sábado, 19 de noviembre de 2016
UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 4
Paula estaba frente a la pizarra, intentando llevar aire a sus pulmones.
¿Pedro había comprado el anillo?
¡No, no, no! Eso no era posible. ¿O sí? ¿Cómo no se le había ocurrido que él pudiera ser el comprador?
Porque los multimillonarios no usaban eBay, por eso. Si hubiera pensado por un momento que Pedro se enteraría, no lo habría vendido.
Paula dejó escapar un gemido.
En lugar de apartarlo de su vida para siempre, lo había devuelto a ella.
Cuando lo vio al otro lado de la verja estuvo a punto de desmayarse. Por un momento, un momento loco, pensó que iba a decirle que había cambiado de opinión, que sabía que había cometido un error. Que había ido a pedirle perdón.
Perdón.
Paula se cubrió la boca con la mano para contener una carcajada histérica. ¿Cuándo había pedido perdón Pedro Alfonso? Ni siquiera parecía sentirse culpable por no haber aparecido en la iglesia el día de su boda. No, no estaba allí para disculparse.
—¿Se encuentra bien, señorita Chaves? —escuchó una vocecita entonces—. Está muy pálida y ha entrado corriendo como si la persiguiera alguien.
—No, estoy bien —Paula se pasó la lengua por los labios.
—Parece como si estuviera escondiéndose.
—No estoy escondiéndome —dijo ella, levantando la voz sin darse cuenta.
¿Por qué había salido corriendo? Pedro creería que seguía importándole y ella no quería que pensara eso. Quería que pensara que estaba bien, que romper con él había mejorado su vida. Que había vendido el anillo porque le sobraba o algo así.
Paula intentó respirar. Llevaba cuatro años soñando con volver a verlo. Había pasado muchas noches en blanco, imaginando que se encontraba con él… algo que desafiaba a la imaginación dado que se movían en diferentes estratosferas. Pero nunca, ni una sola vez, había imaginado que pudiera pasar de verdad. Y menos allí, en el colegio, sin previo aviso.
—¿Hay un incendio, señorita Chaves? —un par de ojos preocupados se clavaron en ella: Jessie Prince, que siempre estaba preocupada por todo, desde los exámenes a los terroristas—. Ha venido corriendo y siempre nos dice que no debemos correr a menos que haya un incendio.
—Sí, es verdad —asintió Paula. Incendios y hombres a los que una no quería ver—. Y no estaba corriendo. Iba… caminando deprisa. Es bueno para la salud —¿seguiría en la puerta del colegio? ¿Seguiría allí cuando saliera?, se preguntó—. Abrid vuestros libros de lengua en la página doce y seguiremos donde lo dejamos ayer. Vamos a escribir una redacción sobre las vacaciones de verano.
Tal vez debería haberle dado el anillo sin más, pero entonces Pedro vería que lo llevaba colgado al cuello y no pensaba darle la satisfacción de saber lo que significaba para ella. Lo único que le quedaba era su orgullo…
Al fondo de la clase se oyó un rifirrafe y después un golpe.
¡Ay! ¡Me ha dado una torta, señorita!
Paula se llevó una mano a la frente. Problemas de disciplina era lo último que quería en ese momento. Necesitaba estar sola para pensar, pero si había algo que una profesora de primaria no tenía era un momento de tranquilidad.
—Tom, siéntate en uno de los pupitres de delante, por favor —Paula esperó pacientemente mientras el niño arrastraba los pies hasta ella—. No se pega a nadie, no está bien. Quiero que le pidas perdón.
—¿Por qué?
—Acabo de decírtelo, porque no está bien. Quiero que le digas que lo sientes.
—Pero es que no lo siento —replicó el niño, sus mejillas casi del mismo tono que su pelo—. Me ha llamado pelo de zanahoria, señorita Chaves.
Intentando concentrarse, Paula respiró profundamente.
—Pues entonces él también te va a pedir perdón. Pero no puedes pegar a la gente, aunque te llamen «pelo de zanahoria». No se debe pegar a nadie.
