lunes, 31 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 18





Pau se despertó sobresaltada. Le dolía todo el cuerpo, más por la súbita pérdida del contacto piel con piel que por las aventuras de la noche anterior.


Todavía estaba oscuro. El salón estaba en penumbra. El espacio que había a su lado estaba aún caliente pero Pedro no estaba. El corazón se le aceleró.


En algún rincón envuelto en la oscuridad se escuchó un crujido.


Había alguien moviéndose en el interior de la casa.


Paula saltó de la cama con la manta alrededor de los hombros. Intentó correr hacia la puerta pero resbaló y se dio contra el marco. Tambaleándose y con la frente dolorida llegó hasta el largo pasillo que dividía la cabaña por el medio. Consideró la posibilidad de gritar para llamar a Pedro, pero si los hombres de David estaban allí delataría su posición.


Algo grande y duro como el granito detuvo de golpe sus movimientos de avance. Aquella superficie firme se fundía con la oscuridad. Pau frunció el ceño y palpó con los brazos antes de dar un paso atrás instintivamente. Unos brazos poderosos la rodearon en el instante en que se dio cuenta de que había topado con un cuerpo humano sólido como una roca.


Cuando iba a gritar, una boca se cerró sobre la suya, ahogándole el grito. Paula luchó para zafarse pero entonces lo reconoció. Eran unos labios firmes y carnosos.


Pedro.


El olor al agua del río y aquel aroma inconfundible a él le invadieron el olfato. Paula sintió una explosión de calor en el centro de su cuerpo que le derritió los músculos hasta la médula de los huesos. Tenía la boca cálida y extremadamente suave. El beso, que en un principio había sido duro, casi castigador, se hizo más tierno. Nunca antes la habían besado así.


Nunca.


Entonces Pedro se detuvo.


-Están fuera -le susurró al oído-. Dos casas más abajo.


Un terror absoluto se apoderó de ella, oscureciendo la maravillosa sensación que había experimentado tras su inesperado ataque sensual.


-Tenemos que irnos. Ahora -aseguró el detective estrechándola con fuerza para que no se viniera abajo.


Ella asintió con la cabeza y le clavó los dedos en la chaqueta. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba vestido. Cuando abrió la boca para preguntarle dónde estaba su ropa, Pedro le colocó un dedo en los labios.


-Sígueme. Mantente en silencio total.


Pau volvió a asentir con la cabeza. El contacto de sus labios en el lóbulo de la oreja le provocó un estremecimiento.


Pedro la agarró de la mano y la guió hasta la cocina. Cuando llegaron a la secadora estiró el brazo y le pasó la ropa que había colocado antes encima. Pau se vistió lo más rápido que pudo y se calzó. Para ganar tiempo no se puso el sujetador. Le habría resultado complicado abrochárselo a oscuras. Cuando terminó, Pedro le puso en las mejillas, en la nariz y en la frente algo grasiento. Y sin más explicaciones la empujó suavemente hacia la puerta de atrás. De pronto, Pau se preguntó qué hora sería.


Cerró los ojos. Era la hora de huir. La hora de esconderse.


Fuera, la luna otorgaba la iluminación suficiente como para definir los objetos. Como la silueta de Pedro. Paula quiso preguntarle cuál era el plan, pero algo le llamó la atención.


Entrecerró los ojos para tratar de averiguar qué llevaba en la cara. Se trataría de la misma materia grasa que le había puesto a ella. Pero había algo más. Pedro llevaba algo en los ojos, una especie de anteojos extraños.


Antes de que se aventurara a preguntarle nada, el detective se inclinó para hablarle dé nuevo al oído.


-Quédate detrás de mí. Mantén la cabeza baja. No hables. Y por el amor de Dios, no hagas el más mínimo ruido.


Pedro se movía como una pantera gigante. Con movimientos fluidos y silenciosos. Ella, por el contrario, avanzaba por la hierba que le llegaba a la altura de los tobillos como un elefante.


De pronto, Pedro se detuvo.


Y lo mismo hizo Pau, que se chocó contra su ancha espalda.


El detective se giró, le posó un dedo en los labios y se quedó completamente quieto. A ella le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que iba a darle allí mismo un ataque.


Entonces escuchó lo que Pedro se había detenido a oír.


Voces. Pasos. Cerca. Muy cerca.


Un grito trató de abrirse paso a través de su garganta, haciéndole imposible respirar y mucho menos pensar.


El deseo de salir corriendo era tan grande que no podía resistir la tentación.


