miércoles, 29 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 15





La mujer, asombrosamente bella, sonrió. En sus mejillas se formaron dos hoyuelos.


—Tú eres Paula, ¿verdad? Me encanta tu nombre… pero me gusta todavía más tu vestido. Es maravilloso…


A continuación, murmuró algo en francés que Paula no entendió.


—Lo siento, pero ¿quién eres tú? 


Al escuchar su carcajada vibrante y alegre, llena de energía, Paula supo de quién se trataba. Tenía los mismos ojos marrones y las mismas motas doradas de su hermano.


—Ah, discúlpame; a veces olvido que no todo el mundo me conoce. Soy Alejandra, la hermana de Pedro—declaró, estrechándole la mano—. Pero la gente me suele llamar Ale…


—Cuando no la llaman cosas peores, claro —intervino Gabe.


—No le hagas caso, Paula. Haz como si no existiera; yo lo hago desde hace años.


Gabe se acercó a Ale y le dijo algo al oído. Ella se ruborizó levemente, giró la cabeza hacia él, entrecerró los ojos y le contestó en voz baja. Por la forma en que se miraban, Paula supo que eran amantes. Gabe se alejó un momento y Paula dijo:
Pedro me había dicho que entre vosotros no había nada…


Ale se ruborizó un poco más, pero sonrió.


—¿Entre nosotros? No, no hay nada en absoluto —mintió—. Nos conocemos desde que éramos niños. Gabe lleva toda una vida viniendo en mi rescate cuando él cree que me he metido en una situación inapropiada.


Paula asintió.


—Hum. Ya veo.


Ale la miró con malicia.


—Creo que tú y yo nos vamos a llevar muy bien. Necesitaba una compañera de delitos…


Gabe regresó con un plato de canapés.


—¿Ya te está reclutando para su campaña de terror, Paula? Espero que tengas un buen abogado.


Ale le dio un codazo tan fuerte que a Gabe se le cayó el canapé que tenía en la mano.


—Sólo necesitaríamos un abogado para que emitiera una orden de alejamiento contra ti —replicó.


Pedro apareció entonces. Pasó un brazo alrededor de la cintura de Paula, la besó en la frente y le robó un canapé a su amigo.


—Ah, ya os estáis peleando… Nadie diría que han estado ocho años sin verse, ¿verdad?


Gabe apartó el plato de Pedro.


—Eh, búscate tu propia comida. El bufé está al fondo.


Paula sonrió al observar a los dos amigos. Era obvio que se llevaban muy bien. Y se alegró de haberse puesto unos zapatos de tacón alto; sin ellos, se habría sentido ridículamente pequeña entre tres gigantes como Pedro, Gabe y la propia Ale.


La fiesta estaba resultando tan divertida que sus preocupaciones casi habían desaparecido. Todo era encantador y bastante normal, excepción hecha de la mansión del siglo XVIII, tan grande que probablemente podría haber alojado a la mitad de la población del lugar.


Mientras Gabe y Ale se enzarzaban en otra discusión, Pedro inclinó la cabeza sobre Paula y sonrió con humor.


—¿Cómo te va, Chaves? ¿Sobrevives?


Ella lo miró y le dedicó una sonrisa muy distinta, perfecta para que Pedro se arrepintiera de haber decretado un descanso amoroso de dos semanas. Por fortuna para ambos, ya habían transcurrido ocho días, dos horas y treinta minutos.


—Más o menos. Pero tengo intención de hablar con tu hermana para que me cuente todas las historias embarazosas de tu infancia.


—¿De mi infancia? Te deseo buena suerte. Fui un niño modélico.


Ale dejó de hablar con Gabe e intervino.


—Me temo que tiene razón —dijo.


—De ti no se podría decir lo mismo…


Ale hizo caso omiso del comentario de Gabe.


—Sin embargo, te puedo enseñar un montón de fotografías comprometedoras.


La cara de Paula se iluminó.


—Me encantaría… ¿A qué esperamos?


Pedro soltó a Paula a regañadientes y permitió que se marchara con su hermana. Lo de las fotografías no le gustaba demasiado, pero le agradó que Ale y ella se hubieran hecho buenas migas. Quería que disfrutara de la fiesta y que olvidara sus preocupaciones. Si todo salía bien aquella noche, tal vez tuvieran algún futuro.


