lunes, 12 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 17




Paula se pasó diez de los treinta minutos que Pedro le había concedido en el establo, tratando de ponerse presentable por si acaso se encontraba con Esteban o con Karen en la casa. No quería que ninguno de los dos llegara a la conclusión de que Pedro y ella habían estado retozando en el heno, aunque hubiera sido así. Desgraciadamente, no habían llegado a hacer el amor.


En realidad, tal vez no hubiera sido algo tan desafortunado. 


Pedro había visto lo que ella se había negado a admitir. No estaba preparada para realizar el compromiso que; debía llevar aquella intimidad. Y lo más importante, era que no estaba segura de que Pedro estuviera preparado para aceptar compromiso alguno.


Si ella hubiera sido otra persona, tal vez aquello no habría importado. Podrían haberse divertido juntos y luego separarse como si no hubiera ocurrido nada. Sin embargo, Paula había descubierto que no se le daba bien el sexo imprevisto. Si se paraba a pensarlo, tampoco se le daban mucho mejor los compromisos. Tenía dos divorcios que lo atestiguaban.


Cabía la posibilidad de que se hubiera precipitado al matrimonio por la creencia de que el compromiso y el sexo siempre iban de la mano. Tal vez había llegado el momento de separar ambos conceptos y no dar por sentado que, porque Pedro y ella tuvieran una deliciosa química entre ellos, estaban capacitados para comprometerse de por vida.


Se ató los picos de la blusa con un nudo. Mientras no hiciera ningún movimiento brusco, conseguiría dar el pego.


Mientras iba camino de la casa, Paula se sumió de nuevo en sus pensamientos. Si no se le daba bien el sexo imprevisto ni el matrimonio, ¿qué se le quedaba? Era mejor que lo averiguara rápidamente, dado que el deseo que ardía entre Pedro y ella no era algo que pudiera ignorar para siempre. Estaba claro que iban a acostarse juntos, lo que faltaba por ver era en qué términos.


Mientras se acercaba a la casa, oyó que Esteban y Karen charlaban en la cocina, por lo que se dirigió hacia la puerta principal y subió corriendo la escalera. Se lavó la cara y se aplicó un ligero maquillaje. Cuando se hubo cepillado el cabello, se sintió un poco mejor. La ropa limpia consiguió el resto.


Bajó la escalera, dispuesta a salir rápidamente por la puerta, pero Karen se lo impidió.


—¿Vas a alguna parte, Paula? No te creas ni por un segundo que no vi cómo rodeabas la casa y subías rápidamente con la esperanza de que no nos diéramos cuenta. Y ahora pensabas hacer lo mismo. Creo que está tramando algo —añadió, volviéndose hacia Esteban, quien observaba la escena con diversión en el rostro—. Creo que está tratando de ocultarnos algo, ¿no te parece?


—Creo que sí.


—Si tuviera que dar mi opinión, diría que tiene una cita.


—¡Pero Karen! Si voy vestida con unos vaqueros viejos y una camiseta. ¿Por qué piensas eso? No se puede decir que esta ropa sea muy sugerente para una cita.


—Tal vez en otra mujer no, pero en ti… —dijo Esteban—. En esto, estoy con Karen.


—¡Por el amor de Dios! —protestó Paula—. Voy a cenar con Pedro. Ya está. No hay más misterio. Ni romance. Solo una cena.


—¿En su casa? —preguntó Esteban, extrañado.


—Sí, ¿por qué no? Eso no tiene ninguna importancia.


—Va a casa de un hombre, él va a cocinar y se pregunta por qué nos extrañamos —comentó Karen, con una sonrisa—. Paula, creo que llevas demasiado tiempo fuera de circulación. Claro que tiene importancia.


—Me va a preparar una tortilla, nada de champán o caviar.


—Paula, pero, ¿qué hace falta para impresionarte?—preguntó Esteban—. ¿Caviar y champán? No creo que Pedro sea esa clase de hombre.


