Eloisa, todavía divertida—. Supongo que Pedro no ha hecho nada que haya podido molestarte, ¿verdad?
—No, no. En absoluto. Ha sido todo un caballero, el perfecto anfitrión —se corrigió enseguida—. Es más joven de lo que esperaba.
Eloisa volvió a reír.
—Bueno, ya tiene los treinta, de eso estoy segura.
«Diez años menos que yo», pensó Pau, deseando que la diferencia de edad no le molestase tanto. ¿Qué más daba?
—Tenías que haberme advertido que estaríamos solos —le dijo.
—¿Estáis solos? ¿Y el cocinero y los otros hombres?
—Han ido a reunir al ganado, al parecer.
—Vaya. ¿Y quién está cocinando?
—Pedro y yo, pero eso no es un problema. Lo estamos haciendo por turnos.
—Estupendo. No sé qué tal cocina Pedro, pero al menos, estás en buena compañía, es un hombre muy guapo. Y tienes que admitir que eso es una ventaja, Pau.
—Bueno… yo… Tal vez.
—No te preocupes. Tal vez pienses que es un descarado, pero tiene buen corazón.
—Supongo que a ti te ha ayudado mucho.
—Sí. Cuando mi Arthur falleció, tuve muchos problemas. Varias personas intentaron asustarme para que vendiese Savannah por mucho menos de lo que valía. Pedro me rescató. Fue maravilloso ver cómo se enfrentaba a esos tipos.
—Menos mal que lo hizo.
—Sí, Pedro es un encanto, y es de confianza. No te habría mandado a Savannah si no lo fuera.
—De eso no me cabe la menor duda. Muchas gracias por tranquilizarme. Me sorprende que Pedro no…
Se interrumpió a mitad de la frase, distraída por la imagen, a través de la ventana, de un caballo galopando hacia la casa.
El jinete tenía que ser Pedro, pero parecía ir demasiado rápido, como si fuese a saltar la valla, que a ella le parecía demasiado alta.
—Pau, ¿sigues ahí?
—Sí, Eloisa. Espera un momento.
Con el corazón en un puño, Pau vio cómo el caballo saltaba con gracia la valla. Respiró aliviada y volvió al teléfono. Estaba temblando.
—Lo siento, Eloisa. Es que he visto que Pedro iba a saltar la valla con su caballo y he pensado que no lo iba a conseguir.
—¿La valla del corral?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Dios santo. ¿Está bien?
—Sí. Está bien.
—Pau, eso es increíble.
—¿Lo es?
—Sí. Pedro acaba de hacer algo que sólo han conseguido cuatro hombres en cien años.
—¿De verdad?
—Sus iniciales están grabadas en el poste de la valla.
—Vaya. En ese caso, es toda una hazaña.
—Lo es. Pedro no lo había intentado nunca antes y eso me sorprende.
Después de colgar el teléfono, Pau pensó que debía volver a su habitación y ponerse a trabajar.
No obstante, esa mañana necesitaba tomar un poco de aire fresco, así que salió a la galería. Cobber se acercó a ella y la miró con sus ojos color miel. Pau lo acarició.
Pensó en lo reconfortante que debía de ser tener un perro fiel como compañero. Ella nunca había tenido perro.
Cobber la siguió escaleras bajo y hasta la hierba. Se acercó a un rosal en mal estado y encontró un pequeño capullo rosa. Estaba pensando si debía arrancarlo o no cuando Pedro apareció por la esquina del establo.
Lo vio sonreír y sintió calor en el pecho. Estaba más atractivo que nunca, con aquellos vaqueros azules claros y la camisa desgastada, y con una pesada silla de montar sobre el hombro.
Pau pensó que era completamente imposible resistirse a él.
—Hola —le dijo con naturalidad.
—Buenos días, Pau.
—Pareces contento.
—La verdad es que lo estoy.
—Esto… he visto que has saltado la valla. Estaba preocupada. Pensé que no lo conseguirías. Me parecía demasiado alta.
Pedro asintió, sonriendo.
—De hecho, es un reto que llevaba evitando mucho, mucho tiempo.