Frunció el ceño, bajó la mirada y pegó una patada al canapé que se le había caído a Gabe. Su amigo suspiró.


—Si sigues haciendo eso, vas a manchar toda la moqueta.


—Y si tú sigues siendo tan repipi, te convertirás en toda una mujerona —replicó.


—Ten cuidado con lo que dices, niño rico.


Pedro no le hizo ningún caso.


—¿Dónde has dicho que estaba la comida? Si es que has dejado algo, claro…


—Tenemos que quedar en Dublín alguna vez. 


Paula sonrió mientras Ale la llevaba por una escalera enorme que parecía interminable.


—Me gustaría mucho.


Paula fue sincera. Sospechaba que Ale encajaría a la perfección entre su grupo de mosqueteras. Pero en lugar de alegrarse por haber hecho una amiga, se entristeció; aunque todo estaba saliendo bien, seguía pensando que su relación con Pedro era imposible. Y si finalmente se separaban, sería mejor que mantuviera las distancias con su hermana.


—Así podrías llevarme a la tienda donde te compraste ese vestido. Es vintage, ¿verdad? —le preguntó.


Paula asintió y bajó la mirada un momento. Le había costado un dineral, pero era tan bonito que había merecido la pena. Además, se sentía tan segura con él que no se encontraba fuera de lugar entre tantos miembros de la élite.


—Sí, en efecto.


—Pues te queda precioso.


Ale se detuvo entonces y le enseñó una de las fotografías de la pared.


—Mira, Pedro cuando tenía unos meses.


Paula rió.


—Vaya, sí que es una fotografía embarazosa…


—Tenía una cara ridículamente angelical. Casi todas las fotografías informales están en esta pared… viene a ser nuestra galería familiar. Las más serias se encuentran en la biblioteca —explicó.


Paula se alejó de Ale y contempló las imágenes con la sensación creciente de estar entrando en un mundo mágico en el que siempre sería una extraña. Había fotografías de Pedro, de su hermana y de su padre, casi todas sacadas en la mansión.


Ale la observó con detenimiento. Segundos después, extendió un brazo y dijo:
—Mira, éste es Pedro cuando tenía ocho años. Y aquí lo tienes cuando cumplió los veinte… fue el primer año en que corrió la maratón de Dublín; de hecho, la corre casi todos los años. No te puedes imaginar lo difícil que es seguir sus pasos. Hasta ha creado un fondo para ayudar a los niños con leucemia.


—¿Un fondo? No lo sabía.


Paula miró otra de las fotografías. Pedro tenía catorce o quince años, y estaba en compañía de un larguirucho Gabe y de su hermana, que llevaba coleta y sonreía.


—Es típico de Pedro. Siempre ha sido el hijo perfecto, a pesar de las responsabilidades que implica, y nunca se ha jactado de ello. Cualquiera diría que le resulta fácil y que le gusta estar sometido a tantas normas… pero no es verdad. Yo lo conozco mejor que nadie —afirmó—. Aunque claro, qué voy a decir yo, si soy la oveja negra de la familia. Gabe tiene razón en eso.


Una vez más, Paula pensó que estaba en un mundo perfecto. A decir verdad, demasiado perfecto para que se sintiera cómoda. Pero a pesar de todo, su corazón sentía la tentación de pertenecer a él o, al menos, de pasar unas vacaciones; aunque al final la echaran del paraíso.


—Venga, vámonos —dijo Ale, mirándola a los ojos—. Nos quedaremos en el fondo de la habitación cuando Pedro dé su discurso y nos burlaremos de él. ¡Hace años que no lo hago!


Paula sonrió con malicia.


—Tal vez deberíamos ir a buscar a Gabe para que nos ayude.


Ale arrugó la nariz y desestimó la propuesta.


—A diferencia de nosotras, Gabe no tiene sentido del humor…


—Pero sospecho que puedes ayudarlo con ese problema.


—Basta, no sigas… veo que eres tan problemática como yo —declaró Ale—. Y creo que me caes bien por eso.


Paula pensó que acababa de ganarse una hermana.




martes, 28 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 14




Paula le hizo pasar cinco días infernales. O a Pedro se lo pareció. Se había acostumbrado tanto a ella que ya ni siquiera podía esconderse en el trabajo.