—Gracias a Dios, no lo es —afirmó ella—. Ahora, si los dos dejáis de interrogarme, tengo que marcharme antes de que se estropee la cena.


—Parece nerviosa —bromeó Karen.


—Muy nerviosa —apostilló Esteban.


—¿Sabéis una cosa? Siendo dos personas que se escapan a su dormitorio a la menor oportunidad, no tenéis las características adecuadas para comportaros como un par de carabinas chismosas. Si no tenéis cuidado, Pedro y yo podríamos decidir haceros compañía todas las noches a partir de ahora.


—Deja que se marche —dijo Esateban, inmediatamente.


—Por supuesto —comentó Karen, riendo.


Paula salió como una flecha por la puerta principal, fingiendo que no había escuchado las carcajadas de sus amigos. 


Decidió que trataría de encontrar algún modo de vengarse.


Mientras se acercaba a casa de Pedro, fue aminorando el paso. Los recuerdos de la pasión que habían compartido la abrumaron. ¿Acaso estaba esperando una repetición de lo ocurrido? ¿Deseándola?


—La cena se me va a quedar fría si sigues ahí mucho tiempo.


—Lo siento —respondió ella—. Me entretuve un poco con Esteban y Karen…


—Lo que no explica por qué estás parada ahí fuera. ¿Es que tienes miedo de entrar?


—Eso me convierte en una mujer inteligente…


—¿Tú crees? ¿Por qué?


—Por lo que ocurrió en el establo. Los dos estuvimos de acuerdo a la hora de afirmar que íbamos demasiado deprisa. Ahora que estamos solos, el ambiente vuelve a vibrar de tensión…


—¿Tú también lo sientes? Tenía miedo de que fuera solo yo. Me he dado la ducha más fría de toda mi vida y, al ver cómo te acercas a mi casa, el deseo se ha vuelto a despertar en mí con tanta fuerza que sería capaz de llevarte a la cama ahora mismo.


—Creí que habíamos hecho un trato —susurró ella.


—Temía que fueras a sacar el tema. No te preocupes, soy un hombre de honor. Venga, entra para que podamos empezar a cenar. Comeremos con tranquilidad y luego charlaremos del resto.


—¿Tienes la intención de hablar de sí debemos o no acostarnos juntos?


—Soy un hombre razonable. Estoy dispuesto a considerar todas las facetas del asunto.


—Lo tendré en cuenta.


Cuando entró en la casa, Paula miró a su alrededor llena de curiosidad. Era una casita decorada con objetos típicos de un rancho. El único toque personal que se veía era una pequeña foto enmarcada de una mujer y de un niño. No había duda alguna de que el muchacho era Pedro.


—¿Es tu madre?


—Sí.


—Es muy hermosa.


—Sí, supongo que sí.


—¿Y tu padre? —quiso saber Paula.


Enseguida, se dio cuenta de que no debería haber sacado el tema.


—No lo conocí nunca —confesó él, apretando los puños—. Solo viví con mi madre.


Entonces, se dirigió a la cocina y empezó a rehogar las cebollas y los pimientos en la sartén.


—Lo siento.


—No tienes por qué sentirlo. Así fueron las cosas. Y nos fueron bien.


—¿Dónde está tu madre ahora?


—Sigue trabajando en el mismo bar de Billings.


—¿Es allí donde conoció a tu padre? —preguntó, sospechando la verdad.


—¿Por qué quieres saberlo?


—Porque el tema te molesta mucho más de lo que quieres hacerme creer. ¿Qué sabes de él?


—Sé que era un canalla inútil que utilizó a mi madre y la dejó sola para afrontar las consecuencias. No era la primera mujer que Samuel Travis usaba y tiraba; y probablemente no fue la última. Eso es lo que hacen los de su clase.


—¿Los de su clase?