—Pero que has aceptado esta mañana.
—Sí —admitió él, sonriendo de oreja a oreja—. Ha sido pan comido.
Pau estaba tan acostumbrada a tratar con políticos fanfarrones que esperó que Pedro se jactase de ser uno de los cinco únicos jinetes que lo habían conseguido, pero Pedro no era como el resto de los hombres que había conocido. No presumió de ello.
No había multitud para aplaudirlo, ni champán, ni besos de mujeres bonitas.
Sencillamente, parecía estar contento y, al mirarlo a los ojos, ella se sintió contenta también.
Estaba tan feliz que, sin pensarlo, dio dos pasos hacia él, lo agarró por la camisa y lo besó en los labios.
DESCUBRIENDO: CAPITULO 16
Pedro se despertó al amanecer y fue derecho al prado donde estaban los caballos. Unos minutos más tarde cabalgaba sobre Archer por las llanuras envueltas en niebla..
Le gustaba estar fuera tan temprano. Archer cabalgaba con paso seguro y la mañana era fría, la niebla había humedecido la tierra, así que no se levantaba polvo.
A Pedro le había encantado cabalgar desde que tenía uso de razón y, con un poco de suerte, esa mañana le ayudaría a deshacerse de la tensión de sus músculos y le daría el espacio y la distancia necesarios para pensar con claridad.
Tenía que decidir cómo llevar la difícil situación en la que estaba: encaprichado, con sólo un beso, de una mujer que no era para él.
***
Cuando Pau llegó a la cocina para desayunar, le sorprendió que la mesa estuviese vacía y limpia. Ésa fue la primera sorpresa; la segunda, una nota apoyada en la tetera:
Me he ido a montar a caballo, así que no me esperes para desayunar. Luego nos vemos. Pedro.
Muy a su pesar, se sintió decepcionada. Se había levantado decidida a actuar como si el beso de la noche anterior no hubiese tenido lugar. Pero, al mismo tiempo, nerviosa por volver a ver a Pedro.
Aunque fuese una tontería, se había preguntado si le propondría que volviese ayudarlo a hacer algo.
El hecho de que Pedro pudiese estar evitándola le molestaba más de lo debido.
Mientras se preparaba una taza de té, un huevo pasado por agua y una tostada se preguntó si Pedro estaría molesto porque había respondido a su beso y después le
había dicho que había sido un error. Era la típica tontería que podía esperarse de una adolescente.
El problema era que, cuando Pedro estaba cerca, a Pau le daba la sensación de tener catorce años en vez de cuarenta.
****
Pedro detuvo a Archer y lo condujo hasta el saliente del precipicio. Desde ahí podía ver el río justo debajo.
Desmontó, ató las riendas a un árbol y se agachó sobre la tierra rojiza, observando cómo se reflejaba el sol en el río y lo volvía plateado.
Se dejó absorber por el silencio y empezó a darle vueltas a su problema.
La senadora.
Sólo de pensar en ella se ponía tenso. Recordar cómo lo había besado y cómo se había derretido bajo sus caricias fue todavía peor. La deseaba demasiado.
Y sabía que ella también lo deseaba a él.
Pau le había dicho que no podía ser, y se había pasado media hora contándole que MacCallum le había hecho daño, pero él había visto decepción en sus ojos cuando le había dado las buenas noches y se había marchado del salón.
Ambos estaban intentando luchar contra la química que había entre ellos.
Intentó hacer una lista con los motivos por los que debía mantenerse alejado de Paula Chaves. El primero era evidente: era una mujer con carrera, que vivía en la ciudad, senadora federal, una mujer con mucho poder y grandes metas. ¿Por qué desear a una mujer así cuando por fin había conseguido deshacerse de su prepotente y avasallador padre?
La siguiente razón tenía menos peso: Pau era mayor que él, pero eso no podía ser un problema. Su edad hacía que fuese más mujer y más sensata que las jovencitas con las que había salido en los últimos años.
Aunque no estaba pensando en casarse con ella ni nada parecido.
No se le ocurrió ninguna otra objeción. Merecía la pena volver a intentarlo con la senadora.
