sábado, 19 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 3





Pedro Alfonso bajó del Ferrari y miró el viejo edificio de estilo victoriano: una escuela de primaria en Hampton Park.


Por supuesto, Paula trabajaba con niños. Era lo más lógico.


Fue el día que leyó en la prensa que pensaba tener cuatro hijos cuando la dejó plantada.


Pedro miró el edificio. La verja estaba rota por varios sitios y unos plásticos cubrían parte del tejado, presumiblemente para evitar las goteras.


En ese momento sonó una campanita y, un segundo después, un montón de niños salieron al patio, empujándose unos a otros. Una joven los seguía, contestando preguntas, intentando contener discusiones y, en general, controlando el caos. Llevaba una sencilla falda negra, zapatos planos y una
blusa de color claro. Pedro no la miró dos veces, demasiado ocupado buscando a Paula.


De nuevo, estudió el viejo edificio, pensando que debía haberse equivocado. ¿Por qué iba Paula a enterrarse en aquel sitio?


Estaba a punto de volver al coche, pensando que le habían dado una dirección errónea, cuando oyó una risa que le resultaba familiar. Y, de repente, se encontró mirando de nuevo a la joven profesora de falda negra y zapatos planos.


No se parecía a la alegre adolescente que había conocido en la playa de Corfú y estaba a punto de darse la vuelta cuando ella giró la cabeza.


Llevaba el pelo firmemente sujeto con un prendedor, pero era del mismo tono castaño…


Pedro arrugó el ceño, quitándole mentalmente esa ropa tan aburrida para ver a la mujer que había debajo.


La joven sonrió entonces y Pedro se quedó sin respiración porque era imposible no reconocer esa sonrisa. Una sonrisa amplia, generosa, auténtica. Sin pensar, bajó la mirada hasta sus piernas… sí, eran las mismas piernas, largas y preciosas. Unas piernas hechas para que un hombre perdiese la cabeza. Unas piernas que una vez se habían enredado en su cintura…


Los gritos de los niños interrumpieron sus pensamientos. Un grupo de chicos había visto el Ferrari y, de inmediato, Pedro lamentó no haber aparcado más lejos.


Los niños corrían por el patio para acercarse a la verja que separaba el colegio del resto del mundo y él los miró como otro hombre miraría a un animal peligroso.


—¡Menudo cochazo!


¿Es un Porsche? Mi padre dice que el mejor coche del mundo es el Porsche.


Cuando sea mayor voy a tener uno como ése.


Pedro no sabía qué decir, de modo que se quedó callado. 


Pero enseguida vio que Paula giraba la cabeza. Por supuesto, ella se daría cuenta rápidamente de que alguna de sus ovejitas había escapado del rebaño, Paula era ese tipo de persona. Era desordenada, ruidosa y cariñosa. Y no se
habría quedado callada si unos niños se dirigían a ella.


Pedro vio que estaba pálida, el tono de su piel destacando el inusual azul zafiro de sus ojos.


Evidentemente no conocía a mucha gente que condujera un Ferrari, pensó. Y el hecho de que se sorprendería de verlo aumentó su furia.


¿Qué había esperado, que se quedara de brazos cruzados mientras vendía el anillo, el anillo que él había puesto en su dedo, al mejor postor?


Desde el otro lado del patio sus ojos se encontraron.


El sol apareció por detrás de una nube, dándole reflejos dorados a su pelo. Le recordaba a aquella tarde en la playa de Corfú. Entonces Paula llevaba un minúsculo bikini de color turquesa y una sonrisa avergonzada…


Pero no quería pensar en eso, de modo que volvió al presente.


—¡Chicos! —su voz era como chocolate derretido con un poco de canela, suave con un toque de especias—. No os subáis a la verja, ya sabéis que es peligroso.


Pedro se sintió absurdamente decepcionado. Cuatro años antes, Paula hubiera salido corriendo por el patio con el entusiasmo de un cachorro para echarse en sus brazos.


Y que estuviera mirándolo como si hubiera escapado de una reserva de tigres lo ponía aún más tenso.


 miró al niño más cercano, la necesidad de información desatando su lengua.


—¿Es vuestra profesora?


—Sí, es nuestra profesora —a pesar de la advertencia de Paula, el chico puso una rodilla en la pared e intentó apoyarse en la verja—. No parece muy estricta, pero si haces algo malo… ¡zas!


—¿Os pega?


—¿Qué? —el chaval soltó una carcajada—. La señorita Chaves no mataría una mosca. Las atrapa con un vaso para sacarlas de la clase. Ni siquiera nos grita.


—Pero eso de «zas»…


—La señorita Chaves te aplasta con una sola mirada —el chico se encogió de hombros—. Te hace sentir mal si has hecho algo malo, como si la hubieras decepcionado. Pero nunca le haría daño a nadie. No es nada violenta.


La señorita Chavess. De modo que no se había casado. Y no había tenido los cuatro hijos que quería tener.


Sólo ahora que la pregunta estaba contestada reconoció que había pensado en esa posibilidad.


Paula cruzó el patio como si una cuerda invisible tirase de ella. Era evidente que, si tuviera oportunidad, saldría corriendo en dirección contraria.


—Freddie, Kyle, Colin, alejaos de la verja.


