lunes, 31 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 18





Pau se despertó sobresaltada. Le dolía todo el cuerpo, más por la súbita pérdida del contacto piel con piel que por las aventuras de la noche anterior.


Todavía estaba oscuro. El salón estaba en penumbra. El espacio que había a su lado estaba aún caliente pero Pedro no estaba. El corazón se le aceleró.


En algún rincón envuelto en la oscuridad se escuchó un crujido.


Había alguien moviéndose en el interior de la casa.


Paula saltó de la cama con la manta alrededor de los hombros. Intentó correr hacia la puerta pero resbaló y se dio contra el marco. Tambaleándose y con la frente dolorida llegó hasta el largo pasillo que dividía la cabaña por el medio. Consideró la posibilidad de gritar para llamar a Pedro, pero si los hombres de David estaban allí delataría su posición.


Algo grande y duro como el granito detuvo de golpe sus movimientos de avance. Aquella superficie firme se fundía con la oscuridad. Pau frunció el ceño y palpó con los brazos antes de dar un paso atrás instintivamente. Unos brazos poderosos la rodearon en el instante en que se dio cuenta de que había topado con un cuerpo humano sólido como una roca.


Cuando iba a gritar, una boca se cerró sobre la suya, ahogándole el grito. Paula luchó para zafarse pero entonces lo reconoció. Eran unos labios firmes y carnosos.


Pedro.


El olor al agua del río y aquel aroma inconfundible a él le invadieron el olfato. Paula sintió una explosión de calor en el centro de su cuerpo que le derritió los músculos hasta la médula de los huesos. Tenía la boca cálida y extremadamente suave. El beso, que en un principio había sido duro, casi castigador, se hizo más tierno. Nunca antes la habían besado así.


Nunca.


Entonces Pedro se detuvo.


-Están fuera -le susurró al oído-. Dos casas más abajo.


Un terror absoluto se apoderó de ella, oscureciendo la maravillosa sensación que había experimentado tras su inesperado ataque sensual.


-Tenemos que irnos. Ahora -aseguró el detective estrechándola con fuerza para que no se viniera abajo.


Ella asintió con la cabeza y le clavó los dedos en la chaqueta. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba vestido. Cuando abrió la boca para preguntarle dónde estaba su ropa, Pedro le colocó un dedo en los labios.


-Sígueme. Mantente en silencio total.


Pau volvió a asentir con la cabeza. El contacto de sus labios en el lóbulo de la oreja le provocó un estremecimiento.


Pedro la agarró de la mano y la guió hasta la cocina. Cuando llegaron a la secadora estiró el brazo y le pasó la ropa que había colocado antes encima. Pau se vistió lo más rápido que pudo y se calzó. Para ganar tiempo no se puso el sujetador. Le habría resultado complicado abrochárselo a oscuras. Cuando terminó, Pedro le puso en las mejillas, en la nariz y en la frente algo grasiento. Y sin más explicaciones la empujó suavemente hacia la puerta de atrás. De pronto, Pau se preguntó qué hora sería.


Cerró los ojos. Era la hora de huir. La hora de esconderse.


Fuera, la luna otorgaba la iluminación suficiente como para definir los objetos. Como la silueta de Pedro. Paula quiso preguntarle cuál era el plan, pero algo le llamó la atención.


Entrecerró los ojos para tratar de averiguar qué llevaba en la cara. Se trataría de la misma materia grasa que le había puesto a ella. Pero había algo más. Pedro llevaba algo en los ojos, una especie de anteojos extraños.


Antes de que se aventurara a preguntarle nada, el detective se inclinó para hablarle dé nuevo al oído.


-Quédate detrás de mí. Mantén la cabeza baja. No hables. Y por el amor de Dios, no hagas el más mínimo ruido.


Pedro se movía como una pantera gigante. Con movimientos fluidos y silenciosos. Ella, por el contrario, avanzaba por la hierba que le llegaba a la altura de los tobillos como un elefante.


De pronto, Pedro se detuvo.


