jueves, 30 de marzo de 2017
SUS TERMINOS: CAPITULO 19
La cabaña era tan pequeña que casi parecía una choza. Y los árboles y arbustos que la rodeaban habían crecido tanto con el paso del tiempo que nadie que no supiera de su existencia, la habría visto.
Paula rió, aliviada.
Tal vez no fuera tan mágica ni tan maravillosa como la sala de Pedro, pero era su lugar preferido, el escondite de su adolescencia. Nadie los interrumpiría allí. Y ella podría gritar tanto como le viniera en gana.
—¿Qué es este sitio? —preguntó él.
—Era mi escondite.
—¿Y lo sigue siendo?
Paula asintió.
—Sí, es todo mío. Venía aquí cuando quería huir de esa casa de locos.
—¿Tenías que huir muy a menudo?
Paula suspiró. No quería romper la tensión sexual con una explicación sobre los problemas de su juventud.
—A veces.
—¿Huías de tus padres?
—Sí, por supuesto que sí. Si hubieras pasado tu adolescencia en una casa donde tus padres se dedican a hablar de orgasmos y chacras a la hora de cenar, es posible que tú también te hubieras ocultado. ¿Pero no podríamos dejar la conversación para otro momento? Date prisa, corredor de maratones…
Pedro debió de notar la irritación en su voz, porque se detuvo y la tomó en brazos.
—No, no voy a darme prisa. Hemos esperado tanto que me lo voy a tomar con calma, Chaves. Vamos a tomarnos nuestro tiempo, a explorarnos el uno al otro y a…
Paula suspiró.
—No necesito más exploraciones, créeme. Después de esa maldita clase…
Él le acarició una mejilla y la besó con suavidad, para enfatizar su punto de vista y conseguir, al mismo tiempo, que dejara de protestar.
—Está bien, como quieras. Si te comprometes a entrar en mí y que terminemos lo que hemos empezado, me daré por contenta.
—Estabas al borde del orgasmo, ¿verdad? —preguntó con voz ronca.
—Muy cerca de él.
—Y ahora vamos a aprovechar lo que hemos aprendido en la clase, ¿no es cierto?
—Indiscutiblemente.
—Debería darle las gracias a tu madre cuando vayamos a cenar.
Paula rió a carcajadas.
—Si le das las gracias, te mataré y tiraré tu cadáver en los bosques.
—No, tú no harías eso. Necesitas mi cuerpo.
Ella pensó que lo necesitaba más de lo que Pedro imaginaba. Pero no solamente su cuerpo, sino a todo él. Nunca había sentido una carencia similar, lo cual la aterrorizaba y le hacía odiarlo al mismo tiempo.
Sin embargo, sus preocupaciones podían esperar hasta más tarde. Ahora quería hacer el amor, perderse de nuevo.
Se apartó de Pedro, buscó los contenedores de plástico donde guardaba las sábanas y extendió una sobre el colchón de la cama, de hierro forjado.
—¿Todavía usas este lugar?
—Cuando vengo de visita, sí —respondió, empezando a desabrocharse la blusa—. Pero ya hablaremos después.
Pedro se acercó y dijo:
—Deja, ya lo hago yo.
Mientras él se encargaba de su problema, ella hizo lo propio con su camisa. Cuando le acarició el pecho, la respiración de Pedro se volvió más acelerada. Paula lo deseaba hasta el punto de la desesperación.
Él le quitó finalmente la blusa y llevó las manos a sus senos.
Ella gimió. Aquello era el paraíso y el infierno a la vez. Se había convertido en una muñeca, en una esclava al servicio del sexo.
—Me vuelves loco, ¿lo sabías? —murmuró.
—Mmm…
Paula le bajó la cremallera de los pantalones y acarició su erección; necesitaba sentirlo dentro de su cuerpo. Él le acarició los pezones por encima del sostén, pero Paula no estaba para caricias y suavidades: quería que la penetrara, que hicieran el amor rápida y apasionadamente, que apagara aquella necesidad.