—Los ricos y poderosos. Toman lo que quieren. Lo utilizan. Prefiero a los que trabajan honradamente por una honrada paga cien mil veces.


Paula sintió una extraña sensación en el estómago. Se dio cuenta de que, para Pedro, ella formaría parte de aquella categoría, aunque no lo sabía. ¿Cómo se sentiría cuando descubriera el dinero que ella había ganado por lo que, para la mayoría, parecía un juego?


—Esteban es rico, pero no es así —señaló ella.


—No. Esteban es un tipo decente. De él no me quejo, pero tampoco me hago ilusiones. Tiene dinero y tiene poder. Su abuelo se dedica a la política y es un activista indio. Sin embargo, yo soy su empleado, no su amigo.


—¿Estás de broma? Esteban te respeta y te aprecia. ¿Qué te hace pensar que no te considera su igual en todos los sentidos?


—Porque es así. Nos llevaremos bien mientras yo no cruce esa línea invisible que nos separa.


—Si Esteban fuera como tú dices, ¿crees que aprobaría que yo estuviera contigo aquí esta noche?


—No depende de él. Seguramente sabe que no puede controlarte.


—Y tú hablas de prejuicios —lo acusó—. Este es el peor caso de prejuicios con el que me he encontrado nunca.


—Bueno, pues así soy. O me tomas o me dejas.


—¿Y si yo te dijera que soy rica?


—Para empezar, no te creería —respondió él, entre risas, como si aquello fuera imposible.


—¿Por qué no?


—Porque estás viviendo con los Blackhawk y porque trabajas tan duramente como todos nosotros, sea cual sea el trabajo.


—Gracias…


Efectivamente, Paula trabajaba muy duro. ¿Qué haría Pedro cuando supiera que se había equivocado en el resto, cuando descubriera que era más rica que Esteban? 


Sabía que debía decírselo allí mismo, contarle la verdad y forzarlo a enfrentarse a ella. O no.


Pedro era el mejor hombre que había conocido en mucho tiempo. No quería arriesgarse a perderlo por algo tan trivial como el dinero que tuviera en el banco. Con el tiempo, cuando su relación se asentara sobre pilares más sólidos, se lo contaría todo. Su carrera, su dinero, sus matrimonios…


—Te has quedado muy callada de repente —dijo él, mientras le colocaba un plato delante—. ¿Hay algo que quieras decir?


—Nada. Podría tratar de convencerte toda la noche sobre lo absurdos que resultan tus prejuicios, pero sé que estaría desperdiciando saliva.


—Efectivamente. Bueno —comentó, mostrándole una botella de vino y una cerveza—, ¿qué prefieres?


—Cerveza —dijo inmediatamente. Enseguida, se dio cuenta de que lo había hecho en un intento equivocado de demostrar que no era una esnob que solo tomaba vino con las comidas y se negó a ello—. No, en realidad, preferiría vino.


—Como quieras —replicó Pedro.


Entonces, abrió la botella y le sirvió una copa. Él retiró el tapón de la cerveza y se puso a beber directamente de la botella.


Tal vez no había tenido la intención de que resultara de aquella manera, pero Paula lo vio como un gesto de desafío para demostrar lo diferente que él era de los ricos y poderosos. Tal vez incluso fue un intento inconsciente por poner distancia entre ellos.


—Esto no va a salir bien, ¿sabes?


—¿El qué? —preguntó él, sorprendido.


—Ese intento por recordarme el tipo tan duro que eres.


—¿Es eso lo que estoy haciendo? ¿Cómo?


—Con esa actitud, bebiendo la cerveza de la botella. Esteban hace lo mismo, como la mayoría de los hombres de por aquí, ricos o pobres. Estoy acostumbrada a ello. Como ya sabes, la personalidad y el dinero no van necesariamente de la mano. Se puede ser pobre y seguir siendo una persona honrada y decente o se puede ser rico como el rey Midas y ser un canalla, como tu padre. ¿O de verdad piensas que solo los pobres y los trabajadores pueden ser personas decentes y que todos los ricos son unos imbéciles?