Y lo mismo hizo Pau, que se chocó contra su ancha espalda.


El detective se giró, le posó un dedo en los labios y se quedó completamente quieto. A ella le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que iba a darle allí mismo un ataque.


Entonces escuchó lo que Pedro se había detenido a oír.


Voces. Pasos. Cerca. Muy cerca.


Un grito trató de abrirse paso a través de su garganta, haciéndole imposible respirar y mucho menos pensar.


El deseo de salir corriendo era tan grande que no podía resistir la tentación.


Una mano grande agarró con fuerza la suya como si supiera que quería correr... gritar. Cualquier cosa antes que quedarse allí a esperar que los asesinos se acercaran. Antes de...


Los dedos de Pedro se estrecharon con fuerza contra los suyos, y Pau recordó de pronto el modo en que la había abrazado para que se durmiera. La fuerza de aquellos brazos potentes, el contacto de su cuerpo cuando la sacó del río, salvándole la vida.


Y de pronto ya no tuvo miedo. Pedro la protegería. Nunca había conocido a un hombre como él, duro y al mismo tiempo compasivo.


Las voces se escuchaban ahora más claramente.


Dos hombres estaban entrando en la casa que Pedro y ella acababan de abandonar hacía unos minutos.


Pedro volvió a moverse y la guió hacia un vehículo. Paula sintió un nudo en el estómago. Era el coche plateado de los hombres que los perseguían. Que en aquellos momentos los buscaban.


-¿Qué estamos haciendo? -preguntó en voz baja.


El detective se acercó a la ventanilla del conductor y pegó un golpe certero en el centro de la luna, rompiéndola. Luego abrió la puerta. No se encendió ninguna luz.


-Entra -le ordenó a Paula.


La joven entró a tientas y se sentó en el asiento del copiloto.


Pedro estaba dentro antes de que ella tuviera tiempo de abrocharse el cinturón de seguridad. No tuvo valor de preguntarle qué estaba haciendo. Ni siquiera estaba segura de poder articular palabra. Si los hombres salían de la casa y los veían... Estarían perdidos.


Pedro hizo un movimiento brusco en la dirección asistida del coche. Se escuchó un sonido sordo y luego el motor se puso en marcha.


Sin encender las luces, metió la primera marcha y descendió en silencio por la calle vacía y oscura. El mundo entero parecía dormir a su alrededor. Estaban solos, a excepción de los hombres que los perseguían como sabuesos.


Pedro se quitó aquellas, gafas extrañas y la mochila mientras adquiría velocidad y las tiró al suelo, a los pies de Paula. Tomaron una curva muy cerrada, dejaron la cabaña atrás y el detective pisó el acelerador sin decir una palabra.


-¿Vas a encender las luces ahora? -preguntó la joven angustiada, sintiendo cómo el corazón le latía cada vez más deprisa.


No estaba dispuesta a vivir otra carrera como la que habían tenido tras salir de Cphar


-Todavía no.


-No nos siguen, ¿verdad? -preguntó Paula sintiendo otra oleada de pánico.


-No. Y teniendo en cuenta que en ninguna de aquellas cabañas había coches, dudo mucho que puedan hacerlo.


Paula sonrió. El detective lo había conseguido. Había vuelto a arrancarlos a ambos de las fauces de la muerte. Una vez más.


-Vaya, sí que eres bueno -aseguró con entusiasmo, sintiendo renacer la vida en su pecho.


-Todavía no estamos a salvo -advirtió Pedro.


“El pesimista de siempre”, pensó la joven para sus adentros, tratando de relajarse.


-¿Y los archivos de Cphar? -preguntó con una punzada de angustia al mirar la mochila que tenía a los pies-. ¿Y si se han estropeado con el agua del río?


-Lo he comprobado todo. No hay daños a excepción del teléfono móvil. Las bolsas de plástico en las que guardé las pruebas protegieron los documentos.


-Qué bien -murmuró Paula suspirando aliviada.