DESCUBRIENDO: CAPITULO 15
Fueron al salón.
A hablar.
Pedro no podía creer que estuviese haciendo aquello, no podía creer que hubiese detenido el mejor beso de su vida.
Había estado a punto de hacer suya a una senadora federal.
Allí mismo, en la cocina.
Le había dado la sensación de que a ella le había gustado tanto como a él. Cinco segundos más, y ninguno de los dos habría sido capaz de detenerse.
En esos momentos, era difícil darle las gracias a su conciencia, que le había hecho recordar por qué Eloisa Burton había mandado a Paula Chaves a Savannah.
Había querido que Pau estuviese sana y salva. A su cuidado. Debía de tener algún problema y Eloisa la había puesto bajo su protección. No sabía nada acerca de la vida privada de Pau, así que tendría que controlarse hasta que tuviese algunas respuestas.
Así que, sí, lo mejor sería dejarla hablar, y escuchar.
Después ya la besaría otra vez hasta perder el conocimiento.
No había nada que le apeteciera hacer más.
*****
Pau se sentó en el salón de Pedro, segura de que jamás se había sentido tan nerviosa y cohibida. En cualquier caso, agradecía que Pedro la hubiese indultado. Si él no hubiese parado, ella misma habría roto todas sus reglas. No obstante, en esos momentos se sentía más desamparada que agradecida.
Se sentía muy desprotegida.
Desde que había decidido ser madre soltera, también había tenido cuidado de mantener a los hombres a raya. No merecía la pena tener una relación.
Esa noche, Pedro Alfonso había arrasado sus defensas. Y a pesar de haber parado el beso, seguro que sabía lo mucho que ella lo deseaba, que a pesar de estar allí sentada, muy erguida, bastaría con que la tocase para que ella se lanzase a sus brazos.
«Por favor, deja de pensar así. Supéralo», se dijo.
Al menos, Pedro no la bombardeó con preguntas nada más sentarse. Paula no quería hablar de si había o no hombres en su vida. Tenía que encontrar el modo de advertirle a Pedro que no se acercase a ella, pero como tendrían que seguir viviendo juntos, tenía que hacerlo con mucha delicadeza.
Decidió decírselo con muchos rodeos.
—El silencio aquí es algo increíble —dijo—. Al principio me resultó extraño. En mi apartamento de Brisbane se oyen siempre el tráfico, las obras de la calle, sirenas de día y de noche.
—Supongo que uno se acostumbra y termina por no oírlo.
—Cierto —Pau se giró hacia Pedro—. ¿Has vivido mucho tiempo en la ciudad?
Él negó con la cabeza, y después sonrió.
—Pero me gusta y, cuando voy, intento aprovechar al máximo.
—Supongo que sales por la noche.
Pedro sonrió con picardía.
—¿Quieres que te lo cuente?
Lo cierto era que sí, Pau sentía una gran curiosidad por saber cómo se divertía Pedro en la ciudad, pero no podía admitirlo.
En esos momentos, Pedro estaba demasiado a gusto, cómodamente sentado en su extremo del sofá, con las piernas estiradas y totalmente relajadas y el cuerpo girado hacia ella. Hasta estaba sonriendo.
—Está bien, ibas a hablarme de los hombres de tu vida. ¿Por dónde quieres empezar?
—Lo cierto es que no creo que deba empezar, Pedro. Debemos aceptar que ha sido un error besarnos y…
—Eso es una gran tontería, Pau, y tú lo sabes.
—¿Qué quieres decir?
—Que ha sido un beso fantástico y que vamos a repetirlo —le dijo él con los ojos brillantes—. A no ser que tengas un motivo muy bueno por el que no debamos hacerlo.
Paula apartó la vista. Tenía miedo de ruborizarse.
—Por ejemplo —continuó Pedro—, me gustaría saber si tienes un novio en Canberra, o en Brisbane, o donde sea.
—No. No lo tengo —admitió ella después de un rato.
—¿Estás segura?
—Por supuesto que estoy segura. Esas cosas no se olvidan. Hace bastante tiempo que no he salido con nadie.