«Ni siquiera a un griego arrogante que te dejó plantada el día de tu boda».
—No ha sido culpa mía, tengo mal carácter porque soy pelirrojo.
—No es tu pelo el que ha pegado a Harry.
¿Cómo iba a saber ella que era Pedro quien había comprado el anillo?
—Mi padre dice que si alguien se mete contigo le das una torta y ya no, vuelve a molestarte — dijo una niña.
—Podríamos pensar un poco en los sentimientos de los demás —les aconsejó Paula—. No todo el mundo es igual y hay que ser tolerante. Ésa va a ser nuestra palabra del día —añadió, tomando una tiza para escribir en la pizarra, con veintiséis pares de ojos clavados en su espalda—. Tolerancia. ¿Quién puede decirme lo que significa?
Veintiséis manos se levantaron a la vez.
—Señorita, señorita, yo lo sé.
Paula tuvo que disimular una sonrisa. Daba igual lo estresada que estuviera, los niños siempre la hacían sonreír.
—¿Jason?
—Hay un hombre en la puerta.
Veintiséis cabezas se volvieron hacia la puerta y Paula levantó la mirada justo cuando Pedro estaba entrando en el aula.
Muda de horror, notó que su pulso se había acelerado. ¿Era eso lo que su madre había sentido por su padre? ¿Aquella emoción, aquella excitación, aunque supiera que la relación no iba a ningún sitio?
Pedro cambiaba el ambiente del aula, pensó. Su presencia exigía atención.
Los niños empezaron a levantarse, mirándola como para saber lo que debían hacer, y ella tragó saliva.
—Bien hecho, niños —los felicitó, antes de volverse hacia Pedro—. Estoy dando una clase, no es buen momento para hablar.
—Es buen momento para mí.
Paula tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para disimular que le temblaban las piernas.
—Niños, tenemos una visita… ¿qué no ha hecho este señor?
—No ha llamado a la puerta, señorita Chaves.
—Eso es —Paula consiguió sonreír—. No ha llamado a la puerta porque ha olvidado sus buenas maneras. Así que este señor y yo vamos a salir un momento al pasillo y voy a decirle cómo debe portarse una persona que entra en un aula cuando ya ha empezado una clase mientras vosotros
termináis vuestras redacciones.
Cuando iba a salir del aula, Pedro la sujetó por la muñeca.
—Voy a daros una lección importante en la vida, niños —su acento griego más pronunciado de lo normal, Pedro miraba la clase con la misma concentración con la que sin duda trataba a los miembros de un consejo de administración—. Cuando algo es importante para ti, hay que ir por ello. No dejéis que os den la espalda y no os quedéis en la puerta, esperando que os den permiso para entrar sólo porque ésas son las reglas.
El comentario fue recibido con un silencio, pero enseguida empezaron a levantarse manos.
—Dime —Pedro señaló a un niño en la segunda fila.
—Pero nos han dicho que tenemos que respetar las reglas.
Si no son sensatas, hay que saltárselas.
—¡No! —exclamó Paula—. Uno no se puede saltar las reglas. Las reglas existen…
—¿Para ser cuestionadas? —la interrumpió Pedro, con su típica arrogancia—. Siempre debéis cuestionarlas. Algunas veces hay que saltarse las reglas para hacer algún progreso. Ahora mismo, por ejemplo. Necesito hablar con la señorita Chaves urgentemente y ella no quiere escucharme. ¿Qué
puedo hacer?
Un niño levantó la mano.
—Depende de lo importante que sea lo que tiene que decirle.
—Es muy importante. Pero también es importante que la otra persona dé su opinión, así que dejaré que ella elija dónde vamos a mantener esa conversación. Dime, Paula ¿aquí o fuera?
—Fuera —contestó ella, con los dientes apretados. Pedro se volvió hacia los niños.
—¿Lo veis? Este es el ejemplo de una negociación que sale bien. Los dos tenemos lo que queremos y ahora, mientras la señorita Chaves y yo hablamos, vosotros vais a… escribir cien palabras sobre por qué las reglas siempre deben ser cuestionadas.