—Cuando lo dices así, efectivamente suena como una burda generalización. Sin embargo, he aprendido a fuerza de golpes a tener cuidado con la gente que tiene dinero. Es mejor mantenerse alejado de ellos. Si no se les da la oportunidad, no pueden utilizarte.


—No vas a ceder ni un centímetro en esto, ¿verdad?


—No.


—Entonces, guardaré mis palabras para otro día en el que te muestres más razonable.


—El infierno se congelará primero.


Lo dijo con una ferocidad que aturdió a Paula. Aquellas palabras la dejaron helada. En aquel instante, le dio la terrible sensación de que su relación estaba condenada incluso antes de empezar.


Pedro estaba sentado en la cocina, bebiendo cerveza de la botella y viendo cómo el ambiente se deterioraba delante de sus ojos. No tenía ni idea de por qué Paula parecía ofenderse tanto por la actitud que demostraba ante los ricos. Parecía estar tomándoselo personalmente. Seguramente durante su vida en California se había encontrado con gente muy acaudalada que trataba a los demás del modo en que su padre había tratado a su madre. Aquel lugar debía de ser la capital de los ricos egocéntricos.


—Cambiemos de tema —sugirió por fin, esperando recuperar el espíritu de camaradería—. ¿Por qué no me hablas de tu vida en California?


—Mi vida en California se ha terminado —replicó ella, tensándose perceptiblemente—. Ahora he vuelto a Wyoming —añadió, tan a la defensiva como Pedro había respondido antes.


—¿Por qué decidiste marcharte allí?


—Ya te lo dije antes. Me pareció que podía resultar emocionante.


—¿Y no lo fue?


—Sí, durante un tiempo.


—¿Por qué no quieres hablar al respecto?


—Porque no importa.


—Es parte de quien eres.


—Del mismo modo que tu padre y sus actos son parte de quien eres tú. No quieres hablar de ello más de lo que yo quiero comentar un periodo de mi vida que ya he dejado atrás.


Pedro la estudió durante unos minutos. Habitualmente, había sólo una razón para que una mujer huyera de su pasado: un hombre.


—¿Quién era él? —preguntó por fin, aunque no estaba seguro de querer saber la respuesta.


—¿Quién era quién?


—El hombre que te hizo tanto daño.


—¿Qué te hace pensar que había un hombre implicado en todo esto?


—Cuando una mujer es tan hermosa como lo eres tú, normalmente se trata de eso. Por supuesto, normalmente es el hombre el que termina con el corazón roto.


—Supongo que tu madre será la excepción a esa regla.


—Sí —admitió él, de mala gana.


—Bueno, pues siento desilusionarte, pero no me marché por ningún hombre. Vine aquí porque finalmente comprendí que este es mi sitio.


—¿De verdad? ¿Y qué te hizo alcanzar esa conclusión?


—Desde que vine para nuestra reunión de antiguos alumnos, hace un año, no he hecho más que venir a visitar a mis amigas. Finalmente, me he dado cuenta de que soy más feliz aquí que en Los Ángeles. Tan sencillo como eso.


Pedro estaba seguro de que le estaba ocultando algo. Lo notaba en el modo tan cauteloso en el que seleccionaba las palabras. Lo veía en sus ojos.


—¿Qué es lo que no me estás contando, Paula?


Ella pareció dudar, como si se estuviera sometiendo a una especie de debate interno. Pedro esperó. Finalmente, ella lo miró a los ojos.


—De acuerdo, esto no tiene nada que ver con la razón por la que he regresado, pero creo que es mejor que sepas que he estado casada. Dos veces.


Aquellas palabras aturdieron a Pedro más que nada de lo que ella podría haber dicho. Pensar que había estado con otro hombre era suficiente para hacer que quisiera romper cosas. La idea de que hubiera tenido sentimientos lo suficientemente fuertes como para casarse con dos hombres era suficiente para volverlo loco. No sabía qué decir. ¿Qué clase de mujer podría haber estado casada dos veces antes de cumplir los treinta años?