Cuando apareció en el Pavenham para asistir a su reunión semanal con Mickey D., Pedro tuvo que echar mano de todo el aplomo de los Alfonso. Estrechó la mano de su cliente e invitó a Paula a poner los bocetos en el nuevo mostrador de recepción, entre las fotografías y los planos que él ya había dispuesto allí. Después, adoptó una voz tranquila y profesional y empezó a hablar sin dirigirle una sola mirada.


Ya le había echado una cuando llegó, y había sido suficiente.


No era sólo que Paula se hubiera puesto una de esas minifaldas que lo volvían loco. Además, la había conjuntado con unos leotardos que se ajustaban maravillosamente a sus largas piernas, una blusa de cuello redondo que dejaba ver su estómago cada vez que se movía y unos zapatos de tacón alto que terminaban en una franja del mismo color de la blusa, dorado pálido.


Incluso se había hecho un peinado alto, dejándose un mechón que le caía sobre el lado izquierdo de la cara. 


Estaba tan bella que Pedro deseó soltarle el pelo, introducir los dedos por debajo de su blusa y desesperarla a base de caricias.


Sin embargo, Paula no estaba más cómoda que él. 


Cuando hablaba con Mickey, tenía que hacer un esfuerzo por concentrarse en el trabajo. Pedro se encontraba a menos de un metro de ella, con expresión imperturbable, y le pareció más guapo que nunca; llevaba un traje de lino, de tono algo más claro que sus ojos, y una camisa blanca, sin corbata, que enfatizaba el moreno de su piel y le daba un aspecto encantadoramente informal.


Lo encontró tan sexy que lo odió con todas sus fuerzas. Y cuando lo miró de nuevo, la lengua se le trabó y tuvo que carraspear para seguir hablando.


Mickey D. miró los planos, cruzó los brazos sobre el pecho y observó con atención a la pareja.


—Noto cierta tensión —dijo.


—¿Tensión? No, el proyecto va muy bien —afirmó Pedro.


—Ya hemos empezado a pintar el piso bajo —explicó Paula.


Mickey asintió lentamente.


—Sí, ya lo sé, pero percibo que hay algún tipo de problema en mi equipo. Y creo que deberíamos solucionarlo.


Pedro apretó los dientes. Paula miró a Mickey y el músico sonrió un momento, volvió a asentir y añadió:
—Huelo una relación romántica a varios kilómetros. Cuando os hayáis casado tantas veces como yo, también lo notaréis.


—Eso no tiene nada que ver contigo —afirmó Pedro.


—Pero una plantilla feliz es una plantilla productiva, mi querido amigo. Cuando algún miembro de mi grupo se enamoraba, su creatividad aumentaba de forma portentosa. Tenéis que hablarlo. Hacedme caso. Sé que no queréis escucharlo, pero…


—Mickey… —dijo Pedro, con tono de advertencia.


—No hay nada que decir —intervino Paula.


—No deberíais mentir a un cliente.


Paula se giró hacia Pedro y lo miró con desesperación, como pidiéndole ayuda; pero Pedro se encogió de hombros y apartó la mirada.


—Lo siento, Paula, yo no soy quien establece las normas aquí.


—¿Cómo que no? Estableciste una hace tiempo. Aquélla sobre lo que se podía o no se podía hacer delante de un cliente…


Mickey los interrumpió.


—Dudo que podáis decir o hacer algo que me sorprenda. Podría contaros historias que os pondrían el pelo de color gris.


Pedro sonrió, pero su sonrisa desapareció cuando Mickey dijo:
—¿Qué vas a hacer, amigo? Por experiencia propia, sé que las mujeres siempre piensan que la culpa es del hombre.


—No lo sé. Si tienes respuesta a esa pregunta, es que eres más listo que yo.


—Ah, ya veo. No te funciona el viejo radar físico, ¿eh?


—No demasiado.


—Ya basta —protestó Paula—. Podéis seguir hablando de vuestras cosas si os apetece, pero yo me voy. Estoy muy ocupada.


—Ya te dije que era toda una mujer, Pedro.


—Sí, lo dijiste, Mickey.


Paula apretó los labios, irritada.


—Me voy.


—Me temo que no. Yo soy el jefe y digo que te quedas. Los problemas dificultan el trabajo en equipo, y no lo voy a permitir. Además, la vida es demasiado corta.