—¡No, de eso nada! —protestó Paula—. Van a escribir una redacción sobre las vacaciones.
—O sobre los beneficios de saltarse las reglas —insistió ——. Me alegro de haberos conocido. Trabajad mucho y tendréis éxito en la vida. Pero recordad: lo importante no es de dónde viene uno sino dónde llega —sin soltar la muñeca de Paula, la sacó al pasillo y ella no tuvo más remedio que seguirlo y cerrar la puerta.
—No puedo creer que hayas hecho eso.
—De nada —dijo él—. Mi caché por los discursos de motivación en el circuito internacional es de medio millón de dólares, pero en este caso estoy dispuesto a no cobrar… para beneficio de las nuevas generaciones.
—No estaba dándote las gracias.
—Pues deberías. Los empresarios del mañana no saldrán de un grupo de robots incapaces de tomar la iniciativa.
A punto de explotar de rabia, Paula se soltó de un tirón.
—¿Es que no sabes nada sobre niños?
—No, nada. Les he hablado como si fueran adultos.
—Pero es que no son adultos. ¿Tú sabes lo difícil que es disciplinar a veintiséis niños? Cuando empecé a darles clase no estaban sentados en su pupitre cinco minutos seguidos.
—Estar sentado es un pasatiempo absurdo. Incluso en los consejos de administración yo suelo pasear, me ayuda a concentrarme mejor. Deberías animarlos a que hicieran preguntas…
—No me digas cómo debo hacer mi trabajo. Tú no sabes absolutamente nada sobre educación infantil.
—Muy bien, ¿por qué has vendido el anillo?
Paula parpadeó, sorprendida por el brusco cambio de tema.
Pero no tuvo tiempo de contestar porque en ese momento alguien apareció corriendo por el pasillo.
—¡Señorita Chaves, se ha inundado el colegio!
Pedro dejó escapar un suspiro.
—¿Dónde podemos hablar sin que nos interrumpan?
—No podemos hablar en ningún sitio. Esto es un colegio, por si no te habías dado cuenta.
Un grupo de niñas corría hacia ellos, con Viviana detrás, la camisa empapada. ¡Paula! —gritó—. El vestuario de las chicas se ha inundado. ¿Te importa quedarte con ellas
mientras yo voy a la oficina? Vamos a tener que llamar a un fontanero o… no sé, a un submarino.
Necesitamos a alguien que sepa de cañerías.
—Yo sé algo sobre cañerías —dijo — exasperado—. ¿Dónde está la inundación? Cuanto antes se resuelva, antes podré hablar contigo.
Viviana se fijó en él en ese momento y abrió mucho los ojos, como si estuviera fascinada.
Y, acostumbrada a esa reacción, Paula se resignó a lo inevitable.
—Vivi, te presento a Pedro Alfonso. Pedro, mi amiga y colega Viviana Mason.
—¿Pedro? —repitió Viviana.
—Él es quien ha comprado el anillo.
—¿El anillo? Ah, ya me acuerdo, ese anillo que guardabas en el fondo de un cajón. Me acuerdo… vagamente.
Paula se puso colorada hasta la raíz del pelo. Podía haber exagerado un poco menos.
—Bueno, sobre la inundación… —siguió Viviana—. Lo mejor sería llamar a un fontanero, ¿verdad?
Pedro estaba mirando el agua que llegaba hasta el pasillo
—A menos que tengas súper poderes, el colegio entero se habrá inundado antes de que llegue. Dame una caja de herramientas… algo, lo que tengáis a mano. Y cierra la llave de paso.
Después de decir eso se dirigió hacia el otro lado del pasillo, dejando a Paula boquiabierta.
—Tú no puedes… —empezó a decir, mirando el caro traje y los zapatos de ante.
—No juzgues un libro por la cubierta —dijo él—. Que lleve un traje de chaqueta no significa que no pueda arreglar una cañería. Dame algo con lo que trabajar.
—¿Sabe arreglar una cañería con ese cuerpazo? —murmuró Viviana.