Pedro le quitó el sostén y ella le metió las manos por debajo de los pantalones y tiró hacia abajo, para quitarle los calzoncillos en el mismo movimiento.
—Tranquilízate, Chaves. Mírame.
Paula no quería mirarlo, no quería nada salvo hacer el amor; pero frunció el ceño, alzó sus largas pestañas y clavó sus ojos verdes en los ojos color avellana de su amante.
—¿Qué quieres, Pedro?
Pedro no respondió. Se limitó a mirarla con una sonrisa, durante unos segundos que se le hicieron interminables.
Paula casi no se podía contener. Incluso le costaba respirar.
—Aja, me has vuelto a lanzar la mirada de antes, el destello que he notado cuando estábamos en la clase de tu madre.
—Pedro, no quiero hablar ahora.
—Lo sé, pero tienes que relajarte un poco. Hazlo por mí. Si vuelves a acariciarme entre las piernas, no tendré tiempo ni para ponerme un preservativo. Confía en mí; deja que esto sea mejor que nunca.
Ella alzó la barbilla, desafiante.
—No hace falta que uses preservativo. Estoy tomando la píldora.
—¿Desde cuándo?
Ella sonrió de forma traviesa.
—Desde hace dos semanas, desde la última vez que lo hicimos —respondió—. Piensa en ello, Pedro. Piensa en lo que sentirás cuando entres en mí sin ningún obstáculo, cuando me sientas y llegues al clímax…
Pedro gimió y ella se mordió el labio y sonrió. Sabía que sus palabras lo habían excitado un poco más, lo justo para que olvidara la intención de tomárselo con calma y se comportara como el amante desenfrenado que quería en ese instante, el hombre capaz de saciarla y de borrar la tensión que la devoraba por dentro.
—Ahora sí que vamos a tener que tranquilizarnos…
—No, no, por favor…
Pedro la besó lenta y cuidadosamente. Después, se desnudaron del todo y se volvieron a besar, tan despacio que Paula ya no podía soportarlo.
—Pedro…
—Mírame, Chaves.
Pedro le acarició un pezón y consiguió que se estremeciera.
—Mírame —ordenó de nuevo.
Paula se sentía demasiado frustrada para obedecer. Intento tocarlo, pero él la tumbó en la cama y le levantó los brazos por encima de la cabeza, para que cerrara las manos sobre los barrotes.
—¿Es que no eres capaz de mirarme?
Ella cerró los ojos y se mordió el labio. Él introdujo una mano entre sus muslos y empezó a acariciarla lentamente.
—¿Por qué tengo la sensación de que todavía me ocultas algo?
—Pedro… —susurró.
Él se acercó a su oído y murmuró con voz ronca:
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gusta que siempre estés preparada para mí?
Paula tuvo que contener un gemido de frustración.
—Me gusta incluso cuando intentas esconder tus sentimientos. Tu cuerpo nunca miente, Chaves… Pero mírame. Mírame de una vez.
Paula cerró los ojos con más fuerza y apretó los dientes. Un segundo después, estalló en un orgasmo tan poderoso que la dejó más temblorosa que antes.
Sorprendido, Pedro se apartó lo suficiente para mirarla y dijo:
—Pero si apenas te he tocado…
Ella frunció el ceño y lo miró.
—Te dije que estaba a punto. Pero no me estabas escuchando.
Paula quiso soltar los barrotes de la cama.
—No, deja las manos ahí. Aún no he terminado.
Ya estaba a punto de protestar cuando Pedro descendió, cerró la boca alrededor de uno de sus pezones, lo succionó profundamente y lo lamió. Paula no tuvo más opción que agarrarse con más fuerza; echó la cabeza hacia atrás y deseó que aquella agonía no terminara nunca, pero él le soltó el pezón, le apartó los muslos con una mano y siguió descendiendo.