—Pero…


—Voy a salir a fumar un cigarrillo y a hablar con mi productor sobre mi gira por Estados Unidos. Vosotros os vais a quedar aquí y vais a discutir el asunto durante media hora como poco. Y espero resultados. Vuestros malos rollos podrían influir negativamente en la decoración de mi querido hotel.


Mickey les guiñó un ojo y se marchó.


Pedro y Paula permanecieron en silencio durante un rato, sin saber qué hacer.


—No puedo creer que se lo hayas dicho —dijo ella—. ¿Qué ha pasado con la famosa ética de Alfonso e Hijo?


—La culpa la tienes tú. No se puede decir que te hayas dado mucha prisa en hablar conmigo…


—Ni que tú me lo hayas puesto fácil.


—Sabías dónde encontrarme.


—¡No soy yo quien ha cambiado las normas!


—¡Tal vez sería más fácil si me explicaras qué normas son ésas!


Era la primera vez que se levantaban la voz, y los dos lo sabían. El aire se cargó de electricidad. La situación era tan tensa que Pedro suspiró, sacó las manos de los bolsillos y decidió poner en marcha su plan.


—Podemos solucionar el problema, Paula.


—Yo no he empezado.


—No, ya lo sé, ha sido nuestro cliente —espetó—. Y si hasta un cliente nota que tenemos un problema personal, es que tenemos un problema muy grave.


—Podrías haberlo negado…


—Mickey D. es muchas cosas, pero no un estúpido. Además, tiene razón. O encontramos una forma de solucionarlo, o tendremos que cambiar la forma de trabajar hasta que terminemos el proyecto.


—No puedes despedirme —afirmó, alzando la barbilla.


—No tengo intención de despedirte. Eres una mujer de gran talento y estás haciendo un trabajo magnífico —afirmó, sin levantar la mirada de los planos y bocetos—. Esto no tiene nada que ver con tu trabajo, sino con nosotros. Y si no encontramos una solución, tendremos que mantener las distancias.


—No sé cómo solucionarlo, Pedro.


Pedro la miró a los ojos.


—¿Pero quieres solucionarlo?


—¿Sinceramente? Preferiría no quererlo. Creo que todo sería más fácil.


—¿Por qué?


Ella apartó la vista. Era obvio que se debatía por dentro.


—Habla conmigo, Chaves… cuéntame lo que te pasa.


—No sabría por dónde empezar.


—¿Te ayudaría que te cuente lo que siento?


Paula lo miró, pero no dijo nada.


—He estado pensando. Eso es lo que pasa cuando no me das las respuestas que necesito… tengo que buscarlas por mi cuenta —continuó—. Haremos una cosa. Te diré lo que creo y tú me sacarás de mi error si me equivoco.


Paula siguió mirándolo.


Pedro frunció el ceño y siguió adelante.


—Creo que el problema tiene algo que ver con lo que soy.


—¿Con ser un arquitecto?


Pedro se metió las manos en los bolsillos.


—No, no eso no. Con ser un Alfonso.


Paula estuvo a punto de derrumbarse. Lo había adivinado. Tal vez, hasta lo había sabido desde el principio.


—Sí, es por lo que soy, no por quién soy. Pero las dos cosas van juntas. No puedo cambiarlo, Chaves. No podría aunque quisiera.


—Ni yo te lo pido.


—Lo sé, pero tampoco lo olvidas —puntualizó—. Sin embargo, comprendo que mi contexto familiar te disguste. Implica ciertas responsabilidades y es verdad que puede ser una carga muy pesada.


El discurso de Pedro empezaba a avanzar por caminos inquietantes para Paula, pero decidió esperar y dejar que se explicara.


—La mujer que comparta mi vida no sufrirá problemas mediáticos como los paparazzi y cosas así, pero tendrá las mismas responsabilidades y deberes que el resto de los Alfonso. Habrá manos que estrechar, fotógrafos ante los que posar y todo un legado que mantener. No es un trabajo fácil. Siempre he sabido que…


A Paula se le encendió una lucecita en la cabeza.


—¿Por qué no es fácil? ¿Porque te sientes atrapado en tu propia vida?


Pedro sonrió.