No tenía por qué hablarle de Mitch, el primer hombre que le había roto el corazón, ni de Toby, el banquero que había filtrado su relación a la prensa y había estado a punto de terminar con su carrera.
—¿Y tú? ¿Tienes novia?
—No pertenezco a nadie —respondió él en voz baja.
La respuesta no complació del todo a Paula.
—Entonces, si no hay ningún hombre en tu vida, ¿cuál es el problema? —añadió él después de un silencio.
Ella dudó. Después de cómo lo había besado, no iba a ser fácil explicarle que no quería tener una relación.
—Has venido aquí a escapar de algo, ¿verdad? —continuó Pedro.
—Bueno, sí —admitió Pau—. Sobre todo, de los periodistas.
—¿Por algún motivo en especial? Pensé que a los políticos les gustaba la publicidad.
Por supuesto que tenía un motivo en especial, pero no quería contarle que estaba embarazada. Al menos, no de momento. No tenía ni idea de cómo reaccionaría.
—Por desgracia, los periodistas siempre se centran en las mujeres políticas.
—En especial, en las que son fotogénicas —sugirió él.
Pau asintió.
—Me temo que han dicho demasiadas veces de mí que soy guapa y tonta. Es insoportable.
—¿Por qué te metiste en política? ¿Fue realmente por casualidad?
—Bueno… sí. Más o menos.
—¿Como le ocurrió a Alicia en el País de las maravillas?
Pau no pudo evitar sonreír.
—En realidad, mi historia no es tan interesante.
—Pues a mí me interesa —la retó Pedro.
Ella pensó que tendría que hablarle de Mitch, pero tal vez así consiguiese mantener las distancias.
—Supongo que todo empezó cuando era joven —dijo—. Cuando iba al colegio en Monta Correnti. El padre de mi mejor amiga era el alcalde, y yo iba mucho a jugar a su casa. No estaba mucho en casa, pero cuando lo hacía, siempre era amable y divertido.
Bajó la cabeza antes de continuar.
—Siempre oí hablar bien de él, porque lo arreglaba todo en nuestra ciudad y ayudaba a las personas ancianas. Todo el mundo lo quería. Debió de ser mi primera inspiración.
—Pero decidiste dedicarte a la política en Australia.
—Sí. Cuando empecé la universidad, me di cuenta de que ciertos movimientos podían afectar al mundo de manera positiva. Todo eran buenos propósitos —rió—. Entonces, me enamoré perdidamente de un político.
Aquello ya no pareció divertir a Pedro.
—¿De quién?
Paula se preguntó si debería decírselo, pero finalmente respondió:
—¿Has oído hablar de Mitchell MacCallum?
—Por supuesto —dijo Pedro, claramente sorprendido—. ¿No me digas que fue él?
Pau asintió. Todavía sentía un escalofrío al decir su nombre en voz alta.
Se hizo un incómodo silencio en el salón. Pedro se sentó muy recto, con el ceño fruncido. Debía de estar intentando recordar todo lo que había oído y leído acerca de Mitchell MacCallum.
—Eso fue mucho antes del escándalo —le aclaró ella.
—Eso espero —respondió él muy serio.
Así que Pedro no tenía una buena opinión de Mitch. A Pau no le sorprendió. Cinco años antes, la prensa había descubierto que, a pesar de estar casado, utilizaba el dinero del ministerio para pagarle a su amante un ático en el puerto de Sidney.
—Sigue hablándome de MacCallum —le pidió Pedro.
Ella dudó, pero había empezado y tenía que terminar.
Respiró hondo.
—Mitch y yo íbamos a la misma universidad y compartíamos casa. Éramos cinco en una enorme casa en Balmain. Él tenía un par de años más que yo, estudiaba Políticas y Económicas. Era brillante y carismático, y podría decirse que me convertí en su discípula.
—Una discípula que se acostaba con el profeta.
—Al final, sí —confesó ella, ruborizándose—. Al principio sólo pasaba horas escuchándolo en la universidad, o en alguna cafetería. Después empecé a ir a mítines con él. Todo me parecía muy intelectual, idealista y emocionante, y cuando terminé mis estudios decidí unirme a su equipo de campaña.