—Ve a cerrar la llave de paso, anda.
Cuando por fin localizaron una vieja caja de herramientas, Pedro había descubierto cuál era el problema.
—Esta sección de cañería está oxidada —se había quitado la chaqueta y tenía la camisa empapada, pegada a su ancho torso como una segunda piel—. ¿Qué hay en la caja?
—No tengo ni idea —distraída por el ancho torso masculino,
Paula abrió la caja.
—Dame esa llave inglesa… no la de abajo —Pedro procedió a quitar la sección de cañería y examinarla de cerca—. Dudo que la hayan reemplazado desde que construyeron el colegio. ¿No tenéis a nadie que se encargue del mantenimiento?
—Me parece que el de mantenimiento no sabe nada de cañerías —contestó Viviana—. Y no tenemos mucho dinero.
—No hace falta mucho dinero, sólo alguien que se encargue de revisar estas cosas regularmente.Paula, saca el móvil del bolsillo de la camisa.
—Pero…
—Tengo las manos mojadas y si no discutieras, te lo agradecería mucho.
Paula metió la mano en el bolsillo de la camisa, notando el calor de su cuerpo. Cuatro años antes no había sido capaz de apartarse de él ni un momento… y él no había sido capaz de apartarse de ella.
Era algo que llevaba cuatro años intentando olvidar. Y, a juzgar por su mirada ardiente, Pedro estaba pensando lo mismo.
—¿Qué quieres que haga?
Pedro le dio instrucciones para que marcase un botón y pusiera el teléfono en su oreja. Cuando empezó a hablar en griego deseó haber pasado menos tiempo concentrándose en su cuerpo y más aprendiendo el idioma. De ese modo podría decirle: «vete de mi vida».
—¿Sabes lo que está diciendo? —le preguntó Viviana.
Ella negó con la cabeza.
—En menos de diez minutos llegará un equipo para solucionar el problema —dijo Pedro unos segundos después.
—¿Un equipo?
—Necesitamos una sección de cañería del mismo diámetro que ésta. Mi equipo de seguridad se encargará de todo, así tendrán algo que hacer —Pedro miró alrededor—. Si esto fuera un barco se habría hundido hace tiempo.
—Pero imagino que tendrás que ir a algún sitio, cosas que hacer —empezó a decir Paula—. Ahora que sabemos cuál es el problema podemos solucionarlo, así que tú puedes marcharte.
—¿Irse? ¿Estás loca? —exclamó Viviana—. Nunca encontraremos a nadie que arregle esto. ¿Por qué quieres que se vaya?
—Porque no se siente cómoda estando conmigo —contestó él, irónico—. ¿Verdad que no, agapi mu?
Ese término cariñoso le recordaba momentos que llevaba cuatro años intentando olvidar. Y no estaba dispuesta a recordar en absoluto.
—He cambiado de opinión sobre el anillo. Quiero vendérselo a una buena persona y tú no eres buena persona. Y no creas que porque te hayas quitado la chaqueta y remangado la camisa vas a impresionarme.
—Yo estoy impresionada —dijo Viviana—. Pensé que tenías una naviera, pero…
—Tengo una empresa de construcción de barcos, sí.
—Pero no la llevas sentado detrás de una mesa de despacho.
—Desgraciadamente, suele ser así. Pero tengo un título en ingeniería naval que algunas veces me viene muy bien —Pedro levantó la mirada cuando una mujer entró en el vestuario, seguida de cinco hombres cargados con todo tipo de herramientas.
—Estos señores dicen que… —la secretaria del colegio parpadeó, horrorizada.
—Todo está controlado, Janet.
Y así era. Con Pedro dando órdenes, los hombres se pusieron a trabajar de inmediato. Pero lo que realmente la sorprendió fue que él también lo hiciese. Mientras arreglaban la cañería encendieron unos ventiladores industriales para secar el vestuario y, unos minutos después; el problema estaba solucionado y no quedaba ni una gota de agua.
Paula intentó escapar, pero Pedro la tomó del brazo.