—Me siento muy cómodo en mis zapatos. Yo siempre he sabido lo que se esperaba de mí, y me gusta; pero a mi hermana, no. Si llegas a conocerla y desarrolláis la confianza suficiente, es posible que ella misma te lo cuente.


—¿Por eso te importa tanto el Pavenham? ¿Porque quieres hacer algo a la altura del apellido de tu familia?


Pedro sonrió con tanta tristeza que Paula sintió una punzada en el corazón.


—Ah, en eso estás cerca de la verdad —respondió—. Tengo un objetivo profesional… ¿has visto la placa que está en el edificio de la plaza Merrion?


—¿La de Alfonso e Hijo?


—Exactamente. Pues bien, estoy decidido a que la segunda parte, «e Hijo», desaparezca antes de finales de año.


Paula sonrió.


—¿Y por qué es tan importante para ti?


Pedro soltó una carcajada.


—Puede que te parezca una tontería…


—Explícamelo.


Él se apoyó en el mostrador y cruzó los brazos.


—Cada generación de los Alfonso añade su parte a la historia familiar. Mi padre fundó la empresa y se hizo famoso como arquitecto. Yo no intento robarle lo que consiguió ni demostrar que puedo estar a su altura; simplemente creo que la empresa debe crecer y ampliar sus mercados. Si quito la segunda parte de la placa y alguna vez me convierto en padre, mis vástagos no se verán obligados a añadir un «e Hijo» o «e Hija» al apellido. Con Alfonso, bastará.


La mirada de Pedro se volvió más cálida, al igual que su sonrisa.


—Así, todos formarán parte de ello. Puede que no pase a los anales de la historia por tomar esa decisión, pero me parece lo correcto.


—Y el éxito del Pavenham te ayudaría a convencer a tu padre, claro.


—Sabía que te parecería una tontería…


Ella sonrió y lo miró por debajo de sus largas pestañas.


—No, no me parece una tontería, ni mucho menos. De hecho, te confieso que me siento ligeramente orgullosa de ti.


Los ojos de Pedro brillaron.


—Vaya. Muchas gracias, señorita Chaves…


—De nada, señor Alfonso…


—Bueno, volvamos a nuestro problema. Porque Mickey D. regresará en cualquier momento…


Pedro caminó hacia ella. Paula esperó; su pulso se había acelerado.


—Creo que tú y yo compartimos algo muy valioso.


—Yo también lo creo.


—Ambos sabemos que no hay garantía alguna de que termine bien. Aunque no existieran dificultades externas…


—Sí, lo sé.


—Tendremos que ver adonde nos lleva, pero eso implica que los juegos se han acabado. Ya no seremos sólo un par de amantes.


—¿Por qué no? —preguntó él—. Me gusta ser tu amante…


—Y a mí, ser la tuya. Pero sabes que no me refiero a eso.


—Sí, ya lo sé. Sin embargo, no podré ayudarte con tus problemas con mi familia si no me dices lo que sientes. No quiero que cambies tu forma de ser, Chaves. No quiero que cambies por nadie, y mucho menos por los Alfonso.


Paula tomó aire, cerró los ojos y suspiró.


—El de tu familia no es el único problema.


Él frunció el ceño.


—Ah, claro, también está la tuya —dijo él—. Tendrás que ayudarme con eso…


—¿Cómo lo sabes? Todavía no los conoces…


Él la miró con humor.


—¿Todavía? Dijiste que no me los presentarías nunca.


—¿Y por qué crees que lo dije?


—Lo desconozco. ¿Es que están mentalmente desequilibrados o algo así?


Paula hizo una mueca de disgusto.


—Sobre ese aspecto hay muchas opiniones.


—Descuida. Llevo tanto tiempo contigo que ya me lo había imaginado —ironizó.


—Qué gracioso eres —protestó—. Pero no tienes ni idea, Pedro… mi familia podría destrozar la reputación de los Alfonso.


—Lo dudo.


Paula rió.


—Pues no lo dudes.


—Está bien, explícate…


Pedro se metió las manos en los bolsillos.


—¿Sabes que te pasas la vida con las manos en los bolsillos? Cualquiera diría que no sabes qué hacer con ellas…


—Me las meto en los bolsillos por no tocarte.


—No recuerdo que mi contacto te moleste.