—Veo que para eso no tienes una respuesta tan rápida, ¿verdad?


—Supongo que me sorprende. No pareces ser la clase de mujer que tomaría a la ligera la decisión de casarse.


—Y no lo hice. En ambos casos, pensé que se trataba de amor verdadero. No tardé mucho en darme cuenta de que estaba equivocada.


—¿Cuánto tiempo?


—Menos de un año en ambas ocasiones. Por eso tengo la intención de pensármelo muy bien antes de volver a hacer algo similar. Tal vez nunca esté lista para volver a intentarlo.


Aquellas palabras lo dejaron muy turbado. No es que hubiera pensado pedirle que se casara con él aquella misma noche, pero le molestaba saber que podría ser que Paula nunca estuviera lista para escuchar la pregunta.


—A mí me parece que te culpas por algo que podría no haber sido culpa tuya. Normalmente hacen falta dos personas para hacer que fracase un matrimonio.


—Gracias por decir eso, pero en ambas circunstancias fue culpa mía. Juzgué mal la situación. Ninguno de los dos hombres era quién yo creía que era.


—¿No te parece que pudieron hacerte creer que eran lo que tú querías que fueran? En otras palabras, podrían haberte engañado deliberadamente —dijo él, pensando en el modo en que Travis había engañado a su madre.


—Claro que fue así, pero yo debería haberme dado cuenta.


—¿Acaso sabes leer el pensamiento?


—No, pero…


—Mira, todo el mundo ve lo que quiere ver cuando mira a otra persona, especialmente cuando las hormonas entran en acción. Además, algunas personas parecen ser maestros para saber qué botones hay que apretar. A ti te engañaron. No es que sea una falta, sino que te confiaste demasiado. No seguirás pensando en esos tipos, ¿verdad?


—Ni hablar —respondió ella, fervientemente—. Esa parte de mi vida había terminado incluso antes de que tomara la decisión de regresar aquí.


—Bien. En ese caso, tal y como los dos hemos acordado, el pasado, pasado es, ¿de acuerdo? De ahora en adelante miraremos con esperanza al futuro.


Paula levantó su copa y la golpeó suavemente contra la botella de cerveza de Pedro.


—Por el futuro —dijo.


Pedro tomó un largo sorbo de cerveza y repitió sus palabras.


—Por el futuro.


De repente, este parecía mucho más brillante de lo que lo había sido en mucho tiempo.





EL ANONIMATO: CAPITULO 16




Pedro sentía nauseas al pensar lo que podría haberle ocurrido a la pequeña Catalina si Medianoche se hubiera puesto agresivo. Tampoco podía olvidarse de que Paula podría desafiarlo deliberadamente, a pesar de lo que había prometido. Sentía una extraña sensación en el estómago que no desaparecería hasta que volviera al rancho y viera que Paula estaba bien.


—¿Qué estás pensando? —le preguntó. Esteban, mientras regresaban a casa después de un largo día—. ¿O debería pensar en quién?


—Mira, tú eres el que ha hecho que la seguridad de Paula sea preocupación mía. ¿Te extraña que no deje de pensar en lo que habrá hecho hoy mientras estábamos fuera?


—¿No te prometió que no haría nada peligroso?


—Sí, pero su definición de peligroso probablemente difiere significativamente de la mía.


—No romperá su promesa.


—Si tú lo dices…


—No confías en nadie fácilmente, ¿verdad?


—Nunca he tenido razón para hacerlo. Muy pocas personas de las que he conocido mantuvieron su palabra.


—Lo siento. Debió de ser muy difícil crecer con ese peso encima.


—Es una lección que un hombre debe aprender tarde o temprano, pero a mí me ocurrió antes de lo debido.