—No salgas corriendo otra vez —le advirtió, tomándola en brazos.
—¿Se puede saber qué haces? ¡Déjame en el suelo!
Medio alarmada, medio divertida, Viviana soltó una carcajada.
—Hagas lo que hagas, no la dejes caer al suelo. Si tan desesperado estás por hablar con ella puedes usar mi aula, está vacía.
—¡Déjame en el suelo! —gritó Paula—. No puedes llevarme en brazos por todo el colegio como…
—¿Como un hombre? —sugirió Pedro, volviéndose hacia su equipo para decirles algo en griego antes de dirigirse a la puerta—. Has engordado en estos años.
—Me alegro —dijo ella, furiosa—. Espero que te rompas la espalda.
—Era un halago, el peso extra parece estar distribuido en los sitios adecuados… aunque no puedo estar seguro sin una inspección más íntima.
—¿Cómo puedes decir cosas así cuando estás con otra mujer? Eres repugnante.
—Y tú estás celosa.
—No estoy celosa. Por mí, puedes quedarte con esa rubia tan flaca para siempre —Paula intentaba apartarse, pero al hacerlo sólo conseguía que Pedro la apretase con más fuerza, de modo que dejó de moverse e intentó respirar con normalidad, sin fijarse en la sombra marcada de su barba
o en esas pestañas imposiblemente largas—. Suéltame ahora mismo.
La respuesta de Pedro fue besarla y, mientras se hundía en una niebla de deseo, Paula escuchó la voz de Viviana a lo lejos…
—Si yo tuviera que elegir entre él y cuatro millones de dólares, lo elegiría a él. Bien hecho, Pau.
UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 3
Pedro Alfonso bajó del Ferrari y miró el viejo edificio de estilo victoriano: una escuela de primaria en Hampton Park.
Por supuesto, Paula trabajaba con niños. Era lo más lógico.
Fue el día que leyó en la prensa que pensaba tener cuatro hijos cuando la dejó plantada.
Pedro miró el edificio. La verja estaba rota por varios sitios y unos plásticos cubrían parte del tejado, presumiblemente para evitar las goteras.
En ese momento sonó una campanita y, un segundo después, un montón de niños salieron al patio, empujándose unos a otros. Una joven los seguía, contestando preguntas, intentando contener discusiones y, en general, controlando el caos. Llevaba una sencilla falda negra, zapatos planos y una
blusa de color claro. Pedro no la miró dos veces, demasiado ocupado buscando a Paula.
De nuevo, estudió el viejo edificio, pensando que debía haberse equivocado. ¿Por qué iba Paula a enterrarse en aquel sitio?
Estaba a punto de volver al coche, pensando que le habían dado una dirección errónea, cuando oyó una risa que le resultaba familiar. Y, de repente, se encontró mirando de nuevo a la joven profesora de falda negra y zapatos planos.
No se parecía a la alegre adolescente que había conocido en la playa de Corfú y estaba a punto de darse la vuelta cuando ella giró la cabeza.
Llevaba el pelo firmemente sujeto con un prendedor, pero era del mismo tono castaño…
Pedro arrugó el ceño, quitándole mentalmente esa ropa tan aburrida para ver a la mujer que había debajo.
La joven sonrió entonces y Pedro se quedó sin respiración porque era imposible no reconocer esa sonrisa. Una sonrisa amplia, generosa, auténtica. Sin pensar, bajó la mirada hasta sus piernas… sí, eran las mismas piernas, largas y preciosas. Unas piernas hechas para que un hombre perdiese la cabeza. Unas piernas que una vez se habían enredado en su cintura…
Los gritos de los niños interrumpieron sus pensamientos. Un grupo de chicos había visto el Ferrari y, de inmediato, Pedro lamentó no haber aparcado más lejos.
Los niños corrían por el patio para acercarse a la verja que separaba el colegio del resto del mundo y él los miró como otro hombre miraría a un animal peligroso.
—¡Menudo cochazo!
—¿Es un Porsche? Mi padre dice que el mejor coche del mundo es el Porsche.