—¡Pedro!
Él le besó el estómago y la miró un momento.
—No he olvidado la petición de la Cenicienta. La que me hiciste al oído hace una semana.
—Pero si haces eso…
—Lo sé, lo sé. Esa es precisamente la idea. Porque tu cuerpo ya no es tuyo, Chaves; ahora es mío.
—Pedro, no puedes…. oh…
Paula iba a decir que no podía utilizarla como si fuera un objeto sexual, pero tras sentir el contacto de su lengua en el clítoris, cambió de opinión. Pedro siguió lamiéndola, intercalando lengüetazos largos con otros cortos, excitándola más allá de lo soportable; pero además del placer, Paula también tenía otra sensación: una especie de pérdida, como si parte de ella se estuviera rindiendo.
—Pedro…
—¿Hum?
Ella sintió la vibración de la voz de Pedro en su sexo y cerró los ojos. Aquello era demasiado. Cuando empezó a acostarse con él, fue el principio del fin. Ya no volvería a ser Paula; sólo sería Chaves, su Chaves.
—Mírame —ordenó, tajante.
—No puedo…
—Sí, claro que puedes —dijo con voz más dulce.
—Pedro, por favor…
Pedro se puso sobre ella y la penetró poco a poco, sin prisa.
Entonces, Paula recordó que también tenía poder sobre él, que aquél era un juego de iguales, que podía volverlo loco. Y para demostrárselo, contrajo los músculos interiores: el movimiento bastó para que Pedro soltara un gemido ahogado.
—Chaves… ¡mírame!
Ella sonrió, decidida a retribuir sus atenciones, y cerró las piernas a su alrededor. Se aferró a la cama con más fuerza y se dejó llevar mientras las acometidas arrastraban su cuerpo estremecido hasta un nivel desconocido hasta entonces.
Pedro frunció el ceño y Paula notó que se debatía por dentro, que estaba a punto de perder el control; en ese instante preciso, sintió la oleada del orgasmo, oyó su gemido y sintió que algo cálido la llenaba.
Pedro se quedó quieto en el silencio de la cabaña. Y Paula rompió a llorar
—¿Qué ocurre? —preguntó él—. ¿Qué te sucede?
Ella sacudió la cabeza.
—Nada. Olvídalo.
—No, puedo olvidarlo, Chaves.
Paula se levantó rápidamente y empezó a recoger la ropa.
—Tenemos que hablar —insistió él.
—No.
—Claro que sí.
—¡No quiero hablar! Cuando llegamos aquí, te dije que no quería…
—Ya lo sé. Pero ha pasado algo y quiero saberlo.
Paula empezó a vestirse a toda prisa.
—Claro, por no mencionar que Pedro Alfonso siempre se tiene que salir con la suya, ¿verdad?
Pedro frunció el ceño y se puso los pantalones.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Lo preguntas en serio?
—¿Te lo preguntaría acaso si lo supiera?
—Déjalo estar, por favor. Deja de presionarme por una vez.
—No puedo. Tengo que saberlo.
Paula sacudió la cabeza, pasó ante él y salió de la cabaña.
Había empezado a llover.
—¡Espera! ¡Chaves! ¡Espera un momento!
Intentar escapar de un hombre acostumbrado a correr maratones no fue la idea más inteligente que Paula había tenido; pero conocía la zona y él no, de manera que llegó a la casa unos segundos antes.
SUS TERMINOS: CAPITULO 18
—¿Te importaría decirme a qué viene esa expresión de suficiencia?
Paula frunció el ceño cuando oyó la pregunta de Pedro, formulada en un susurro.
—Calla. Se supone que estás relajado y que respiras lentamente.
—Y lo estoy. Pero, ¿por qué sonríes?
Paula miró al fondo de la clase para asegurarse de que su madre no estaba mirando. Después giró la cabeza hacia él, pestañeó y sonrió con más malicia todavía.
—Porque después de esto, vas a romper tú norma.