-A ver si puedes encontrar un teléfono móvil por algún lado -dijo Pedro, que ya había encendido por fin las luces-. Tal vez alguno de esos tipos se ha dejado el suyo en el coche. 
Necesitamos un nuevo medio de transporte. Tenemos que dejar éste.


Tenía razón. Para aquel entonces los dos hombres habían descubierto probablemente su error y estarían pensando en cómo solucionarlo. Pau encendió una de las luces interiores y tras echar un rápido vistazo descubrió un teléfono portátil. 


También vio la hora que era en el reloj digital. Las tres de la mañana. Con razón estaba tan cansada. Apenas había llegado a dormir. Se preguntó cómo era posible que Pedro se las arreglara tan bien. Dudaba mucho que hubiera conseguido dormir algo.


Pedro le dijo el número que tenía que marcar y ella le pasó después del teléfono. Él le explicó su situación actual a alguien llamado Simon. El otro detective de la Agencia Colby, recordó. El que Pedro tenía pensado para cuidar de ella.


Mientras hablaban, el recuerdo de la boca de Pedro cubriendo la suya la asaltó de improviso. La había besado... La había besado de verdad. Pau estaba segura de que al principio le había puesto los labios encima para evitar que gritara o que hablara. Pero aquel gesto se había desvanecido para dar paso a algo distinto. La había besado de verdad y ella le había devuelto el beso. Como cuando Bogart besó a Ingrid Bergman en Casablanca.


El teléfono portátil que Pedro había dejado en el salpicadero sonó entonces con una melodía. El detective disminuyó momentáneamente la velocidad, y miró al teléfono, igual que hizo Paula.


-No contestes -dijo él.


-¿Y si es tu amigo? -preguntó Paula con el corazón latiéndole a toda prisa.


-No es él -aseguró con tono tan decidido que ella se estremeció.


Paula agarró el teléfono y lo descolgó. Tenía que saber de quién se trataba. Podía ser importante.


-¿Diga?


Se hizo una breve pausa.


- ¡Paula! Qué sorpresa tan agradable. ¿Tu amigo y tú habéis vuelto a despistar a mis hombres?


El sonido de la voz que había al otro lado de la línea le provocó una oleada de pánico que le heló la sangre en las venas.


David.


Los dedos de Pau parecieron convertirse en hielo mientras apretaba el teléfono contra la oreja. No tendría que haber contestado. Tendría que haberle hecho caso a Pedro. Pero algo en su interior no le permitió colgar. Necesitaba escuchar lo que tenía que decirle. Aquel monstruo tenía en sus manos la vida de su padre.


-Sí. Soy yo, querida -murmuró él.


¿Había dicho su nombre en alto? Oh, Cielos. Paula se estremeció. Las imágenes de la ermita regresaron a su cabeza, repitiéndose como una película.


-Me estás poniendo las cosas muy difíciles. No sé si alcanzas a comprender las consecuencias de tus actos.


Una furia salvaje y animal se abrió paso en su interior, sobreponiéndose al miedo.


-Mataste a Roberto y al doctor Kessler. Tú... me has robado mi vida. Eres... eres un asesino... un ladrón...


La voz de Paula se quebró por la emoción. Pedro observaba la escena repartiendo su atención entre ella y la carretera.


-Paula -dijo apretando los dientes-. Pásame el teléfono.


Ella lo miró. Quería hacer lo que Pedro le pedía, pero no podía evitarlo. No podía no escuchar lo que David tenía que decir. Era como cuando se pasaba al lado de un accidente terrible. Todo el mundo disminuía la marcha para mirar.


-Ven a casa ahora -exigió David con voz suave pero amenazadora.


-No te saldrás con la tuya -le advirtió Paula sintiendo un repentino deseo de venganza-. Voy a ir a por ti, David. Será mejor que encuentres un buen lugar donde esconderte porque voy para allá.


-Cuidado, cariño -le sugirió David-. Todavía te llevo ventaja, ¿recuerdas?


Su padre.


“Por favor”, rezó. “No dejes que lo haga”.


-Cuelga -le ordenó Pedro-. No escuches nada de lo que Crane te diga.