Una mano grande agarró con fuerza la suya como si supiera que quería correr... gritar. Cualquier cosa antes que quedarse allí a esperar que los asesinos se acercaran. Antes de...


Los dedos de Pedro se estrecharon con fuerza contra los suyos, y Pau recordó de pronto el modo en que la había abrazado para que se durmiera. La fuerza de aquellos brazos potentes, el contacto de su cuerpo cuando la sacó del río, salvándole la vida.


Y de pronto ya no tuvo miedo. Pedro la protegería. Nunca había conocido a un hombre como él, duro y al mismo tiempo compasivo.


Las voces se escuchaban ahora más claramente.


Dos hombres estaban entrando en la casa que Pedro y ella acababan de abandonar hacía unos minutos.


Pedro volvió a moverse y la guió hacia un vehículo. Paula sintió un nudo en el estómago. Era el coche plateado de los hombres que los perseguían. Que en aquellos momentos los buscaban.


-¿Qué estamos haciendo? -preguntó en voz baja.


El detective se acercó a la ventanilla del conductor y pegó un golpe certero en el centro de la luna, rompiéndola. Luego abrió la puerta. No se encendió ninguna luz.


-Entra -le ordenó a Paula.


La joven entró a tientas y se sentó en el asiento del copiloto.


Pedro estaba dentro antes de que ella tuviera tiempo de abrocharse el cinturón de seguridad. No tuvo valor de preguntarle qué estaba haciendo. Ni siquiera estaba segura de poder articular palabra. Si los hombres salían de la casa y los veían... Estarían perdidos.


Pedro hizo un movimiento brusco en la dirección asistida del coche. Se escuchó un sonido sordo y luego el motor se puso en marcha.


Sin encender las luces, metió la primera marcha y descendió en silencio por la calle vacía y oscura. El mundo entero parecía dormir a su alrededor. Estaban solos, a excepción de los hombres que los perseguían como sabuesos.


Pedro se quitó aquellas, gafas extrañas y la mochila mientras adquiría velocidad y las tiró al suelo, a los pies de Paula. Tomaron una curva muy cerrada, dejaron la cabaña atrás y el detective pisó el acelerador sin decir una palabra.


-¿Vas a encender las luces ahora? -preguntó la joven angustiada, sintiendo cómo el corazón le latía cada vez más deprisa.


No estaba dispuesta a vivir otra carrera como la que habían tenido tras salir de Cphar


-Todavía no.


-No nos siguen, ¿verdad? -preguntó Paula sintiendo otra oleada de pánico.


-No. Y teniendo en cuenta que en ninguna de aquellas cabañas había coches, dudo mucho que puedan hacerlo.


Paula sonrió. El detective lo había conseguido. Había vuelto a arrancarlos a ambos de las fauces de la muerte. Una vez más.


-Vaya, sí que eres bueno -aseguró con entusiasmo, sintiendo renacer la vida en su pecho.


-Todavía no estamos a salvo -advirtió Pedro.


“El pesimista de siempre”, pensó la joven para sus adentros, tratando de relajarse.


-¿Y los archivos de Cphar? -preguntó con una punzada de angustia al mirar la mochila que tenía a los pies-. ¿Y si se han estropeado con el agua del río?


-Lo he comprobado todo. No hay daños a excepción del teléfono móvil. Las bolsas de plástico en las que guardé las pruebas protegieron los documentos.


-Qué bien -murmuró Paula suspirando aliviada.


-A ver si puedes encontrar un teléfono móvil por algún lado -dijo Pedro, que ya había encendido por fin las luces-. Tal vez alguno de esos tipos se ha dejado el suyo en el coche. 
Necesitamos un nuevo medio de transporte. Tenemos que dejar éste.


Tenía razón. Para aquel entonces los dos hombres habían descubierto probablemente su error y estarían pensando en cómo solucionarlo. Pau encendió una de las luces interiores y tras echar un rápido vistazo descubrió un teléfono portátil. 


También vio la hora que era en el reloj digital. Las tres de la mañana. Con razón estaba tan cansada. Apenas había llegado a dormir. Se preguntó cómo era posible que Pedro se las arreglara tan bien. Dudaba mucho que hubiera conseguido dormir algo.


Pedro le dijo el número que tenía que marcar y ella le pasó después del teléfono. Él le explicó su situación actual a alguien llamado Simon. El otro detective de la Agencia Colby, recordó. El que Pedro tenía pensado para cuidar de ella.