—De eso nada.
Ella le pegó en el pecho con un dedo.
—Ya lo veremos.
—Eh, se supone que no debes tocarme. Tu madre no ha dicho nada de tocar. Eres tú quien está rompiendo las normas.
En ese momento se oyó la voz de su madre. Hablaba con voz lenta y baja, con la evidente intención de contribuir al relajamiento de sus alumnos.
—Ahora, quiero que los hombres estiréis las piernas.
Pedro estiró las piernas y movió los dedos de sus pies descalzos. Hasta entonces estaba siendo bastante fácil.
—Muy bien, perfecto —continuó—. Que las mujeres se levanten y se sienten a horcajadas sobre sus parejas. Y cuando estén sentadas, que los hombres doblen las rodillas hacia delante para que se puedan apoyar… pero quiero que reduzcáis el contacto al mínimo y que no os toquéis con las manos.
Pedro frunció el ceño cuando Paula se levantó la falda y se sentó sobre él. Le resultó tan erótico que tuvo que apretar los dientes para contenerse y olvidar lo que aquella falda ocultaba. Aún recordaba que habían hecho el amor por primera vez en una posición muy parecida.
—Relájate, Pedro —murmuró Paula.
Él entrecerró los ojos.
—Seguid respirando profundamente. Mirad a los ojos de vuestro acompañante e intentad llegar a su alma y sentir el nexo que os une.
Pedro miró los ojos verdes de Paula y sonrió. Eran preciosos.
—No descuidéis la respiración…
La situación empezaba a ser complicada para Pedro.
Intentaba concentrarse en la tarea de respirar mientras mantenía la mirada, pero su corazón había empezado a latir más deprisa. Además, la sonrisa maliciosa de Paula también había desaparecido. Parecía tan excitada como él.
Justo en ese momento, notó un destello breve en sus ojos.
Se preguntó qué sería y Paula sacudió levemente la cabeza, como si quisiera decirle que no era nada de importancia.
Pero no la creyó.
—Seguid mirando los ojos de vuestras parejas. Quiero que busquéis tres palabras que describan lo que veis en ellos y que se las digáis para que sepan que sabéis quiénes son.
Pero hacedlo por turnos. Una palabra uno, otra palabra otro y así sucesivamente. Relajaos y mantened la respiración.
Paula cerró los ojos unos segundos y Pedro sonrió cuando los abrió otra vez. Aquella mujer los estaba obligando a ser sinceros. Exactamente lo que él quería.
La miró y dijo:
—Problemas.
Paula rió en voz baja, entrecerró los ojos y replicó:
—Obstinación.
Su madre, que había empezado a pasear por la clase, se inclinó sobre ellos y recriminó su actitud.
—Nada de críticas. Quiero que seáis agradables, que bajéis la guardia… y que sigáis respirando lenta y profundamente.
Pedro apretó los labios para no soltar una carcajada. Cuando la madre de Paula se alejó, siguieron con el juego.
—Belleza.
—Maravilla.
Pedro sintió una oleada de calor en el pecho.
—Deseo.
—Yo también.
—Eso no vale. Son dos palabras.
La madre de Paula volvió a intervenir.
—Ahora vamos a profundizar la confianza. Chicas, llevad las manos a la cara de vuestro compañero y acariciadles después el cuello, los hombros y los brazos con la punta de los dedos. Quiero que sintáis su energía en las yemas —ordenó—. En cuanto a los chicos, seguid respirando a fondo y casi en estado de meditación, sin romper el contacto visual.
Paula llevó las manos a su cara y vio que Pedro entreabría los labios al sentirla. Apenas lo estaba tocando, pero sus sensaciones eran tan intensas que la abrumaban. Le parecía increíble que se hubiera excitado tanto sin la menor de las caricias.
A continuación, descendió por su cuello y sintió que Pedro tragaba saliva. Él parpadeó lentamente y la miró.