—En eso te equivocas. La mayoría de las personas son honradas y dignas de confianza si se les da la oportunidad.


—Tú puedes decir eso con personas como tu abuelo o Karen —dijo Pedro, aunque todavía no conocía al anciano indio.


—Paula es una de las mejores amigas de Karen —señaló Esteban—. ¿De verdad crees que podrían llevarse tan bien si no estuvieran cortadas por el mismo patrón? Todas ellas, las cinco, son leales hasta el límite. Tenlo en cuenta en caso de que sientas la tentación de hacer algo que pudiera hacer daño a Paula.


Pedro suspiró al oír aquella advertencia. No pensaba discutir con Esteban. De hecho, una parte de él rezaba para que su jefe tuviera razón, pero le parecía demasiado pronto para confiar en ella.


—Mantén una mente abierta —añadió Esteban, mientras se acercaban al rancho—. No voy a decirte nada más.


—Haré lo que pueda —prometió Pedro.


Sin embargo, cuando entró en el establo, le resultó muy desconcertante encontrarse con Paula, con la ropa y las botas cubiertas de polvo y de suciedad, como si hubiera estado peleándose con un cerdo. Estaba seguro de que no estaba de aquella manera por haber estado sentada todo el día tomando una limonada. Y eso que se lo había prometido…


—¿Has tenido un día duro? —le preguntó, mientras la estudiaba atentamente para ver si tenía hematomas o arañazos.


—En realidad, ha resultado bastante productivo.


—¿De verdad?


—He estado compitiendo con un animal para ver cuál de los dos era más fuerte.


—¡Maldita sea, Paula! —exclamó Esteban, sintiendo que la ira se apoderaba de él—. Ya te advertí que no te acercaras a Medianoche. ¿Qué te llevó a desafiarme, especialmente cuando me lo prometiste? Eres una mujer típica. Tenías que hacer lo que te venía en gana, ¿verdad? ¿Está bien el caballo?


—Medianoche está bien, idiota. Yo no te he desdeñado. Fue Señorita Molly la que se negó a salir del corral.


—¿Qué la Señorita Molly hizo eso? ¿Te tiró al suelo?


—Cinco veces.


—Veo que no aprendes con rapidez.


—En realidad, iba a darle diez oportunidades, pero cedió a la sexta —dijo ella, con expresión cansada pero triunfante—. Alcanzamos un acuerdo. Una vuelta por el corral a cambio de zanahorias de postre para esta noche.


—¿De verdad que estás bien? —insistió él, acercándose a ella para comprobar su estado.


—Creo que tal vez mi trasero no sea el mismo durante cierto tiempo, pero, aparte de eso, estoy bien.


—No esperaba que progresaras tanto con ella en tan poco tiempo.


—Bueno, pues parecía bastante dócil cuando la saqué del corral. Pensé que le vendría bien el paseo. Me equivoqué.


—¿Cómo está ahora?


—Ojalá pudiera decirte que esto ha resuelto todo, pero no es así. Se volvió directamente a su pesebre, no hizo ni caso a la comida y me dio la espalda. Me recuerda a una niña que trata de reafirmarse después de que la hayan obligado a comerse unas espinacas. Al menos, hoy ha hecho un poco de ejercicio. Tal vez mañana todo vaya mejor.


Pedro se sentía dividido entre el deseo de ir a ver a la yegua y el anhelo por tomar entre sus brazos a Paula. Tras haberse desprendido de la ira y del miedo, sentía un irrefrenable deseo de abrazarla. Como esto último le pareció una mala idea, decidió ir a ver a la Señorita Molly.


El animal estaba muy quieto en su pesebre, con un aspecto tan triste como siempre. Levantó las orejas cuando él entró, pero no hizo por acercarse a él.


—Vaya. Me han dicho que te has divertido un poco hoy —dijo, acariciándole suavemente el cuello—. ¿Sabes una cosa? Paula solo está tratando de ayudarte. No está bien tirarla al suelo una y otra vez.