—Cuando sea mayor voy a tener uno como ése.
Pedro no sabía qué decir, de modo que se quedó callado.
Pero enseguida vio que Paula giraba la cabeza. Por supuesto, ella se daría cuenta rápidamente de que alguna de sus ovejitas había escapado del rebaño, Paula era ese tipo de persona. Era desordenada, ruidosa y cariñosa. Y no se
habría quedado callada si unos niños se dirigían a ella.
Pedro vio que estaba pálida, el tono de su piel destacando el inusual azul zafiro de sus ojos.
Evidentemente no conocía a mucha gente que condujera un Ferrari, pensó. Y el hecho de que se sorprendería de verlo aumentó su furia.
¿Qué había esperado, que se quedara de brazos cruzados mientras vendía el anillo, el anillo que él había puesto en su dedo, al mejor postor?
Desde el otro lado del patio sus ojos se encontraron.
El sol apareció por detrás de una nube, dándole reflejos dorados a su pelo. Le recordaba a aquella tarde en la playa de Corfú. Entonces Paula llevaba un minúsculo bikini de color turquesa y una sonrisa avergonzada…
Pero no quería pensar en eso, de modo que volvió al presente.
—¡Chicos! —su voz era como chocolate derretido con un poco de canela, suave con un toque de especias—. No os subáis a la verja, ya sabéis que es peligroso.
Pedro se sintió absurdamente decepcionado. Cuatro años antes, Paula hubiera salido corriendo por el patio con el entusiasmo de un cachorro para echarse en sus brazos.
Y que estuviera mirándolo como si hubiera escapado de una reserva de tigres lo ponía aún más tenso.
— miró al niño más cercano, la necesidad de información desatando su lengua.
—¿Es vuestra profesora?
—Sí, es nuestra profesora —a pesar de la advertencia de Paula, el chico puso una rodilla en la pared e intentó apoyarse en la verja—. No parece muy estricta, pero si haces algo malo… ¡zas!
—¿Os pega?
—¿Qué? —el chaval soltó una carcajada—. La señorita Chaves no mataría una mosca. Las atrapa con un vaso para sacarlas de la clase. Ni siquiera nos grita.
—Pero eso de «zas»…
—La señorita Chaves te aplasta con una sola mirada —el chico se encogió de hombros—. Te hace sentir mal si has hecho algo malo, como si la hubieras decepcionado. Pero nunca le haría daño a nadie. No es nada violenta.
La señorita Chavess. De modo que no se había casado. Y no había tenido los cuatro hijos que quería tener.
Sólo ahora que la pregunta estaba contestada reconoció que había pensado en esa posibilidad.
Paula cruzó el patio como si una cuerda invisible tirase de ella. Era evidente que, si tuviera oportunidad, saldría corriendo en dirección contraria.
—Freddie, Kyle, Colin, alejaos de la verja.
Los tres chicos empezaron a hablar a la vez y Pedro notó que Paula contestaba uno a uno en lugar de mandarlos callar como harían la mayoría de los adultos. Y era evidente que los niños la adoraban.
—¿Ha visto el coche, señorita Chaves? Yo sólo lo había visto en las revistas.
—Sólo es un coche, cuatro ruedas y un motor —Paula se volvió por fin hacia él—. ¿Querías algo?
Nunca había sido capaz de esconder sus sentimientos, pensó Pedro. Estaba horrorizada de verlo y eso lo sacaba de quicio.
—¿Te sientes culpable, agapi mu?
—¿Culpable?
—No pareces contenta de verme y me pregunto por qué.
Dos manchas rojas aparecieron en sus mejillas y, de repente, sus ojos se volvieron sospechosamente brillantes.
—No tengo nada que decirte y no sé por qué debería alegrarme de verte.
Pedro se había olvidado del anillo y estaba pensando en otra cosa completamente diferente.
Algo peligroso, ardiente y primitivo que sólo le ocurría cuando estaba con ella.