Los tres chicos empezaron a hablar a la vez y Pedro notó que Paula contestaba uno a uno en lugar de mandarlos callar como harían la mayoría de los adultos. Y era evidente que los niños la adoraban.


—¿Ha visto el coche, señorita Chaves? Yo sólo lo había visto en las revistas.


—Sólo es un coche, cuatro ruedas y un motor —Paula se volvió por fin hacia él—. ¿Querías algo?


Nunca había sido capaz de esconder sus sentimientos, pensó Pedro. Estaba horrorizada de verlo y eso lo sacaba de quicio.


—¿Te sientes culpable, agapi mu?


—¿Culpable?


—No pareces contenta de verme y me pregunto por qué.


Dos manchas rojas aparecieron en sus mejillas y, de repente, sus ojos se volvieron sospechosamente brillantes.


—No tengo nada que decirte y no sé por qué debería alegrarme de verte.


Pedro se había olvidado del anillo y estaba pensando en otra cosa completamente diferente.


Algo peligroso, ardiente y primitivo que sólo le ocurría cuando estaba con ella.


Cuando sus ojos se encontraron, supo que Paula estaba pensando lo mismo. Pero enseguida apartó la mirada, sus mejillas ardiendo. Lo trataba como si no supiera por qué estaba allí, como si no se conocieran íntimamente. Como si no hubiera un centímetro de su cuerpo que él no hubiese besado.


—¿Es su novio, señorita? —preguntó uno de los niños.


—Freddie Harrison, ésa es una pregunta muy inapropiada —Paula empujó suavemente a los niños hacia el patio—. Se llama Pedro Alfonso y no es mi novio. Sólo es una persona a la que conocí hace mucho tiempo.


—¿Un amigo, señorita?


—Sí… bueno, un amigo.


—¡La señorita Chaves tiene novio, la señorita Chaves tiene novio! —empezaron a canturrear los chicos.


—Amigo y novio son dos cosas muy diferentes, Freddie.


—Si es un novio se acuestan juntos, tonto —dijo otro de los chicos.


—Señorita, Colin ha dicho una palabrota y me ha llamado tonto. ¡Y usted dice que no se puede llamar tonto a nadie!


Paula lidió con el asunto con gran habilidad, enviándolos de vuelta al patio antes de volverse hacia Pedro, mirando un momento por encima de su hombro para comprobar que no la escuchaba nadie.


—No puedo creer que hayas tenido la cara de volver después de cuatro años —le espetó, temblando—. ¿Cómo puedes ser tan insensible? Si no fuera porque los niños están mirando te daría un puñetazo. Pero seguramente ésa es la razón por la que has venido aquí en lugar de intentar verme en privado: te da miedo que te haga daño. ¿Qué haces aquí?


—Tú sabes por qué estoy aquí. Y tú nunca le has pegado a nadie en toda tu vida, no te hagas la dura.


Era una de las cosas que lo había atraído de ella. Su dulzura había sido el antídoto al implacable mundo de los negocios en que vivía.


—Hay una primera vez para todo —Paula se llevó una mano al pecho, como si quisiera comprobar que su corazón seguía latiendo—. Di lo que tengas que decir y márchate.


Distraído por la presión de sus pechos contra la sencilla blusa, Pedro frunció el ceño. La llevaba abrochada hasta el cuello como una profesora victoriana. No había nada, absolutamente nada en su atuendo que pudiera explicar la volcánica respuesta de su libido.


Furioso consigo mismo y con ella, su tono fue más brusco de lo que pretendía:
—No juegues conmigo porque los dos sabemos que no puedes ganar. Te comería como desayuno.


Fue una analogía inapropiada y en cuanto hubo dicho la frase en su mente apareció una imagen de ella desnuda sobre su cama, el desayuno olvidado…


Y el color de sus mejillas le dijo que Paula estaba recordando, la misma escena.


—Tú no tomas desayuno —dijo con voz ronca—. Sólo tomas ese café griego tan fuerte. Y no estoy jugando contigo. Tú no juegas con las mismas reglas que el resto del mundo. Tú… tú eres un canalla.  la miró a los ojos y se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad, no sabía por qué estaba allí. No sabía que era él quien había comprado el anillo.


Pasándose una mano por el pelo, murmuró algo en griego.


Eso era lo que pasaba cuando olvidaba que Paula Chaves no pensaba como el resto de la gente.


Su habilidad para pensar más rápido que los demás, para adelantarse e imaginar segundas intenciones le había ayudado mucho en su negocio, pero con Paula era una habilidad que nunca le sirvió de nada. Ella no pensaba como otras mujeres y siempre lo sorprendía, como estaba
sorprendiéndolo en aquel momento.


Pero al ver que tenía los ojos empañados contuvo el aliento. 


No había vendido el anillo para enviarle un mensaje, lo había vendido porque él le había hecho daño.


En ese momento, Pedro supo que había cometido un grave error. No debería haber ido allí en persona. No había sido fácil para él y no era justo para ella.


—Tienes cuatro millones de dólares en tu cuenta corriente —le dijo, para terminar con aquello lo antes posible. Y, de inmediato, vio un brillo de sorpresa en sus ojos azules—. He venido a buscar mi anillo.





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