Pedro sacó una mano, comprobó la hora en el reloj y dijo:
—Mickey D. volverá dentro de diez minutos, y pienso dedicar cinco de esos diez minutos a besarte apasionadamente. Así que date prisa y explica lo que tengas que explicar. No me cambies de conversación.


—Mis padres son muy liberales. Ni siquiera están casados.


—¿Y cuál es el problema? Si crees que entre los Alfonso no hay gente que tenga hijos sin estar casados, te equivocas.


—Ya, pero tu familia tiene responsabilidades políticas e industriales, si no recuerdo mal…


—Sí, en efecto. Tenemos un primer ministro, un ministro y un presidente, además de varios directores generales de empresas.


—Pues ése es el problema. Para mis padres, tu familia es lo más parecido al mal absoluto. Y como son tan sinceros, se lo dirán tranquilamente.


Pedro rió.


—Bueno, voy a sacarme las manos de los bolsillos.


—No, todavía no, Pedro. Tienes que entenderlo. Mezclar a nuestras familias sería como desencadenar una explosión atómica.


—¿Eso es todo? ¿Eso es lo que tanto te preocupa?


—¡Maldita sea! —exclamó, frustrada—. ¡Si seguimos adelante, llevarás la anarquía al centro de tu propia familia! El asunto terminará en las portadas de los periódicos, y los Alfonso sufrirán un golpe muy duro a su reputación.


—Hemos sobrevivido a escándalos peores.


—No, no. No puedo hacerte eso, Pedro. No quiero hacerte daño. Adoro a mis padres, los quiero con toda mi alma, pero tú también me gustas y yo….


Pedro se acercó y la tomó entre sus brazos.


—Basta ya, Chaves, deja de darle tantas vueltas. Te estás preocupando inútilmente, por algo que todavía no ha sucedido.


—Pero sucederá, y tenemos que estar preparados por si…


Pedro le puso un dedo en los labios.


—Cállate un momento, por favor.


Ella frunció el ceño y él sonrió de forma deliciosamente sexy.


—Ahora te voy a besar, aunque sólo sea para que no sigas hablando. Pero antes, tendrás que escucharme un momento. Porque voy a establecer una norma.


—Pero si odias las normas…


—No, sólo odio las normas que desconozco —puntualizó mientras le acariciaba la mejilla—. No volveremos a preocuparnos por ese asunto. Este fin de semana vas a conocer a mi familia; y el que viene, iremos a tu casa y me presentarás a la tuya.


—El fin de semana que viene es el cumpleaños de mi madre.


—Mejor que mejor. Pero entre tanto, tú y yo nos vamos a olvidar de nuestras familias y vamos a empezar de nuevo. Saldremos a cenar, veremos a nuestros amigos, iremos al cine, pasearemos, nos tumbaremos en el sofá y veremos películas en el televisor. Sin embargo, hay algo que no vamos a hacer: acostarnos.


Paula lo miró con perplejidad.


—Ese plan apesta…


Pedro rió.


—Sí, lo sé, pero antes nos saltamos los preliminares y creo que debemos recuperar el tiempo perdido. Aunque eso no significa que no nos podamos besar…


Pedro le dio un beso leve, como para demostrarlo, y Paula suspiró cuando se apartó de ella.


—También podemos acariciarnos, pero sólo hasta cierto punto —continuó—. Ah, y las demostraciones públicas de afecto estarán permitidas. Pero nada más. Hablaremos de nuestras cosas, de las cosas que nos gustan y que nos divierten, de lo que nos vuelve locos y de lo que nos apasiona.


—Tú me apasionas.


Él le dedicó una de sus sonrisas irresistibles y ella apretó las piernas contra él.


—Juega limpio, Chaves, porque esto me va a costar tanto a mí como a ti. Pero si sobrevivimos a la prueba de nuestras familias, volveremos sobre nuestros pasos.


—Sigo diciendo que tu plan apesta. 


Paula se puso de puntillas y le dio un largo y apasionado beso; tan apasionado, que deseó más de lo que podrían hacer durante las dos semanas siguientes.


—Lo sé, pero concédemelo. Por una vez…


—¿Sabes que te odio?


—En este momento, yo también me odio.


Pedro giró la cabeza, alzó el índice y añadió:
—Espera cinco minutos, Mickey, viejo amigo. Tengo que besar a mi novia.