Cuando sus ojos se encontraron, supo que Paula estaba pensando lo mismo. Pero enseguida apartó la mirada, sus mejillas ardiendo. Lo trataba como si no supiera por qué estaba allí, como si no se conocieran íntimamente. Como si no hubiera un centímetro de su cuerpo que él no hubiese besado.
—¿Es su novio, señorita? —preguntó uno de los niños.
—Freddie Harrison, ésa es una pregunta muy inapropiada —Paula empujó suavemente a los niños hacia el patio—. Se llama Pedro Alfonso y no es mi novio. Sólo es una persona a la que conocí hace mucho tiempo.
—¿Un amigo, señorita?
—Sí… bueno, un amigo.
—¡La señorita Chaves tiene novio, la señorita Chaves tiene novio! —empezaron a canturrear los chicos.
—Amigo y novio son dos cosas muy diferentes, Freddie.
—Si es un novio se acuestan juntos, tonto —dijo otro de los chicos.
—Señorita, Colin ha dicho una palabrota y me ha llamado tonto. ¡Y usted dice que no se puede llamar tonto a nadie!
Paula lidió con el asunto con gran habilidad, enviándolos de vuelta al patio antes de volverse hacia Pedro, mirando un momento por encima de su hombro para comprobar que no la escuchaba nadie.
—No puedo creer que hayas tenido la cara de volver después de cuatro años —le espetó, temblando—. ¿Cómo puedes ser tan insensible? Si no fuera porque los niños están mirando te daría un puñetazo. Pero seguramente ésa es la razón por la que has venido aquí en lugar de intentar verme en privado: te da miedo que te haga daño. ¿Qué haces aquí?
—Tú sabes por qué estoy aquí. Y tú nunca le has pegado a nadie en toda tu vida, no te hagas la dura.
Era una de las cosas que lo había atraído de ella. Su dulzura había sido el antídoto al implacable mundo de los negocios en que vivía.
—Hay una primera vez para todo —Paula se llevó una mano al pecho, como si quisiera comprobar que su corazón seguía latiendo—. Di lo que tengas que decir y márchate.
Distraído por la presión de sus pechos contra la sencilla blusa, Pedro frunció el ceño. La llevaba abrochada hasta el cuello como una profesora victoriana. No había nada, absolutamente nada en su atuendo que pudiera explicar la volcánica respuesta de su libido.
Furioso consigo mismo y con ella, su tono fue más brusco de lo que pretendía:
—No juegues conmigo porque los dos sabemos que no puedes ganar. Te comería como desayuno.
Fue una analogía inapropiada y en cuanto hubo dicho la frase en su mente apareció una imagen de ella desnuda sobre su cama, el desayuno olvidado…
Y el color de sus mejillas le dijo que Paula estaba recordando, la misma escena.
—Tú no tomas desayuno —dijo con voz ronca—. Sólo tomas ese café griego tan fuerte. Y no estoy jugando contigo. Tú no juegas con las mismas reglas que el resto del mundo. Tú… tú eres un canalla. — la miró a los ojos y se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad, no sabía por qué estaba allí. No sabía que era él quien había comprado el anillo.
Pasándose una mano por el pelo, murmuró algo en griego.
Eso era lo que pasaba cuando olvidaba que Paula Chaves no pensaba como el resto de la gente.
Su habilidad para pensar más rápido que los demás, para adelantarse e imaginar segundas intenciones le había ayudado mucho en su negocio, pero con Paula era una habilidad que nunca le sirvió de nada. Ella no pensaba como otras mujeres y siempre lo sorprendía, como estaba
sorprendiéndolo en aquel momento.
Pero al ver que tenía los ojos empañados contuvo el aliento.
No había vendido el anillo para enviarle un mensaje, lo había vendido porque él le había hecho daño.
En ese momento, Pedro supo que había cometido un grave error. No debería haber ido allí en persona. No había sido fácil para él y no era justo para ella.
—Tienes cuatro millones de dólares en tu cuenta corriente —le dijo, para terminar con aquello lo antes posible. Y, de inmediato, vio un brillo de sorpresa en sus ojos azules—. He venido a buscar mi anillo.
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