-Puedo hacer que sus últimos días en la tierra sean más dolorosos de lo que puedes imaginar -susurró David-. Insoportables. Cuando exhale su último aliento sabrá que es a ti a quien tiene que agradecérselo.


Se hizo entonces un espantoso momento de silencio.


Paula no podía hablar, no podía articular palabra. Tenía el corazón atrapado en la garganta. ¿Qué podría hacer para detenerlo?


No podía hacer nada. Nadie podría.


Ni siquiera Pedro podría detenerlo, pensó mirando al detective con ansiedad. No había manera de demostrar nada de lo que David estaba haciendo. Estaba claro que habían hecho desaparecer el cuerpo de su tío Roberto.


-Tienes veinticuatro horas para volver a casa o tu padre pagará el precio -aseguró David-. Si Alfonso interfiere, lo mataré. No dudes de mi palabra.


Y colgó el teléfono.


Paula clavó la mirada en el auricular que tenía en la mano. 


Pedro se lo arrancó de la mano y lo arrojó a la parte de atrás del coche.


-¿Qué te ha dicho ese malnacido? -preguntó con la voz cargada de rabia.


-Nada -susurró ella sintiendo un peso insoportable en los hombros-. Nada importante.


Todo había terminado.


-¿Seguro? -insistió Pedro apartando la vista un instante de la carretera para mirarla.


Paula asintió con la cabeza.


No podía contarle la verdad. Nunca le permitiría que cumpliera la orden de David.


Y aquélla era la única opción que tenía. No le permitiría que hiciera daño a su padre.



domingo, 30 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 17




-Ha sido demasiado fácil.


Pedro mantuvo la mirada clavada en el retrovisor unos instantes mientras atravesaban North Aurora en coche. 


Había atisbado las luces de un coche desde que salieron de los dominios de Cphar. Alguien los había seguido. No había más tráfico, sólo la luz persistente de un par de faros a su espalda. Maldición. Desde el momento en que entraron en el edificio supo que algo no iba bien. Había sido demasiado fácil. Instintivamente apretó más a fondo el acelerador.


Pau se quitó la trenka. Pedro vio por el rabillo del ojo cómo su melena sedosa y rubia se le desparramaba por los hombros. Sintió deseos de acariciarla con los dedos. Pero lo que hizo fue apretar el volante con más fuerza.


-Lo conseguimos -exclamó la joven con entusiasmo.


-Yo no estoy tan seguro de que hayamos salido tan limpios como tú crees.


-Eres un pesimista -aseguró Pau dejando la trenka a un lado-. Te dije que la identificación que he utilizado estaba limpia. Tal vez mañana, cuando revisen las entradas, alguien se pregunte por qué se ha utilizado una identificación que llevaba tanto tiempo desactivada. ¿Y qué? Para entonces ya estaremos lejos de allí. ¡Lo hemos conseguido! Ahora tenemos lo que necesitamos -aseguró relajándose en el asiento-. Mañana a estas horas puede que tenga la prueba necesaria para recuperar mi vida.


Pedro maldijo entre dientes con la atención dividida entre la carretera que tenía delante y el espejo retrovisor.


-Ponte otra vez la trenka -dijo al comprobar que las luces que iban tras ellos seguían allí-. Tenemos compañía desde que salimos de Cphar y no quiero que vea tu melena rubia.


Pedro aumentó la velocidad del coche hasta ponerlo a ciento sesenta kilómetros por hora.


-¿Por qué vamos tan deprisa? Esta carretera está llena de curvas.


-Lo sé -respondió el detective apagando las luces.


-¿Estás loco? ¡Vamos a oscuras!


Pedro tomó la siguiente curva más deprisa de lo que le hubiera gustado. Apretó con fuerza el volante y sintió la adrenalina corriéndole ponlas venas.


-Saca el revólver para tenerlo a mano en caso de tener que utilizarlo.