Se metió la mano en el bolsillo y se sacó un montón de trozos de zanahoria y extendió uno de ellos. La yegua se lo comió delicadamente y trató de buscar más. Pedro le dio un par de ellos, para luego guardarse el resto en el bolsillo.


—Muy bien, tragona, ya está. Sé que Paula también te ha estado dando zanahorias. Me dijo que fue así como te recompensó por tu cooperación de hoy. La próxima vez tal vez no sea tan generosa.


Señorita Molly relinchó suavemente. Entonces, se giró y le dio la espalda. Evidentemente, sin las zanahorias, no quería nada con él. Pedro dio un paso atrás y murmuró una maldición.


—Las fuertes palabras no van a servirte de nada —dijo Paula, suavemente.


—No se trata de eso, sino de ver cómo un estupendo animal pierde el ánimo de esta manera. Es como si algo le estuviera sorbiendo la vida. Mira —añadió, al ver que Paula parecía a punto de decir algo—, no empieces con la tontería esa de la añoranza.


—¿De verdad crees que es una tontería? Los caballos también tienen sentimientos. Les toman afecto a las personas y a los otros caballos. Piénsalo. ¿Había alguien en el viejo rancho que solía pasar más tiempo con ella? ¿Había algún caballo con el que le gustara estar?


—No —respondió él, con impaciencia—. Tal vez debería volver a llamar al veterinario.


—Depende de ti, pero creo que estás desperdiciando el dinero.


Pedro no estaba dispuesto a discutir aquella ridícula idea con ella, no cuando no podía apartar la mirada de una mancha de tierra que ella tenía en la mejilla ni de la paja que se le enredaba en el cabello.


—Ven aquí —murmuró.


—¿Por qué?


—No te voy a morder. Ven aquí.


—¿De qué se trata? —preguntó Paula, tras dar un par de pasos con cautela.


Con una sonrisa en los labios, Pedro se sacó un pañuelo limpio del bolsillo y le limpió la mancha. Notó con satisfacción que los hermosos ojos de Paula se abrían de par en par ante aquel gesto. Entonces, le agarró la barbilla y le retiró la paja. Cuando le acarició la suave piel, sintió que ella temblaba.


—Eso está mucho mejor —dijo—. Paula trató de apartarse de él, pero Pedro la agarro de los hombros—. ¿Estas segura de que te encuentras bien?


—¿bien?


—Todas esas caídas no te habrán causado alguna lesión, ¿verdad?


—Bueno, estoy algo dolorida —murmuró ella, comprendiendo por fin—, pero todavía no me he mirado en un espejo la parte sobre la que aterricé.


—Yo podría hacerlo por ti…


—Eso es lo que tú quisieras.


—En realidad, así es.


—¿Qué es lo que estás diciendo, Pedro? —Pregunto Paula, completamente atónita por su sinceridad.


—Que te deseo. Dios sabe que no quiero hacerlo, pero no puedo evitarlo.


—Si te hace sentir tan incomodo, tal vez deberías seguir luchando contra ese anhelo—, replicó ella con el ceño fruncido.


—Probablemente debería hacerlo —musitó él mientras le acariciaba suavemente la delicada piel de las clavículas. Noto que el pulso se le aceleraba y que el rubor cubría las mejillas de Paula—, pero entonces me pregunto por qué tenemos que negarnos algo que promete ser tan increíble.


Se atrevió a acariciarla más osadamente y le rozó con delicadeza la curva del seno, haciéndolo de manera que el pezón se le irguió contra la tela de la blusa. Al mirarla, vio un inconfundible deseo en sus ojos y sintió que su propio cuerpo se endurecía de anticipación.


—¿Pedro? —preguntó ella, al verlo excitado.


Él no sabía si se trataba de una pregunta o de una súplica. 