Mientras hablaban, el recuerdo de la boca de Pedro cubriendo la suya la asaltó de improviso. La había besado... La había besado de verdad. Pau estaba segura de que al principio le había puesto los labios encima para evitar que gritara o que hablara. Pero aquel gesto se había desvanecido para dar paso a algo distinto. La había besado de verdad y ella le había devuelto el beso. Como cuando Bogart besó a Ingrid Bergman en Casablanca.


El teléfono portátil que Pedro había dejado en el salpicadero sonó entonces con una melodía. El detective disminuyó momentáneamente la velocidad, y miró al teléfono, igual que hizo Paula.


-No contestes -dijo él.


-¿Y si es tu amigo? -preguntó Paula con el corazón latiéndole a toda prisa.


-No es él -aseguró con tono tan decidido que ella se estremeció.


Paula agarró el teléfono y lo descolgó. Tenía que saber de quién se trataba. Podía ser importante.


-¿Diga?


Se hizo una breve pausa.


- ¡Paula! Qué sorpresa tan agradable. ¿Tu amigo y tú habéis vuelto a despistar a mis hombres?


El sonido de la voz que había al otro lado de la línea le provocó una oleada de pánico que le heló la sangre en las venas.


David.


Los dedos de Pau parecieron convertirse en hielo mientras apretaba el teléfono contra la oreja. No tendría que haber contestado. Tendría que haberle hecho caso a Pedro. Pero algo en su interior no le permitió colgar. Necesitaba escuchar lo que tenía que decirle. Aquel monstruo tenía en sus manos la vida de su padre.


-Sí. Soy yo, querida -murmuró él.


¿Había dicho su nombre en alto? Oh, Cielos. Paula se estremeció. Las imágenes de la ermita regresaron a su cabeza, repitiéndose como una película.


-Me estás poniendo las cosas muy difíciles. No sé si alcanzas a comprender las consecuencias de tus actos.


Una furia salvaje y animal se abrió paso en su interior, sobreponiéndose al miedo.


-Mataste a Roberto y al doctor Kessler. Tú... me has robado mi vida. Eres... eres un asesino... un ladrón...


La voz de Paula se quebró por la emoción. Pedro observaba la escena repartiendo su atención entre ella y la carretera.


-Paula -dijo apretando los dientes-. Pásame el teléfono.


Ella lo miró. Quería hacer lo que Pedro le pedía, pero no podía evitarlo. No podía no escuchar lo que David tenía que decir. Era como cuando se pasaba al lado de un accidente terrible. Todo el mundo disminuía la marcha para mirar.


-Ven a casa ahora -exigió David con voz suave pero amenazadora.


-No te saldrás con la tuya -le advirtió Paula sintiendo un repentino deseo de venganza-. Voy a ir a por ti, David. Será mejor que encuentres un buen lugar donde esconderte porque voy para allá.


-Cuidado, cariño -le sugirió David-. Todavía te llevo ventaja, ¿recuerdas?


Su padre.


“Por favor”, rezó. “No dejes que lo haga”.


-Cuelga -le ordenó Pedro-. No escuches nada de lo que Crane te diga.


-Puedo hacer que sus últimos días en la tierra sean más dolorosos de lo que puedes imaginar -susurró David-. Insoportables. Cuando exhale su último aliento sabrá que es a ti a quien tiene que agradecérselo.


Se hizo entonces un espantoso momento de silencio.


Paula no podía hablar, no podía articular palabra. Tenía el corazón atrapado en la garganta. ¿Qué podría hacer para detenerlo?


No podía hacer nada. Nadie podría.


Ni siquiera Pedro podría detenerlo, pensó mirando al detective con ansiedad. No había manera de demostrar nada de lo que David estaba haciendo. Estaba claro que habían hecho desaparecer el cuerpo de su tío Roberto.


-Tienes veinticuatro horas para volver a casa o tu padre pagará el precio -aseguró David-. Si Alfonso interfiere, lo mataré. No dudes de mi palabra.


Y colgó el teléfono.


Paula clavó la mirada en el auricular que tenía en la mano. 


Pedro se lo arrancó de la mano y lo arrojó a la parte de atrás del coche.


-¿Qué te ha dicho ese malnacido? -preguntó con la voz cargada de rabia.


-Nada -susurró ella sintiendo un peso insoportable en los hombros-. Nada importante.


Todo había terminado.


-¿Seguro? -insistió Pedro apartando la vista un instante de la carretera para mirarla.


Paula asintió con la cabeza.


No podía contarle la verdad. Nunca le permitiría que cumpliera la orden de David.


Y aquélla era la única opción que tenía. No le permitiría que hiciera daño a su padre.



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