-¿No puedes dejarlos atrás sin necesidad de ir tan rápido? -preguntó Pau con la voz atenazada por el miedo, mientras buscaba el arma en la guantera del coche-. Nunca he disparado a nadie antes, así que creo que será mejor que busques un plan alternativo.


-Estoy en ello -se limitó a decir Pedro pisando a fondo el acelerador


Pedro respondió tragando saliva.


Los bosques y las casas que había a ambos lados de la carretera se convirtieron en una masa uniforme y oscura mientras el coche avanzaba a toda velocidad por el asfalto como si fuera un cohete a punto de despegar.


Entonces se escuchó un sonido sordo. El espejo retrovisor del asiento del copiloto se hizo añicos.


-¿Qué ha sido eso? -gritó ella presa del pánico-. ¡Nos están disparando! -confirmó cuando la luna de atrás se vino abajo.


Otro disparo fue a parar al parabrisas, justo en medio de los dos.


“Maldición”, pensó Pedro. No podía conducir y disparar al mismo tiempo. Ni tampoco quería arriesgarse a que ella devolviera los disparos.


Al ver que no tenía otra alternativa, pisó el freno y giró violentamente hacia la izquierda. Las ruedas chirriaron. Olía a goma quemada. Pau dejó escapar un grito de terror y se agarró al salpicadero.


Pedro volvió a pisar el acelerador y avanzó en la dirección opuesta, dejando a un lado al otro vehículo, un coche plateado. Pero enseguida los tuvieron de nuevo pegados. No había tiempo de pensar en nada. El detective atisbó la entrada de un camino. No había casas a la vista. Dos segundos más tarde tomó el giro a toda velocidad. El coche se balanceó a los lados mientras abría un sendero antes inexistente. El sonido de los arbustos y la hierba alta golpeando el metal llenó el silencio que había en el interior del vehículo. Y entonces, con una fuerza que lanzó a ambos hacia delante, el coche se detuvo bruscamente con un sonido seco.


Durante tres segundos Pedro fue incapaz de moverse. Tenía el rostro hundido en una almohada suave. El airbag se desinfló tan deprisa como se había inflado.


-¡Corre! -le gritó a su acompañante, que parecía desconcertada pero no herida-. ¡Corre, maldita sea!


Pau estaba paralizada. No podía moverse.


La cabeza le daba vueltas y le zumbaban los oídos. Pedro le estaba gritando. De pronto, su puerta se abrió bruscamente y una mano firme le desabrochó el cinturón y la sacó del coche.


El sonido de las puertas de otro coche en algún punto a sus espaldas le congeló la sangre en las venas. Pau fue consciente de golpe de que estaban en un lugar solitario donde nadie podría ayudarlos.



Todo había terminado. Estaban muertos.


-¡Corre, maldita sea! -le repitió Pedro tirando de ella.


Una bala pasó rozando la oreja izquierda de la joven y fue a clavarse en un árbol.


No hizo falta ningún aviso más. Pau salió corriendo como alma que lleva el diablo. Pedro la llevaba sujeta de la cintura. 


Estaba tan oscuro que apenas distinguían las formas de los árboles cuando pasaban rozándolos. Medio tambaleándose, medio corriendo, consiguió seguir el ritmo del detective.


Los pasos los seguían muy de cerca. Los disparos ocasionales iban a parar cerca de ellos, al suelo, o al tronco de algún árbol. Pau fue consciente entonces de por qué nadie se despertaría con los tiros y llamaría a la policía. Sus perseguidores utilizaban silenciadores. Nadie oiría nada.


De pronto, Pedro giró a la izquierda sin previo aviso y la agarró con fuerza de la muñeca.


-¿Sabes nadar?


En el instante en que su cerebro asimiló la pregunta, los oídos de Pau escucharon un nuevo sonido en la oscuridad.


Agua. Una serpiente oscura y zigzagueante de agua en movimiento se abría a sus pies.


-¡Salta! -gritó Pedro cuando una bala fue a parar al río.