Le retiró el cabello de la cara y le frotó el pulgar contra el labio inferior. El pulso empezó a latirle con fuerza en el momento en el que Paula lo dejó perplejo cuando se lo metió en la boca y empegó a chuparlo.


El juego había comenzado con un deseo que Pedro no parecía saber cómo enfrentarse. En aquel momento, todo se había hecho mucho más serio. No sabía cuál sería el resultado de todo aquello.


Se acercó aún más a ella, hasta que apretó el cuerpo de la joven contra el calor de su erección. Durante un instante, aquello fue más que suficiente, pero entonces una potente agonía se abrió paso a través de su cuerpo, una agonía que se prolongó hasta que él bajo la cabeza y se unió a la de Paula en un apasionado beso.


Desde el principio había sospechado que Paula era una mujer apasionada, pero no había esperado que el deseo prendiera entre ellos con tanta facilidad. Ella le tiraba frenéticamente de la camisa, de la hebilla del cinturón y le recorría la piel desnuda con las uñas. Pedro le quitó la blusa y el sujetador con un único movimiento que terminó con los botones saltando por el aire y las ropas amontonadas en un rincón del establo. Los suaves gemidos de Paula eran suficientes como para devolverle la vida a una estatua, sus caricias abrasadoras, tanto que le robaban el aliento y hasta el último retazo de cordura.


Entonces, Pedro la tomó entre sus brazos y la llevó hasta una cama de paja limpia. Luego se quitó la camisa, la colocó encima del heno y tumbó a Paula encima. Ella no protestó por la improvisada cama, sabiendo como él que nunca
podrían haber llegado a la casa. Afortunadamente, tenía un preservativo en la cartera. Esperaba que no se hubiera estropeado durante todo el tiempo que llevaba allí.


Paula estaba tratando de quitarse los vaqueros, lo que no resultaba fácil con las botas puestas.


—Espera un momento… ¿Y si nos tomamos las cosas con más calma? —sugirió él.


—No —replicó ella, con voz impaciente, mientras tiraba de una bota.


Pedro oyó algo en su voz que despertó las señales de alarma, La urgencia del deseo era una cosa. El pánico otra muy distinta.


—Paula, ¿qué prisa hay?


En aquel momento, ella dudó. La confusión que vio en sus ojos estuvo a punto de romperle el corazón, por no hablar del efecto que tuvo en su libido.


—¿Tienes miedo de cambiar de opinión? —le preguntó.


Paula cerró los ojos y se quedó inmóvil. Entonces, suspiró, y volvió a abrir los ojos para mirarlo muy fijamente.


—Tal vez.


—En ese caso, no tenemos por qué hacer esto. Así de sencillo.


—Pero yo te deseo…


—Lo sé, pero no tanto como yo te deseo a ti. Puedo esperar.


—Voy a estar despierta toda la noche porque tú seas tan noble.


—Entonces, únete al club —replicó él, sonriendo ante la evidente frustración que había en su voz—. ¿Qué te parece si en vez de eso nos vamos a cenar? Tal vez una buena botella de vino o un par de cervezas ayuden a calmarnos.


—¿Y quién va a cocinar?


—Yo.


—¿Sabes cocinar?


—Sí, si no eres muy picajosa sobre lo que comes. ¿Te parece bien una tortilla?


—Me suena a música celestial.


Pedro fue a recoger la blusa y el sujetador, antes de cambiar de opinión.


—Siento lo de la camisa. Te compraré otra.


—Sé que lo harás, pero una que lleve corchetes —comentó ella, con una sonrisa.


—Buena idea. Ahora, márchate antes de que mis nobles intenciones se pierdan por el estado de mis hormonas.


—¿En tu casa dentro de media hora?


—Perfecto.


Mientras se dirigía hacia su casa, Pedro pensó que tal vez no lo fuera tanto.


¿Cómo diablos iba a poder controlar las manos toda la noche cuando sabía exactamente lo que Paula sentía con sus caricias?