Nunca se había sentido tan excitada por un hombre; no deseaba otra cosa que arrojarse al mar del deseo, hundirse en él y no regresar nunca a la superficie. Pero eso la asustaba. Tenía miedo de que el mundo perfecto de Pedro la hubiera afectado tanto que ya no sabía nadar.
Pedro notó su preocupación y frunció el ceño.
Ella sonrió para tranquilizarlo.
Cuando llegó a la base de su cuello, sintió su pulso y notó que su respiración se había acelerado. Después, continuó hasta sus hombros.
Él soltó un gemido como si quisiera decir que la deseaba.
Ella cerró las manos sobre sus brazos para hacerle ver que el sentimiento era recíproco.
—Ahora quiero que los chicos os hagan lo mismo a vosotras. Pero no olvidéis la respiración, chicas… es importante.
Pedro pensó que la devolución de las caricias iba a ser una tortura para él. Ya lo había excitado bastante; y aunque se tenía por un hombre perfectamente capaz de controlar sus emociones, Paula lograba que se sintiera más débil que nunca.
Eso debería haberle molestado, pero no le molestaba.
Paula tomó aliento y suspiró suavemente, inclinando un poco la cabeza, cuando Pedro le puso las manos en la cara. Ella arqueó las cejas y volvió a suspirar cuando notó su contacto en el cuello; sobre todo, porque Pedro decidió romper ligeramente las normas y extendió las manos de tal forma que le acarició la parte superior de los senos.
La respiración de Paula se volvió más rápida, y las pupilas de sus ojos, más grandes.
Pedro también estuvo a punto de gemir. La conocía lo suficiente como para reconocer sus reacciones y saber que estaba al borde del orgasmo. De haber podido, habría introducido una mano entre sus piernas, habría sentido su humedad y la habría acariciado.
Sin poder evitarlo, bajó la mirada y la clavó en su falda; ella sonrió y él se encogió de hombros, como insinuando que todo eso era culpa suya. Acto seguido, bajó las manos por sus brazos y le acarició los senos con los pulgares. Sus pezones se pusieron duros bajo la blusa.
Paula soltó un grito ahogado y, para sorpresa de Pedro, le apartó las manos y se levantó. Todos los alumnos se giraron a ver lo que pasaba.
—Levántate —dijo ella, frunciendo el ceño.
Pedro se levantó y miró a su madre con expresión de disculpa mientras Paula lo arrastraba hacia la salida.
—Lo siento mucho. Por favor, seguid… no os preocupéis por nosotros.
Paula no lo soltó cuando salieron de la sala. Cerró una mano en el cuello de su camisa y lo llevó por el pasillo.
—Sabía que tu plan apestaba. Pero nada, tenías que insistir…
—¿Adonde me llevas?
Ella no contestó.
—¿Qué vamos a hacer, Chaves?
—Solventar el problema. Eso es lo que vamos a hacer.
Paula lo besó con pasión y Pedro no hizo nada por resistirse. A fin de cuentas, estaba de acuerdo con ella. Ya habían demostrado lo que tenían que demostrar, y los dos habían ganado esa partida.
Pero cuando Paula se levantó las faldas y apretó el pubis contra él, gimió. Estaba tan excitado que corría el peligro de no poder contenerse y de tomarla allí mismo, a pesar de que alguien podía aparecer en cualquier momento.
—No podemos hacer el amor aquí. ¿Dónde…?
Paula miró a su alrededor con el ceño fruncido, pero sus ojos se iluminaron como si hubiera tenido una idea.
—¿Te importa ir descalzo?
—No si a ti tampoco…
En ese momento, Pedro habría sido capaz de caminar sobre cristales si se lo hubiera pedido.
—Entonces, sígueme.
Paula lo tomó de la mano, lo sacó del edificio y lo llevó al bosque. Pedro lamentó no saber adónde se dirigían; de haberlo sabido, habrían llegado mucho más deprisa.
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