—¿Y qué ocurrió cuando él ganó?
—Me dio trabajo en su equipo.
—Seguro que te lo ganaste.
—Trabajábamos en programas muy interesantes y a Mitch lo invitaban a todo tipo de recepciones y fiestas benéficas. Yo nunca había tenido tanta vida social.
—Supongo que, a esas alturas, ya no seguirías compartiendo piso con otras personas.
—No.
Paula recordó el día en que Mitch y ella se habían ido a vivir solos. Había sido como anunciar públicamente que era su novia.
Ella había estado muy enamorada y había tenido la esperanza de que Mitch le pidiese que se casase con él, pero eso no podía compartirlo con Pedro.
—Viví con él unos tres meses —se limitó a decir—, y después… los líderes del partido de Mitch decidieron que tenía que dar una imagen más seria, que tenía que casarse.
Pedro frunció el ceño.
—¿Y? ¿Por qué no te casaste con él?
—Porque no me dieron la oportunidad —respondió ella, obligándose a sonreír—. Mitch se casó con Amanda Leigh, hija de un ex gobernador. Amanda procedía de una de las familias más influyentes del país.
—Así que entonces MacCallum te demostró cómo era en realidad —comentó Pedro con disgusto. Pero, de repente, cambió la expresión—. Pau, no puedo creer que permitieses que ese hombre te tratase así.
—No tuve elección. Me marché a Italia en Navidad para estar con mi familia y, cuando volví, ya estaba hecho. Mi supuesto novio se había casado. Él me dijo que, de todos modos, ambos sabíamos que no teníamos futuro. Aunque yo…
Se mordió el labio para no continuar. Pedro la miraba fijamente, sin decir nada.
—En cualquier caso… —añadió Paula enseguida—. He perdido el hilo. Te estaba contando cómo llegué al Senado. Dejé de trabajar para Mitch, pero el partido no quiso que me fuera, quería una candidata joven para el Senado. Era el momento preciso para dejar de compadecerme de mí misma, y una oportunidad excelente para hacer algo para ayudar a los demás, así que decidí intentarlo. Y me eligieron.
—Y has estado ahí desde entonces.
—Se ha convertido en mi modo de vida.
Pedro estaba frunciendo el ceño otra vez.
—¿Qué significa eso? ¿Tienes pensado vivir así para siempre?
—Tal vez los votantes no quieran que esté ahí siempre —rió ella.
Desde que habían empezado a hablar del futuro, Pedro había puesto gesto de preocupación. Paula se preguntó por qué. En sólo unos días, había conseguido traspasar la barrera que tanto tiempo le había constado erigir, pero tenía que dejarle claro que no podían tener nada serio juntos.
Pero antes de que le diese tiempo a hablar, se le adelantó él.
—Estás pálida y pareces cansada.
A Pau no le sorprendió. Se sentía emocional y físicamente agotada.
—Será mejor que te vayas a la cama.
Para su sorpresa, Pedro se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla, como habría hecho un hermano.
—Buenas noches.
Confundida, lo vio salir del salón.
Debía sentirse agradecida, porque no había tenido que contarle lo del bebé, pero no podía. Estaba confundida. Y un poco triste.
Volvió a su habitación e intentó leer, pero no pudo concentrarse, ya que Pedro aparecía una y otra vez en sus pensamientos
No quería tener nada que ver con hombres. Estaba allí para centrarse en su embarazo. Lo último que necesitaba era un posible novio en el interior de Australia.
Para intentar centrarse una vez más, hojeó su libro favorito acerca de madres solteras. Disfrutó de las fotografías: una madre amamantando a su bebé, otra riendo mientras bañaba al niño. La última fotografía era de una madre con sus hijos gemelos.
Gemelos. Eso sí que le daba miedo. En su familia había gemelos, pero no podía imaginarse que le tocase a ella.
Sería demasiado difícil compatibilizar su carrera y dos bebés sin un compañero.
Estuvo despierta horas intentando no preocuparse por aquello.
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