El detective inclinó el cuerpo hacia delante sin soltarle la muñeca, sin dejarle opción. Pau sintió cómo el agua la rodeaba, cegándola, llenándole la boca sin darle la oportunidad de haberla cerrado antes, cubriéndole la nariz y evitando cualquier opción de tomar aire. Sintió que se hundía en las oscuras profundidades, pero una mano firme tiró de ella hacia arriba.


-Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta -susurró Pedro con firmeza-. Nado lo suficientemente bien como para conseguir que ambos lleguemos al otro lado.


Pau giró el rostro hacia aquel cuerpo fuerte que la sostenía y trató de relajarse. A lo lejos, en la orilla, se escuchaban las voces de los hombres pero parecían distantes. Si se mantenían quietos y se movían con rapidez, podrían llegar al otro lado sin ser vistos.


¿Cómo era posible que se hubieran movido tan deprisa? Fue entonces cuando se dio cuenta de lo rápido que bajaba el agua.


-Ya casi hemos llegado -murmuró Pedro con la respiración entrecortada.


Por primera vez desde que diera comienzo su aventura, Pau escuchó fatiga en su voz. Rezó para que aguantara hasta que tocaran tierra. Los hombres que los perseguían habían renunciado a perseguirlos a pie y conducían su coche plateado por la orilla, apuntando con los faros hacia el agua.


De pronto, Pedro estaba ya de pie, arrastrando su cuerpo mojado.


-Tenemos que seguir. No deben alcanzarnos.


¿Cómo era posible que siguiera teniendo tanta energía?


-Espera -murmuró Pau tambaleándose y dejándose caer de rodillas-. Tengo... Tengo que recuperar el aliento.


De pronto sentía mucho frío. Estaban a mediados de julio, pero tenía frío de igual modo. De hecho estaba congelada. 


Temblando.


Antes de que pudiera hacer nada para evitarlo, Pedro la agarró en brazos y se la cargó al hombro.


-¿Qué... qué estás haciendo? -preguntó con escasa convicción.


-Salvar nuestra vida.


Pedro dejó suavemente su carga en los escalones de una cabañita. Había llegado todo lo lejos que podía. Estaba exhausto.


-¿Dónde estamos? -murmuró ella haciendo un valiente esfuerzo por ponerse en pie.


-No estoy seguro.


Pedro miró por la ventana de la puerta de atrás en busca de algún signo de vida. Intentó mover el picaporte. Para su sorpresa, se giró.


-Quédate sentada -le ordenó con la esperanza de que estuviera demasiado cansada para hacer otra cosa.


Una vez dentro, el detective sacó sus gafas de visión nocturna de la mochila y dejó caer el resto de su contenido en la encimera para comprobar que todo seguía intacto. 


Luego inspeccionó cada habitación. Aunque estaba claro que allí vivía gente, en aquel momento estaba deshabitada.


Seguramente se trataría de una cabaña de fin de semana, pensó.


No había teléfono, lo que significaba que tendrían que esperar a que se hiciera de día para encontrar uno y llamar para que les facilitaran otro vehículo. El móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta no había sobrevivido a la prueba del río.


-Podemos quedarnos aquí un tiempo -le dijo a Pau cuando volvió a salir por la puerta de atrás.


Ella estaba apoyada en la barandilla y parecía demasiado cansada para que le importara nada.


-Estupendo. No creo que esta noche pudiera sobrevivir a otra confrontación.


Una vez dentro, se giró hacia Pedro.


-Está muy oscuro.


-No podemos encender la luz. Es demasiado arriesgado. Tal vez sigan buscándonos.


Ella se estremeció. El detective no podía verla, pero estaban tan cerca que lo sintió.


-¿Tienes frío? Hay una secadora. Quítate la ropa y te la secaré.


-Necesito algo para ponerme encima -murmuró ella tímidamente.


Pedro sonrió sin poder evitarlo. ¿Dónde estaba la pequeña seductora que había intentado engatusarlo vestida sólo con una toalla?


-No te preocupes. No veo nada -la tranquilizó-. Pero espera aquí y veré qué puedo traerte.


El detective encontró una manta ligera para ella y una toalla para él sin tener que buscar mucho. Paula aceptó la manta con mano temblorosa. Pedro podía imaginar cómo le había afectado lo sucedido. Había pretendido ser tan valiente cuando entraron en el edificio de Cphar...


Ambos empezaron a desvestirse allí mismo; en la oscuridad de la cocina. Pedro trató de ignorar los sonidos de su ropa al caer pero no lo consiguió. Los pantalones mojados cayeron al suelo. Luego siguieron los calcetines. Después el inconfundible sonido de una cremallera bajándose...


Pedro sacudió la cabeza y le advirtió a su cuerpo encendido que tenía que tomárselo con calma. Después de todo era una jovencita. Demasiado joven para él. Demasiado inocente. Y demasiado...


El detective gruñó. Era virgen.


Se viera como se viera, no el convenía. Aunque no fuera su cliente.


-¿Estás bien? -le preguntó la joven con voz temblorosa.


Entonces le tocó. Le puso una mano suave sobre el hombro.


 Una oleada de calor invadió el cuerpo del detective, depositándose en su entrepierna.


-Sí, perfectamente -contestó apartándose de su contacto-. ¿Y tú?


-Yo también -respondió Pau con dulzura-. Gracias a ti.


Oh, cielos... Aquello era lo último que necesitaba. Una sensación de gratitud alzándose entre ellos.


-No... No he terminado de desvestirme -murmuró Pedro-. Si quieres puedo continuar en otra habitación...


-No hace falta -respondió ella-. No se ve nada.


Mientras se quitaba la ropa que le quedaba, el detective escuchó el roce de la manta sobre el cuerpo desnudo de Pau. No pudo evitar dejar escapar un suspiro.


-Deberías intentar dormir un poco -aseguró tras envolverse en la toalla-. Yo vigilaré.


-¿Y tú no necesitas descansar?


Consciente o inconscientemente, la joven se había ido acercando hasta colocarse entre Pedro y la secadora, que estaba al otro lado de la habitación.


-Echaré la cabezada que necesito.


El detective rodeó a Paula por completo. Pero cada parte de su cuerpo reaccionó ante la idea de que ella estuviera allí cubierta sólo por una fina manta.


-Cuando estaba en el ejército aprendí a dormir en intervalos de tres minutos -explicó metiendo la ropa mojada en la secadora-. Tú puedes dormir en el sofá. Yo me sentaré en una silla.


Entonces Pau dijo la última cosa que él hubiera querido escuchar.


-¿Podemos compartir el sofá? -murmuró la joven exhalando algo parecido a un suspiro-. Me sentiré más segura contigo al lado.


-Sí, claro -respondió Pedro acariciándose la barbilla.


Después colocó la mano sobre el hombro de Paula para guiarla por el pasillo en dirección al salón. Ella volvió a suspirar. Pedro trató de no pensar en la calidez de su piel bajo su contacto.


-Lo siento -se disculpó Paula sentándose a su lado en el sofá-. Normalmente no soy tan infantil pero no me gusta la oscuridad. Siempre duermo con una luz encendida.


Con todo lo que habían pasado en las últimas cuarenta y ocho horas, la oscuridad era la menor de sus preocupaciones.


-Gracias por haberme salvado la vida de nuevo -murmuró ella.


Su mejilla era como seda sobre su antebrazo.


-No hay por qué darlas -murmuró Pedro molesto consigo mismo.


Paula no tenía ni la más remota idea de lo que estaba haciendo con él. Sentía deseos de darse de golpes por haber perdido cualquier asomo de objetividad. Aquél no era su estilo en absoluto.


-Buenas noches, Pedro.


-Buenas noches, Paula.


Pedro cerró los ojos y dejó caer la cabeza en el sofá. No podía quitarse de la cabeza que estaba prácticamente desnuda. Si había justicia en el mundo ella debería dormirse al instante.


Y él que creía que había escapado de la muerte al eludir a aquellos tipos...


¿Cómo iba a imaginar que Paula tenía pensado matarlo suavemente... durante toda la noche?